lunes, 28 de agosto de 2017

3.16) La nueva jornada



Otra jornada estaba empezando.

Era el momento del desayuno, en la cocina-comedor diario.
Té negro nuevamente, solo que ahora estuvo acompañado por otro de los alimentos preferidos de las hadas: pan de centeno. Aunque no tanto como los últimos instantes de la noche previa, Isabel continuaba deprimida y su voz tenía un leve tono que denotaba tristeza.

_Por lo menos, vos tuviste y tenés a tus progenitores a tu lado, lo mismo que Cristal – le dijo Eduardo para tranquilizarla, o animarla –. Van a estar junto a tu hermana y vos en todo momento. Pienso que es mucho mejor tenerlos eso que tenerlos solo en la memoria y en los álbumes de fotografías.

No habían armado ningún programa para la jornada de hoy, de modo que el experto en arqueología submarina sugirió que podían planificar uno durante el lapso que durara el desayuno, con la esperanza de que Isabel pudiera revertir ese triste aspecto que desde anoche dejaba a la vista. La novia agradeció este nuevo intento por reconfortarla – el premio fue un beso –, porque sabía a ciencia cierta, aunque no dijo una palabra al respecto, que ese programa que Eduardo quería armar no tenía como propósito el que pudiera conocer un sector en particular de la ciudad, sino para beneficio del hada de la belleza, y coincidió con la sugerencia del arqueólogo. Postuló la idea de conocer alguno (en su caso sería visitar) de los caseríos cercanos al principal poblado del reino.
Otro día muy caluroso los esperaba allí afuera.

No podía ser de otra manera, considerando que el reino de Insulandia, como las otras ocho décimas partes del continente centrálico (el gentilicio de Centralia), estaban entre los dos tópicos.

Hacía calor aun en pleno invierno.
_Dicho mal y pronto, son versiones más reducidas y menos habitadas de esta ciudad, pero no por eso carentes de aspectos positivos ni de magnificencia – explicó más tarde la dueña de la casa, desde dentro de su dormitorio. Ya finalizado el aseo en su persona, estaba seleccionando ropa liviana. En este planeta, el calor era particularmente riguroso en todas las regiones “encerradas” entre ambos trópicos, y en ellas jamás hacía frío – Son muy parecidos o iguales a esos pueblitos rurales de los que me hablaste mientras estuvimos preparando el desayuno. La población es reducida o escasa, tiene tres o cuatro comercios de ramos generales como mucho, un dispensario médico o una sala de primeros auxilios, la plaza pública como el único punto de entretenimiento y congregación de los habitantes, o uno de los muy pocos, el centro postal local, que es una estafeta, una posta para el relevo de caballos, un silencio casi total, autosustentables la inmensa mayoría de ellos… uno de esos caseríos está a once kilómetros de aquí en dirección al norte. Relativamente cerca. Si vamos caminando podría transformarse en un paseo romántico, los dos tomados de la mano. Además, sería una buena manera para distraerme.
_Eso suena bonito e interesante, Isabel –opinó su compañero, ya listo para el paseo, después de tomar algunas monedas y el reloj, otrora propiedad de Wilson. No harían falta en esta oportunidad las bicicletas, carretas ni tampoco las puertas espaciales –. ¿Cuánto tiempo nos podría demandar cubrir esa distancia a pie?.
_Calculo que entre cien y ciento veinte minutos… nunca más de dos horas. Una ruta regional pasa por ese caserío.
_Entonces, hagámoslo.
_Muy bien, que sean once kilómetros a pie.
Cuatro minutos más tarde, estaba saliendo de su dormitorio, confiando en que el pantalón corto y la musculosa resultaran suficientes para soportar el inusual calor matutino (trataba de no pensar en el que haría por la tarde), porque casi podía advertir lo que seguiría, algo que todos los seres feéricos, algunos con más acierto que otros, podían hacer. Cada vez que en el ocaso del verano – pensaba – había una temperatura así por la mañana, significaba que estaba cerca o muy cerca algún desastre.
¿Una tormenta tropical?.
_Ya te diste cuenta que estoy haciendo esto pensando en vos, Isabel. A mi no me importa que quede para otro momento el hecho de que yo pueda conocer cualquier cosa o paisaje que se encuentre en esos once mil metros. Mejor dicho, eso constituye algo secundario. Si la caminata contribuye para que mejore tu estado de ánimo y que te sientas más alegre, vamos a pie hasta el caserío. O mejor, ¿por qué no hacés la caminata desde aquí hasta el caserío viajando cómoda y tranquila en mis brazos, Isabel? – propuso su compañero de amores, extendiendo hacia ella ambas extremidades y colgándose su mochila a la espalda –. Vos no te cansarías por cubrir una distancia así de grande y yo seguiría quedando ante todo el mundo como un ganador, y como un héroe también. Me aplaudiría toda la gente, sobre todo los hombres. Y eso es negocio, desde luego, porque ninguno de los dos saldría perdiendo. Ganaríamos ambos.
_¡Soy tu compañera sentimental y no un trofeo!., exclamó el hada de aura lila entre risas.

