_Los voy a acompañar hasta el acceso
principal – quiso la reina –. Necesito darle algunas instrucciones al personal
que trabaja en los jardines frontales y las hadas guardianas que vigilan el
acceso.
Y los cinco pegaron la media vuelta, pero la
soberana con tan mal atino que terminó por engancharse el tacón del zapato
derecho en el largo vestido, con ello yéndose de bruces al suelo y
desparramando el contenido de las dos carpetas que todavía tenía en sus manos.
“Primero ella”, coincidieron los cuatro, ayudándola a incorporarse. Lili lo
hizo frotándose la cintura y la cadera (había caído sentada). “Se los
agradezco”, fueron sus primeras palabras, en tanto ella y el cuarteto
recuperaban el material desparramado sobre el césped: balances contables, notas
especiales, inventarios, otros documentos que revestían importancia para el
poder político…
… y una fotografía a colores que de seguro
había quedado traspapelada en alguna de esas carpetas. La toma no debería
superar los dieciséis centímetros de ancho por veintitrés de alto y tenía un
fondo de color blanco inmaculado, con lo que parecía ser un (otro) escudo, muy
probablemente uno patrio. Era un escenario sobrio y discreto que remitía los
pensamientos a un evento de alcurnia, o algo similar. La fotografía mostraba a
un individuo del sexo masculino que no daba apariencia alguna de superar la
edad de veinticuatro o veinticinco años, más o menos como Eduardo y Kevin. Al
menos, ese era el pensamiento del compañero sentimental de Isabel, porque para
el era imposible conocer la edad de las hadas únicamente con observarlas, por
la fisiología y la biología de esos seres. Para ser retratado en esa imagen, el
hombre había adoptado una de las poses más clásicas de los jefes de Estado
durante el momento de su ascenso al poder. Estaba ataviado y calzado íntegramente
de blanco, un color que se extendía también al estuche que llevaba ceñido en el
costado derecho de la cintura, con una espada ceremonial, sus alas y su aura,
en la que se combinaba con una tonalidad perla de gris. Llevaba un par de
medallas en el lado izquierdo del pecho, ligaduras azules para sujetarse la
capa a los hombros y un pin con los
colores de una bandera; el blanco como color principal, de fondo, con una
figura amarilla que Eduardo no llegaba a distinguir. Sobre la cabeza llevaba
una corona de once picos, con una piedra preciosa, un diamante, en la frontal,
y en una de sus manos, la zurda, tenía el cetro de mando, blanco con una esfera
amarilla en el extremo superior. Era, sin lugar a dudas, un uniforme de gala,
que se complementaba con los ornamentos. Evidentemente, ese hombre era un
miembro de la realeza, pero ¿a la familia real de que país pertenecería?, ¿y
cuál sería su título?.
_¿Quién es el?., preguntó Eduardo,
preparándose para observar el reverso de la foto, donde estaba una dedicatoria
escrita en el idioma antiguo de las hadas… y dos corazones al inicio y al final
del mensaje.
Las hermanas de aura lila no pudieron ni
quisieron evitar una risita al ver la foto, pero no porque ese hombre no les resultara
un galán, que de hecho lo era, sino porque ya sabían lo que esa imagen y la
dedicatoria con los corazones significaba.
_¡Nadie!, ¡te aseguro que no es nadie!., le
contestó apuradamente la reina Lili, recuperando la fotografía, a la que
trataba y veía como un tesoro de valor incalculable, y guardándola en una de la
carpetas.
Su ritmo en la respiración y la manifestación
de su aura evidenciaron para su cuarteto de escoltas que el hecho de ver esa
foto le había provocado alegría. La misma, y otro tanto de buenos sentimientos,
que Isabel y Cristal tenían cuando pensaban en sus compañeros de amores.
Las mejillas de la reina estaban ardiendo a
causa del rubor.
Literalmente, se habían vuelto rojas.
Ante una reacción de esa naturaleza y
características, lo comprensible y lógico era que el arqueólogo, el
artesano-escultor y las hermanas se miraran entre ellos e intercambiaran gestos
de sorpresa y asombro, en lo que para loa cuatro era una forma curiosa e
inesperada para cerrar el encuentro en el castillo.
