jueves, 12 de octubre de 2017

5.1) Un desastre de enormes proporciones

Lluvia.

Uno de los mayores problemas a los que debían hacer frente todos y cada uno de los habitantes feéricos y elementales del reino de Insulandia y cualquiera otra región con clima tropical permanente del planeta, por no decir el mayor de los problemas – por no decir el único de ellos –, que a consecuencia justamente de ese clima, además de tener esas temperaturas a veces odiosas, que nunca se ubicaban por debajo de los quince o dieciséis grados en una plena madrugada de pleno invierno, venían acompañados por inundaciones, anegamientos y desbordes consecuentes, vientos con diversos niveles de ferocidad, empantanamientos y otros desastres naturales. Para ese conjunto de peligros, las hadas y otros seres elementales tenían desde hacía siglos, o quizás más, una palabra que sin lugar a dudas era, por lejos, la más apropiada y, por qué no, la única:

“Givsuvetdé”

Una palabra que, en el idioma nuevo, significaba “Catástrofe”

Un importante número de textos y registros del Archivo Histórico, las hadas versadas en historia y aquellas poseedoras de una memoria prodigiosa daban la cuenta de nada más que dieciséis “catástrofes” como la que ocurría actualmente en los más de diez mil doscientos años transcurridos desde el denominado “Primer Encuentro”, el suceso más transcendental en la historia de todos los seres elementales. La última y más cercana en el tiempo, ocurrida ya hacía un siglo, había empezado en la plena tarde de un agobiante y fatídico día de verano, en la tercera semana del mes de Enero, en el que, a mitad de la madrugada y la tarde, la temperatura había sido de diecinueve punto ocho y treinta y nueve punto seis grados, respectivamente. Solo con ese calor tan elevado y extremo, a su consecuencia, ciento veintidós seres feéricos insulares hubieron de perder la vida (novecientos seis en todo el continente)… pero lo peor de todo vino inmediatamente después. En este planeta tan parecido a la Tierra, como bien y sabiamente pudo apreciar el arqueólogo, los climas cálidos extremos, con temperaturas que podían superar los cuarenta y cinco grados, eran un problema serio a tener en cuenta, y , para los seres feéricos, la notable resistencia a esas temperaturas no implicaba una invulnerabilidad completa – se habían reportado cinco fallecimientos en el reino insular, uno de ellos en el barrio Plaza Central, en lo que iba del año –. Una de las consecuencias inmediatamente posteriores de ese calor extremo eran las lluvias torrenciales, vientos fuertes, desbordes de los cursos de agua y demás elementos que conformaban una “catástrofe”, las cuales, como no podía ser de otra manera, ocasionaban todo tipo de destrozos y pérdidas materiales. El desastre se hacía mayor si se tenía en cuenta que una “catástrofe” se podía extender por lapsos de tiempo de hasta una semana, tal como la última lo hiciera un siglo atrás. Cualquiera fuera la duración, el costo económico, las pérdidas materiales y la de vidas, la peor de todas, eran elevadas.
Y mucho.

El par de arqueólogos llevaba ya dos días y medio sin poder dejar la vivienda, y por tal motivo habían los dos tenido que posponer y suspender cada uno de esos planes que habían armado en la tarde del veintidós de Marzo: la recorrida en bicicleta por el barrio barraca Sola en tanto duraran los rayos solares de ese día, una visita amistosa a Nadia y Lursi en su casa del barrio Altos del Norte, que iban a tomarse ese día libre y los habían invitado a almorzar; por la tarde del veintitrés de Marzo y en la mañana del veinticuatro a prepararse para trabajar, algo que básicamente consistía en Isabel reincorporándose de lleno a sus actividades en el Museo Real de Arqueología, y Eduardo, siendo presentado a las hadas y otros elementales en ese mismo museo, dependiente del Consejo de Ciencias (el “C-CS”), y firmado ante los directivos el contrato de trabajo, renovable este cada cinco años. Su primera asignación allí, que iba a durar todos los días hasta el ocaso del once de Abril, iba a ser formar parte de un grupo de media docena de expertos, entre los cuales estaba 8estaría) su novia, que por tarea tenían la correcta clasificación de los materiales expuestos en un sector del museo, cien kilómetros al sur de la Ciudad Del Sol. Todos esos planes y otros fueron tirados a la basura cuando, con el arribo de la tarde-noche del vigesimosegundo día de Marzo, se asentara el aguacero e hicieran su aparición todos los otros elementos que formaban una “catástrofe”. De modo que ahora, a las ocho horas en punto del veinticinco de Marzo – vigesimocuarto día del tercer mes en el calendario antiguo –, los novios se encontraban en la sala, aburridísimos y cansados ya de los juegos de mesa, observando a través de la ventana como  caía el agua y se formaba en la calle y ambas veredas un dantesco y deforme barrizal que incluía escombros y residuos arrastrados  por el imparable avance del agua y la fuerza de los feroces vientos.
… Costaba esfuerzos y trabajo creer que menos de setenta y dos horas atrás la atmósfera y el clima entre las hadas y los individuos de las otras especies elementales hubieran sido de goce, alegría y algarabía, en la fastuosa celebración del otoño. En menos de tres días, con la llegada de la nueva estación climática, se había producido un giro de ciento ochenta grados y el panorama y la situación no podían ser más diferentes.
De goce a dolor.
De alegría a tristeza.
De algarabía a silencio.