Todavía el hada con esa leve sonrisa (porque sabía que había sido otra broma para que se alegrara, o que de eso hiciera el intento) dejaron la casa llevando cada uno una mochila con las posesiones indispensables para el viaje. Isabel cerró la puerta y empezaron a caminar.
Tenían la esperanza de que el clima no les arruinara la salida.
Ese era el panorama que les aguardaba al respecto, y apenas puestos en el exterior los pies comenzaron a sentir los primeros efectos de algo que habría de volverse agobiante a medida que transcurriera la jornada. Habiendo dejado atrás el barrio Barraca Sola, tomaron rumbo por un camino ancho adoquinado que, la compañera de amores así lo explicaba, se extendía hasta el límite norte de la ciudad capital. De allí tomarían la ruta regional, que se extendía a lo largo de seiscientos diez kilómetros y medio, también en dirección al norte, zigzagueante, hasta desembocar en un puerto local. Como las de su tipo, esta cubría únicamente grandes extensiones de superficie en una única de las regiones administrativas, la central en este caso (Los Paraísos del Arroyo de las Piedras Altas). Esta ruta regional en particular atravesaba tres aldeas, media docena de caseríos, siete parajes, una fábrica de productos químicos (no estaba exactamente en el camino, por representar un riesgo potencial. La ruta y la fábrica estaban unidas por un camino de tierra de trescientos treinta metros de extensión), una planta de tratamiento, clasificación y destrucción de residuos no orgánicos, y una de las torres que las hadas guardianas usaban para las tareas de prevención y vigilancia. Confluían en ella otros diecinueve caminos, de mayores o menores anchura y extensión.
Tomados de la mano, algo estimulante y reconfortante para ambos, Isabel y Eduardo caminaban animados, sin preocupaciones ni contratiempos, excepto el calor, por supuesto, reparando el hombre en la amena y gratificante reunión del día anterior con su compañera sentimental, Wilson, Iulí, Iris, Cristal y Kevin en el Banco Real de Insulandia, que le había sido de ayuda espiritual y para comprender el concepto que de la familia tenían los seres feéricos.
A ambos lados de la ruta regional – un letrero a la vera indicaba RRG 224, Central. Debían haber como mínimo otras doscientas veintitrés rutas regionales en esta parte del país – los árboles de todos los tamaños crecían sin control en altura (algunos superarían los sesenta metros) y su copa en ancho, los arbustos habían sido podados de manera tal que sus copas quedaran con formas geométricas bien definidas, los nuevos límites del camino adoquinado eran ahora ladrillos empotrados en el suelo en diagonal, una hilera en una dirección al interior y la otra hacia la capital, y estaban puestos unos contra otros; había también otro letrero que indicaba el croquis del camino, con sus ramificaciones y desvíos, junto al nombre del organismo que estaba cargo de las rutas, el Consejo de Infraestructura y Obras, y, en un predio, algo que llamó la atención de Eduardo. Un trío de operarios del Consejo de Correos, Encomiendas, Sellos y Timbres (CEST) estaba dando los últimos retoques a una estafeta, trescientos sesenta metros más allá de la capital. Uno de los hombres instalaba el escudo del Consejo en un punto elevado, otro daba una capa de pintura blanca a la fachada y el tercero estaba colocando la bandera insular en el mástil. El paso siguiente sería hacer entrar a la estafeta en operaciones.
_Necesitamos de CEST a un grado que no te podés imaginar – comentó Isabel, cuando pasaron junto a la obra casi terminada –. Insulandia es un más inmenso. Millones de kilómetros cuadrados. Requerimos de todas las comunicaciones que tenemos para mantener interconectado y en contacto constante al reino y todos sus pobladores, no solo las hadas. En este caso las comunicaciones postales.

