En el pasaje que había comprado se indicaba
que el servicio ferroviario que unía Miami con Tampa iba a tener paradas
intermedias (escalas) en North Miami, Hollywood, Fort Lauderdale, Pompano
Beach, West Palm beach, Rivera Beach, Ockeechobee, Avon Park, Winter Haven y
Lakeland, del total de más de veinte que había en ese recorrido. Por precios
que corrían entre los ciento cincuenta y los cuatrocientos dólares se podía
viajar desde Miami hasta Tampa en alrededor de sesenta minutos, disfrutando de
vistas majestuosas, unas tanto como otras, durante el trayecto, escenarios
urbanos, sobre todo en las estaciones terminales, y rurales, que incluían los lagos Ockeechobee
e Istokpoga, y extensas regiones dedicadas a la agricultura. Eduardo había
previsto pasar tres días en la ciudad de Avon Park, un lugar poco habitado que
había sido la cuna de nacimiento de su padre, y el boleto indicaba que el tren
expreso, seis vagones remolcados por una locomotora eléctrica, partía desde el
andén número dos a las seis horas en punto del día quince de Enero, confiando
en llegar a la octava estación intermedia, Avon Park, apenas antes de las
siete. Por lo menos, habrá un asiento desocupado en ese vagón de clase turista
y un cuarto que nunca se llegó a ocupar (la reservación ya estaba hecha) en la
hostería de Avon Park. Un halo de misterio y suspenso, quizás mayor o quizás
menor, habría envuelto a quien hubiera estado al corriente de su viaje en ese
tren expreso, y a los lugareños que supieran que se hallaba en viaje el único
hijo de un emigrante local, para pasar allí setenta y dos horas exactas. El
lugar en el tren bien pudo quedar vacío, o ser ocupado por otro pasajero, y el
cuarto en la hostería ocupado por otro turista, si hubiera habido uno.
Los mapas, unos pocos de estos desplegables, y
folletos mostraban esa gran jungla de cemento y acero que eran Miami y sus
ciudades colindantes, como un gigantesco conglomerado urbano atravesado y
rodeado por vías férreas, autopistas, rutas y otras tantas vías de
comunicación, lindante al este con la parte norte del Océano Atlántico Y AL
OESTE CON LOS Everglades. Dicha información, consistente en su gran mayoría en
mapas urbanos y planos de calles, mostraba a través de numerosas referencias,
más de mil lugares y espacios públicos y verdes, aun los más pequeños, las vías
de entrada y salida, las paradas ferroviarias, las grandes terminales del
transporte automotor, el sentido del tránsito vehicular en las principales
avenidas y calles, el puerto y el aeropuerto, unos cuantos hoteles, las principales
zonas comerciales y, muy importante, los centros de orientación al turista. A
los folletos los acompañaba además una guía muy útil con sugerencias y consejos
prácticos a seguir en caso de incidentes tales como asaltos, extravío del
pasaporte y oros documentos, demoras y atrasos, accidentes, desorientaciones y
olvidos, y una agenda igual de práctica, con direcciones postales, de correo
electrónico y números telefónicos de centros de salud, comisarías, representaciones
diplomáticas, centros de trasbordo del transporte de pasajeros y oficinas
gubernamentales locales y del estado de Florida. Folletos, mapas y otros
artículos fueron elementos que tuvieron su provecho y utilidad por muy pocas
horas – fueron pérdidas –, porque no había pasado mucho tiempo desde el
instante en que Eduardo abandonara el aeropuerto hasta que volviera a el.
La suma de seiscientos treinta dólares en
varios billetes de diferente denominación, algunos más nuevos que otros, los
papeles en los que había consignado direcciones postales y formas de comunicación
de lugares conocidos, el cuaderno con hojas rayadas devenido en diario de viaje
con unos pocos detalles pormenorizados, fotografías, postales y otros tantos
papeles más o menos importantes y documentos habían pasado a la historia,
fácilmente se deshicieron y disolvieron con aquel contacto prolongado con el
agua. Recordaba como ciento treinta de los dólares se habían desarmado en
decenas de fragmentos con solo tocarlos, con ambas manos, como alrededor de la
tercera parte del diario de viaje se había podido recuperar – lo había hecho un
grupo de hadas que se especializaba en la restauración de documentos antiguos,
dependiente del Consejo insular de Ciencias –, como lo que mostraban las
fotografías y postales se había convertido en una mezcla deforme de colores
(manchones más bien difusos) y como todos los papeles importantes y documentos también
se habían perdido, quizás para siempre. Había ocurrido lo mismo con la llave de
la habitación de clase turista en la periferia de Miami y la del automóvil que
había alquilado, el cuarteto de fragmentos en que transformara el aparato de
telefonía celular, los restos del reloj pulsera y la filmadora – tres artículos
que, por su sofisticación tecnológica y el tipo de energía que necesitaban para
funcionar, no podrían ser usados en ningún lugar de este planeta – y un juego
de llaves, al cual, como la del dormitorio y la del vehículo, había sido
fundida en una herrería y el material resultante reciclado para un nuevo uso.
