Lluvia.
Uno de los mayores problemas a los que debían
hacer frente todos y cada uno de los habitantes feéricos y elementales del
reino de Insulandia y cualquiera otra región con clima tropical permanente del
planeta, por no decir el mayor de los problemas – por no decir el único de
ellos –, que a consecuencia justamente de ese clima, además de tener esas
temperaturas a veces odiosas, que nunca se ubicaban por debajo de los quince o
dieciséis grados en una plena madrugada de pleno invierno, venían acompañados
por inundaciones, anegamientos y desbordes consecuentes, vientos con diversos
niveles de ferocidad, empantanamientos y otros desastres naturales. Para ese
conjunto de peligros, las hadas y otros seres elementales tenían desde hacía
siglos, o quizás más, una palabra que sin lugar a dudas era, por lejos, la más
apropiada y, por qué no, la única:
“Givsuvetdé”
Una palabra que, en el idioma nuevo,
significaba “Catástrofe”
Un importante número de textos y registros
del Archivo Histórico, las hadas versadas en historia y aquellas poseedoras de
una memoria prodigiosa daban la cuenta de nada más que dieciséis “catástrofes”
como la que ocurría actualmente en los más de diez mil doscientos años
transcurridos desde el denominado “Primer Encuentro”, el suceso más transcendental
en la historia de todos los seres elementales. La última y más cercana en el
tiempo, ocurrida ya hacía un siglo, había empezado en la plena tarde de un
agobiante y fatídico día de verano, en la tercera semana del mes de Enero, en
el que, a mitad de la madrugada y la tarde, la temperatura había sido de
diecinueve punto ocho y treinta y nueve punto seis grados, respectivamente.
Solo con ese calor tan elevado y extremo, a su consecuencia, ciento veintidós
seres feéricos insulares hubieron de perder la vida (novecientos seis en todo
el continente)… pero lo peor de todo vino inmediatamente después. En este
planeta tan parecido a la Tierra, como bien y sabiamente pudo apreciar el
arqueólogo, los climas cálidos extremos, con temperaturas que podían superar
los cuarenta y cinco grados, eran un problema serio a tener en cuenta, y , para
los seres feéricos, la notable resistencia a esas temperaturas no implicaba una
invulnerabilidad completa – se habían reportado cinco fallecimientos en el
reino insular, uno de ellos en el barrio Plaza Central, en lo que iba del año
–. Una de las consecuencias inmediatamente posteriores de ese calor extremo
eran las lluvias torrenciales, vientos fuertes, desbordes de los cursos de agua
y demás elementos que conformaban una “catástrofe”, las cuales, como no podía
ser de otra manera, ocasionaban todo tipo de destrozos y pérdidas materiales.
El desastre se hacía mayor si se tenía en cuenta que una “catástrofe” se podía
extender por lapsos de tiempo de hasta una semana, tal como la última lo
hiciera un siglo atrás. Cualquiera fuera la duración, el costo económico, las
pérdidas materiales y la de vidas, la peor de todas, eran elevadas.
Y mucho.
El par de arqueólogos llevaba ya dos días y
medio sin poder dejar la vivienda, y por tal motivo habían los dos tenido que
posponer y suspender cada uno de esos planes que habían armado en la tarde del
veintidós de Marzo: la recorrida en bicicleta por el barrio barraca Sola en
tanto duraran los rayos solares de ese día, una visita amistosa a Nadia y Lursi
en su casa del barrio Altos del Norte, que iban a tomarse ese día libre y los
habían invitado a almorzar; por la tarde del veintitrés de Marzo y en la mañana
del veinticuatro a prepararse para trabajar, algo que básicamente consistía en
Isabel reincorporándose de lleno a sus actividades en el Museo Real de
Arqueología, y Eduardo, siendo presentado a las hadas y otros elementales en
ese mismo museo, dependiente del Consejo de Ciencias (el “C-CS”), y firmado
ante los directivos el contrato de trabajo, renovable este cada cinco años. Su
primera asignación allí, que iba a durar todos los días hasta el ocaso del once
de Abril, iba a ser formar parte de un grupo de media docena de expertos, entre
los cuales estaba 8estaría) su novia, que por tarea tenían la correcta
clasificación de los materiales expuestos en un sector del museo, cien
kilómetros al sur de la Ciudad Del Sol. Todos esos planes y otros fueron
tirados a la basura cuando, con el arribo de la tarde-noche del vigesimosegundo
día de Marzo, se asentara el aguacero e hicieran su aparición todos los otros
elementos que formaban una “catástrofe”. De modo que ahora, a las ocho horas en
punto del veinticinco de Marzo – vigesimocuarto día del tercer mes en el
calendario antiguo –, los novios se encontraban en la sala, aburridísimos y
cansados ya de los juegos de mesa, observando a través de la ventana como caía el agua y se formaba en la calle y ambas
veredas un dantesco y deforme barrizal que incluía escombros y residuos
arrastrados por el imparable avance del
agua y la fuerza de los feroces vientos.
