jueves, 21 de diciembre de 2017

7.14) Los enamorados de sangre real

_Los voy a acompañar hasta el acceso principal – quiso la reina –. Necesito darle algunas instrucciones al personal que trabaja en los jardines frontales y las hadas guardianas que vigilan el acceso.

Y los cinco pegaron la media vuelta, pero la soberana con tan mal atino que terminó por engancharse el tacón del zapato derecho en el largo vestido, con ello yéndose de bruces al suelo y desparramando el contenido de las dos carpetas que todavía tenía en sus manos. “Primero ella”, coincidieron los cuatro, ayudándola a incorporarse. Lili lo hizo frotándose la cintura y la cadera (había caído sentada). “Se los agradezco”, fueron sus primeras palabras, en tanto ella y el cuarteto recuperaban el material desparramado sobre el césped: balances contables, notas especiales, inventarios, otros documentos que revestían importancia para el poder político…
… y una fotografía a colores que de seguro había quedado traspapelada en alguna de esas carpetas. La toma no debería superar los dieciséis centímetros de ancho por veintitrés de alto y tenía un fondo de color blanco inmaculado, con lo que parecía ser un (otro) escudo, muy probablemente uno patrio. Era un escenario sobrio y discreto que remitía los pensamientos a un evento de alcurnia, o algo similar. La fotografía mostraba a un individuo del sexo masculino que no daba apariencia alguna de superar la edad de veinticuatro o veinticinco años, más o menos como Eduardo y Kevin. Al menos, ese era el pensamiento del compañero sentimental de Isabel, porque para el era imposible conocer la edad de las hadas únicamente con observarlas, por la fisiología y la biología de esos seres. Para ser retratado en esa imagen, el hombre había adoptado una de las poses más clásicas de los jefes de Estado durante el momento de su ascenso al poder. Estaba ataviado y calzado íntegramente de blanco, un color que se extendía también al estuche que llevaba ceñido en el costado derecho de la cintura, con una espada ceremonial, sus alas y su aura, en la que se combinaba con una tonalidad perla de gris. Llevaba un par de medallas en el lado izquierdo del pecho, ligaduras azules para sujetarse la capa a los hombros  y un pin con los colores de una bandera; el blanco como color principal, de fondo, con una figura amarilla que Eduardo no llegaba a distinguir. Sobre la cabeza llevaba una corona de once picos, con una piedra preciosa, un diamante, en la frontal, y en una de sus manos, la zurda, tenía el cetro de mando, blanco con una esfera amarilla en el extremo superior. Era, sin lugar a dudas, un uniforme de gala, que se complementaba con los ornamentos. Evidentemente, ese hombre era un miembro de la realeza, pero ¿a la familia real de que país pertenecería?, ¿y cuál sería su título?.

