Otra jornada estaba empezando.
Era el momento del desayuno, en la
cocina-comedor diario.
Té negro nuevamente, solo que ahora estuvo
acompañado por otro de los alimentos preferidos de las hadas: pan de centeno.
Aunque no tanto como los últimos instantes de la noche previa, Isabel
continuaba deprimida y su voz tenía un leve tono que denotaba tristeza.
_Por lo menos, vos tuviste y tenés a tus
progenitores a tu lado, lo mismo que Cristal – le dijo Eduardo para
tranquilizarla, o animarla –. Van a estar junto a tu hermana y vos en todo
momento. Pienso que es mucho mejor tenerlos eso que tenerlos solo en la memoria
y en los álbumes de fotografías.
No habían armado ningún programa para la
jornada de hoy, de modo que el experto en arqueología submarina sugirió que
podían planificar uno durante el lapso que durara el desayuno, con la esperanza
de que Isabel pudiera revertir ese triste aspecto que desde anoche dejaba a la
vista. La novia agradeció este nuevo intento por reconfortarla – el premio fue
un beso –, porque sabía a ciencia cierta, aunque no dijo una palabra al
respecto, que ese programa que Eduardo quería armar no tenía como propósito el
que pudiera conocer un sector en particular de la ciudad, sino para beneficio
del hada de la belleza, y coincidió con la sugerencia del arqueólogo. Postuló
la idea de conocer alguno (en su caso sería visitar) de los caseríos cercanos
al principal poblado del reino.
Otro día muy caluroso los esperaba allí
afuera.
No podía ser de otra manera, considerando que
el reino de Insulandia, como las otras ocho décimas partes del continente
centrálico (el gentilicio de Centralia), estaban entre los dos tópicos.
Hacía calor aun en pleno invierno.
_Dicho mal y pronto, son versiones más
reducidas y menos habitadas de esta ciudad, pero no por eso carentes de
aspectos positivos ni de magnificencia – explicó más tarde la dueña de la casa,
desde dentro de su dormitorio. Ya finalizado el aseo en su persona, estaba
seleccionando ropa liviana. En este planeta, el calor era particularmente
riguroso en todas las regiones “encerradas” entre ambos trópicos, y en ellas
jamás hacía frío – Son muy parecidos o iguales a esos pueblitos rurales de los
que me hablaste mientras estuvimos preparando el desayuno. La población es
reducida o escasa, tiene tres o cuatro comercios de ramos generales como mucho,
un dispensario médico o una sala de primeros auxilios, la plaza pública como el
único punto de entretenimiento y congregación de los habitantes, o uno de los
muy pocos, el centro postal local, que es una estafeta, una posta para el
relevo de caballos, un silencio casi total, autosustentables la inmensa mayoría
de ellos… uno de esos caseríos está a once kilómetros de aquí en dirección al
norte. Relativamente cerca. Si vamos caminando podría transformarse en un paseo
romántico, los dos tomados de la mano. Además, sería una buena manera para
distraerme.
_Eso suena bonito e interesante, Isabel –opinó
su compañero, ya listo para el paseo, después de tomar algunas monedas y el
reloj, otrora propiedad de Wilson. No harían falta en esta oportunidad las bicicletas,
carretas ni tampoco las puertas espaciales –. ¿Cuánto tiempo nos podría
demandar cubrir esa distancia a pie?.
_Calculo que entre cien y ciento veinte
minutos… nunca más de dos horas. Una ruta regional pasa por ese caserío.
_Entonces, hagámoslo.
_Muy bien, que sean once kilómetros a pie.
Cuatro minutos más tarde, estaba saliendo de
su dormitorio, confiando en que el pantalón corto y la musculosa resultaran
suficientes para soportar el inusual calor matutino (trataba de no pensar en el
que haría por la tarde), porque casi podía advertir lo que seguiría, algo que
todos los seres feéricos, algunos con más acierto que otros, podían hacer. Cada
vez que en el ocaso del verano – pensaba – había una temperatura así por la
mañana, significaba que estaba cerca o muy cerca algún desastre.
¿Una tormenta tropical?.