… Costaba esfuerzos y trabajo creer que menos
de setenta y dos horas atrás la atmósfera y el clima entre las hadas y los
individuos de las otras especies elementales hubieran sido de goce, alegría y
algarabía, en la fastuosa celebración del otoño. En menos de tres días, con la
llegada de la nueva estación climática, se había producido un giro de ciento
ochenta grados y el panorama y la situación no podían ser más diferentes.
De goce a dolor.
De alegría a tristeza.
De algarabía a silencio.
Ininterrumpidamente caía agua desde que el vigesimosegundo
día de Marzo le cediera su lugar al vigesimotercero (en el veintidós lo había
hecho de manera intermitente), de a ratos con mayor intensidad y de a ratos con
menor, pero siempre sin detenerse ni de ello dar el mínimo indicio (el ruido en
las copas era aterrador), y los truenos y relámpagos eran prácticamente una
constante que alarmaba a todo el mundo. También los rayos, que chispas
provocaban al hacer impacto contra un objeto sólido, provocando incendios
rápidamente sofocados por el incesante aguacero. El cielo estaba completamente
cubierto por una densa y gruesa capa de nubes negras y grises, de tonalidades
muy oscuras el par de colores, y aquellos relámpagos por poco constantes
creaban varias secciones de diversas formas geométricas, con numerosas
ramificaciones, en esa capa oscura en la inmensidad del cielo. Los sonoros
rayos, que caían uno atrás de otro en cualquier parte, y el agua, que con su
implacable avance chocaba contra todo lo que se interponía en su camino (se
estaba llevando a unos cuantos consigo) conformaban el ruido monopólico, o
casi; los únicos sonidos que se escuchaban desde el interior de La Fragua,
5-16-7. Y empezaban a evidenciarse ahora los primeros destrozos significativos.
Otra casa era parte ya de los recuerdos, vuelta ruinas y estando estas navegando sin rumbo entre el
enorme y dantesco barrizal y el agua. Estaban los restos de un techo a cuatro
aguas y unos pocos muebles de menor tamaño con diversos estados de deterioro,
la mayoría graves.
¡Un golpe fuerte y sordo contra el suelo!.
Un árbol, de enormes proporciones a juzgar
por el ruido, tuvo que ser arrancado de raíz de su emplazamiento a causa del
viento tan fuerte y la violencia cruda con que avanzaba el agua – quien podía
saber cuántos y cuáles habrían sido los destrozos hasta ahora – El líquido, que
ya no era incoloro, incluso se estaba empezando a filtrar en la sala principal
de la vivienda de Eduardo e Isabel, atravesando las goteras y a través de
alguna que otra mancha oscura en las paredes, que evidenciaban la existencia de
fisuras. Peor, se estaba estancando alarmantemente en el suelo. Descalzos los
dos, y con los pantalones arremangados hasta las rodillas, habían permanecido
las últimas cuatro horas, desde el instante en que un estruendoso rayo
interrumpiera abruptamente su breve descanso, a eso de las seis cincuenta,
recorriendo cada uno de los ambientes y corredores en la casa, apelando a
cualquier medida, a cualquier cosa que s eles pudiera ocurrir, para impedir que
ingresaran el agua y el barrizal al interior, pero para mala fortuna de ambos
esos esfuerzos estaban distando de resultar suficientes. Herméticamente
cerradas las puertas y ventanas que daban al calamitoso exterior, precarios “diques”
construidos con ropa vieja y trapos dispuestos contra cada puerta y en los ojos
de todas las cerraduras; y las bocas de las chimeneas en la sala principal
(propósitos ceremoniales y decorativos) y la cocina-comedor diario fueron
deshabilitadas y cegadas momentáneamente; las goteras ya detectadas cubiertas
con otro tanto de trapos y baldes bajo estos, en el suelo o sobre los muebles.