_¿Quién es el?., preguntó Eduardo, preparándose para observar el reverso de la foto, donde estaba una dedicatoria escrita en el idioma antiguo de las hadas… y dos corazones al inicio y al final del mensaje.
Las hermanas de aura lila no pudieron ni quisieron evitar una risita al ver la foto, pero no porque ese hombre no les resultara un galán, que de hecho lo era, sino porque ya sabían lo que esa imagen y la dedicatoria con los corazones significaba.
_¡Nadie!, ¡te aseguro que no es nadie!., le contestó apuradamente la reina Lili, recuperando la fotografía, a la que trataba y veía como un tesoro de valor incalculable, y guardándola en una de la carpetas.
Su ritmo en la respiración y la manifestación de su aura evidenciaron para su cuarteto de escoltas que el hecho de ver esa foto le había provocado alegría. La misma, y otro tanto de buenos sentimientos, que Isabel y Cristal tenían cuando pensaban en sus compañeros de amores.
Las mejillas de la reina estaban ardiendo a causa del rubor.
Literalmente, se habían vuelto rojas.
Ante una reacción de esa naturaleza y características, lo comprensible y lógico era que el arqueólogo, el artesano-escultor y las hermanas se miraran entre ellos e intercambiaran gestos de sorpresa y asombro, en lo que para loa cuatro era una forma curiosa e inesperada para cerrar el encuentro en el castillo.
Y lo hicieron, por supuesto.
¿La reina Lili enamorada?.
_De acuerdo, de acuerdo. Más tarde o más temprano y de una forma o de otra iban a enterarse, ustedes cuatro y cualquiera – se retractó la reina con una risita, observando la fotografía con detenimiento.; Intencionalmente, había abierto la carpeta. Sentía, en efecto, cosas por el individuo retratado –. Ese es Elías, el menor de los dos hijos de Suen y Búmeli, los reyes de Ártica, un país en el continente del mismo nombre. Esa foto es del año pasado. Le había pedido una informal, algo más casual, como la que le envié yo de mi – en aquella toma, Lili aparecía sentada sobre un pequeño escritorio en su oficina, con los pies entrecruzados y las manos sobre las rodillas, y estaba vestida como si fuera a divertirse el sábado a la noche – Pero el quiso mandar esta. Fue con motivo de la llegada del invierno. Todas las hadas tenemos el derecho de… – como no podía ser de otra manera, empezó a surtir efecto esa risita nerviosa y espontánea que soltaba de a ratos, desde que por accidente quedara la fotografía a la vista –… bueno… de… el derecho de… de  enamorarnos, ¿no es así? – tal vez a Lili le costara hacer ese tipo de revelaciones, así de personales e íntimas, a cuatro de sus súbditos, aunque se tratara de cuatro de los de mayor confidencia y confianza, y cuatro de aquellos con quienes trataba casi todos los días, o que pensaba que ya estaba algo “grandecita” para enamorarse, e incluso para hablar acerca de esos temas –. Yo lo hice ahora, a mis… bueno, no creo ni pienso que los años revistan alguna importancia. Pero pasó… y que bueno que lo hizo. Para las hadas, la edad no constituyó ni constituye un impedimento para estas cosas.
_¿Lo sabe ya el príncipe, o lo desconoce?., quiso saber Isabel, sorprendida ante el hecho de poder mantener una conversación de esa categoría, aun tratándose de una de las hada por quienes tenía mayor confianza.
La reina parecía haber pospuesto su inspección a los guardias y el personal en los jardines frontales del castillo.
Fue tal cual el pensamiento de la propia Lili.
Esa clase de temas nunca se habían tratado con ella, no al menos desde su ascenso al trono.
Primero por ser quien era y su posición en el panorama continental y mundial, la reina de Insulandia – la segunda monarquía más antigua del continente centrálico –, uno de los setenta y seis componentes del Consejo Supremo Planetario, el organismo legal, jurídico y político que nucleaba a los países de todos los continentes, del que era la jefa temporal, y miembro pro témpore (lo sería en tanto dirigiera el CSP) de la Mancomunidad Elemental. Segundo, porque jamás hubo de existir tanta confianza, ni tan súbita, como en este momento, aun siendo el hada más importante en el archipiélago insular. Tal parece que la progenitora de la princesa Elvia al fin estaba cambiando con respecto a estos temas, y que llevaba ya bastante tiempo sin compartir ese sentimiento (la más poderosa de todas las fuerzas) con otra persona, si es que alguna vez lo hubiese hecho, algo que los cuatro individuos que la acompañaban venían detectando desde aquella noche en que, en la plaza central y sus áreas colindantes, se desarrollara la multitudinaria ceremonia del otoño, y calcularon que el detonante pudo haber sido aquel momento en que el compañero de amores de la heredera insular (su futuro yerno), le pidiera que fuera su pareja de baile.
_No, no lo sabe – contestó la reina, poco convencida de eso –, aunque me imagino, y estoy casi segura de que las cosas son así, que Elías debe sospecharlo. Y, si es así, está justificado. El es una persona maravillosa que siempre está cuando lo necesito. Elías representa la nieve, y en circunstancias excepcionales es capaz de conocer los pensamientos de cualquier otro ser elemental, incluidos los míos. Nació un día antes que yo, como información complementaria.
Y ocuparon la grada que aun permanecía en el espacio verde rectangular. Tal vez esta reunión no se prolongara demasiado, pero aunque fuera así iban a poder concentrarse en ello mejor de esa forma que parados o caminando.