_Ya te diste cuenta que estoy haciendo esto
pensando en vos, Isabel. A mi no me importa que quede para otro momento el
hecho de que yo pueda conocer cualquier cosa o paisaje que se encuentre en esos
once mil metros. Mejor dicho, eso constituye algo secundario. Si la caminata
contribuye para que mejore tu estado de ánimo y que te sientas más alegre,
vamos a pie hasta el caserío. O mejor, ¿por qué no hacés la caminata desde aquí
hasta el caserío viajando cómoda y tranquila en mis brazos, Isabel? – propuso su
compañero de amores, extendiendo hacia ella ambas extremidades y colgándose su
mochila a la espalda –. Vos no te cansarías por cubrir una distancia así de
grande y yo seguiría quedando ante todo el mundo como un ganador, y como un
héroe también. Me aplaudiría toda la gente, sobre todo los hombres. Y eso es
negocio, desde luego, porque ninguno de los dos saldría perdiendo. Ganaríamos
ambos.
_¡Soy tu compañera sentimental y no un
trofeo!., exclamó el hada de aura lila entre risas.
Todavía el hada con esa leve sonrisa (porque
sabía que había sido otra broma para que se alegrara, o que de eso hiciera el
intento) dejaron la casa llevando cada uno una mochila con las posesiones
indispensables para el viaje. Isabel cerró la puerta y empezaron a caminar.
Tenían la esperanza de que el clima no les
arruinara la salida.
Ese era el panorama que les aguardaba al
respecto, y apenas puestos en el exterior los pies comenzaron a sentir los
primeros efectos de algo que habría de volverse agobiante a medida que
transcurriera la jornada. Habiendo dejado atrás el barrio Barraca Sola, tomaron
rumbo por un camino ancho adoquinado que, la compañera de amores así lo explicaba,
se extendía hasta el límite norte de la ciudad capital. De allí tomarían la
ruta regional, que se extendía a lo largo de seiscientos diez kilómetros y
medio, también en dirección al norte, zigzagueante, hasta desembocar en un
puerto local. Como las de su tipo, esta cubría únicamente grandes extensiones
de superficie en una única de las regiones administrativas, la central en este
caso (Los Paraísos del Arroyo de las Piedras Altas). Esta ruta regional en
particular atravesaba tres aldeas, media docena de caseríos, siete parajes, una
fábrica de productos químicos (no estaba exactamente en el camino, por
representar un riesgo potencial. La ruta y la fábrica estaban unidas por un
camino de tierra de trescientos treinta metros de extensión), una planta de
tratamiento, clasificación y destrucción de residuos no orgánicos, y una de las
torres que las hadas guardianas usaban para las tareas de prevención y
vigilancia. Confluían en ella otros diecinueve caminos, de mayores o menores
anchura y extensión.
Tomados de la mano, algo estimulante y
reconfortante para ambos, Isabel y Eduardo caminaban animados, sin
preocupaciones ni contratiempos, excepto el calor, por supuesto, reparando el
hombre en la amena y gratificante reunión del día anterior con su compañera
sentimental, Wilson, Iulí, Iris, Cristal y Kevin en el Banco Real de
Insulandia, que le había sido de ayuda espiritual y para comprender el concepto
que de la familia tenían los seres feéricos.
A ambos lados de la ruta regional – un letrero
a la vera indicaba RRG 224, Central. Debían haber como mínimo otras doscientas veintitrés
rutas regionales en esta parte del país – los árboles de todos los tamaños
crecían sin control en altura (algunos superarían los sesenta metros) y su copa
en ancho, los arbustos habían sido podados de manera tal que sus copas quedaran
con formas geométricas bien definidas, los nuevos límites del camino adoquinado
eran ahora ladrillos empotrados en el suelo en diagonal, una hilera en una
dirección al interior y la otra hacia la capital, y estaban puestos unos contra
otros; había también otro letrero que indicaba el croquis del camino, con sus
ramificaciones y desvíos, junto al nombre del organismo que estaba cargo de las
rutas, el Consejo de Infraestructura y Obras, y, en un predio, algo que llamó
la atención de Eduardo. Un trío de operarios del Consejo de Correos,
Encomiendas, Sellos y Timbres (CEST) estaba dando los últimos retoques a una
estafeta, trescientos sesenta metros más allá de la capital. Uno de los hombres
instalaba el escudo del Consejo en un punto elevado, otro daba una capa de
pintura blanca a la fachada y el tercero estaba colocando la bandera insular en
el mástil. El paso siguiente sería hacer entrar a la estafeta en operaciones.
_Necesitamos de CEST a un grado que no te
podés imaginar – comentó Isabel, cuando pasaron junto a la obra casi terminada –.
Insulandia es un más inmenso. Millones de kilómetros cuadrados. Requerimos de
todas las comunicaciones que tenemos para mantener interconectado y en contacto
constante al reino y todos sus pobladores, no solo las hadas. En este caso las
comunicaciones postales.
