martes, 19 de septiembre de 2017

4.8) Todo está como tiene que estar



Con cada paso se acortaba la distancia hacia el principal espacio público de la ciudad – históricamente hablando, porque con respecto a la superficie no era lo que se dice “grande” –. La enorme multitud, incluidas varias especies de elementales que vivían en las áreas colindantes, y los cánticos festivos estaban en un aumento proporcional a la distancia. Entre las conversaciones que esa muchedumbre estaba sosteniendo, todas referidas al otoño y la festividad, una de las que sobresalía era el concurso de baile de vals del que Eduardo era el autor intelectual.

_Esa idea funcionó bien, y por lo que estuve escuchando y viendo tuvo una notable aceptación – reconoció Isabel, mirando a su novio y acto seguido señalándole el letrero que indicaba el límite del barrio Plaza Central. El camino que circunvalaba a dicho barrio, un empedrado recientemente renovado, tenía amplios espacios arbolados a ambos lados, por los que se colaban las siluetas de algunas estructuras –. ¿Le prestaste atención a los pasacalles y afiches promocionales en la vía pública?. Anuncian el concurso para las veintidós horas en punto. ¿Y si nos inscribimos nosotros?. Hay buenos premios en juego y, modestia aparte, yo se bailar muy bien el vals…
_Bailémoslo, entonces – anunció su novio con unos pocos gestos. Lo dicho y tal cual: le alcanzaba con ver feliz a Isabel para que el compartiera ese sentimiento positivo. Lo hacía aunque de sobra sabía que al hada de la belleza no le gustaban esas cosas, que le contestaran que si a cualquier cosa que quisiera o pidiera. A la vez pensaba en el gran error de danzar al ritmo del vals, pues el pasaría una gran vergüenza, porque su experiencia en ese baile era más bien baja… o bajísima – Pero eso de ser una de las parejas participantes en el concurso no va a poder ser, Isabel, de manera que mejor lo olvidamos. Cualquiera de las hadas allí u otros seres elementales podrían suponer que hay tongo.
_¿Tongo?, ¿qué es eso?.
_Acomodo. Como yo fui quien tuvo la idea del concurso en primer lugar, los hombres y mujeres presentes allí podrían llegar a pensar que las calificaciones no van a ser justas y los jueces o calificadores nada imparciales cuando llegue el momento de anunciar nuestro puntaje y desempeño – supuso el oriundo de Las Heras, recordando unos pocos de esos casos de tongo en las competencias de baile y danzas, lamentando que se tuviera que recurrir a esos métodos para obtener, o tratar de hacerlo, el triunfo –. Además, la reina Lili me pidió que fuera uno de los calificadores, y por lo tanto no puedo estar en las dos partes. Es algo imposible. Oliverio, Lursi y Kevin van a compartir con la reina y conmigo esos puestos, los de calificadores, de modo que tampoco van a poder participar. A hora bien, una explicación que creo que no está demás – el alarde de luces lo estaba mareando –… yo no soy un experto ni mucho menos en el vals, nunca pude aprenderlo del todo. Te lo informo para que tu desilusión, si la hubiera, no sea sorpresiva.
_Eso no es ningún problema, no te preocupes. Nadie nació sabiendo, y yo te puedo enseñar, como lo vine haciendo hasta hoy. El vals es por lejos mi baile favorito. Lo es para millones de hadas en todo el mundo, especialmente para las mujeres – se ofreció su novia, apoyando la cabeza contra el hombro izquierdo de Eduardo. Este desconocía que era lo que lo tranquilizaba, si el contacto con el hada o de esta su ofrecimiento –. ¿Entonces, qué?, ¿te enseño?.
_¿Podés?.
_Claro que puedo.
_Pues en ese caso, adelante.

Y continuaron caminando, ya en Plaza Central.