La reina Lili tomó aire y empezó a hablar.

Para las hadas, era tradición ancestral y costumbre arraigada el hecho de ver a los representantes de las familias reales, reyes y reinas entre aquellos, presentes el día o la semana posterior a la llegada al mundo – o ese mismo día, si se hallaran en el país en que se producía el alumbramiento de algún individuo masculino o femenino de otra de esas familiar –, momento en que el hada recién nacida era beneficiada con aquella protección adicional que la habría de acompañar hasta su fallecimiento. Y la reina de Insulandia había estado presente en el reino de Ártica, un país que al suyo era el polo opuesto en cuando al clima, y uno de los lugares donde tenía mayor popularidad fuera del archipiélago insular, en ese par de eventos solemnes, habiendo llegado tres días antes, en cumplimiento de una visita de Estado: ceremonia protocolar mediante, Lili y el rey ártico habían asistido a la botadura en un astillero de la embarcación carguera de superficie más grande que hubiera sido construida en el planeta en los últimos quinientos años, y establecido cuatro nuevas rutas navales comerciales exclusivas entre los dos continentes: Ártica y Centralia. Elías, hijo menor de los monarcas árticos y el segundo en la línea de sucesión al trono, había llegado al mundo el vigesimosexto día de Abril, el vigesimoctavo de Llol en el antiguo calendario feérico, por la mañana, hacía ya cuatro décadas (Elías hoy, sin embargo, no aparentaba más de veinticuatro años), momento en que el heredero al trono, el príncipe Greg, tenía quince años y se encontraba a uno de la mayoría de edad legal – Lili había pasado su primer cumpleaños fuera de Insulandia –. Había coronado a este momento solemne la aparición del aura que combinaba blanco con gris perla en el bebé, heredados los colores, respectivamente, de su padre y su madre, una mezcla que también poseía el heredero. La reina Lili había tenido incluso la posibilidad de cargarlo en sus brazos antes de que se hubieran cumplido las primeras doce horas del nacimiento, y volver a hacerlo en los instantes previos a dejar el Castillo Real local y regresar a sus dominios. Como a todos los demás invitados, los reyes de Ártica y el príncipe heredero la despidieron con los más altos honores.
Absolutamente nada, en lo referente a “asuntos del corazón”, había pasado en las poco más de tres décadas posteriores a ese veintiséis de Abril, hasta que, cierto día, el príncipe Elías, que por esos tiempos era operario en uno de los doce puertos ultramarinos exclusivos para cargas en Ártica (el príncipe era estibador, desde que los dieciséis le dejaran su espacio a los diecisiete, y era algo de lo que estaba inmensamente orgulloso) y la reina insular coincidieran en un auditorio en el Castillo Real, en Plaza Central. Un encuentro de caracteres comercial y empresarial del que también habían participado delegaciones de los otros setenta y cuatro países. El motivo de la reunión había sido la concreción de un proyecto iniciado hacía doce meses, y que confería dividendos sustanciales tanto a particulares como al Estado, daba trabajo permanente a más de cincuenta mil personas y que había hecho crecer las economías continentales y la mundial.
La “Corporación Naval”, con acciones divididas entre todos los países, de la que se sostenía que algún día habría de volverse tan formidable como cualquiera de las flotas mercantes hoy operativas.
_Podrías contarles algo de esta compañía ahora, pero sería solo como ilustración, y además para complementar lo otro, el tema principal – avisó la reina Lili –. Gracias a aquel encuentro, el príncipe Elías y yo nos empezamos a entender, por usar una palabra adecuada.

