Dio inicio el vigesimoprimer día del mes de
Marzo – el número veinte del tercer mes, en el antiguo calendario de los seres
feéricos –, y con el había finalmente arribado el otoño a todo el Hemisferio
Sur del planeta (la primavera en el del Norte), incluida en este la ciudad
capital del reino insular, el centro político, administrativo, social,
económico y de reuniones multitudinarias por excelencia del país, cuya plaza
pública principal, que daba nombre a uno de los diecinueve barrios, de todos
estos el más poblado, iba a ser el epicentro de la ceremonia principal,
inaugurada, presidida y concluida por la reina Lili, la princesa heredera
Elvia, que también estaría ejerciendo su condición de Consejera de Cultura, y
otros quince funcionarios de diversos rangos.
Una ostentosa y masiva congregación a cielo
abierto al amparo de las estrellas y el satélite natural contaría con la
sugerencia propuesta a la soberana por el compañero sentimental de Isabel. Un
concurso de baile de vals con el infaltable acompañamiento musical de la
siempre aclamada banda sinfónica real, que tuviera como premio algo que fuera verdaderamente
importante e igual de original. La princesa heredera y Consejera de Cultura y
la reina (hija y madre), autoras materiales del concurso, accedieron con muy
pocas e insignificantes dudas y oposiciones a la propuesta, lo mismo que los
otros miembros del Consejo Real de ambos sexos, pensando que, si por casualidad
llegara la originalidad a ser escasa, podría dicha falta ser compensada con ese
recurso, que no solía hacerse en las festividades de las estaciones, el
concurso de baile de vals, para poner a prueba la capacidad y las habilidades
de las parejas que hubieran de participar. Esa novedosa propuesta, convinieron
con unanimidad los funcionarios que participaron del encuentro, habría de tener
como primer premio la suma de quinientos mil soles (en cinco centenas de
monedas de mil), como segundo la exención impositiva absoluta por el término de
un año (“¡Carajo, también acá existen los impuestos!”, había protestado al
enterarse de su existencia el oriundo de Las Heras) y como tercer premio las
vacaciones pagas por quince días con plena cobertura: un crucero de lujo por
una zona de la región norte (El Bosque Pacífico del Hada de los Deseos) en la
que abundaban los arrecifes coralinos. A ese sector se lo conocía como “Coralia”,
y constituía uno de sus principales atractivos turísticos, así como también de
todo el continente centrálico.
Siempre fieles a sus ancestrales costumbres y
tradiciones, las hadas (lo propio hicieron los seres sirénidos o habitantes del
Agua, gnomos, liuqis y demás seres elementales) habían pasado las últimas dos
semanas dedicándose de lleno durante horas enteras, en grupos que trabajaron
todo el día, a la ceremonia, con lujo de detalles a todos los preparativos, de
día y por las noches. Incluso los edificios públicos, puertos ultramarinos y
regionales, las fábricas solitarias y aisladas, los grandes complejos
industriales, mercados centrales y otros lugares de concurrencia masiva habían
adoptado como medida extraordinaria el hecho de reducir su jornada laboral a la
mitad del horario acostumbrado o menos, resultando esto en otro de los factores
que manifestaban la importancia que daban los seres feéricos al inicio de las
estaciones climáticas. La organización y preparativos de la ceremonia fastuosa
habían abarcado también la vestimenta masculina y la femenina de todos los
tipos – formal, informal, de gala, de trabajo… –, que hasta el momento en que
el fastuoso evento llegara a su término iba a estar a perfecto tono con los
colores que adquirían las especies del reino vegetal:, aquellos que más
caracterizaban a la estación climática que empezaba: carmesí, dorado, morado,
malva, algunas variedades del rojo, marrón y pardo, entre otros similares. Las
hadas de las flores y de la vegetación no tendrían problemas con eso. Por
supuesto que no habría de tratarse esta de, como la definiera Eduardo, la “indumentaria
y el calzado de los seres humanos”. Los mercados centrales de esos dos rubros no
estuvieron exhibiendo por estos días otra cosa que la ropa y el calzado
tradicionales, a precios nunca superiores a los doscientos soles, aquello que
conocía el novio de Isabel gracias a las hadas estereotipadas de las fábulas,
cuentos, leyendas y relatos de las islas británicas.