Ininterrumpidamente caía agua desde que el vigesimosegundo día de Marzo le cediera su lugar al vigesimotercero (en el veintidós lo había hecho de manera intermitente), de a ratos con mayor intensidad y de a ratos con menor, pero siempre sin detenerse ni de ello dar el mínimo indicio (el ruido en las copas era aterrador), y los truenos y relámpagos eran prácticamente una constante que alarmaba a todo el mundo. También los rayos, que chispas provocaban al hacer impacto contra un objeto sólido, provocando incendios rápidamente sofocados por el incesante aguacero. El cielo estaba completamente cubierto por una densa y gruesa capa de nubes negras y grises, de tonalidades muy oscuras el par de colores, y aquellos relámpagos por poco constantes creaban varias secciones de diversas formas geométricas, con numerosas ramificaciones, en esa capa oscura en la inmensidad del cielo. Los sonoros rayos, que caían uno atrás de otro en cualquier parte, y el agua, que con su implacable avance chocaba contra todo lo que se interponía en su camino (se estaba llevando a unos cuantos consigo) conformaban el ruido monopólico, o casi; los únicos sonidos que se escuchaban desde el interior de La Fragua, 5-16-7. Y empezaban a evidenciarse ahora los primeros destrozos significativos. Otra casa era parte ya de los recuerdos, vuelta ruinas  y estando estas navegando sin rumbo entre el enorme y dantesco barrizal y el agua. Estaban los restos de un techo a cuatro aguas y unos pocos muebles de menor tamaño con diversos estados de deterioro, la mayoría graves.

¡Un golpe fuerte y sordo contra el suelo!.