En resumen, una parte de su pasado había sido
cerrada voluntariamente.
Para
siempre.
Era verdad, incuestionable en algunos casos,
el hecho de que vivir en el pasado y estar aferrado a alguna parte de el no contribuía
al desarrollo, tal como indicaba un precepto del “Código de la Vida” – “Los
ojos para atrás representan atraso; los ojos para adelante progreso”, decían
las hadas a ese respecto, citando el artículo en cuestión –. Desde el momento
en que aceptara su gloriosa situación, gloriosa y fortuita, concretamente este
planeta y sus habitantes, había estado tratando de dejar en algún lugar no imprescindible
de su memoria, uno que no requiriera usar con frecuencia, e incluso olvidar,
los que el creía y consideraba como recuerdos no necesarios, no gratos, sin
sentido e improductivos. Lejos estaba esa tarea de resultarle complicada e
intrínseca, porque Eduardo estaba siendo el protagonista y testigo de una de
sus creencias máximas, la existencia de las hadas, y de un par de disciplinas
supuestamente pseudocientíficas de las que siempre había sido, aunque no
completo, escéptico. La magia era una de ellas, algo que hasta mediados de
Marzo el sostenía que era usado solo por oportunistas sin moral ni escrúpulos,
con contadas excepciones, (algunos de los practicantes de la wicca, por
ejemplo); arribistas inmorales e inescrupulosos interesados nada más que en el
rédito económico, causantes además de la mala imagen en quienes hacían del arte
del ilusionismo una forma de entretenimiento. La otra disciplina
pseudocientífica era la existencia de vida extraterrestre. Conociendo que el
Universo era infinito y que se mantenía en constante expansión, y habiendo
numerosas teorías e hipótesis de física, astronomía, matemática, biología y
otras ciencias afines a esas, la posibilidad de que hubiera planetas habitados
estaba siempre latente. Se trataba de un fenómeno popularizado y masificado con
el extraño incidente en la ciudad de Roswell, momento desde el cual hubieron de
incrementarse la cantidad de avistamientos, con alguno que otro contacto
(eventualmente, sobrevendrían los raptos y abducciones), y el de personas que
en mayor medida o en menor tomaron la ovnilogía como un modo de vida, como
pasatiempo e incluso el objeto de su trabajo. Aceptar el par de disciplinas en
su totalidad, habiendo confirmado ambas existencias, era otra de las formas que
el oriundo de Las Heras tenía para olvidar, o tratar de hacerlo, su pasado, o
no pensar ni concentrarse en el para no caer en el ostracismo ni en el atraso.
Como resultado, muchos de esos instantes se habían tornado difusos,
entremezclados con colores opacos y oscuros, las veces que, por una u otra
razón, pensaba en ellos. Pasajes e imágenes cada vez más borrosas que
gradualmente se volvían grises, perdiéndose su contenido, nitidez y gama de
colores. Todo lo que quedaba por hacer era no alimentar esos recuerdos que
quería olvidar, no pensar en ellos para que no volvieran. No insultar ni decir
groserías era una tarea sencilla, por más que entre los seres feéricos se trataba de una norma social y cultural que
muy gradualmente estaba cambiando del rechazo hacia una aceptación más o menos
moderada, especialmente entre los hombres. Eduardo había proferido su última
gran expresión malsonante – exclamada con ganas – tras abrir los ojos y
descubrirse tendido y a la deriva en el transporte salvavidas, con un estado
psicológico y físico preocupante, en un océano cristalino que le fue
completamente desconocido hasta muchos días después. Por el contrario, tenía
bien presentes en su memoria, porque el así lo deseaba y quería, instantes
clave de su épico viaje, como el despegue desde el aeropuerto en Miami, desde
una pista para aviones pequeños, a las nueve horas con quince minutos y doce
segundos del día trece de Enero, y los segundos breves durante los cuales
estuvo activo su reloj pulsera digital, dos días más tarde, a las diecinueve
horas con veintisiete minutos.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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