_¿Qué
fue lo que les pasó a ellos?., quiso saber Eduardo, detectando ya el par de
casas en La Fragua.
A
un costado del camino había cuatro enormes contenedores en los que se podía
leer la inscripción “Materiales irrecuperables”. Repletos de todo tipo de desperdicios
condenados a finalizar su existencia en las plantas de tratamiento,
clasificación y destrucción de residuos (TCDs) que operaban en todo
momento al máximo de sus capacidades,
los contenedores eran impulsados mediante magia por un cuarteto de operarios
del Consejo de Ecología, Medio Ambiente y Recursos Naturales, en tanto una
quinta hada marchaba a la cabeza del grupo, de este actuando como su guía.
_Ellos
tuvieron complicaciones en su camino hasta el Hospital Real, desde que los
perdimos de vista camino a la casa de Lía., dijo Kevin, observando también el
entorno.
No
era para nada un misterio el hecho de que estaba pensando lo mismo, tal vez con
la misma intensidad, que el oriundo de Las Heras: dejar que las mujeres
continuaran solas el viaje hasta ambas viviendas e ir a ayudar como pudieran a
la población, en cualquier cosa que hiciera falta. El panorama distaba mucho de
ser alentador, mucho menos favorable, y a ambos lados de la calle solo podían
verse el caos, la desolación y el desorden.
_Complicaciones
– repitió Eduardo –… ¿Fueron graves?.
_No,
nada de eso. No fueron graves – indicó su amigo, centrando su atención, igual
que el arqueólogo y las chicas, en un punto en la distancia. Una luz amarilla
ascendiendo a gran velocidad y deshaciéndose en multitud de chispas. Otra hada
había perdido la vida. Instintivamente, se llevaron la diestra al corazón – De alguna
manera, obtuvieron la energía suficiente como para llevar a la instalación
médica a ocho seres feéricos al mismo tiempo. Eso hizo que Lursi y Oliverio
tuvieran que reducir drásticamente su velocidad y aumentara el tiempo que les
hubiera demandado cubrir la distancia entre el punto donde nos separamos y el Hospital
Real.
_De
cualquier modo, pasó algo que los obligó a quedarse., dedujo el novio de Isabel.
_Esguinces
en las muñecas, codos y hombros – informó el artesano-escultor, encendiendo el
primer cigarrillo del día – Cada uno tuvo que trasladar a cuatro personas, y
Lursi además tuvo una fractura. Así que las hadas médicas pidieron que se
queden antes de salir otra vez. Los obligaron, mejor dicho. Lo mismo que hicieron
conmigo – todavía se acordaba del golpe en el cráneo – y fueron a parar a la
habitación donde después fui derivado yo.
Y
ahondó en el tema.
Oliverio
y Lursi, con su par de congéneres heridos en sus brazos, habían detectado a una
pareja de edad avanzada corriendo como podía, con esfuerzo, bajo el desastre, entre
los escombros y la dantesca mezcla de barro y agua, azotados por el viento, y
se encontraban acompañados por un matrimonio y de este su par de descendencias.
Era un grupo familiar entero – abuelos, padres e hijos –, que trataba con desesperación
de llegar a la instalación médica más próxima que pudieran encontrar o
cualquier otro lugar en el que pudieran estar a salvo de la inclemencia. Su plan,
explicaron más tarde, era permanecer en ese lugar seguro hasta que la
catástrofe cesara e ir luego a Bahía Rocosa de la Bella Vista, la región Sur de
Insulandia, donde ese grupo familiar tenía ramificaciones, si es que esos
parientes continuaban en ese lugar… si es que “continuaban”. “No los podemos
dejar en ese lugar, expuestos y en grave peligro”, fue la decisión del par de
hombres, al mismo tiempo que en sus mentes se planteaban como harían para
transportar en un solo viaje a ocho personas y la respuesta a ese problema llegó
en el momento en que los pies de Lursi y Oliverio tocaron el suelo.
_Cuatro
manos – dijo el Consejero de Infraestructura y Obras, yendo raudo hacia ese
grupo familiar –, dos personas aferradas a cada una.
