Con cada paso se acortaba la distancia hacia
el principal espacio público de la ciudad – históricamente hablando, porque con
respecto a la superficie no era lo que se dice “grande” –. La enorme multitud,
incluidas varias especies de elementales que vivían en las áreas colindantes, y
los cánticos festivos estaban en un aumento proporcional a la distancia. Entre
las conversaciones que esa muchedumbre estaba sosteniendo, todas referidas al
otoño y la festividad, una de las que sobresalía era el concurso de baile de
vals del que Eduardo era el autor intelectual.
_Esa idea funcionó bien, y por lo que estuve escuchando
y viendo tuvo una notable aceptación – reconoció Isabel, mirando a su novio y
acto seguido señalándole el letrero que indicaba el límite del barrio Plaza
Central. El camino que circunvalaba a dicho barrio, un empedrado recientemente
renovado, tenía amplios espacios arbolados a ambos lados, por los que se
colaban las siluetas de algunas estructuras –. ¿Le prestaste atención a los
pasacalles y afiches promocionales en la vía pública?. Anuncian el concurso para
las veintidós horas en punto. ¿Y si nos inscribimos nosotros?. Hay buenos
premios en juego y, modestia aparte, yo se bailar muy bien el vals…
_Bailémoslo, entonces – anunció su novio con unos
pocos gestos. Lo dicho y tal cual: le alcanzaba con ver feliz a Isabel para que
el compartiera ese sentimiento positivo. Lo hacía aunque de sobra sabía que al
hada de la belleza no le gustaban esas cosas, que le contestaran que si a
cualquier cosa que quisiera o pidiera. A la vez pensaba en el gran error de
danzar al ritmo del vals, pues el pasaría una gran vergüenza, porque su
experiencia en ese baile era más bien baja… o bajísima – Pero eso de ser una de
las parejas participantes en el concurso no va a poder ser, Isabel, de manera
que mejor lo olvidamos. Cualquiera de las hadas allí u otros seres elementales
podrían suponer que hay tongo.
_¿Tongo?, ¿qué es eso?.
_Acomodo. Como yo fui quien tuvo la idea del
concurso en primer lugar, los hombres y mujeres presentes allí podrían llegar a
pensar que las calificaciones no van a ser justas y los jueces o calificadores
nada imparciales cuando llegue el momento de anunciar nuestro puntaje y
desempeño – supuso el oriundo de Las Heras, recordando unos pocos de esos casos
de tongo en las competencias de baile y danzas, lamentando que se tuviera que
recurrir a esos métodos para obtener, o tratar de hacerlo, el triunfo –.
Además, la reina Lili me pidió que fuera uno de los calificadores, y por lo
tanto no puedo estar en las dos partes. Es algo imposible. Oliverio, Lursi y
Kevin van a compartir con la reina y conmigo esos puestos, los de
calificadores, de modo que tampoco van a poder participar. A hora bien, una
explicación que creo que no está demás – el alarde de luces lo estaba mareando –…
yo no soy un experto ni mucho menos en el vals, nunca pude aprenderlo del todo.
Te lo informo para que tu desilusión, si la hubiera, no sea sorpresiva.
_Eso no es ningún problema, no te preocupes.
Nadie nació sabiendo, y yo te puedo enseñar, como lo vine haciendo hasta hoy.
El vals es por lejos mi baile favorito. Lo es para millones de hadas en todo el
mundo, especialmente para las mujeres – se ofreció su novia, apoyando la cabeza
contra el hombro izquierdo de Eduardo. Este desconocía que era lo que lo
tranquilizaba, si el contacto con el hada o de esta su ofrecimiento –. ¿Entonces,
qué?, ¿te enseño?.
_¿Podés?.
_Claro que puedo.
_Pues en ese caso, adelante.
Y continuaron caminando, ya en Plaza Central.
Era cierto que los colores representativos y
más característicos del otoño abarcaban casi a totalidad de la indumentaria y
el calzado de los seres feéricos, la decoración en las estructuras, las luces
pirotécnicas a alturas diversas y los palcos que se levantaron para la ocasión.