Y lo hizo, aunque fue más bien breve, e incluso menos que eso, tras lo cual acabó por decir:
_ ¡Al carajo!, quiero seguir hablando de Elías.
Ella misma se había sorprendido de haber pronunciado ese improperio, ante lo que las hermanas se taparon la boca con las manos y los hombres rieron por lo bajo.
Rara o muy rara vez una mujer feérica decía groserías, más aun en público, y mucho menos la componente de alguna familia real. La propia Lili lo adjudicó a esos sentimientos.

Una vez que estuvo finalizado el encuentro que sellara el nacimiento de la otrora poderosa Corporación Naval, o “Co.Na.” por su sigla – de esta la grandeza de los tiempos pasados, antes de la Guerra de los Veintiocho, hacía literalmente miles de años, era tenido como algo utópico –, una reunión extendida durante tres días, las delegaciones volvieron a sus respectivos países, atravesando la puerta espacial que estaba en la plaza central, frente al Castillo Real. Pero no el príncipe Elías de Ártica, para quien era su tercera visita al reino de Insulandia. La primera, de carácter formal, había sido con motivo de la formación del nuevo Consejo Real Insular, en el que su debut hicieron nueve nuevos consejeros de ambos sexos. La segunda visita fue una invitación de la propia reina Lili para presenciar un encuentro amistoso entre las selecciones de balonmano de Ártica e Insulandia, el deporte más popular en ambos reinos (en el mundo entero, en realidad), que había terminado en una ajustadísima victoria por diez a nueve por parte de los visitantes.
Esta tercera visita había sido diferente.
Cuando la última de las delegaciones hubo de abandonar el territorio insular, el hijo menor de los reyes árticos, haciendo la gala de y poniendo a prueba una vez más una buena dosis de su éxito con el sexo opuesto que lo distinguía, le había pedido a la reina insular que actuara como guía y le mostrara el castillo, al que ya conocía de sus anteriores visitas, por relatos y a través de los medios de comunicación y los servicios postales. A nadie le quedaron, entonces, dudas acerca de lo que de verdad quería: compartir un momento con Lili fuera de los ámbitos acostumbrados, como la política y los negocios. Fue recién a las veinte horas en punto de ese caluroso día, cuando las primeras estrellas aparecieron en el firmamento nocturno y el satélite natural tan característico y único (tenía vida, después de todo) prometía brillar como todas las noches, que los encontraron (¿los descubrieron?) descansando plácida y cómodamente sobre un banquito de madera en los jardines traseros, olvidados los dos de su investidura real, de todo lo que eso implicaba y comportándose como adolescentes, hablando con una voz más bien baja y contemplando aquellos magníficos rosales con flores rojas, una acción rara para los dos, además de poco frecuente: el príncipe ártico lo hacía con una justa cuota de envidia, pues en su país no crecía la mayoría de las flores (que abundaban en Insulandia) debido al clima tan frío, excepto en unos pocos invernaderos, y para la reina Lili porque nunca había experimentado un sentimiento como ese, tan agradable y gratificante para ella.