Un árbol, de enormes proporciones a juzgar por el ruido, tuvo que ser arrancado de raíz de su emplazamiento a causa del viento tan fuerte y la violencia cruda con que avanzaba el agua – quien podía saber cuántos y cuáles habrían sido los destrozos hasta ahora – El líquido, que ya no era incoloro, incluso se estaba empezando a filtrar en la sala principal de la vivienda de Eduardo e Isabel, atravesando las goteras y a través de alguna que otra mancha oscura en las paredes, que evidenciaban la existencia de fisuras. Peor, se estaba estancando alarmantemente en el suelo. Descalzos los dos, y con los pantalones arremangados hasta las rodillas, habían permanecido las últimas cuatro horas, desde el instante en que un estruendoso rayo interrumpiera abruptamente su breve descanso, a eso de las seis cincuenta, recorriendo cada uno de los ambientes y corredores en la casa, apelando a cualquier medida, a cualquier cosa que s eles pudiera ocurrir, para impedir que ingresaran el agua y el barrizal al interior, pero para mala fortuna de ambos esos esfuerzos estaban distando de resultar suficientes. Herméticamente cerradas las puertas y ventanas que daban al calamitoso exterior, precarios “diques” construidos con ropa vieja y trapos dispuestos contra cada puerta y en los ojos de todas las cerraduras; y las bocas de las chimeneas en la sala principal (propósitos ceremoniales y decorativos) y la cocina-comedor diario fueron deshabilitadas y cegadas momentáneamente; las goteras ya detectadas cubiertas con otro tanto de trapos y baldes bajo estos, en el suelo o sobre los muebles. Habían puesto un especial énfasis en las puertas que llevaban al exterior (fueron haciéndose a la idea de que el biclicletero podría estar perdido, junto con cualquier cosa dentro suyo), pensando que la inundación podría superar el metro quince.  Por los dichos y comentarios de la hija de Wilson e Iulí, esta “catástrofe” podría estar ofreciendo todas las sensaciones de ser más temible y destructiva que las ocurridas hasta ahora, un total de diecisiete (contando esta), que opacaron la total tranquilidad y el bienestar de los seres feérico y elementales. E Isabel estaba asustada, por supuesto, un estado nada corriente en ella. Sus manos y su voz estaban temblorosas  y a veces demostraba cierta indecisión, como si no supiera que hacer o como proceder. Era una suerte – concluía ella – tener a su lado en todo momento a Eduardo, porque este encontraba siempre algo para decir o hacer que le levantaba el ánimo, la tranquilizaba y le daba esperanzas. Invadida por una inmovilidad casi total producto del pánico, el hada remitía su memoria a los textos y otros registros históricos de las épocas recientes, trasladándose en concreto a los desastres que ocasionara la última catástrofe, de similares proporciones a esta, aquella de hacía cien años.