Era cierto que los colores representativos y más característicos del otoño abarcaban casi a totalidad de la indumentaria y el calzado de los seres feéricos, la decoración en las estructuras, las luces pirotécnicas a alturas diversas y los palcos que se levantaron para la ocasión. Pero no estaban cerca de monopolizar el espectro cromático. Cundo Eduardo estuvo en la plaza central advirtió la presencia de varias decenas - ¡de varios centenares!, ¡puede que más! – de diminutas esferas luminosas, muy posiblemente de vidrio, y no más grandes que canicas, que se colaban entre las frondosas copas, andaban sobre estas y rodeaban a los troncos más gruesos, además de cubrir todas las estructuras dentro de la plaza y las que la rodeaban. Pero esas esferas no eran los liuqis, que formaban masas rosas y celestes más o menos densas en un punto determinado del lugar, compartiendo con las hadas el mismo nivel de algarabía. Estas esferas que emitían luminiscencias brillantes, y formaban líneas rectas o figuras en todas partes, eran varios centenares de bombillas multicolores (“Luces navideñas”, comparó rápidamente Eduardo, mirando como un tronco estaba envuelto  con una extensa cuerda repleta de esas esferas) que no podían superar los dos centímetros y medio de circunferencia. Eran luces muy brillantes cuya cantidad era imposible de precisar, y justo cuando el novio de Isabel empezaba a preguntarse como las harían funcionar sin energía eléctrica, escuchó la explicación “Recurrimos a la magia y nuestras habilidades”, de parte de un hada de aura magenta que había aterrizado a su lado, la cual hubo de darle una demostración práctica. Tocó con el dedo índice derecho un extremo de la cuerda que formaba el escudo patrio insular sobre la verja (al otro lado estaban los siempre imponentes jardines frontales del Castillo Real), tres o cuatro cordeles, de un material desconocido para el arqueólogo, enroscados entre si formando la compleja figura, y el brillo en las que serían no menos de cuatro centenas y tres cuartos de bombillas se incrementó instantáneamente.  El hada de aura magenta hizo lo mismo con aquellas luces instaladas sobre las columnas de granito a ambos lados de la puerta y las que engalanaban el par de garitas de los guardias, estructuras de madera en este momento vacías. “Es suficiente con repetir ese procedimiento cada sesenta minutos, más o menos”, dijo a Eduardo la mujer, antes de reemprender nuevamente el vuelo a una altura discreta y continuar con la misma tarea en otro punto de la plaza. Al cabo de nos cuatro minutos, tal vez cinco, la luminosidad y el brillo en el espacio público y sus adyacencias aumentaron a por lo menos el doble. Las hadas allí parecían compartir otro sentimiento, quizás no tan alegre ni divertido: “Es una lástima que tengamos que desarmar y desmantelar lo que estuvimos organizando en los últimos días…”
Fue entonces que el novio de Isabel pudo reconocer con el debido detenimiento el principal espacio público del reino, incluida la vista del castillo y los caminos colindantes, uno de estos la conocidísima avenida de Circunvalación, que a causa de las masas de elementales allí congregadas, carecían de su acostumbrado y habitual estado inmaculado. En las calles, que como consecuencia de la festividad estaban cercadas con tablones de madera de veinte centímetros de ancho por un metro de alto, en procura de lograr un mínimo de orden, habían sido dispuestas numerosas sillas pulcramente trabajadas, magníficas piezas de caoba con refuerzos metálicos, en grupos o filas de cuatro y de tres, estos separados, para que se pudiera caminar entre ellos, por la distancia de un metro y medio. Como fuere, de ningún modo había el suficiente espacio, porque allí se habían congregado no menos de trescientas mil personas, entre varias de las especies elementales, y llegarían más a medida que el tiempo fuera avanzando.  Las mesas cuadradas de un metro por uno y uno y medio de alto, a ambos lados de los caminos internos de la plaza, que las hadas y otras especies usaban cotidianamente para descansar y distenderse con juegos y otros entretenimientos (“No asimilamos esa costumbre humana y recién supimos que lo hacían cuando usamos el espectador para ver tu pueblo natal”, dijo Isabel a su novio, en referencia a practicar tal o cual juego en una plaza pública), estaban ocupadas ahora con botellones y botellas de todos los tamaños, variadas formas y que contenían más de una centena y media de bebidas alcohólicas y no alcohólicas, además de por numerosos platos y otros recipientes con las comidas típicas de los seres feéricos insulares (cada país tenía su propia y riquísima tradición culinaria), y alguna que otra fuente con ponche y otras bebidas finas. En otro sector de la plaza, lindante con la fuente de tres niveles, otros platos, que completaban la veintena y quinto, contenían unas cuantas algas y demás plantas acuáticas, de modo que el originario de Las Heras dio por sentado que los tritones y as sirenas se habrían de presentar en cualquier momento. Un espacio libre circular dentro de la plaza, que tenía el diámetro de veinte metros y daba a una estructura enorme de cuatro pisos “vecina” al castillo (el Museo Real de Artes Plásticas”, ya estaba despejado y preparado para los bailes y el concurso. Y había otro sector circular, dos veces y media aquel diámetro, reservado ya para una de las danzas más tradicionales de los seres feéricos, un área de sesenta y cinco metros habitualmente usada por los individuos de ambos sexo para practicar tal o cual deporte. Decenas de componentes de otras especies elementales, congregados en varios puntos de la plaza central y sus adyacencias, demostraban con facilidad el gran clima de júbilo, riendo y conversando animadamente y decidiendo que hacer durante las próximas horas, en tanto se prolongara la fastuosa ceremonia.