Los
dos se repartieron el “pasaje” y se ubicaron a escasos centímetros del suelo,
los suficientes como para que los cuatro pares de seres feéricos se agarraran
fuerte y correctamente en las posiciones indicadas por los hombres. Con el desastre
que continuaba azotando a todo lo que se interponía en su camino, coincidieron todos
en la conveniencia de moverse en línea recta, girando cuando fuera imperiosamente
necesario hacerlo, a baja altura y apuntando los brazos hacia abajo, sin
flexionar en ningún momento las articulaciones.
“Nos
vamos”, comunicaron Lursi y Oliverio.
La
masa con múltiples colores, producto de las auras combinadas, despegó y hubo de
permanecer en todo momento a una altura constante, a dos metros con setenta y
cinco centímetros, más o menos, del suelo devastado por el desastre, con los
ojos enfocados hacia adelante, mientras los pasajeros hacían verdaderos esfuerzos
por no soltarse: el matrimonio y sus descendencias eran quienes viajaban
pendiendo de las manos del compañero de Nadia, que por supuesto estaba
sintiendo el enorme peso en todas las articulaciones de los brazos, y la pareja
de edad avanzada y aquel par de mujeres se sostenían de las manos del prometido
de la princesa heredera (y futuro rey de Insulandia), que también estaba
experimentando ese efecto de desgaste en los hombros, codos, muñecas y dedos.
Uno y otro estaban plenamente conscientes de que tendrían que desplazarse a una
velocidad muy lenta, lo que añadía un riesgo mayor por parte de los vientos,
arrastrando un peso conjunto que podría estar rondando la media tonelada, e
incluso la podría superar. En tanto burlaban un pino medio inclinado con varias
ramas quebradas, Lursi y Oliverio, serios, se preguntaron en silencio si
hubiera otro medio para salvar a esos seres feéricos: pensaron, por ejemplo, en
llevarlos en más de un viaje, e ir a pedir ayuda a Kevin y Eduardo o recurrir a
las puertas espaciales… ninguna de esas opciones era viable. Dos viajes o más
implicaban la posibilidad de no volver a ver a las víctimas a quienes intentaban
salvar, el arqueólogo y el artesano-escultor debían de estar ocupados en esa
vivienda desde la que se emitiera el pedido de socorro y las puertas espaciales
salían de servicio ante desastres de tal magnitud. El que tenía las mejores
posibilidades y mejor infraestructura era el Hospital Real, pero con este peso
adicional de alrededor de quinientos kilogramos los rescatadores no iban a demorar menos de un
tercio de hora en alcanzarlo, máxime en medio de la catástrofe. Pero lo
consiguieron. Pudieron llegar a la principal instalación médica del reino, pese
a las desventajas tan marcadas, y los ocho seres feéricos pudieron recibir
refugio y atención médica. Los compañeros de Nadia y la princesa Elvia también tuvieron
que quedarse, ya que al cansancio y el agotamiento físico producto del esfuerzo
desde que emprendieran la misión suicida se les agregaron los dolores en los
brazos, sobre todo en las articulaciones, por haber trasladado cada uno a
cuatro personas, y, en el caso del segundo al mando de SAM, haberse fracturado
una pierna después de soltarse las personas que iban firmemente agarradas a sus
manos, ejecutando Lursi una mala maniobra y cayendo al suelo en una posición
bastante incómoda y perjudicial. Dieron fin a su salida heroica en una
habitación para tres pacientes – ya había alguien allí, aunque poco o nada se podía
hacer por el –, recibiendo toda la atención que necesitaban. Lursi con una
pierna entablillada y vendada y los dos tomando dosis de las pócimas
revitalizantes y reconstituyentes. El jefe del Mercado Central de las
Artesanías había llegado con la reina Lili a los pocos minutos, provocando
sorpresa, asombro y susto en la sala de espera y la recepción. A Kevin lo
derivaron a la cama que ya llevaba media hora desocupada (el paciente
finalmente había fallecido) en ese dormitorio y la soberana, tras las
curaciones breves, hubo de retomar su tarea.
Continúa…
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Claudio ---
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