La población se hallaba en pleno ejercicio de
sus actividades de todos los días. Algunas hadas reemplazaban parte del
adoquinado, viejo y descolorido, por otro de fabricación reciente en un tramo
de cien metros de esa ruta, donde habría de construirse un desvío, hacia otra
atalaya (las piezas removidas serían usadas en futuras ampliaciones de las
rutas); otros individuos, también de los dos sexos, recolectaban en canastos de
paja frutas de los árboles cercanos; media decena más se ocupaba de la limpieza
en las inmediaciones – parte del trabajo del Consejo de Ecología, Medio
Ambiente y Recursos Naturales –, llevando consigo un contenedor metálico de
tracción mágica, al que movían recurriendo a sus poderes telequinéticos; unos
pocos transportistas, que en lugar de origen del arqueólogo serían “camioneros”,
se movían en las dos direcciones, y un cuarteto de hadas del Consejo de Cultura
daba a cada hombre y mujer que veían un afiche con los que promocionaban la
ceremonia del otoño, que tendría tiempo en pocos días.
En cambio, como Isabel y Eduardo, otros
individuos femeninos y masculinos parecían no tener otro objetivo que aquel que
consistía en disfrutar de la jornada. Grupos familiares y de amigos dominaban
entre esos individuos, y eran acompañados por el canto de numerosas aves, la
suave brisa, el movimiento de las copas y los rayos solares. Las voces alegres
y el carácter animado reinaban entre ellos y los demás seres elementales que
andaban por allí.
Era la segunda vez desde su llegada al
planeta que el oriundo de Las Heras veía cara a cara a un ejemplar masculino de
los seres sirénidos o Habitantes del Agua: un tritón. Nadaba despreocupado y
relajado en ese arroyo de dos metros por tres (profundidad por ancho) de agua
dulce y cristalina; la cola tenía escamas plateadas y el color de la piel era mestizo. La pareja lo estuvo observando
desde el puente de cemento sostenido por tres columnas del mismo material. Era
un ejemplar cuyas escamas brillaban con la luz solar, al quedar expuestas ella sobre
al agua, completamente calvo y de ojos oscuros, aspecto joven y, a juzgar por
esas marcas impresas (tatuajes) en ambas manos y el pecho, pensaba Eduardo,
podía tratarse del compañero de aquella sirena que, en la noche anterior, había compartido unos momentos con los
paseantes y obsequiara una perla al novio de Isabel. El tritón también tenía un
afiche, en su caso a salvo del agua por estar dentro de una botella de vidrio.
La ceremonia del otoño no abarcaba solo a las hadas.
Los novios lo vieron reunirse con otros
miembros de su clan allí donde el arroyo doblaba en un ángulo cerrado, y
terminaron de cruzar el puente, que recientemente había sido restaurado.
Continuaron con su viaje, pero a los pocos pasos se volvieron a detener, para
que el hada de aura lila cortara una magnífica flor amarilla de amplios pétalos
de aquel arbusto que coronaba otra bifurcación. La pareja se cruzó allí con una
carreta repleta de cajas que tenían la
inscripción “Exp.= Rn. de Fibim”, junto al sello oficial insular. Eran
productos manufacturados que iban a exportarse a un país en otro continente _”Rn.
es la abreviatura para reino”, había explicado el hada a Eduardo” –, y parecía
que el transportista no estaba pensando en otra cosa que mantener las cajas en la
carreta, porque eran muchas y de diversos tamaños. Compartiendo el pensamiento
del atareado conductor, Eduardo e Isabel se cruzaron unos metros más adelante
con un grupo de hadas que sobrevolaba en círculos y a baja altura la ruta
regional, con expresión de alegría cada uno de sus componentes. Estos seis
seres feéricos se estaban encargando de la decoración, de los primeros
preparativos, para el Día del Otoño, una ancestral y tradiconalísima
celebración presente desde que la especie tomara conocimiento del clima y las
estaciones, que tendría lugar en todo el Hemisferio Sur el veintiuno de Marzo,
el vigésimo día del tercer mes en el antiguo calendario feérico.
En el Hemisferio Norte sería el Día de la
Primavera.