No había sido protagonista ni testigo, de acuerdo, pero si escuchado con la debida atención los relatos de los seres feéricos que si hubieron de hacerlo, como había sido exactamente y los destrozos y las pérdidas consecuentes. También leído varios libros de historia del Siglo Ciento Dos.
En aquella trágica y fatídica oportunidad, la catástrofe se había prolongado de forma constante durante cuarenta y nueve horas, más de dos días, e intermitente durante otras treinta, desatando una ferocidad sin parangones y prácticamente desconocida. Ni un solo ser feérico u otro componente del reino elemental recordaba haber alguna vez presenciado una catástrofe tan violenta y devastadora como esa, ni siquiera la reina Lili, que ocupara el trono insular desde hacía catorce años, los entonces miembros del Consejo Real u otros funcionarios políticos. Y eso que muchas de esas personas llevaban varias primaveras sobre sus hombros. Fue en ese momento que tuvieron que recurrir, como siempre o casi siempre obraban cuando  requerían de una fuente confiable, acertada y una opinión experta por fuera de cualquier registro histórico fotográfico o escrito: Iris. El alma solitaria que residía en las instalaciones del Banco Real de Insulandia a las hadas había hablado acerca de este tipo de acontecimientos tan extremos y explicado como habían hecho frente a cada uno y las arduas tareas – supervivencia, reconstrucciones, recuperaciones, restauraciones en la infraestructura dañad… – adoptadas por toda la población feérica y elemental. El desastre de hacía cien años había cubierto al sesenta y siete punto setenta y ocho por ciento de Centralia, el continente ubicado en el centro del planeta (de ahí su nombre), y llevado con ello la destrucción y el caos a cada uno de los países en que se dividía, entre estos Insulandia. Ochenta y cuatro puntos porcentuales del archipiélago insular habían sido alcanzados y, por lejos, por haberse encontrado en el centro del desastre, la Ciudad Del Sol fue uno de los lugares más afectados, sino el que más, aunque lo resistente de las edificaciones, la infraestructura en general  y la tenacidad de los pobladores durante la catástrofe natural impidieron que dicho ataque de la naturaleza pasara a mayores. Finalizada la mortal y destructiva tragedia, después de tres días y siete horas, las hadas y otros seres elementales tuvieron que hacerle frente a las más grandes pérdidas sufridas a nivel continental como un todo y por los nueve países como las partes del todo. Las pérdidas más graves de las que se tuviera conocimiento en los últimos cuatro o cinco siglos (“¡En casi medio milenio!”, aseguraron no pocos seres feéricos). Solamente en Buenaventura, la isla principal del reino de Insulandia, por ejemplo, los árboles y arbustos arrancados de cuajo de sus lugares alcanzaron cifras de cinco y seis dígitos, respectivamente, y ocasionando con esa acción los más diversos daños, como el anegamiento total o parcial en casi todos los caminos y rutas reales, regionales y locales, el desborde de un gran número de cursos de agua menores e intermedios, al caer los troncos o la variedad de residuos y escombros en los cauces y obstruir el paso del agua, el debilitamiento de la superficie en cientos de sectores en los que había cursos subterráneos , y el derrumbe parcial o total de numerosas estructuras, incluidas numerosas viviendas. En los siete días posteriores a la catástrofe, el tiempo total en disiparse que demoraron las nubes, las hadas y demás especies elementales vivieron con temor, precaución e indecisión, y fue necesario que transcurriera otra semana antes que todos y cada uno de los habitantes del reino de Insulandia hubieran tenido bien en claro que hacer para paliar la grave crisis. Lo propio se hizo en los otros ocho países centrálicos. Una crisis en la que los únicos problemas no vinieron de la mano del anegamiento de los caminos, cursos de agua obstruidos, estructuras derrumbadas o el debilitamiento de la superficie.
Otras pérdidas igual de graves o peores en el reino de Insulandia habían sido la destrucción de un centenar y dos quintos de invernaderos, algo que, más que económico, fue un golpe para la socio cultura feérica; el derrumbe de una cincuentena de torres para la prevención y vigilancia, la mayoría en el oeste-noroeste (Iluria…justo donde más se las requería… justo allí, justo en ese lugar) del reino, algo que se creía muy poco probable, estando esa clase de torres levantadas con una mezcla muy resistente de materiales; la desaparición de todas las formas de vida animales y fungis y las cuatro quintas partes del reino vegetal en una isla-granja  de ciento diez kilómetros cuadrados en el suroeste de Insulandia, dos mil kilómetros más allá de  la Ciudad Del Sol, que estuvo bajo al agua durante los cuatro años y tres meses que siguieron – nueve décimas partes de la isla estuvieron destinadas a la granja –, antes de recuperar paulatinamente su esplendor como centro avícola; la pérdida permanente de numerosos colmenares diseminados por todos y cada uno de los lugares afectados, algo que hubo de sumarse a la incipiente crisis alimentaria, un problema social visto únicamente en los tiempos posteriores a esas grandes “catástrofes” y después de la Guerra de los Veintiocho; la destrucción total y reducción a escombros de siete mil ciento setenta y cinco estructuras  - ciudades, aldeas y caseríos habían, literalmente, sido borrados del mapa y nunca pudieron reconstruirse – como consecuencia de los vientos más o menos fuetes, el embate del agua y el de los escombros; barrizales entremezclados con un sinfín de objetos sólidos que alcanzaron alturas de entre diez y ciento diez centímetros, los cuales, por muy poco, no llegaron a obstaculizar la totalidad de las rutas y otros caminos en los parajes y caseríos recónditos; y las vías terrestres constituían en Insulandia, como así también en los otros setenta y cinco países del planeta, “ el sistema nervioso” del reino; centenares de puentes entre naturales y artificiales caídos y muchos de ellos perdidos para siempre, con lo que numerosas islas e islotes volvieron a quedar virtualmente sin conexiones allí donde había cursos de agua; depresiones en la superficie terrestre que se transformaron en lagunillas, lagunas y lagos, al quedar estancada el agua; una reducción significativa en la cantidad de productos alimenticios y medicinales que se destinaban a las exportaciones, del orden del cincuenta al sesenta por ciento, pues debían poder suplir y satisfacer la demanda interna enorme y creciente resultante del desastre; y una centena de embarcaciones de variados tamaños de la Flota Mercante Rea Insular, el cinco por ciento de del total, hundidas y otras mil cuatrocientas encalladas en alguna playa o costa, o averiadas y en algún astillero, con daños de diversa consideración.

Y cadáveres.

Decenas de miles de ellos.