A la tarde del día siguiente, antes de que con la sonora campanada se anunciaran las diecisiete horas en punto, la delegación de doce seres feéricos del reino de Ártica – Elías había “insistido” con quedarse un día más –, encabezados estos por los reyes, abandonaron con honores la Ciudad Del sol, usando, como los otros contingentes, la puerta espacial más cercana al castillo.  Se hubo de marchar la docena de hadas confiando en que la Corporación Naval resultara ser lo mismo que antes: uno de los (tantos) motores para la economía, el comercio, la industria e incluso para la socio cultura.
Hubo en ese momento un suceso que llamó la atención de las hadas allí, porque nunca podría habérseles escapado de los ojos. En tanto los guardias insulares mantenían sus posiciones formando líneas a ambos lados del camino que nacía en el imponente acceso, y loa funcionarios políticos locales saludaban a sus pares de Ártica en una forma discreta y protocolar, a medida que estos continuaban su viaje hasta la puerta espacial e iban desapareciendo, dejando algunas monedas en la vasija, la reina de Insulandia y el joven príncipe se transformaron en esferas diminutas y brillantes que conservaron los colores de sus auras, y se alejaron a una distancia prudencial en el cielo, a muy pocos en la superficie quedándole dudas sobre aquello en lo que estaban pensando, y los reyes árticos, sonriendo, observaron a las esferas quedarse estáticas y ocultas por el Sol.
_Ojalá que no pase tanto para verte de nuevo, porque no se como lo voy a soportar, aun teniendo esas puertas y otros medios. No miento, Elías, eso es lo que deseo y quiero – dijo Lili, con un tono de súplica que le hizo comprender a su congénere que las palabras eran sinceras –. Porque estoy prácticamente segura de que lo que siento por vos va más allá de los lazos políticos, de la amistad y de la confianza, e imagino que es a causa de eso que este momento no va a ser de mi agrado. Aun no dejaste el reino insular y ya te estoy extrañando. Nunca sentí algo así.
_No va pasar tanto tiempo, va mi palabra en eso – aseguró el príncipe Elías –. Y si estás segura dejame decirte que acertaste plenamente. En efecto, me pasa lo mismo que te pasa a vos.

Elías dedicó a la soberana insular, inmediatamente después de aquella respuesta, igual de sincera, una sonrisa, y le guiñó velozmente el ojo izquierdo – la hubiera besado, en las mejillas al menos, pero pensó que era demasiado pro esta vez –, antes de desaparecer a través del marco dorado. LA reina Lili, que para sus adentros continuaba afirmando la novedad de este sentimiento, y contenta por haber descubierto que era algo correspondido, descubrió y sintió en ese instante, inesperadamente, aquel extraño cosquilleo en su interior que fue subiendo desde los pies hasta la cabeza, deteniéndose momentáneamente en el estómago., acompañado por un tenue enrojecimiento en ambas mejillas y un ligero temblor. Aunque ninguno de los dos lo hubiera de reconocer en los primeros días, habría un antes y un después de esos mensajes de despedida.

Fiel a la palabra empeñada, el príncipe Elías se ocupó al pie de la letra de conservar el contacto. Esa había sido, tal cual, su respuesta. En promedio había sido una carta o una encomienda mensual, y llegado un momento del tiempo el sentimiento compartido se hizo tan evidente que esa frecuencia se redujo a una quincena, y, durante el año pasado y lo que iba de este, a diez días. Recurrieron al correo regular y, cada tanto, casi siempre en tal o cual ocasión solemne, a la comunicación mental. En líneas generales, ese contacto cada vez más frecuente no había ido más allá de la descripción de lo cotidianas y rutinarias que eran sus vidas, aunque nunca dejaron pasar la oportunidad de contar como sus sentimientos se iban haciendo más grandes. Solo cuatro acontecimientos causaron alteraciones a esa monotonía, un estado que en no pocas ocasiones, además, resultaba aburrido: la llegada de Eduardo al mundo de las hadas, específicamente a Insulandia, de quien el príncipe Elías tomara conocimiento a través de unos pocos relatos de sus congéneres que viajaban habitualmente entre los dos países y los medios informativos árticos; la Gran Catástrofe con sus múltiples consecuencias negativas, tan destructivo el desastre que había incluso trascendido las fronteras del continente centrálico y alcanzado el reino de Ártica en el continente homónimo, aunque en proporciones infinitamente menores y sin víctimas fatales; el desprendimiento en los dominios de Suen y Búmeli (los reyes árticos) de un enorme bloque de hielo de trescientos seis kilómetros cuadrados – nuevamente había revoloteado la hipótesis de la intencionalidad, pero los ilios, aun con sus varios y variados atrasos, eran lo bastante inteligentes como para no dejar un solo rastro ni pruebas de lo que hicieran – que había llevado una atípica e inusual ola de frío al archipiélago insular, al sur y sureste de aquel; y el campeonato mundial de balonmano, en cuya final se habían enfrentado Ártica e Insulandia… evento aprovechado por Lili para tomarse la revancha por aquel partido desarrollado en suelo insular que ganaran los árticos. El pasado año, con motivo de la llegada del invierno, pudo ser otro encuentro cara a cara, porque la reina Lili lo había invitado a que presenciara la celebración principal, en la plaza central, aunque sus obligaciones impidieron a Elías dejar su país. Para disculparse, o tratar de hacerlo, por su ausencia, el príncipe no quiso dejar de enviar su obsequio con el Servicio Real de Comunicaciones Postales de su reino, o SRCP, el equivalente ártico del Consejo CEST. Un embarque expreso etiquetado con el rótulo “Entréguese en mano a la reina Lili, de Insulandia”. Un bonito collar de perlas que tenía un diamante, la piedra preciosa por excelencia del reino ártico, tallado de manera tal que representaba el escudo patrio insular. Acompañaba al collar la fotografía en cuyo reverso estaba la dedicatoria.