_Las celebraciones que implican el cambio de
una estación climática por la siguiente duran, como mínimo, todo el día. Las
del otoño, por ejemplo. La del año
pasado, sin ir más lejos, se prolongó por más que esos mil cuatrocientos
cuarenta minutos. Se extendió hasta bien entrada la noche del veintidós de
Marzo, y así y todo hubo centenares de hadas y otros seres elementales que no
se quedaron satisfechos. Quisieron que continuase, como yo. Yo estuve entre
esos centenares. Fue tal la magnificencia de aquella ceremonia que en Plaza Central
y sus áreas colindantes tuvieron un movimiento constante en esas casi cuarenta y ocho horas. Prácticamente
no se hizo otra cosa, y las únicas hadas que más o menos continuaron con sus
actividades de todos los días fueron las médicas – recordó Isabel. Su novio
trataba de representarse en la mente a una de esas ceremonias solemnes – Pasa exactamente
lo mismo con las festividades del invierno, la primavera y el verano. En los
anteriores quince o dieciséis días casi no se hace otra cosa en los ratos
libres que ocuparse de los preparativos. Las inversiones del estado al respecto
nunca son inferiores a los tres mil millones de soles, por eso en el presupuesto
anual insular hay un ítem específico que es “Festividades /Festivales por las
estaciones”. Es por todo eso y más que ese cuarteto de ceremonias está entre
los de mayor aceptación y admiración entre los seres elementales,
principalmente las hadas. La magnificencia y la solemnidad son únicas y
enormes.
Delante de si tenían uno de los ornamentos ya
listos. A unos dos metros y cuarto del suelo, anudada a dos árboles, uno a cada
lado de la ruta regional, una cuerda tenía decenas de tiritas con los colores
más representativos del otoño, que se movían al compás del viento y la brisa.
_¿Vos qué hiciste el veintiuno de Marzo del
año pasado y el veintidós?., le preguntó Eduardo, cuando pasaron debajo de esa
decoración.
Eran al menos dos centenas de tiritas,
sujetas a esa cuerda tan tensa.
_Cristal y yo nos reunimos en mi casa, con
Nadia, y nos quedamos celebrando hasta el mediodía. Era, o fue, una reunión
solo de tres que había empezado con la salida del Sol. Nada del otro mundo, a
decir verdad – rememoró el hada de la belleza. Otro afiche montado en un poste
publicitaba un espectáculo de música tradicional para esa jornada, indicando la
fecha en ambos calendarios –. Al empezar el almuerzo hicimos un brindis con té
negro. Sin, con té negro. Es nuestra bebida ceremonial por excelencia. Y cuando
promediaba la tarde, a eso de las quince horas en punto, fuimos sin dudarlo a
la plaza central, nuestro punto de congregación por excelencia. La plaza y los
alrededores fueron un mundo de gente, porque en ese lugar se llevó a cabo la
celebración principal. Habían llegado hadas y seres elementales desde todos los
rincones de Insulandia. La reina Lili, la princesa Elvia y los consejeros de
Cultura y de Relaciones Elementales estuvieron al frente de y presidiendo las
ceremonias de apertura, al dar inicio el día veintiuno, o el veinte de nuestro
calendario antiguo, y de cierre al día siguiente, a las veintiuna cuarenta. ¡Si
que son hermosas esas celebraciones, de lo mejorcito en el calendario!. Yo
espero que la que viene sea tan esplendorosa como aquella – deseó con
profundidad, cerrando los ojos –. ¿Te gustaría presenciar esos preparativos,
parte de ellos?. Saber que es lo que hacemos, a eso me estoy refiriendo. Es
más, incluso nos podrías dar una mano, porque el trabajo es demasiado y los
responsables a veces terminan exhaustos. Además, creo que te podría servir para
aprender más cosas sobre la cultura de las hadas.
_Como mejor te parezca, Isabel. Aunque todo
lo que yo necesito es saber que voy a poder contar con tu presencia para
sentirme a gusto haciendo algo, o formando parte de algo. Quiero decir que me
alcanza con estar a tu lado para disfrutar de… que se yo, de lo que sea. No
necesito otra cosa, o de otras compañías, pero si uno y otro lo hacen, no voy a
rechazar su presencia. Bienvenidos sean – dijo Eduardo, convencido de sus
palabras. Se había sentido a gusto con Isabel desde el primer momento –. Vos tenés
un efecto raro, no se definirlo mejor, que me tranquiliza y hace bien a mis
sentimientos y emociones.
_Te agradezco el cumplido – el hada se sentía
más calmada. El mismo efecto que describiera su novio respecto de ella se daba
también a la inversa. Isabel hallaba tranquilidad y seguridad en Eduardo –. Las
palabras de uno ayudan a otro entre nosotros. Ahora, volviendo a lo de la festividad, si se
te ocurre algo que podamos hacer respecto a los preparativos, quisiera
conocerlo, porque… ¿qué?, ¿qué viste?.
Otra vez hubo hadas que llamaron la atención
de Eduardo.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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