Y lo hicieron, por supuesto.
¿La reina Lili enamorada?.
_De acuerdo, de acuerdo. Más tarde o más
temprano y de una forma o de otra iban a enterarse, ustedes cuatro y cualquiera
– se retractó la reina con una risita, observando la fotografía con
detenimiento.; Intencionalmente, había abierto la carpeta. Sentía, en efecto,
cosas por el individuo retratado –. Ese es Elías, el menor de los dos hijos de
Suen y Búmeli, los reyes de Ártica, un país en el continente del mismo nombre.
Esa foto es del año pasado. Le había pedido una informal, algo más casual, como
la que le envié yo de mi – en aquella toma, Lili aparecía sentada sobre un
pequeño escritorio en su oficina, con los pies entrecruzados y las manos sobre
las rodillas, y estaba vestida como si fuera a divertirse el sábado a la noche –
Pero el quiso mandar esta. Fue con motivo de la llegada del invierno. Todas las
hadas tenemos el derecho de… – como no podía ser de otra manera, empezó a
surtir efecto esa risita nerviosa y espontánea que soltaba de a ratos, desde
que por accidente quedara la fotografía a la vista –… bueno… de… el derecho de…
de enamorarnos, ¿no es así? – tal vez a
Lili le costara hacer ese tipo de revelaciones, así de personales e íntimas, a
cuatro de sus súbditos, aunque se tratara de cuatro de los de mayor confidencia
y confianza, y cuatro de aquellos con quienes trataba casi todos los días, o
que pensaba que ya estaba algo “grandecita” para enamorarse, e incluso para
hablar acerca de esos temas –. Yo lo hice ahora, a mis… bueno, no creo ni
pienso que los años revistan alguna importancia. Pero pasó… y que bueno que lo
hizo. Para las hadas, la edad no constituyó ni constituye un impedimento para
estas cosas.
_¿Lo sabe ya el príncipe, o lo desconoce?.,
quiso saber Isabel, sorprendida ante el hecho de poder mantener una
conversación de esa categoría, aun tratándose de una de las hada por quienes
tenía mayor confianza.
La reina parecía haber pospuesto su
inspección a los guardias y el personal en los jardines frontales del castillo.
Fue tal cual el pensamiento de la propia
Lili.
Esa clase de temas nunca se habían tratado
con ella, no al menos desde su ascenso al trono.
Primero por ser quien era y su posición en el
panorama continental y mundial, la reina de Insulandia – la segunda monarquía
más antigua del continente centrálico –, uno de los setenta y seis componentes
del Consejo Supremo Planetario, el organismo legal, jurídico y político que
nucleaba a los países de todos los continentes, del que era la jefa temporal, y
miembro pro témpore (lo sería en tanto dirigiera el CSP) de la Mancomunidad
Elemental. Segundo, porque jamás hubo de existir tanta confianza, ni tan
súbita, como en este momento, aun siendo el hada más importante en el
archipiélago insular. Tal parece que la progenitora de la princesa Elvia al fin
estaba cambiando con respecto a estos temas, y que llevaba ya bastante tiempo
sin compartir ese sentimiento (la más poderosa de todas las fuerzas) con otra persona,
si es que alguna vez lo hubiese hecho, algo que los cuatro individuos que la
acompañaban venían detectando desde aquella noche en que, en la plaza central y
sus áreas colindantes, se desarrollara la multitudinaria ceremonia del otoño, y
calcularon que el detonante pudo haber sido aquel momento en que el compañero
de amores de la heredera insular (su futuro yerno), le pidiera que fuera su
pareja de baile.
_No, no lo sabe – contestó la reina, poco
convencida de eso –, aunque me imagino, y estoy casi segura de que las cosas
son así, que Elías debe sospecharlo. Y, si es así, está justificado. El es una persona
maravillosa que siempre está cuando lo necesito. Elías representa la nieve, y en
circunstancias excepcionales es capaz de conocer los pensamientos de cualquier
otro ser elemental, incluidos los míos. Nació un día antes que yo, como
información complementaria.
