El individuo del sexo masculino que estaba
bebiendo ginebra junto con Lursi era el compañero sentimental formal de Elvia,
la princesa heredera del reino insular. Su nombre era Oliverio, desprendía un
aura de color azul eléctrico y en lugar de representar tal o cual elemento de
la naturaleza, el intelecto, alguno de los sentidos o la belleza (algo
exclusivo de las mujeres), tenía por talento natural a las artes, al igual que
el novio de Cristal, y su especialidad dentro de aquellas era el dibujo, algo
que en su vida laboral había aplicado y dedicado a la arquitectura. Una
asombrosa cualidad que le permitía – como le explicara a Eduardo cuando este
llegara a su encuentro y ocupara una de las sillas –, entre todos los usos,
componer y diseñas magníficas piezas en tiempos increíblemente breves, las
cuales tampoco demoraban mucho, luego, en convertirse en aclamadas y afamadas
obras de arte, de las que algunas pasaban del papel a la realidad al encararse
su construcción, algo que hoy continuaba pasando. Esos maravillosos dotes
artísticos implicaron que tuviera, aun antes de su ingreso a la función
pública, una brillante carrera que había incluido la venta de una de sus obras
en cien mil soles, a menos de un bimestre de haberla creado, a un coleccionista
insular. No había pasado mucho para que esa obra se convirtiera en realidad, y
al cabo de cinco meses de trabajo pudo inaugurarse el edificio donde hoy
funcionaban las representaciones diplomáticas de los otros ocho países de Centralia,
también en el barrio Plaza Central. Había sido gracias a esa brillante carrera,
como diseñador de piezas que más tarde se aplicaban en la ingeniería y la
arquitectura, que pudo entrar a trabajar en el poder político a horas de “haberse
graduado” como constructor (ingeniero) especializado en infraestructura
habitacional y viviendas. Esa brillante carrera, su inteligencia y su capacidad
para la toma de decisiones que llegaban a buen puerto (el “amiguismo político”
constituía algo inmoral e inaceptable entre los seres feéricos) es que hubo en
su momento de ser propuesto por los expertos y funcionarios como la persona
indicada para mandar en el Consejo de Infraestructura y Obras, el “C-IO”. Igual
que Nadia y otros colegas d ambos sexos, Oliverio tenía su oficina en la Torre
número dos del Castillo Real, y su
sumamente complejo trabajo en el poder político (grandísimas responsabilidades
estaban sobre sus hombros) demandaba una jornada laboral que cada día hábil se
extendía entre las ocho horas y las dieciocho y cada Sábado entre las ocho y la
s dieciséis. Cincuenta y ocho horas semanales que podían (y lo harían) aumentar
en caso de ser necesario.
Oliverio, de etnia negra, nacido y crecido en
el barrio Arroyo brillante y hoy residente en Plaza Central, tenía un aspecto
físico prácticamente idéntico al de los demás individuos del sexo masculino de
la especie feérica y, al igual que todos los presentes en el espacio público
principal en este momento, no estaba buscando otra cosa que disfrutar todo
cuanto pudiera de la festividad del otoño. Era cierto por donde se lo mirara,
se hubieron de convencer Eduardo y Lursi, que estaba lamentando la ausencia de
la princesa heredera Elvia, porque observaba con cierta expresión de envidia a
las decenas, centenas, de parejas y matrimonios que pululaban en cada
centímetro de la plaza y sus adyacencias. Ahora suplía la falta de la hija de
la reina Lili compartiendo la mesa con dos de sus amigos, uno de ellos el
médico al que conocía de toda la vida, y el otro a quien había visto por primera
vez cuando ayudara a las hermanas de aura lila en esos cincuenta días, y con quien había
entablado el primer diálogo en los últimos días, cuando se ocupaban ambos de
los preparativos. Sino hubiera sido porque el quiso anunciársela, el novio de
Isabel jamás habría adivinado que Oliverio tenía cincuenta y tres años, recién “estrenados”
el uno de Marzo (trigésimo día del segundo mes, en el calendario antiguo de las
hadas). Aparentaba no más de veintiséis.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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