_Todavía no llega el momento del siguiente mensaje por su parte o la mía, y no conocemos cuando va a ser posible otro encuentro cara a cara… hubo sesenta y uno desde el renacimiento de la Co.Na.  – dijo la reina, pensando cuando podría ser ese momento, mientras hacían su ingreso al recibidor. Ya estaban en el cuerpo principal del castillo y se encaminaban a los jardines frontales –. Los  dos tenemos realmente muy poco tiempo libre, y los dos consideramos que es poco o muy poco apropiada la comunicación mental para casos como este; es algo que concluimos con el paso del tiempo – se hallaban a pasos de la entrada principal; al otro lado estaban los jardines –. Además nos resulta un tanto complicado, porque se requiere de una gran concentración. Es un tema para tratarlo personalmente, no a la distancia, y menos de un continente a otro.
Al verla aparecer desde el otro lado de la puerta, los guardias adoptaron la posición de firme y se llevaron la mano derecha en horizontal al corazón.
Eduardo y Kevin intercambiaron miradas entre ellos acerca de lo extraña que era esa situación, y sus compañeras sentimentales consideraron que todas las vivencias de la última década bien podrían ser el punto de partida para un romance – una relación –  estable, algo no visto en los últimos mil años. Un milenio exacto atrás había tenido tiempo el último compromiso nupcial entre miembros de dos familias reales, una de Trópica y la otra de Florentina.
_Pero, ¿lo podrían hacer, no es así? – quiso saber el artesano-escultor, todavía sorprendido. Una posible locura pasó por su mente en ese momento. El príncipe Elías, que se vería libre de tener que ocupar el trono ártico, podría… ¿venir al reino insular para estar junto a su alma gemela? –. A mi entender es como todo, y l complejidad es irrelevante. Todo lo que necesitan es firmeza y decisión.
_Tenés razón, Kevin, claro que podemos, y no requerimos de otra cosa que decisión y firmeza. Pero aun con esas dos cosas va a existir la complejidad. El y yo tenemos responsabilidades a las que no podemos hacer a un lado – coincidió la reina Lili, pensativa. Hizo aparecer sus majestuosas alas, preparándose para el vuelo posterior a la inspección que pensaba efectuar –. Decisión, firmeza y el tiempo suficiente. Como les dije, no es tan sencillo. Ambos atravesamos situaciones complejas, tanto en calidad como en cantidad. Máxima yo, que de por vida voy a tener un gran peso sobre los hombros; hablo del hecho de ser la reina. Eso, la complejidad, es algo de lo que ya hablamos. Concluimos que no importa, que de todas maneras vamos a seguir adelante. Por eso lo del tiempo suficiente.
_Entonces háganlo, por favor – la alentó Cristal, empleando un tono de voz con el que buscaba instarla a dar ese paso tan necesario, acompañando sus palabras con gestos igual de alentadores –, porque es el amor lo que está en juego, y eso es algo en verdad maravilloso como para dejar pasar la oportunidad y no luchar por el. Yo no lo hice, y estoy orgullosa de eso.
_¡Bien dicho!, ¡bien dicho! – celebró el jefe del MC-A, besándola en la mejilla derecha. Al igual que su hermana, Cristal seguía ruborizándose ante esa clase de demostraciones (algo efusivas) de amor en público. Debía ser porque el artesano-escultor era el primer hombre en su vida – Pero que cursi, francamente, por más que sea verdad, eso de lo maravilloso que es el amor como sentimiento. Cursi y además antiguo.