Y ocuparon la grada que aun permanecía en el
espacio verde rectangular. Tal vez esta reunión no se prolongara demasiado,
pero aunque fuera así iban a poder concentrarse en ello mejor de esa forma que
parados o caminando.
La reina Lili tomó aire y empezó a hablar.
Para las hadas, era tradición ancestral y
costumbre arraigada el hecho de ver a los representantes de las familias
reales, reyes y reinas entre aquellos, presentes el día o la semana posterior a
la llegada al mundo – o ese mismo día, si se hallaran en el país en que se
producía el alumbramiento de algún individuo masculino o femenino de otra de
esas familiar –, momento en que el hada recién nacida era beneficiada con
aquella protección adicional que la habría de acompañar hasta su fallecimiento.
Y la reina de Insulandia había estado presente en el reino de Ártica, un país
que al suyo era el polo opuesto en cuando al clima, y uno de los lugares donde
tenía mayor popularidad fuera del archipiélago insular, en ese par de eventos
solemnes, habiendo llegado tres días antes, en cumplimiento de una visita de
Estado: ceremonia protocolar mediante, Lili y el rey ártico habían asistido a
la botadura en un astillero de la embarcación carguera de superficie más grande
que hubiera sido construida en el planeta en los últimos quinientos años, y
establecido cuatro nuevas rutas navales comerciales exclusivas entre los dos
continentes: Ártica y Centralia. Elías, hijo menor de los monarcas árticos y el
segundo en la línea de sucesión al trono, había llegado al mundo el vigesimosexto
día de Abril, el vigesimoctavo de Llol en el antiguo calendario feérico, por la
mañana, hacía ya cuatro décadas (Elías hoy, sin embargo, no aparentaba más de
veinticuatro años), momento en que el heredero al trono, el príncipe Greg,
tenía quince años y se encontraba a uno de la mayoría de edad legal – Lili había
pasado su primer cumpleaños fuera de Insulandia –. Había coronado a este
momento solemne la aparición del aura que combinaba blanco con gris perla en el
bebé, heredados los colores, respectivamente, de su padre y su madre, una mezcla
que también poseía el heredero. La reina Lili había tenido incluso la
posibilidad de cargarlo en sus brazos antes de que se hubieran cumplido las
primeras doce horas del nacimiento, y volver a hacerlo en los instantes previos
a dejar el Castillo Real local y regresar a sus dominios. Como a todos los
demás invitados, los reyes de Ártica y el príncipe heredero la despidieron con
los más altos honores.
Absolutamente nada, en lo referente a “asuntos
del corazón”, había pasado en las poco más de tres décadas posteriores a ese veintiséis
de Abril, hasta que, cierto día, el príncipe Elías, que por esos tiempos era
operario en uno de los doce puertos ultramarinos exclusivos para cargas en
Ártica (el príncipe era estibador, desde que los dieciséis le dejaran su
espacio a los diecisiete, y era algo de lo que estaba inmensamente orgulloso) y
la reina insular coincidieran en un auditorio en el Castillo Real, en Plaza Central.
Un encuentro de caracteres comercial y empresarial del que también habían
participado delegaciones de los otros setenta y cuatro países. El motivo de la
reunión había sido la concreción de un proyecto iniciado hacía doce meses, y
que confería dividendos sustanciales tanto a particulares como al Estado, daba
trabajo permanente a más de cincuenta mil personas y que había hecho crecer las
economías continentales y la mundial.
La “Corporación Naval”, con acciones
divididas entre todos los países, de la que se sostenía que algún día habría de
volverse tan formidable como cualquiera de las flotas mercantes hoy operativas.
_Podrías contarles algo de esta compañía
ahora, pero sería solo como ilustración, y además para complementar lo otro, el
tema principal – avisó la reina Lili –. Gracias a aquel encuentro, el príncipe
Elías y yo nos empezamos a entender, por usar una palabra adecuada.
Y lo hizo, aunque fue más bien breve, e
incluso menos que eso, tras lo cual acabó por decir:
_ ¡Al carajo!, quiero seguir hablando de
Elías.
