martes, 18 de abril de 2017

1.4) Preguntas y respuestas por tres

Si.

Por supuesto.

Por supuesto que deseaba saltar en una pata para celebrar esta magnífica e inesperada realidad que estaba empezando (ya lo había hecho, a mediados del primer mes del año), aunque sus esfuerzos hacía por contenerse, para no causar una impresión incorrecta en las hadas, por lo pronto en Nadia, Isabel y la reina Lili. Había confirmado que todo aquello, cada cosa, en lo que creía desde una edad muy temprana existía de verdad, que era real, aunque en esta creencia no figuraba la existencia de otro planeta, y por tanto, tampoco, la vida extraterrestre. Algo que no se encontraba únicamente en la imaginación y la mente de personas que, como el, eran creyentes.

Era todo verdadero y se había cumplido su deseo.

Pero el hecho concreto de quedarse en el mundo de las hadas e integrarse más o menos rápido a su sociedad planteaba inconvenientes e imprevistos que su seriedad revestían, como era de suponerse, igual de complicados en todos y cada uno de sus aspectos. De estos, un ejemplo era que media o medidas podría Eduardo adoptar para no conducir sus pensamientos (¿y olvidarse del presente, de paso?) a esa vida ya armada y consolidada en Las Heras, en la que estaba su vivienda de una planta. Tenía, o tuvo, un puesto laboral bien remunerado que incluía una oficina propia y personal a sus órdenes en el museo de ciencias naturales, vecinos y conocidos de ambos sexos  dentro y fuera de su lugar de nacimiento y residencia, los lugares que con mayor o menor frecuencia solía visitar… absolutamente todo. Su vida. Seguramente, como dijera la reina momentos antes, todo el mundo allí ya haya aceptado que el fallecimiento era un hecho, y por tal razón intentó representarse en la mente, en cada rincón de esta, esa situación tan delicada, sin poder dejar de pensar que en este mundo el era, y sería, un alienígeno.
Su casa estaba a la vera de numeración impar en una de las calles de la periferia sur de la localidad, a muy poca distancia, nada más que ocho cuadras, de una parada ferroviaria que, aun estando operativa y emplazada en medio del casco urbano, estaba cayendo irremediablemente en el olvido y el abandono, como consecuencia principalmente del escaso mantenimiento y prácticamente nulas reformas que se le hacían. Algo que no debería ser así, considerando que no era rala la cantidad de trenes (un par de formaciones que conjuntaban veintidós conexiones cada día entre ambas terminales) y usuarios que a diario recalaban en ella, una joya de la arquitectura del Siglo Diecinueve.

La morada de Eduardo estaba conformada por un jardín en la fachada en el que predominaba el color verde, y otro inmediatamente detrás de la casa. Al fondo del lote, a la derecha y la izquierda respectivamente, se encontraban el gallinero, vacío al momento de empezar el residente sus vacaciones, y un espacio de tres metros por tres al que llamaba “la planta de almacenaje”, con todo tipo de herramientas, insumos, equipos y materiales para la construcción. En la parte frontal del casco de la casa, pegados al jardín en la fachada, estaban el estacionamiento, en el lado derecho, y la sala de estar, en el izquierdo. Detrás de esta última se encontraba la cocina-comedor diario, y, más allá de ese ambiente, la lavandería, que hacía las veces de tendal para la ropa. Separados del estacionamiento para vehículos por un angosto pasillo, estaban, uno al lado del otro, el cuarto de baño y un pequeño ambiente vacío, y detrás de estos un cuarteto de habitaciones con las mismas dimensiones (fondo por frente) y una altura idéntica. Al resto del lote lo conformaban una huerta para uso doméstico, a medio terminar hacia fines del último mes del año pasado, entre el patio trasero y aquel par de estructuras al fondo del lote. Todo en un área de dieciséis metros de frente por nueve de fondo. Debía de tener con seguridad a la banda de chacales inmobiliarios, un fenómeno que hasta no hacía mucho era conocido en la zona metropolitana, prontos a lanzarse sobre ella en jauría en cuanto tuvieran la primera oportunidad, incentivados por unos bolsillos que nunca se llenaban, e instalar en el área verde delantera el cartel metálico con la inscripción “Se alquila” o “Se vende”. Deseaba Eduardo, pese a esos asaltantes, y constituyendo el peor de los males, que fuera el personal de tal o cual agencia inmobiliaria quien estuviera en su casa en primer lugar, porque no le hacía ni pizca de gracia que los primeros terminaran siendo los indeseables amigos de lo ajeno. Sus superiores directos en la cadena de mando en el museo estarían a la búsqueda de un reemplazo, disponiendo de la oficina desocupada y reubicando temporalmente al personal a su cardo, si no era que ya lo hubieran hecho; y sus amistades, conocidos y vecinos de los dos sexos habrían vuelto a sus vidas cotidianas, poniéndole el punto final al luto…

Otro probable – el confiaba con que a la probabilidad no hubiera que agregarle la palabra “muy” – con respecto a su casa eran esas repugnantes, pestilentes e inmundas alimañas de tal o cual banco, que estarían pensando en la posibilidad de obtener algún tipo de provecho.