Eduardo e Isabel detectaron entre la multitud a Kevin y Cristal, que, habiéndose ya despedido de los diminutos seres elementales que llevaron sobre los hombros, no demostraban siquiera el mínimo interés en permanecer cercanos a la cuantiosa multitud, prefiriendo quedarse en la densa arboleda con que limitaba la plaza, ocupados de muy buena (buenísima) gana en sus “propios asuntos”.  Allí entre la muchedumbre también se hallaba Nadia, ocupando una de las sillas de caoba y disfrutando de la compañía de un grupo de amigas, entre las que había – el compañero sentimental de Isabel había vuelto a adoptar la clásica mirada y al expresión que denotaban sorpresa – un hada embarazada que emanaba un aura color turquesa, la cual era además una de sus colegas en el Consejo Real. “No toda la población feérica tuvo y tiene esos problemas de fertilidad. Si esos problemas hubieran sido totales, la especie feérica estaría en un gravísimo riesgo de extinción”, había explicado Isabel a Eduardo. En otro sector de la plaza, uno que daba a una de las enormes obras en construcción (donde a finales de Mayo o inicios de Junio funcionaría un salón para exposiciones de fotografías, dibujos y pinturas), estaban, compartiendo el sentimiento de alegría, Iris, Iulí y Wilson, que habían abandonado la tranquilidad y seguridad de las cuevas y recámaras del Banco Real para sumarse a la multitud. Tampoco faltaban muchas de las personas con las que el arqueólogo había tenido trato en estos días, como aquel transportista que los llevara a el e Isabel al parque La Bonita, o la camarera del abr “El Tráfico”. Ambos miembros de la flamante pareja vieron a un reducido grupo de liuqis situarse sobre el punto más alto de la fuente, a la vez que de esta brotaba el agua y su aparición hacían los primeros seres sirénidos, una pareja con cabellera y cola con escamas oscuras (un arroyo subterráneo daba a la fuente), a quienes al instante se hubo de unir su par de descendencias, versiones en miniatura de su progenitor. Lursi se encontraba en otro de esos grupos de cuatro sillas, junto a uno de sus compañeros de copas, y ni uno ni el otro hacían siquiera el menor esfuerzo para disimular su gusto por la ginebra. Este par de individuos del sexo masculino detectó rápidamente la cercanía de la flamante pareja e hizo señas moviendo en lo alto ambas manos, a lo que la hermana de Cristal puso cara de resignación. Sabía de sobra que el experto en arqueología submarina no habría de perderse el aperitivo con aquel par de hombres, y enfiló para donde aquellos se encontraban, para presentar la salutación formal y unírseles. Todavía conservando el gesto de resignación, Isabel se dirigió entonces hacia la ubicación de Nadia y su grupo de amigas. Otras dos parejas de Habitantes del Agua hubieron de sumarse a la nutrida concurrencia, reuniéndose con sus congéneres en el borde de la fuente, y las que eran al menos diez centenas de liuqis ya habían formado una línea celeste y rosa, delgada y brillante, sobre la reja a un lado de la entrada principal al Castillo Real.



Continúa…




--- CLAUDIO ---

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