Ella misma se había sorprendido de haber
pronunciado ese improperio, ante lo que las hermanas se taparon la boca con las
manos y los hombres rieron por lo bajo.
Rara o muy rara vez una mujer feérica decía
groserías, más aun en público, y mucho menos la componente de alguna familia
real. La propia Lili lo adjudicó a esos sentimientos.
Una vez que estuvo finalizado el encuentro
que sellara el nacimiento de la otrora poderosa Corporación Naval, o “Co.Na.”
por su sigla – de esta la grandeza de los tiempos pasados, antes de la Guerra
de los Veintiocho, hacía literalmente miles de años, era tenido como algo
utópico –, una reunión extendida durante tres días, las delegaciones volvieron
a sus respectivos países, atravesando la puerta espacial que estaba en la plaza
central, frente al Castillo Real. Pero no el príncipe Elías de Ártica, para
quien era su tercera visita al reino de Insulandia. La primera, de carácter
formal, había sido con motivo de la formación del nuevo Consejo Real Insular,
en el que su debut hicieron nueve nuevos consejeros de ambos sexos. La segunda
visita fue una invitación de la propia reina Lili para presenciar un encuentro
amistoso entre las selecciones de balonmano de Ártica e Insulandia, el deporte
más popular en ambos reinos (en el mundo entero, en realidad), que había
terminado en una ajustadísima victoria por diez a nueve por parte de los
visitantes.
Esta tercera visita había sido diferente.
Cuando la última de las delegaciones hubo de
abandonar el territorio insular, el hijo menor de los reyes árticos, haciendo
la gala de y poniendo a prueba una vez más una buena dosis de su éxito con el
sexo opuesto que lo distinguía, le había pedido a la reina insular que actuara
como guía y le mostrara el castillo, al que ya conocía de sus anteriores
visitas, por relatos y a través de los medios de comunicación y los servicios
postales. A nadie le quedaron, entonces, dudas acerca de lo que de verdad
quería: compartir un momento con Lili fuera de los ámbitos acostumbrados, como
la política y los negocios. Fue recién a las veinte horas en punto de ese
caluroso día, cuando las primeras estrellas aparecieron en el firmamento
nocturno y el satélite natural tan característico y único (tenía vida, después
de todo) prometía brillar como todas las noches, que los encontraron (¿los
descubrieron?) descansando plácida y cómodamente sobre un banquito de madera en
los jardines traseros, olvidados los dos de su investidura real, de todo lo que
eso implicaba y comportándose como adolescentes, hablando con una voz más bien
baja y contemplando aquellos magníficos rosales con flores rojas, una acción
rara para los dos, además de poco frecuente: el príncipe ártico lo hacía con
una justa cuota de envidia, pues en su país no crecía la mayoría de las flores
(que abundaban en Insulandia) debido al clima tan frío, excepto en unos pocos
invernaderos, y para la reina Lili porque nunca había experimentado un
sentimiento como ese, tan agradable y gratificante para ella.
A la tarde del día siguiente, antes de que
con la sonora campanada se anunciaran las diecisiete horas en punto, la
delegación de doce seres feéricos del reino de Ártica – Elías había “insistido”
con quedarse un día más –, encabezados estos por los reyes, abandonaron con
honores la Ciudad Del sol, usando, como los otros contingentes, la puerta
espacial más cercana al castillo. Se hubo
de marchar la docena de hadas confiando en que la Corporación Naval resultara
ser lo mismo que antes: uno de los (tantos) motores para la economía, el
comercio, la industria e incluso para la socio cultura.
Hubo en ese momento un suceso que llamó la
atención de las hadas allí, porque nunca podría habérseles escapado de los
ojos. En tanto los guardias insulares mantenían sus posiciones formando líneas
a ambos lados del camino que nacía en el imponente acceso, y loa funcionarios
políticos locales saludaban a sus pares de Ártica en una forma discreta y
protocolar, a medida que estos continuaban su viaje hasta la puerta espacial e
iban desapareciendo, dejando algunas monedas en la vasija, la reina de Insulandia
y el joven príncipe se transformaron en esferas diminutas y brillantes que
conservaron los colores de sus auras, y se alejaron a una distancia prudencial
en el cielo, a muy pocos en la superficie quedándole dudas sobre aquello en lo
que estaban pensando, y los reyes árticos, sonriendo, observaron a las esferas
quedarse estáticas y ocultas por el Sol.