Habían puesto un especial énfasis en las puertas que llevaban al exterior (fueron
haciéndose a la idea de que el biclicletero podría estar perdido, junto con
cualquier cosa dentro suyo), pensando que la inundación podría superar el metro
quince. Por los dichos y comentarios de
la hija de Wilson e Iulí, esta “catástrofe” podría estar ofreciendo todas las
sensaciones de ser más temible y destructiva que las ocurridas hasta ahora, un
total de diecisiete (contando esta), que opacaron la total tranquilidad y el bienestar
de los seres feérico y elementales. E Isabel estaba asustada, por supuesto, un
estado nada corriente en ella. Sus manos y su voz estaban temblorosas y a veces demostraba cierta indecisión, como
si no supiera que hacer o como proceder. Era una suerte – concluía ella – tener
a su lado en todo momento a Eduardo, porque este encontraba siempre algo para
decir o hacer que le levantaba el ánimo, la tranquilizaba y le daba esperanzas.
Invadida por una inmovilidad casi total producto del pánico, el hada remitía su
memoria a los textos y otros registros históricos de las épocas recientes, trasladándose
en concreto a los desastres que ocasionara la última catástrofe, de similares
proporciones a esta, aquella de hacía cien años.
No había sido protagonista ni testigo, de
acuerdo, pero si escuchado con la debida atención los relatos de los seres
feéricos que si hubieron de hacerlo, como había sido exactamente y los
destrozos y las pérdidas consecuentes. También leído varios libros de historia
del Siglo Ciento Dos.
En aquella trágica y fatídica oportunidad, la
catástrofe se había prolongado de forma constante durante cuarenta y nueve
horas, más de dos días, e intermitente durante otras treinta, desatando una
ferocidad sin parangones y prácticamente desconocida. Ni un solo ser feérico u
otro componente del reino elemental recordaba haber alguna vez presenciado una
catástrofe tan violenta y devastadora como esa, ni siquiera la reina Lili, que
ocupara el trono insular desde hacía catorce años, los entonces miembros del
Consejo Real u otros funcionarios políticos. Y eso que muchas de esas personas
llevaban varias primaveras sobre sus hombros. Fue en ese momento que tuvieron
que recurrir, como siempre o casi siempre obraban cuando requerían de una fuente confiable, acertada y
una opinión experta por fuera de cualquier registro histórico fotográfico o
escrito: Iris. El alma solitaria que residía en las instalaciones del Banco
Real de Insulandia a las hadas había hablado acerca de este tipo de
acontecimientos tan extremos y explicado como habían hecho frente a cada uno y
las arduas tareas – supervivencia, reconstrucciones, recuperaciones,
restauraciones en la infraestructura dañad… – adoptadas por toda la población
feérica y elemental. El desastre de hacía cien años había cubierto al sesenta y
siete punto setenta y ocho por ciento de Centralia, el continente ubicado en el
centro del planeta (de ahí su nombre), y llevado con ello la destrucción y el
caos a cada uno de los países en que se dividía, entre estos Insulandia. Ochenta
y cuatro puntos porcentuales del archipiélago insular habían sido alcanzados y,
por lejos, por haberse encontrado en el centro del desastre, la Ciudad Del Sol
fue uno de los lugares más afectados, sino el que más, aunque lo resistente de
las edificaciones, la infraestructura en general y la tenacidad de los pobladores durante la
catástrofe natural impidieron que dicho ataque de la naturaleza pasara a
mayores. Finalizada la mortal y destructiva tragedia, después de tres días y
siete horas, las hadas y otros seres elementales tuvieron que hacerle frente a
las más grandes pérdidas sufridas a nivel continental como un todo y por los
nueve países como las partes del todo. Las pérdidas más graves de las que se
tuviera conocimiento en los últimos cuatro o cinco siglos (“¡En casi medio
milenio!”, aseguraron no pocos seres feéricos). Solamente en Buenaventura, la
isla principal del reino de Insulandia, por ejemplo, los árboles y arbustos
arrancados de cuajo de sus lugares alcanzaron cifras de cinco y seis dígitos, respectivamente,
y ocasionando con esa acción los más diversos daños, como el anegamiento total o
parcial en casi todos los caminos y rutas reales, regionales y locales, el
desborde de un gran número de cursos de agua menores e intermedios, al caer los
troncos o la variedad de residuos y escombros en los cauces y obstruir el paso
del agua, el debilitamiento de la superficie en cientos de sectores en los que
había cursos subterráneos , y el derrumbe parcial o total de numerosas
estructuras, incluidas numerosas viviendas. En los siete días posteriores a la
catástrofe, el tiempo total en disiparse que demoraron las nubes, las hadas y
demás especies elementales vivieron con temor, precaución e indecisión, y fue
necesario que transcurriera otra semana antes que todos y cada uno de los
habitantes del reino de Insulandia hubieran tenido bien en claro que hacer para
paliar la grave crisis. Lo propio se hizo en los otros ocho países centrálicos.
