La duda acerca de la existencia de seres humanos en este planeta se hizo entonces más diminuta, y dudaba sobre si mantenerla por mucho más tiempo. Decían las leyendas e historias del folclore céltico y los de sus descendientes, que estos seres rara vez, cuando no ninguna, se dejaban ver por las personas.
Hadas.
Eran tal cosa, de acuerdo.
Sin embargo, las tres distaban de ser como aquellas que se ajustaban al estereotipo clásico – aunque no mucho, francamente – de las que Eduardo tomara conocimiento a través de fotografías e imágenes en la red y la prensa gráfica, la literatura medieval o con las que eran mencionadas en el folclore y la mitología de antaño, cuyos relatos solían leerle durante su etapa infantil. En ese material, el estereotipo de estos seres no alcanzaba los treinta centímetros de altura, o lo hacía con mucha dificultad. Las hadas estereotipadas estaban ataviadas con vestidos o túnicas de uno solo o dos colores (la combinación rara vez era superior a tres), tan largas las prendas que les cubrían incluso los pies; con un sombrero puntiagudo, a veces, que hacía juego con la ropa y el calzado; orejas muy diminutas que terminaban en punta y una nariz de similares características, y portando en cualquiera de sus manos, también a veces, la varita mágica con una estrella de cinco picos, generalmente dorada, en el extremo. Port si todo eso no resultara suficiente, estas tres mujeres, que carecían del imponente y característico – majestuoso – juego de uno o dos pares de alas en la espalda, tenían, no podía ser de otra manera, consistencia sólida.
¿Cómo supo entonces Eduardo que efectivamente tenía frente a si a un trío de hadas, y no cualquiera otra cosa?, ¿cómo su intuición y su vista podían estar en lo correcto?
La respuesta para nada era complicada, y esta, tan simple era, se podría encontrar en la boca de cualquiera. Tuvo que haberse debido a su firme creencia por un lado, arraigada esta desde la infancia más temprana, y a esas auras resplandecientes en el trío por otro, que formaban un contorno luminoso alrededor de sus cuerpos (los objetos voladores no identificados que Eduardo había visto durante su travesía en el cristalino y desconocido océano. Había confundido a las hadas con cualquiera otra cosa, menos en lo que eran en realidad). A simple vista al menos, la coincidencia única entre estas y las hadas estereotipadas eran la belleza física tan extraordinaria, principalmente manifestada a través del benevolente y amable gesto en sus cara, otro distintivo clásico en estos seres feéricos, como se los solía llamar en el folclore antiguo. Ya desde los tiempos tan ancestrales como los de los celtas se describía a las hadas de esa manera, algo reforzado posteriormente con numerosas ilustraciones.
En cuanto a la belleza física quien destacaba era Isabel, que continuaba sentada sobre la cómoda, ahora con otra postura. Ese detalle saltaba a la vista, era bastante más atractiva que su par de congéneres y (notoriamente) más curvilínea.
Supuso que una de las tres hadas allí presentes, Nadia, debía ser, además de un componente de mayor jerarquía en el poder político de este reino, una curandera, aunque “enfermera” o “médica” tal vez fueran términos más adecuados, considerando que llevaba dos franjas rojas cruzadas en el sombrero (como el que llevaban las enfermeras) y otro par en el brazo izquierdo, muy cerca del hombro, bordadas en un brazalete blanco, y que junto a si, encima de la mesa, había dejado una lujosa bandeja de plata con un par de coloridos frascos de vidrio y un pocillo, aparentemente de cerámica, repletos ambos con un líquido transparente. Eduardo deseó que fuera agua, porque no se sentía todavía con ganas para beber cualquiera otra cosa. Tenía Nadia una reluciente aura blanca y llevaba como “uniforme” un traje entero blanco con mangas muy cortas y cuello cerrado ajustado al cuerpo, lo que le daba la apariencia, opinada el hombre, de ser una promotora de algún evento automovilístico (una de las razones por las que Eduardo veía tales competencias). Calzaba zapatos con taco corto y hebillas, vestía además una pollera recta que llegaba hasta un poco más debajo de sus rodillas, sobre el traje entero, y un bolsito cruzado sobre el cuerpo, de derecha a izquierda, de un tono de blanco algo más opaco que el de la ropa, el calzado y el aura, y la hebilla en el cinturón mostraba la inscripción “C-SAM”, del Consejo a su cargo. En este momento se encontraba ocupando una de las sillas junto a la mesa, evidentemente alegre, además de emocionada y sorprendida, al ver despierto a su paciente, en buenas condiciones y notando su ritmo normal en la respiración.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde el instante en que Eduardo transformara en su precaria e improvisada cama parte del mobiliario de la cabaña, lo único a su disposición?.