_Ojalá que no pase tanto para verte de nuevo,
porque no se como lo voy a soportar, aun teniendo esas puertas y otros medios.
No miento, Elías, eso es lo que deseo y quiero – dijo Lili, con un tono de
súplica que le hizo comprender a su congénere que las palabras eran sinceras –.
Porque estoy prácticamente segura de que lo que siento por vos va más allá de
los lazos políticos, de la amistad y de la confianza, e imagino que es a causa
de eso que este momento no va a ser de mi agrado. Aun no dejaste el reino
insular y ya te estoy extrañando. Nunca sentí algo así.
_No va pasar tanto tiempo, va mi palabra en
eso – aseguró el príncipe Elías –. Y si estás segura dejame decirte que
acertaste plenamente. En efecto, me pasa lo mismo que te pasa a vos.
Elías dedicó a la soberana insular,
inmediatamente después de aquella respuesta, igual de sincera, una sonrisa, y
le guiñó velozmente el ojo izquierdo – la hubiera besado, en las mejillas al
menos, pero pensó que era demasiado pro esta vez –, antes de desaparecer a
través del marco dorado. LA reina Lili, que para sus adentros continuaba
afirmando la novedad de este sentimiento, y contenta por haber descubierto que
era algo correspondido, descubrió y sintió en ese instante, inesperadamente,
aquel extraño cosquilleo en su interior que fue subiendo desde los pies hasta
la cabeza, deteniéndose momentáneamente en el estómago., acompañado por un
tenue enrojecimiento en ambas mejillas y un ligero temblor. Aunque ninguno de
los dos lo hubiera de reconocer en los primeros días, habría un antes y un
después de esos mensajes de despedida.
Fiel a la palabra empeñada, el príncipe Elías
se ocupó al pie de la letra de conservar el contacto. Esa había sido, tal cual,
su respuesta. En promedio había sido una carta o una encomienda mensual, y
llegado un momento del tiempo el sentimiento compartido se hizo tan evidente
que esa frecuencia se redujo a una quincena, y, durante el año pasado y lo que
iba de este, a diez días. Recurrieron al correo regular y, cada tanto, casi
siempre en tal o cual ocasión solemne, a la comunicación mental. En líneas
generales, ese contacto cada vez más frecuente no había ido más allá de la
descripción de lo cotidianas y rutinarias que eran sus vidas, aunque nunca dejaron
pasar la oportunidad de contar como sus sentimientos se iban haciendo más
grandes. Solo cuatro acontecimientos causaron alteraciones a esa monotonía, un
estado que en no pocas ocasiones, además, resultaba aburrido: la llegada de
Eduardo al mundo de las hadas, específicamente a Insulandia, de quien el
príncipe Elías tomara conocimiento a través de unos pocos relatos de sus
congéneres que viajaban habitualmente entre los dos países y los medios
informativos árticos; la Gran Catástrofe con sus múltiples consecuencias
negativas, tan destructivo el desastre que había incluso trascendido las
fronteras del continente centrálico y alcanzado el reino de Ártica en el
continente homónimo, aunque en proporciones infinitamente menores y sin
víctimas fatales; el desprendimiento en los dominios de Suen y Búmeli (los
reyes árticos) de un enorme bloque de hielo de trescientos seis kilómetros
cuadrados – nuevamente había revoloteado la hipótesis de la intencionalidad,
pero los ilios, aun con sus varios y variados atrasos, eran lo bastante
inteligentes como para no dejar un solo rastro ni pruebas de lo que hicieran –
que había llevado una atípica e inusual ola de frío al archipiélago insular, al
sur y sureste de aquel; y el campeonato mundial de balonmano, en cuya final se
habían enfrentado Ártica e Insulandia… evento aprovechado por Lili para tomarse
la revancha por aquel partido desarrollado en suelo insular que ganaran los
árticos. El pasado año, con motivo de la llegada del invierno, pudo ser otro encuentro
cara a cara, porque la reina Lili lo había invitado a que presenciara la
celebración principal, en la plaza central, aunque sus obligaciones impidieron
a Elías dejar su país. Para disculparse, o tratar de hacerlo, por su ausencia,
el príncipe no quiso dejar de enviar su obsequio con el Servicio Real de
Comunicaciones Postales de su reino, o SRCP, el equivalente ártico del Consejo
CEST. Un embarque expreso etiquetado con el rótulo “Entréguese en mano a la
reina Lili, de Insulandia”. Un bonito collar de perlas que tenía un diamante,
la piedra preciosa por excelencia del reino ártico, tallado de manera tal que
representaba el escudo patrio insular. Acompañaba al collar la fotografía en
cuyo reverso estaba la dedicatoria.