Pero no estaban cerca de monopolizar el espectro cromático. Cundo Eduardo estuvo
en la plaza central advirtió la presencia de varias decenas - ¡de varios
centenares!, ¡puede que más! – de diminutas esferas luminosas, muy posiblemente
de vidrio, y no más grandes que canicas, que se colaban entre las frondosas
copas, andaban sobre estas y rodeaban a los troncos más gruesos, además de
cubrir todas las estructuras dentro de la plaza y las que la rodeaban. Pero
esas esferas no eran los liuqis, que formaban masas rosas y celestes más o
menos densas en un punto determinado del lugar, compartiendo con las hadas el
mismo nivel de algarabía. Estas esferas que emitían luminiscencias brillantes,
y formaban líneas rectas o figuras en todas partes, eran varios centenares de
bombillas multicolores (“Luces navideñas”, comparó rápidamente Eduardo, mirando
como un tronco estaba envuelto con una
extensa cuerda repleta de esas esferas) que no podían superar los dos
centímetros y medio de circunferencia. Eran luces muy brillantes cuya cantidad
era imposible de precisar, y justo cuando el novio de Isabel empezaba a
preguntarse como las harían funcionar sin energía eléctrica, escuchó la
explicación “Recurrimos a la magia y nuestras habilidades”, de parte de un hada
de aura magenta que había aterrizado a su lado, la cual hubo de darle una
demostración práctica. Tocó con el dedo índice derecho un extremo de la cuerda
que formaba el escudo patrio insular sobre la verja (al otro lado estaban los siempre
imponentes jardines frontales del Castillo Real), tres o cuatro cordeles, de un
material desconocido para el arqueólogo, enroscados entre si formando la
compleja figura, y el brillo en las que serían no menos de cuatro centenas y
tres cuartos de bombillas se incrementó instantáneamente. El hada de aura magenta hizo lo mismo con
aquellas luces instaladas sobre las columnas de granito a ambos lados de la
puerta y las que engalanaban el par de garitas de los guardias, estructuras de
madera en este momento vacías. “Es suficiente con repetir ese procedimiento
cada sesenta minutos, más o menos”, dijo a Eduardo la mujer, antes de
reemprender nuevamente el vuelo a una altura discreta y continuar con la misma tarea
en otro punto de la plaza. Al cabo de nos cuatro minutos, tal vez cinco, la
luminosidad y el brillo en el espacio público y sus adyacencias aumentaron a
por lo menos el doble. Las hadas allí parecían compartir otro sentimiento,
quizás no tan alegre ni divertido: “Es una lástima que tengamos que desarmar y
desmantelar lo que estuvimos organizando en los últimos días…”
Fue entonces que el novio de Isabel pudo
reconocer con el debido detenimiento el principal espacio público del reino,
incluida la vista del castillo y los caminos colindantes, uno de estos la
conocidísima avenida de Circunvalación, que a causa de las masas de elementales
allí congregadas, carecían de su acostumbrado y habitual estado inmaculado. En
las calles, que como consecuencia de la festividad estaban cercadas con
tablones de madera de veinte centímetros de ancho por un metro de alto, en
procura de lograr un mínimo de orden, habían sido dispuestas numerosas sillas
pulcramente trabajadas, magníficas piezas de caoba con refuerzos metálicos, en
grupos o filas de cuatro y de tres, estos separados, para que se pudiera
caminar entre ellos, por la distancia de un metro y medio. Como fuere, de
ningún modo había el suficiente espacio, porque allí se habían congregado no
menos de trescientas mil personas, entre varias de las especies elementales, y
llegarían más a medida que el tiempo fuera avanzando. Las mesas cuadradas de un metro por uno y uno
y medio de alto, a ambos lados de los caminos internos de la plaza, que las
hadas y otras especies usaban cotidianamente para descansar y distenderse con
juegos y otros entretenimientos (“No asimilamos esa costumbre humana y recién
supimos que lo hacían cuando usamos el espectador para ver tu pueblo natal”,
dijo Isabel a su novio, en referencia a practicar tal o cual juego en una plaza
pública), estaban ocupadas ahora con botellones y botellas de todos los
tamaños, variadas formas y que contenían más de una centena y media de bebidas
alcohólicas y no alcohólicas, además de por numerosos platos y otros recipientes
con las comidas típicas de los seres feéricos insulares (cada país tenía su
propia y riquísima tradición culinaria), y alguna que otra fuente con ponche y
otras bebidas finas. En otro sector de la plaza, lindante con la fuente de tres
niveles, otros platos, que completaban la veintena y quinto, contenían unas
cuantas algas y demás plantas acuáticas, de modo que el originario de Las Heras
dio por sentado que los tritones y as sirenas se habrían de presentar en
cualquier momento. Un espacio libre circular dentro de la plaza, que tenía el
diámetro de veinte metros y daba a una estructura enorme de cuatro pisos “vecina”
al castillo (el Museo Real de Artes Plásticas”, ya estaba despejado y preparado
para los bailes y el concurso. Y había otro sector circular, dos veces y media
aquel diámetro, reservado ya para una de las danzas más tradicionales de los
seres feéricos, un área de sesenta y cinco metros habitualmente usada por los
individuos de ambos sexo para practicar tal o cual deporte. Decenas de
componentes de otras especies elementales, congregados en varios puntos de la
plaza central y sus adyacencias, demostraban con facilidad el gran clima de
júbilo, riendo y conversando animadamente y decidiendo que hacer durante las
próximas horas, en tanto se prolongara la fastuosa ceremonia.