_ ¿Eduardo?., llamó el hada de aura lila.

… Por otra parte, había decidido plantearse, porque concluyó en su enorme necesidad, las numerosas diferencias que de seguro había entre la localidad de Las Heras, en la que vivía desde su nacimiento, y esta isla tropical, el hogar de las hadas, que formaba parte de uno de los setenta y seis países del planeta. Forzosamente, por supuesto no constituirían dos o tres diferencias, y tuvo la sospecha que todas, no importaba cuantas fueran, tendrían (¿mucha?) relevancia e importancia. Con este ejercicio de la memoria, Eduardo debería recurrir a ese intelecto que tanto lo caracterizaba, o que lo hubo de caracterizar, aquel que lo convertía en alguien privilegiado, para efectuar esas comparaciones entre los dos cuerpos celestes, sus sociedades y sus respectivos habitantes. No sería una tarea difícil, pero tampoco fácil. Debería hacer su mejor esfuerzo, si quería obtener algo con ello.

_¿Te está pasando algo, Eduardo? – quiso saber la consejera de Salud y Asuntos Médicos. Nadia no preguntaba ahora en su calidad de funcionaria del Estado, sino como profesional de la medicina –, ¿Te sentís bien?, ¿estás necesitando algún refuerzo de los medicamentos y pócimas?.

En Las Heras había comodidades, beneficios y confort, de acuerdo, pero los descontentos y problemas sociales de todo tipo estaban a la orden del día y, para mala fortuna de los lugareños, también tenían su espacio en esa tranquila localidad. Siendo un lugar rodeado por pasturas y campos extensos, pese a que se encontraba relativamente cerca de la zona metropolitana y otras localidades grandes, y constituyendo el grueso de sus ingresos monetarios, tanto para el sector público como para el privado, las actividades agropecuaria y ganadera, de las cuales las principales eran el cultivo de cereales y la ganadería vacuna, eran bajos, comparativa y proporcionalmente, los niveles de ruido, delincuencia, contaminación lumínica y ambiental, embotellamientos, cortes de caminos y voracidad inmobiliaria. Pero estos agentes negativos y otros tantos, sin embargo, allí estaban. Y parecían hallarse en lentísimo aumento, a medida que la industrialización concentrada (muchos establecimientos fabriles, la mayoría vinculados de una u otra forma con el campo, en un espacio proporcionalmente reducido) proseguía su camino hacia adelante. El ferrocarril para pasajeros, que con suerte y buena voluntad de los directivos de la compañía llegaba cada sesenta y cinco minutos, y dos transportes automotores que circulaban por la ruta provincial y las principales avenidas y calles de la localidad, eran las principales, cuando no las únicas, opciones en lo referente al transporte público en la cabecera. Los servicios públicos básicos e indispensables para una buena calidad de vida y los desarrollos demográfico e industrial, eran los sanitarios (la red cloacal), el agua corriente, la energía eléctrica, el gas natural y, en menor medida, las telecomunicaciones y el servicio de internet. A veces, desafortunadamente no pocas, dichos servicios eran deficientes e insuficientes, lo que provocaba malestar y un disgusto adicional entre la población.

Los funcionarios públicos municipales y de otras jerarquías que tenían injerencia en Las Heras vivían en su mundo, ajeno y aparte, cada vez más sordos y ciegos ante las demandas y los reclamos de la población. “¡Yo te estoy pagando el sueldo con mis impuestos, cumplí ya mismo con lo que prometiste y con tus obligaciones!”, vociferaban a menudo las personas defraudadas y estafadas por esos elementos negativos de la función pública, acompañando esa frase y otras con groserías más o menos malsonantes. Los precios en todos los bienes de consumo – comida, calzado, ropa, electrodomésticos, medicamentos, libros, artículos parea limpieza e higiene, equipamiento para oficina, equipos y herramientas de trabajo…– eran cada vez más elevados, lo mismo que las tarifas en los servicios públicos e impuestos de cualquier alcance (municipales, provinciales, nacionales y otros) y el costo de vida en general, algo que contrastaba con la constante insistencia de los índices, mediciones y estadísticas estatales. El hospital municipal, también ubicado en la zona céntrica de la localidad, era la principal institución de salud y estaba presente y constante un nivel deficitario en la tercera parte de las viviendas periféricas. Aún así, la localidad era el orgullo para su gente y un lugar bonito para vivir.