_Todavía no llega el momento del siguiente
mensaje por su parte o la mía, y no conocemos cuando va a ser posible otro
encuentro cara a cara… hubo sesenta y uno desde el renacimiento de la
Co.Na. – dijo la reina, pensando cuando
podría ser ese momento, mientras hacían su ingreso al recibidor. Ya estaban en
el cuerpo principal del castillo y se encaminaban a los jardines frontales –. Los
dos tenemos realmente muy poco tiempo
libre, y los dos consideramos que es poco o muy poco apropiada la comunicación
mental para casos como este; es algo que concluimos con el paso del tiempo – se
hallaban a pasos de la entrada principal; al otro lado estaban los jardines –.
Además nos resulta un tanto complicado, porque se requiere de una gran
concentración. Es un tema para tratarlo personalmente, no a la distancia, y
menos de un continente a otro.
Al verla aparecer desde el otro lado de la
puerta, los guardias adoptaron la posición de firme y se llevaron la mano
derecha en horizontal al corazón.
Eduardo y Kevin intercambiaron miradas entre
ellos acerca de lo extraña que era esa situación, y sus compañeras
sentimentales consideraron que todas las vivencias de la última década bien
podrían ser el punto de partida para un romance – una relación – estable, algo no visto en los últimos mil
años. Un milenio exacto atrás había tenido tiempo el último compromiso nupcial
entre miembros de dos familias reales, una de Trópica y la otra de Florentina.
_Pero, ¿lo podrían hacer, no es así? – quiso saber
el artesano-escultor, todavía sorprendido. Una posible locura pasó por su mente
en ese momento. El príncipe Elías, que se vería libre de tener que ocupar el
trono ártico, podría… ¿venir al reino insular para estar junto a su alma
gemela? –. A mi entender es como todo, y l complejidad es irrelevante. Todo lo
que necesitan es firmeza y decisión.
_Tenés razón, Kevin, claro que podemos, y no
requerimos de otra cosa que decisión y firmeza. Pero aun con esas dos cosas va
a existir la complejidad. El y yo tenemos responsabilidades a las que no
podemos hacer a un lado – coincidió la reina Lili, pensativa. Hizo aparecer sus
majestuosas alas, preparándose para el vuelo posterior a la inspección que
pensaba efectuar –. Decisión, firmeza y el tiempo suficiente. Como les dije, no
es tan sencillo. Ambos atravesamos situaciones complejas, tanto en calidad como
en cantidad. Máxima yo, que de por vida voy a tener un gran peso sobre los
hombros; hablo del hecho de ser la reina. Eso, la complejidad, es algo de lo
que ya hablamos. Concluimos que no importa, que de todas maneras vamos a seguir
adelante. Por eso lo del tiempo suficiente.
_Entonces háganlo, por favor – la alentó
Cristal, empleando un tono de voz con el que buscaba instarla a dar ese paso
tan necesario, acompañando sus palabras con gestos igual de alentadores –,
porque es el amor lo que está en juego, y eso es algo en verdad maravilloso
como para dejar pasar la oportunidad y no luchar por el. Yo no lo hice, y estoy
orgullosa de eso.