En el trabajo que aquel y otros creyentes
habían desarrollado, uno de los capítulos se titulaba “¿Qué y cómo visten las
hadas?”, y hacía mención, entre otras cosas, de largas togas o túnicas para los
individuos del sexo masculino y vestidos para las mujeres, de mangas anchas, a
veces con un velo o una capucha las prendas para los dos sexos y tan largas que
les cubrían incluso los pies. Nada se mencionaba en ese capítulo o en los otros
del extenso trabajo sobre las líneas de montaje, producción en serie o fábricas
más o menos complejas (si se mencionaba que las hadas confeccionaban sus
prendas con materiales cien por ciento naturales, como la seda de los gusanos,
telas de araña, materia vegetal…), pero el eje de la cuestión era el mismo en
uno u otro caso. En ese trabajo escrito que había demandado meses y exhaustivas
investigaciones armar por un lado y en este planeta por otro, uno de los puntos
en común, se mencionaba la excelente calidad y lo fastuosas que eran las
prendas, así como también las ceremonias de las estaciones climáticas. Pero la
industria textil, que en el reino de Insulandia era autosuficiente, no se limitaba
a la indumentaria, porque se encontraba presente en otros y varios aspectos de
la festividad del otoño. Enormes estandartes con el escudo patrio insular, y
banderas de diferentes tamaños pululaban y estaban puestas hasta en la base de
los árboles más grandes, enormes telones con los colores representativos del
otoño cubrían todas las obras en construcción, los manteles en bares y otros
locales del rubro gastronómico tenían leyendas y frases alegóricas y una
magnífica pieza de terciopelo adornaba el respaldo y los apoyabrazos en los asientos
que habían en el palco oficial, que desde hacía cuarenta y ocho horas estaba
instalado en un extremo de la plaza central, enfrentando al acceso principal
del Castillo Real. “Cuando todo esto se termine, va a ser un momento triste”,
comentaban los hombres y mujeres que se ocupaban de los preparativos. Lo mismo,
exactamente, con todas las festividades, de cualquier alcance, que figuraban en
el calendario.
Gran afición femenina, si las hubiere…
… Como toda mujer, Isabel, Cristal y Nadia
habían permanecido no menos de dos horas
diarias durante la semana previa al veintiuno de Marzo recorriendo los
diferentes puestos de venta y locales en ambos mercados centrales, a la caza de
vestidos y zapatos que les parecieran bonitos, y en el de las Artesanías
buscando cualquier artículo alegórico. Como toda mujer también, fijándose en
los precios. Los comerciantes, propietarios y empleados estuvieron de acuerdo y
no vacilaron un instante en implementar una reducción en el valor de todos sus
artículos para estimular e incrementar las ventas, una medida que su debut
estaba haciendo fuera de los acostumbrados casos excepcionales (catástrofes naturales,
malas cosechas, grandes accidentes industriales u otros). En el curso de los
últimos siete días, los precios en el calzado, las prendas de vestir y ciertos
tipos de joyas, por ejemplo, hubieron de reducirse entre un quince y un
cuarenta por ciento. De modo que la responsable máxima del Consejo de Salud y
Asuntos Médicos y las hermanas de aura lila llegaron a gastar, en promedio cada
una, unos cuatrocientos soles diarios, razón por la que sus compañeros
sentimentales volvían a las viviendas (rumiando por lo bajo) llevando las cajas
y paquetes en sus brazos y manos. Como todo hombre, estos tres no eran siquiera
amigos de la idea de permanecer horas observando vidrieras en las que hubiera ropa
y calzado en exhibición. Así que, al término de cada jornada de compras, cuando
los brazos y las manos se desprendían finalmente del “peso extra”, el trío de
masculinos acudía sin demoras al bar de Barraca Sola, todo un símbolo para ese
barrio, con la idea de recuperarse. Durante los últimos siete días, verlos allí
a los tres se había vuelto una parte del paisaje.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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