_Como sea, pero que lo intentes, por lo menos. Cristal está en lo cierto. Cuando el amor aparece no hay que dejar que se vaya. Es el más gratificante de todos los sentimientos., defendió Isabel a su hermana.
_¡Otra!., coincidió Eduardo con su amigo.
El aura  celeste-azul jacinto tenía las mismas características que en aquel espacio rectangular, con algunas pocas oscilaciones que concordaban con lo que sentía y pensaba.
_No se bien que es lo que tengo que hacer, si debo hablar con toda la franqueza. Elías tampoco lo sabe. Y eso que de aquella vez en que estuvo en Insulandia, por el asunto de la Corporación Naval, pasó bastante tiempo – reconoció la reina Lili, elevándose unos pocos centímetros, observando hacia el acceso a los jardines –. En cualquier caso, lo voy a pensar con detenimiento, e imagino que el va a hacer lo mismo. Pero en este momento preciso existen otras docas cosas que requieren de mi atención e intervención, como por ejemplo esas inspecciones en los jardines – miró al par de hadas guardianas en los laterales de la verja dorada, que inmóviles permanecían con sus lanzas en vertical –. Ahora, e se es mi objetivo inmediato. A propósito de lo otro, les agradezco mucho que hayamos hablado de lo que siento por Elías, y que los cuatro hayan escuchado el relato sobre mis sentimientos y emociones. Me va a servir en el futuro.
_De nada – correspondió Eduardo el agradecimiento de la reina –. Si las chicas, Kevin o yo hacemos falta para algo, acá vamos a estar. Vamos a ayudar en la manera que podamos. Y si lo de ustedes llegara a buen puerto, a los dos les quisiera pedir algo. Claro que no es ninguna obligación que lo concedan, pero si ambos están de acuerdo en mi pedido…
_Por supuesto – accedió la reina Lili. Sus palabras y gestos eran indicios evidentes de que accedería a aquel pedido, Desbordaba buen ánimo –; es lo menos que puedo hacer. ¿De qué se trata?.
_No dejen de invitarnos al casamiento.
Las bellas hermanas y Kevin rieron y aplaudieron en respuesta a esas palabras, y la monarca, una vez más, volvió a sentir el enrojecimiento en sus mejillas. “Está bien…van a estar allí…”, fueron las palabras al pedido de Eduardo, y fue con ese gesto que el oriundo de Las Heras (ahora del barrio Barraca Sola, de la Ciudad Del Sol) se convenció por completo con respecto a un pensamiento suyo: la reina Lili de Insulandia, algo que había heredado su hija, trataba de ser para el común de los insulares un hada más. Era la cabeza del poder político, de acuerdo, pero le aburrían la etiqueta, las formalidades y el protocolo.
Y viajó flotando a centímetros del suelo, tal vez menos de diez, hasta la imponente verja dorada en el frente.
_¿La reina encontró el amor?., se preguntaron en voz baja Eduardo, Isabel, Kevin y Cristal, a la vez que empezaron a concentrarse en su propia tarea, sobre tomar las notas detalladas de los puntos de acceso-salida a la capital insular.
No sabían cuál de las dos cosas era la más extraña: el enamoramiento de Lili o que esta lo hubiera compartido, en busca de ayuda y consejos.
“Si, la reina de Insulandia pudo encontrar el amor”.
Fue la respuesta para si mismos en sus mentes, llevando a un segundo plano la duda sobre que era lo más llamativo. Decidieron, como hiciera la protagonista de la historia, dejar el asunto para otro momento, para más adelante, y concentrarse en la tarea que Lili les había encomendado.



Continúa…




--- CLAUDIO ---

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