Las otras localidades del partido, nada más que cinco, eran Plomer, Lozano, La Choza, General Hornos y Enrique Fynn, que en forma conjunta representaban el cuarenta y cuatro por ciento de la población del municipio. Esa cifra había marcado el último censo. La situación no era tan diferente a la cabecera; era, de hecho, más complicada y, a veces, más desesperante. En esos lugares, verdaderos remansos  se paz y tranquilidad, las inclemencias en el clima se presentaban cada vez con mayor ferocidad y sus efectos consecuentes, por la ausencia de una infraestructura adecuada, resultaba evidente, aunque se trataba de un fenómeno gradual, el éxodo de la población ante la falta de oportunidades de desarrollo y laborales y una merma en la calidad de vida, prácticamente no había transportes para pasajeros y los servicios básicos eran marcadamente de menor calidad que en la localidad cabecera…

_¿Querés tratar un tema en particular?., intervino la reina.

La isla hogar de las hadas era, sin posibilidad de cometer ninguna equivocación, la más viva imagen e la armonía, la paz, la quietud y la tranquilidad, al menos de acuerdo a las deducciones y los conocimientos que poseía Eduardo sobre estos seres feéricos, y también de acuerdo a lo poco que había observado – poquísimo, en realidad… casi nada – desde el instante en que pusiera los pies en la playa. Cero delincuencia, cero contaminación en el medio ambiente, cero descontentos sociales y cero voracidad inmobiliaria, aguas muy puras y cristalinas, indudablemente también aptas para el consumo, con decenas de peces y otras formas de vida marinas, y por qué no anfibias; paisajes y escenarios naturales que desbordaban magnificencia e incluían esas exuberantes áreas selváticas y tropicales y personas amistosas que parecían estar dispuestas a ayudar (“Ya lo hicieron”, hubo de reconocer con profundidad) y brindar apoyo incondicional a un ser humano corriente que destacaba principalmente, quizás únicamente, por su intelecto superior al promedio y por su tiempo de sobrevida en este planeta.

¿Qué persona no sentiría deseos de llevar a cabo un cambio como ese?

Por otro lado, debía Eduardo consideran y tener bien en cuenta lo diferente que el número de habitantes debía ser, por consiguiente la densidad poblacional, entre este mundo y el suyo, específicamente entre esta isla y La Heras. De acuerdo al censo nacional de población, que indicaba alrededor de cincuenta millones en todo el país, en el municipio bonaerense por poco los habitantes no llegaban a veinticinco mil (a tres años, apenas debían de haber alcanzado esa cifra), y más de la mitad del total vivía en la cabecera; y Eduardo supuso que la población en esta isla no podía ser muy distinta a la del municipio en que había vivido (que equivocado que estaba), porque lo poco que había visto apuntaba a eso. Pensó también, y que bueno que lo hizo, porque era un pensamiento por demás justificado, en el drástico y enorme impacto psicológico  que habría de implicar un cambio de tal magnitud, y, mientras su mente comenzaba a moverse entre y a despedirse de cada una de las comodidades que, aún con todos los contras, tenía a su disposición en Las Heras (un vehículo automotor propio y moderno, aparatos electrónicos y digitales con tecnología de punta en su casa, el bar al que iba a beber ginebra cada sábado por la noche, una posición económica consolidada, comercios cercanos a su casa y otras tantas), pensó que había sido innecesario no mirarla siquiera cuando hablara la dueña de la casa, que era “no” la respuesta, las respuestas, a las preguntas de Nadia y la reina Lili, y tuvo la ocurrencia de hacer a las tres hadas el planteo:

_ ¿Podríamos dejar para otro momento esta parte de la conversación, por favor? – pidió, dirigiendo primero la vista hacia la soberana del reino insular y después a sus súbditas. De verdad necesitaba ese receso. Había sido muchísimo lo que le fuera revelado, en una insignificante cantidad de tiempo –. Necesito procesar con detenimiento todo esto y mi situación.
_ Como quieras, Eduardo – accedió de buena gana y con buena cara la reina de las hadas, tan serena y tranquila como siempre, convencida de la certeza de lo que estaba por decir –. Los ojos son la ventana del alma, y a través de los tuyos puedo saber y ver que la idea de quedarte en nuestro planeta hogar te agrada mucho, muchísimo diría yo, y en reunir el suficiente valor y las fuerzas para celebrarlo de alguna manera. Tu integración a nuestra sociedad, tanto en este país como en los otros setenta y cinco, es solamente cuestión de tiempo. De días, me atrevería a decir. Para las hadas como un todo y para mi en particular, la discriminación étnica constituye algo inaceptable y repudiable; es una inmoralidad. Este caso, o sea el tuyo, no va a ser una excepción, eso te lo prometo. Incluso los miembros del Consejo Real y los del Consejo Supremo Planetario, entre estos últimos yo, estamos encantados con tu presencia… y para advertir eso de la adaptación rápida supongo que va a alcanzarte nada más con una cosa.
_¿Cuál?., llamó Eduardo.
_ Estar con Isabel a solas.

La reina sonrió y el hada de aura lila volvió a sonrojarse.

Se produjo entonces una interrupción.


Continúa...


--- CLAUDIO ---

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