_¡Bien dicho!, ¡bien dicho! – celebró el jefe
del MC-A, besándola en la mejilla derecha. Al igual que su hermana, Cristal
seguía ruborizándose ante esa clase de demostraciones (algo efusivas) de amor
en público. Debía ser porque el artesano-escultor era el primer hombre en su
vida – Pero que cursi, francamente, por más que sea verdad, eso de lo
maravilloso que es el amor como sentimiento. Cursi y además antiguo.
_Como sea, pero que lo intentes, por lo
menos. Cristal está en lo cierto. Cuando el amor aparece no hay que dejar que
se vaya. Es el más gratificante de todos los sentimientos., defendió Isabel a
su hermana.
_¡Otra!., coincidió Eduardo con su amigo.
El aura
celeste-azul jacinto tenía las mismas características que en aquel
espacio rectangular, con algunas pocas oscilaciones que concordaban con lo que
sentía y pensaba.
_No se bien que es lo que tengo que hacer, si
debo hablar con toda la franqueza. Elías tampoco lo sabe. Y eso que de aquella
vez en que estuvo en Insulandia, por el asunto de la Corporación Naval, pasó
bastante tiempo – reconoció la reina Lili, elevándose unos pocos centímetros,
observando hacia el acceso a los jardines –. En cualquier caso, lo voy a pensar
con detenimiento, e imagino que el va a hacer lo mismo. Pero en este momento preciso
existen otras docas cosas que requieren de mi atención e intervención, como por
ejemplo esas inspecciones en los jardines – miró al par de hadas guardianas en
los laterales de la verja dorada, que inmóviles permanecían con sus lanzas en
vertical –. Ahora, e se es mi objetivo inmediato. A propósito de lo otro, les
agradezco mucho que hayamos hablado de lo que siento por Elías, y que los
cuatro hayan escuchado el relato sobre mis sentimientos y emociones. Me va a servir
en el futuro.
_De nada – correspondió Eduardo el agradecimiento
de la reina –. Si las chicas, Kevin o yo hacemos falta para algo, acá vamos a
estar. Vamos a ayudar en la manera que podamos. Y si lo de ustedes llegara a
buen puerto, a los dos les quisiera pedir algo. Claro que no es ninguna obligación
que lo concedan, pero si ambos están de acuerdo en mi pedido…
_Por supuesto – accedió la reina Lili. Sus
palabras y gestos eran indicios evidentes de que accedería a aquel pedido,
Desbordaba buen ánimo –; es lo menos que puedo hacer. ¿De qué se trata?.
_No dejen de invitarnos al casamiento.
Las bellas hermanas y Kevin rieron y
aplaudieron en respuesta a esas palabras, y la monarca, una vez más, volvió a
sentir el enrojecimiento en sus mejillas. “Está bien…van a estar allí…”, fueron
las palabras al pedido de Eduardo, y fue con ese gesto que el oriundo de Las
Heras (ahora del barrio Barraca Sola, de la Ciudad Del Sol) se convenció por
completo con respecto a un pensamiento suyo: la reina Lili de Insulandia, algo
que había heredado su hija, trataba de ser para el común de los insulares un
hada más. Era la cabeza del poder político, de acuerdo, pero le aburrían la
etiqueta, las formalidades y el protocolo.
Y viajó flotando a centímetros del suelo, tal
vez menos de diez, hasta la imponente verja dorada en el frente.
_¿La reina encontró el amor?., se preguntaron
en voz baja Eduardo, Isabel, Kevin y Cristal, a la vez que empezaron a
concentrarse en su propia tarea, sobre tomar las notas detalladas de los puntos
de acceso-salida a la capital insular.
No sabían cuál de las dos cosas era la más
extraña: el enamoramiento de Lili o que esta lo hubiera compartido, en busca de
ayuda y consejos.
“Si, la reina de Insulandia pudo encontrar el
amor”.
Fue la respuesta para si mismos en sus
mentes, llevando a un segundo plano la duda sobre que era lo más llamativo. Decidieron,
como hiciera la protagonista de la historia, dejar el asunto para otro momento,
para más adelante, y concentrarse en la tarea que Lili les había encomendado.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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