Eduardo e Isabel detectaron entre la multitud
a Kevin y Cristal, que, habiéndose ya despedido de los diminutos seres elementales
que llevaron sobre los hombros, no demostraban siquiera el mínimo interés en
permanecer cercanos a la cuantiosa multitud, prefiriendo quedarse en la densa
arboleda con que limitaba la plaza, ocupados de muy buena (buenísima) gana en
sus “propios asuntos”. Allí entre la
muchedumbre también se hallaba Nadia, ocupando una de las sillas de caoba y
disfrutando de la compañía de un grupo de amigas, entre las que había – el compañero
sentimental de Isabel había vuelto a adoptar la clásica mirada y al expresión
que denotaban sorpresa – un hada embarazada que emanaba un aura color turquesa,
la cual era además una de sus colegas en el Consejo Real. “No toda la población
feérica tuvo y tiene esos problemas de fertilidad. Si esos problemas hubieran
sido totales, la especie feérica estaría en un gravísimo riesgo de extinción”,
había explicado Isabel a Eduardo. En otro sector de la plaza, uno que daba a
una de las enormes obras en construcción (donde a finales de Mayo o inicios de
Junio funcionaría un salón para exposiciones de fotografías, dibujos y
pinturas), estaban, compartiendo el sentimiento de alegría, Iris, Iulí y
Wilson, que habían abandonado la tranquilidad y seguridad de las cuevas y
recámaras del Banco Real para sumarse a la multitud. Tampoco faltaban muchas de
las personas con las que el arqueólogo había tenido trato en estos días, como
aquel transportista que los llevara a el e Isabel al parque La Bonita, o la
camarera del abr “El Tráfico”. Ambos miembros de la flamante pareja vieron a un
reducido grupo de liuqis situarse sobre el punto más alto de la fuente, a la
vez que de esta brotaba el agua y su aparición hacían los primeros seres
sirénidos, una pareja con cabellera y cola con escamas oscuras (un arroyo
subterráneo daba a la fuente), a quienes al instante se hubo de unir su par de
descendencias, versiones en miniatura de su progenitor. Lursi se encontraba en
otro de esos grupos de cuatro sillas, junto a uno de sus compañeros de copas, y
ni uno ni el otro hacían siquiera el menor esfuerzo para disimular su gusto por
la ginebra. Este par de individuos del sexo masculino detectó rápidamente la
cercanía de la flamante pareja e hizo señas moviendo en lo alto ambas manos, a
lo que la hermana de Cristal puso cara de resignación. Sabía de sobra que el
experto en arqueología submarina no habría de perderse el aperitivo con aquel
par de hombres, y enfiló para donde aquellos se encontraban, para presentar la
salutación formal y unírseles. Todavía conservando el gesto de resignación,
Isabel se dirigió entonces hacia la ubicación de Nadia y su grupo de amigas.
Otras dos parejas de Habitantes del Agua hubieron de sumarse a la nutrida
concurrencia, reuniéndose con sus congéneres en el borde de la fuente, y las
que eran al menos diez centenas de liuqis ya habían formado una línea celeste y
rosa, delgada y brillante, sobre la reja a un lado de la entrada principal al Castillo
Real.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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