Una crisis en la que los únicos problemas no vinieron de la mano del
anegamiento de los caminos, cursos de agua obstruidos, estructuras derrumbadas
o el debilitamiento de la superficie.
Otras pérdidas igual de graves o peores en el
reino de Insulandia habían sido la destrucción de un centenar y dos quintos de
invernaderos, algo que, más que económico, fue un golpe para la socio cultura
feérica; el derrumbe de una cincuentena de torres para la prevención y
vigilancia, la mayoría en el oeste-noroeste (Iluria…justo donde más se las
requería… justo allí, justo en ese lugar) del reino, algo que se creía muy poco
probable, estando esa clase de torres levantadas con una mezcla muy resistente
de materiales; la desaparición de todas las formas de vida animales y fungis y
las cuatro quintas partes del reino vegetal en una isla-granja de ciento diez kilómetros cuadrados en el
suroeste de Insulandia, dos mil kilómetros más allá de la Ciudad Del Sol, que estuvo bajo al agua
durante los cuatro años y tres meses que siguieron – nueve décimas partes de la
isla estuvieron destinadas a la granja –, antes de recuperar paulatinamente su
esplendor como centro avícola; la pérdida permanente de numerosos colmenares
diseminados por todos y cada uno de los lugares afectados, algo que hubo de
sumarse a la incipiente crisis alimentaria, un problema social visto únicamente
en los tiempos posteriores a esas grandes “catástrofes” y después de la Guerra
de los Veintiocho; la destrucción total y reducción a escombros de siete mil
ciento setenta y cinco estructuras - ciudades,
aldeas y caseríos habían, literalmente, sido borrados del mapa y nunca pudieron
reconstruirse – como consecuencia de los vientos más o menos fuetes, el embate del
agua y el de los escombros; barrizales entremezclados con un sinfín de objetos
sólidos que alcanzaron alturas de entre diez y ciento diez centímetros, los
cuales, por muy poco, no llegaron a obstaculizar la totalidad de las rutas y
otros caminos en los parajes y caseríos recónditos; y las vías terrestres
constituían en Insulandia, como así también en los otros setenta y cinco países
del planeta, “ el sistema nervioso” del reino; centenares de puentes entre
naturales y artificiales caídos y muchos de ellos perdidos para siempre, con lo
que numerosas islas e islotes volvieron a quedar virtualmente sin conexiones
allí donde había cursos de agua; depresiones en la superficie terrestre que se transformaron
en lagunillas, lagunas y lagos, al quedar estancada el agua; una reducción
significativa en la cantidad de productos alimenticios y medicinales que se
destinaban a las exportaciones, del orden del cincuenta al sesenta por ciento,
pues debían poder suplir y satisfacer la demanda interna enorme y creciente
resultante del desastre; y una centena de embarcaciones de variados tamaños de
la Flota Mercante Rea Insular, el cinco por ciento de del total, hundidas y
otras mil cuatrocientas encalladas en alguna playa o costa, o averiadas y en
algún astillero, con daños de diversa consideración.
Y cadáveres.
Decenas de miles de ellos.