Esa era una interrogante, quizás no tan importante en comparación con otras, que confiaba, pudieran responderle las hadas.
Otra de las hadas, Isabel, tenía un aura de color lila, que permanecía estática y contorneaba su cuerpo. Estaba sentada sobre la cómoda a un lado del espejo, a la espera de continuar con la conversación. Había vuelto a cambiar la postura, otra vez cruzando las piernas y apoyando las palmas en el borde de ese mueble. Su vestimenta, íntegramente de color azul, consistía en un pantalón de tela de jean con botones, algo gastado, y una camisa con mangas largas cuello corto y bordados verticales con forma de flores, de una tonalidad más oscura de azul que la prenda misma. Sus zapatos de taco medio eran negros de un tono opaco, igual que el cinturón, y llevaba un reluciente prendedor de oro – no era necesario ser joyero, orfebre ni nada parecido para reconocer ese metal precioso. Y Eduardo encima tenía conocimientos sobre este tema – que destacaba por su belleza. ¡Por supuesto que era la dueña de la vivienda!. Ninguna persona se sentaría de esa manera en casa ajena… aunque en este planeta, en la sociedad feérica, los modos y modales podrían ser diferentes. Contrario a Lili y Nadia, ambas rubias de cabello largo y lacio, Isabel tenía el pelo castaño corto, aunque abundante, con flequillo muy poblado y un mechón de color rosa chicle que le caía sobre la frente., del lado derecho.
Al parecer, las hadas también usaban tintura en el pelo.
Las mujeres, al menos.
La tercera hada, no había lugar para las dudas, debía de ser alguien que se encontraba en lo más alto de la cadena de mando en este país, probablemente una monarquía, porque los indicios eran demasiado obvios. El color de su aura, aunque implicaba cierta discreción, no hacía juego con el calzado ni con la ropa. Tenía un vestido de mangas largas con volados en los puños, que le llegaba hasta los tobillos, y escote apenas pronunciado, de una tonalidad muy oscura de negro. Saltaba a la vista que era de un material muy fino (hecho para una reina) y el calzado, de la misma tonalidad, tenía hebillas y carecía de tacos. Era la lideresa local, la reina de las hadas en este país, porque además de la calidad en los zapatos y el vestido, y el hecho de tener un aura más brillante que la de su par de congéneres, portaba sobre el cabello una corona de oro (¿qué tan abundante sería en este planeta ese metal precioso?) de tres puntas, con una piedra preciosa verde, probablemente jade o esmeralda, en la intermedia, que era del doble de tamaño que las otras dos. Llevaba también un cetro dorado, de alrededor de un metro y cuarto de largo, con algunas pequeñas piedras multicolores en el extremo, al que sostenía firmemente con la mano derecha. Hizo un gesto que indicó con claridad “la formalidad y la etiqueta no son necesarias”, cuando quiso Eduardo levantarse de su silla para hacer una reverencia, aquella que tendría que haber hecho, reconoció, al menos media hora antes.
El silencio se prolongó hasta que la reina Lili, con la voz tan tranquila, le preguntó, notando como observaba no a un hada en particular, en detrimento de las otras:
--- CLAUDIO ---
Continúa..
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--- CLAUDIO ---
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