Cesada por fin la destructiva catástrofe, las patrullas de rescate de la Guardia Real y las cuadrillas de exploradores de los Consejos de Desarrollo Comunitario y Social y de Salud y Asuntos Médicos que peinaban la tierra, el agua y el aire habían encontrado, únicamente en el cuatrimestre posterior, alrededor de medio millón de liuqis, machos y hembras, ya sin su característico brillo celeste y rosa y vueltos sus cuerpos de un tono oscuro de gris, y esa cifra representaba alrededor de diez puntos porcentuales de los individuos de esa especie residentes en el continente centrálico.  También hubo seres sirénidos, vampiros y gnomos sin vida, alrededor de cinco mil, y ni siquiera las hadas pudieron salir indemnes, encontrándose cincuenta mil cuerpos sin vida en varios puntos dentro de las regiones afectadas, sin su aura y con las alas marchitas: la primera demoraba entre uno y tres segundos en convertirse en energía en cuanto hubiese fallecido el hada, y lo marchito de las alas era una consecuencia más que directa de la ausencia de ese último vestigio energético. Hadas, seres sirénidos, vampiros, gnomos, liuqis… todos comprendieron ene se momento, como lo hubieron de hacer otras veces, que las más importante de todas las pérdidas era la vida, lo único que no podía recuperarse. Los ilios jamás dieron a conocer  la cifra de sus propias bajas – ni siquiera durante las grandes catástrofes eran amigos de la interacción – pero las hadas tuvieron la sospecha de que la cantidad de fallecimientos podría oscilar entre tres mil doscientos y dieciséis mil (“Es una cifra amplia, pero no podemos reducirla sin su ayuda, ni mucho menos precisarlo”, decían al respecto). También hubieron alrededor de setenta mil muertes más entre otras especies elementales y decenas (¡centenas!) de miles de animales  de todas las especies – reptiles, mamíferos, aves, peces… –. Un grupo de seres feéricos que trabajaba en el Departamento de Zoología, dependiente del Consejo de Ciencias, había estado a cargo de esa encomienda que muy lejos estuvo de resultarles agradable. Recorrer palmo a palmo cada uno de los lugares afectados y recuperar los cuerpos.
Al final, varios cementerios en el continente centrálico quedaron “saturados”.

En las viviendas dentro y fuera de la Ciudad Del Sol, el agua, el barro y los escombros que acompañaban a ambos elementos habían alcanzado, en promedio, los cuarenta y nueve punto cinco centímetros – en algunos puntos críticos habían sido de un metro diez, y, en los más leves, de diez centímetros. El poblado estaba enclavado en plena zona deprimida, por debajo del nivel del mar –, antes de empezar su lento retroceso, y destruido con ello, como bien ocurriera en el exterior de las estructuras, gran parte de todo lo que hubiese estado en su camino. Resultaron en pérdidas, todas y cada una de ellas, que demandaron entre cinco años y un cuarto de siglo en recuperarse por completo, al enorme costo económico, nada más que en el reino de Insulandia, de trescientos quince mil millones de soles, una cifra que representaba la tercera parte del presupuesto anual asignado y el diez por ciento de las arcas reales existentes en ese momento; horas enteras, continuas y extenuantes de trabajo y decenas de miles de seres feéricos de los más diversos campos que se hicieron cargo de todas las tareas. Aun en la actualidad, a algo más de un siglo de aquella catástrofe de proporciones continentales, se notaban unos pocos de sus efectos, los más resistentes al paso del tiempo…