Cesada por fin la destructiva catástrofe, las
patrullas de rescate de la Guardia Real y las cuadrillas de exploradores de los
Consejos de Desarrollo Comunitario y Social y de Salud y Asuntos Médicos que
peinaban la tierra, el agua y el aire habían encontrado, únicamente en el
cuatrimestre posterior, alrededor de medio millón de liuqis, machos y hembras,
ya sin su característico brillo celeste y rosa y vueltos sus cuerpos de un tono
oscuro de gris, y esa cifra representaba alrededor de diez puntos porcentuales
de los individuos de esa especie residentes en el continente centrálico. También hubo seres sirénidos, vampiros y
gnomos sin vida, alrededor de cinco mil, y ni siquiera las hadas pudieron salir
indemnes, encontrándose cincuenta mil cuerpos sin vida en varios puntos dentro
de las regiones afectadas, sin su aura y con las alas marchitas: la primera
demoraba entre uno y tres segundos en convertirse en energía en cuanto hubiese
fallecido el hada, y lo marchito de las alas era una consecuencia más que
directa de la ausencia de ese último vestigio energético. Hadas, seres
sirénidos, vampiros, gnomos, liuqis… todos comprendieron ene se momento, como
lo hubieron de hacer otras veces, que las más importante de todas las pérdidas
era la vida, lo único que no podía recuperarse. Los ilios jamás dieron a
conocer la cifra de sus propias bajas –
ni siquiera durante las grandes catástrofes eran amigos de la interacción –
pero las hadas tuvieron la sospecha de que la cantidad de fallecimientos podría
oscilar entre tres mil doscientos y dieciséis mil (“Es una cifra amplia, pero
no podemos reducirla sin su ayuda, ni mucho menos precisarlo”, decían al
respecto). También hubieron alrededor de setenta mil muertes más entre otras
especies elementales y decenas (¡centenas!) de miles de animales de todas las especies – reptiles, mamíferos,
aves, peces… –. Un grupo de seres feéricos que trabajaba en el Departamento de Zoología,
dependiente del Consejo de Ciencias, había estado a cargo de esa encomienda que
muy lejos estuvo de resultarles agradable. Recorrer palmo a palmo cada uno de
los lugares afectados y recuperar los cuerpos.
Al final, varios cementerios en el continente
centrálico quedaron “saturados”.
En las viviendas dentro y fuera de la Ciudad
Del Sol, el agua, el barro y los escombros que acompañaban a ambos elementos
habían alcanzado, en promedio, los cuarenta y nueve punto cinco centímetros –
en algunos puntos críticos habían sido de un metro diez, y, en los más leves,
de diez centímetros. El poblado estaba enclavado en plena zona deprimida, por
debajo del nivel del mar –, antes de empezar su lento retroceso, y destruido
con ello, como bien ocurriera en el exterior de las estructuras, gran parte de todo
lo que hubiese estado en su camino. Resultaron en pérdidas, todas y cada una de
ellas, que demandaron entre cinco años y un cuarto de siglo en recuperarse por
completo, al enorme costo económico, nada más que en el reino de Insulandia, de
trescientos quince mil millones de soles, una cifra que representaba la tercera
parte del presupuesto anual asignado y el diez por ciento de las arcas reales
existentes en ese momento; horas enteras, continuas y extenuantes de trabajo y
decenas de miles de seres feéricos de los más diversos campos que se hicieron
cargo de todas las tareas. Aun en la actualidad, a algo más de un siglo de
aquella catástrofe de proporciones continentales, se notaban unos pocos de sus
efectos, los más resistentes al paso del tiempo…
… Como tantos otros centenares de viviendas y
demás estructuras en la Ciudad Del Sol, la casa de la calle la Fragua número
5-16-7, por esos días perteneciente a Iulí y Wilson, un matrimonio joven en el
barrio Barraca Sola que no llevaba más de un mes de existencia - tuvieron ambos ciento dos años el día en que
Isabel, su primera descendencia, llegara al mundo. No aparentaban más de
cuarenta –, había sido afectada con seriedad y hubo de quedar a pocos pasos de
venirse abajo. Faltaban pocas semanas para que se cumpliera la primera década
de vida de dicho inmueble. El agua y una cantidad insignificante de barro
habían trepado hasta por encima de las rodillas de los miembros de la pareja
antes de estancarse, condición que mantuvieron durante más de una hora, y
empezar el lento retroceso, un repliegue más que gradual que había durado
cincuenta veces más que el propio estancamiento. Como todos sus congéneres, Wilson
e Iulí debieron recurrir a múltiples soluciones, incluida la magia, para evitar