La población se hallaba en pleno ejercicio de sus actividades de todos los días. Algunas hadas reemplazaban parte del adoquinado, viejo y descolorido, por otro de fabricación reciente en un tramo de cien metros de esa ruta, donde habría de construirse un desvío, hacia otra atalaya (las piezas removidas serían usadas en futuras ampliaciones de las rutas); otros individuos, también de los dos sexos, recolectaban en canastos de paja frutas de los árboles cercanos; media decena más se ocupaba de la limpieza en las inmediaciones – parte del trabajo del Consejo de Ecología, Medio Ambiente y Recursos Naturales –, llevando consigo un contenedor metálico de tracción mágica, al que movían recurriendo a sus poderes telequinéticos; unos pocos transportistas, que en lugar de origen del arqueólogo serían “camioneros”, se movían en las dos direcciones, y un cuarteto de hadas del Consejo de Cultura daba a cada hombre y mujer que veían un afiche con los que promocionaban la ceremonia del otoño, que tendría tiempo en pocos días.
En cambio, como Isabel y Eduardo, otros individuos femeninos y masculinos parecían no tener otro objetivo que aquel que consistía en disfrutar de la jornada. Grupos familiares y de amigos dominaban entre esos individuos, y eran acompañados por el canto de numerosas aves, la suave brisa, el movimiento de las copas y los rayos solares. Las voces alegres y el carácter animado reinaban entre ellos y los demás seres elementales que andaban por allí.

Era la segunda vez desde su llegada al planeta que el oriundo de Las Heras veía cara a cara a un ejemplar masculino de los seres sirénidos o Habitantes del Agua: un tritón. Nadaba despreocupado y relajado en ese arroyo de dos metros por tres (profundidad por ancho) de agua dulce y cristalina; la cola tenía escamas plateadas y el color de la piel  era mestizo. La pareja lo estuvo observando desde el puente de cemento sostenido por tres columnas del mismo material. Era un ejemplar cuyas escamas brillaban con la luz solar, al quedar expuestas ella sobre al agua, completamente calvo y de ojos oscuros, aspecto joven y, a juzgar por esas marcas impresas (tatuajes) en ambas manos y el pecho, pensaba Eduardo, podía tratarse del compañero de aquella sirena que, en la noche anterior,  había compartido unos momentos con los paseantes y obsequiara una perla al novio de Isabel. El tritón también tenía un afiche, en su caso a salvo del agua por estar dentro de una botella de vidrio. La ceremonia del otoño no abarcaba solo a las hadas.

Los novios lo vieron reunirse con otros miembros de su clan allí donde el arroyo doblaba en un ángulo cerrado, y terminaron de cruzar el puente, que recientemente había sido restaurado. Continuaron con su viaje, pero a los pocos pasos se volvieron a detener, para que el hada de aura lila cortara una magnífica flor amarilla de amplios pétalos de aquel arbusto que coronaba otra bifurcación. La pareja se cruzó allí con una  carreta repleta de cajas que tenían la inscripción “Exp.= Rn. de Fibim”, junto al sello oficial insular. Eran productos manufacturados que iban a exportarse a un país en otro continente _”Rn. es la abreviatura para reino”, había explicado el hada a Eduardo” –, y parecía que el transportista no estaba pensando en otra cosa que mantener las cajas en la carreta, porque eran muchas y de diversos tamaños. Compartiendo el pensamiento del atareado conductor, Eduardo e Isabel se cruzaron unos metros más adelante con un grupo de hadas que sobrevolaba en círculos y a baja altura la ruta regional, con expresión de alegría cada uno de sus componentes. Estos seis seres feéricos se estaban encargando de la decoración, de los primeros preparativos, para el Día del Otoño, una ancestral y tradiconalísima celebración presente desde que la especie tomara conocimiento del clima y las estaciones, que tendría lugar en todo el Hemisferio Sur el veintiuno de Marzo, el vigésimo día del tercer mes en el antiguo calendario feérico.
En el Hemisferio Norte sería el Día de la Primavera.