… Como tantos otros centenares de viviendas y demás estructuras en la Ciudad Del Sol, la casa de la calle la Fragua número 5-16-7, por esos días perteneciente a Iulí y Wilson, un matrimonio joven en el barrio Barraca Sola que no llevaba más de un mes de existencia  - tuvieron ambos ciento dos años el día en que Isabel, su primera descendencia, llegara al mundo. No aparentaban más de cuarenta –, había sido afectada con seriedad y hubo de quedar a pocos pasos de venirse abajo. Faltaban pocas semanas para que se cumpliera la primera década de vida de dicho inmueble. El agua y una cantidad insignificante de barro habían trepado hasta por encima de las rodillas de los miembros de la pareja antes de estancarse, condición que mantuvieron durante más de una hora, y empezar el lento retroceso, un repliegue más que gradual que había durado cincuenta veces más que el propio estancamiento. Como todos sus congéneres, Wilson e Iulí debieron recurrir a múltiples soluciones, incluida la magia, para evitar que el desastre pasara a mayores y poder salvar la mayor cantidad de pertenencias que les fuera posible.  Las patas en un número importante de piezas de mobiliario habían cedido y quebrado (muchos de esos muebles se perdieron para siempre), al tratarse aquellas de piezas antiguas construidas varias décadas antes, antiquísimas joyas salidas del Mercado Central de Maderas y Muebles que por tradición y herencia se sucedían de una generación a la siguiente una vez que la más joven sentaba cabeza.  Iulí había terminado la fatídica jornada con múltiples heridas cortantes, al estallarle un vidrio por la fuerte presión ejercida por el agua (uno de los fragmentos, al impactar en el centro de su vientre, fue la inspiración para ponerle el nombre que le pusieron a su segunda descendencia, décadas más tarde), un dedo fracturado, el pulgar derecho, mientras trataba de cerrar una puerta, y una quemadura en esa misma mano, al caérsele encima la vela con que estaba alumbrándose. Su marido, que había permanecido la mayor parte del tiempo corriendo de un lado a otro, raudo, empleando sus poderes y habilidades para evitar el aumento de goteras y filtraciones, tanto en cantidad como en calidad, algo que pudo lograr solo en parte, terminó con dos costillas aplastadas y el brazo izquierdo vuelto un mar de sangre, al tratar de detener con su cuerpo una estantería repleta de vajillas y objetos de porcelana y vidrio que hubo finalmente de venirse abajo. La mitad del magnífico techo a cuatro aguas, que tanto caracterizaba a ese tipo de viviendas, había quedado al borde del colapso como consecuencia de los fuertes vientos, los escombros que pos su causa iban a dar a el y el aguacero tan prolongado, una quinta parte de las habitualmente hermosas tejas acanaladas se destruyeron por esos mismos factores o al caer e impactar contra el suelo con brusquedad; las bellas plantas con flores que adornaban la fachada habían pasado a la historia, lo mismo que el farolito que coronaba la entrada a la sala principal, arrancados violentamente de sus emplazamientos por el fuerte viento y arrastrados varias decenas de metros; el número de filtraciones y el de goteras en la casa habían alcanzado diecinueve y veinticuatro, respectivamente, y los manchones, producto del agua acumulada en todas las paredes, fueron demasiado notorios, en tanto que la única fuente de iluminación de que dispusieron Iulí y Wilson fueron sus auras. Se necesitaron poco más de cinco meses para que la vivienda quedara como nueva, como antes de que la catástrofe empezara. Sin embargo, aun con todos esos daños y averías, la propiedad de ese matrimonio tuvo pérdidas menores, en comparación con otras casas y demás estructuras aquí y allá en el reino de Insulandia y otros países en Centralia, y no insumieron las reparaciones tanto presupuesto como Wilson e Iulí habían creído en un principio, ni personal para dejar la cada como nueva. El hermoso paisaje periférico de la ciudad pasó a estar dominado por deformes y retorcidos pilones de materiales, tejas, hierro, ramas y troncos, metal, barro, madera y escombros varios. Para gravísimo pesar de toda la comunidad feérica, habían sido recuperados los restos mortales – alas marchitas y auras inexistentes – de mil cuatrocientas cincuenta personas entre varias de esas ruinas. Otras estructuras terminaron a medio camino entre aquellas que se derrumbaron por completo, o casi, y la casa de Iulí y Wilson.

En una de las paredes de la sala principal, el marido había dibujado una escala cuya altura abarcaba todo ese muro, la que daba al corredor central. Hubo picos de hasta cuarenta y nueve punto cinco centímetros, y el agua estancada en cuarenta punto cuatro – una escala graduada en centímetros –, antes de empezar el lento retroceso. Finalizada ya la catástrofe natural, Wilson e Iulí no demoraron un instante en ponerse manos a la obra y tratar de recuperar y restaurar su hogar.  Para ambos resultó de enorme utilidad el tener la mente, los pensamientos y el tiempo tan ocupados en una tarea en extremo importante, les servía de mucho consuelo: llevaban un tiempo formando un matrimonio y los problemas de fertilidad consecuentes de la Guerra de los Veintiocho (un hechizo fallido o ataque intencional), tenía sus efectos en los dos.
Tuvieron que transcurrir décadas enteras para que fuera un hecho la primera descendencia de ese matrimonio.



Continúa…




--- CLAUDIO ---

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