que el desastre pasara a mayores y poder salvar la mayor cantidad de
pertenencias que les fuera posible. Las
patas en un número importante de piezas de mobiliario habían cedido y quebrado
(muchos de esos muebles se perdieron para siempre), al tratarse aquellas de
piezas antiguas construidas varias décadas antes, antiquísimas joyas salidas
del Mercado Central de Maderas y Muebles que por tradición y herencia se
sucedían de una generación a la siguiente una vez que la más joven sentaba
cabeza. Iulí había terminado la fatídica
jornada con múltiples heridas cortantes, al estallarle un vidrio por la fuerte presión
ejercida por el agua (uno de los fragmentos, al impactar en el centro de su
vientre, fue la inspiración para ponerle el nombre que le pusieron a su segunda
descendencia, décadas más tarde), un dedo fracturado, el pulgar derecho,
mientras trataba de cerrar una puerta, y una quemadura en esa misma mano, al
caérsele encima la vela con que estaba alumbrándose. Su marido, que había
permanecido la mayor parte del tiempo corriendo de un lado a otro, raudo,
empleando sus poderes y habilidades para evitar el aumento de goteras y
filtraciones, tanto en cantidad como en calidad, algo que pudo lograr solo en
parte, terminó con dos costillas aplastadas y el brazo izquierdo vuelto un mar
de sangre, al tratar de detener con su cuerpo una estantería repleta de
vajillas y objetos de porcelana y vidrio que hubo finalmente de venirse abajo. La
mitad del magnífico techo a cuatro aguas, que tanto caracterizaba a ese tipo de
viviendas, había quedado al borde del colapso como consecuencia de los fuertes
vientos, los escombros que pos su causa iban a dar a el y el aguacero tan
prolongado, una quinta parte de las habitualmente hermosas tejas acanaladas se
destruyeron por esos mismos factores o al caer e impactar contra el suelo con
brusquedad; las bellas plantas con flores que adornaban la fachada habían
pasado a la historia, lo mismo que el farolito que coronaba la entrada a la
sala principal, arrancados violentamente de sus emplazamientos por el fuerte viento
y arrastrados varias decenas de metros; el número de filtraciones y el de
goteras en la casa habían alcanzado diecinueve y veinticuatro, respectivamente,
y los manchones, producto del agua acumulada en todas las paredes, fueron
demasiado notorios, en tanto que la única fuente de iluminación de que
dispusieron Iulí y Wilson fueron sus auras. Se necesitaron poco más de cinco
meses para que la vivienda quedara como nueva, como antes de que la catástrofe
empezara. Sin embargo, aun con todos esos daños y averías, la propiedad de ese
matrimonio tuvo pérdidas menores, en comparación con otras casas y demás estructuras
aquí y allá en el reino de Insulandia y otros países en Centralia, y no
insumieron las reparaciones tanto presupuesto como Wilson e Iulí habían creído
en un principio, ni personal para dejar la cada como nueva. El hermoso paisaje
periférico de la ciudad pasó a estar dominado por deformes y retorcidos pilones
de materiales, tejas, hierro, ramas y troncos, metal, barro, madera y escombros
varios. Para gravísimo pesar de toda la comunidad feérica, habían sido recuperados
los restos mortales – alas marchitas y auras inexistentes – de mil
cuatrocientas cincuenta personas entre varias de esas ruinas. Otras estructuras
terminaron a medio camino entre aquellas que se derrumbaron por completo, o
casi, y la casa de Iulí y Wilson.
En una de las paredes de la sala principal,
el marido había dibujado una escala cuya altura abarcaba todo ese muro, la que
daba al corredor central. Hubo picos de hasta cuarenta y nueve punto cinco
centímetros, y el agua estancada en cuarenta punto cuatro – una escala graduada
en centímetros –, antes de empezar el lento retroceso. Finalizada ya la
catástrofe natural, Wilson e Iulí no demoraron un instante en ponerse manos a
la obra y tratar de recuperar y restaurar su hogar. Para ambos resultó de enorme utilidad el tener
la mente, los pensamientos y el tiempo tan ocupados en una tarea en extremo
importante, les servía de mucho consuelo: llevaban un tiempo formando un
matrimonio y los problemas de fertilidad consecuentes de la Guerra de los Veintiocho
(un hechizo fallido o ataque intencional), tenía sus efectos en los dos.
Tuvieron que transcurrir décadas enteras para
que fuera un hecho la primera descendencia de ese matrimonio.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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