_Las celebraciones que implican el cambio de una estación climática por la siguiente duran, como mínimo, todo el día. Las del otoño, por ejemplo.  La del año pasado, sin ir más lejos, se prolongó por más que esos mil cuatrocientos cuarenta minutos. Se extendió hasta bien entrada la noche del veintidós de Marzo, y así y todo hubo centenares de hadas y otros seres elementales que no se quedaron satisfechos. Quisieron que continuase, como yo. Yo estuve entre esos centenares. Fue tal la magnificencia de aquella ceremonia que en Plaza Central y sus áreas colindantes tuvieron un movimiento constante  en esas casi cuarenta y ocho horas. Prácticamente no se hizo otra cosa, y las únicas hadas que más o menos continuaron con sus actividades de todos los días fueron las médicas – recordó Isabel. Su novio trataba de representarse en la mente a una de esas ceremonias solemnes – Pasa exactamente lo mismo con las festividades del invierno, la primavera y el verano. En los anteriores quince o dieciséis días casi no se hace otra cosa en los ratos libres que ocuparse de los preparativos. Las inversiones del estado al respecto nunca son inferiores a los tres mil millones de soles, por eso en el presupuesto anual insular hay un ítem específico que es “Festividades /Festivales por las estaciones”. Es por todo eso y más que ese cuarteto de ceremonias está entre los de mayor aceptación y admiración entre los seres elementales, principalmente las hadas. La magnificencia y la solemnidad son únicas y enormes.
Delante de si tenían uno de los ornamentos ya listos. A unos dos metros y cuarto del suelo, anudada a dos árboles, uno a cada lado de la ruta regional, una cuerda tenía decenas de tiritas con los colores más representativos del otoño, que se movían al compás del viento y la brisa.
_¿Vos qué hiciste el veintiuno de Marzo del año pasado y el veintidós?., le preguntó Eduardo, cuando pasaron debajo de esa decoración.
Eran al menos dos centenas de tiritas, sujetas a esa cuerda tan tensa.
_Cristal y yo nos reunimos en mi casa, con Nadia, y nos quedamos celebrando hasta el mediodía. Era, o fue, una reunión solo de tres que había empezado con la salida del Sol. Nada del otro mundo, a decir verdad – rememoró el hada de la belleza. Otro afiche montado en un poste publicitaba un espectáculo de música tradicional para esa jornada, indicando la fecha en ambos calendarios –. Al empezar el almuerzo hicimos un brindis con té negro. Sin, con té negro. Es nuestra bebida ceremonial por excelencia. Y cuando promediaba la tarde, a eso de las quince horas en punto, fuimos sin dudarlo a la plaza central, nuestro punto de congregación por excelencia. La plaza y los alrededores fueron un mundo de gente, porque en ese lugar se llevó a cabo la celebración principal. Habían llegado hadas y seres elementales desde todos los rincones de Insulandia. La reina Lili, la princesa Elvia y los consejeros de Cultura y de Relaciones Elementales estuvieron al frente de y presidiendo las ceremonias de apertura, al dar inicio el día veintiuno, o el veinte de nuestro calendario antiguo, y de cierre al día siguiente, a las veintiuna cuarenta. ¡Si que son hermosas esas celebraciones, de lo mejorcito en el calendario!. Yo espero que la que viene sea tan esplendorosa como aquella – deseó con profundidad, cerrando los ojos –. ¿Te gustaría presenciar esos preparativos, parte de ellos?. Saber que es lo que hacemos, a eso me estoy refiriendo. Es más, incluso nos podrías dar una mano, porque el trabajo es demasiado y los responsables a veces terminan exhaustos. Además, creo que te podría servir para aprender más cosas sobre la cultura de las hadas.
_Como mejor te parezca, Isabel. Aunque todo lo que yo necesito es saber que voy a poder contar con tu presencia para sentirme a gusto haciendo algo, o formando parte de algo. Quiero decir que me alcanza con estar a tu lado para disfrutar de… que se yo, de lo que sea. No necesito otra cosa, o de otras compañías, pero si uno y otro lo hacen, no voy a rechazar su presencia. Bienvenidos sean – dijo Eduardo, convencido de sus palabras. Se había sentido a gusto con Isabel desde el primer momento –. Vos tenés un efecto raro, no se definirlo mejor, que me tranquiliza y hace bien a mis sentimientos y emociones.
_Te agradezco el cumplido – el hada se sentía más calmada. El mismo efecto que describiera su novio respecto de ella se daba también a la inversa. Isabel hallaba tranquilidad y seguridad en Eduardo –. Las palabras de uno ayudan a otro entre nosotros.  Ahora, volviendo a lo de la festividad, si se te ocurre algo que podamos hacer respecto a los preparativos, quisiera conocerlo, porque… ¿qué?, ¿qué viste?.
Otra vez hubo hadas que llamaron la atención de Eduardo.



Continúa…





--- CLAUDIO ---

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