Todo en Barraca Sola y los otros barrios de
la capital estaba pintado o decorado con los más característicos y
representativos colores de la estación climática iniciada dieciséis horas atrás.
Incluso los anuncios con ofertas, promociones y descuentos de los comercios,
los postes del alumbrado artificial y otros que sostenían letreros con tales o
cuales indicaciones, el frente de las viviendas y otras construcciones, los
barandales en los puentes que saltaban sobre los cursos de agua, la fuente en
el centro geográfico de la plaza principal (y de paso, de la ciudad), la
canasta en los globos que no dejaban de observar desde las alturas, el cántaro
junto a las puertas espaciales, las rejas y el imponente portón en el acceso
principal al Castillo Real, que daba al camino que bordeaba la plaza, la “avenida
de Circunvalación” – el casco urbano e histórico, además, de Del Sol – y los
vidrios aumentadores de brillo en los faroles y lámparas presentaban esa
combinación de colores.
“Podría tratarse de un camuflaje perfecto”,
había concluido el compañero sentimental de Isabel, en tanto entraba después de
ella a la vivienda poligonal, y veía la bandera patria de Insulandia coronando
la angulada fachada, la cual presentaba los colores carmesí y pardo, instalada
en los dos extremos superiores de la sala principal.
_En circunstancias como esta la telequinesia
y otras de nuestras habilidades nos van a resultar de muchísima ayuda – le decía
el hada de la belleza, de camino a sus respectivas habitaciones. Ninguno podía
aguantar las ganas de salir una vez más y sumarse a las masas – Remover todos
esos objetos que estuvimos preparando, incluso los colores característicos, es
una tarea que no va a extenderse por más de un día y medio…supongo.
_Que pena., lamentó Eduardo.
_¿Y eso por qué?.
_Porque van a terminar en alrededor de
treinta y seis horas con más de una semana de organización y preparativos.
_Cierto., coincidió Isabel.
Y entraron en sus dormitorios.
Sobre la cama en la que dormía el experto en
arqueología submarina estaba un traje levita y toga, con el cuello sobre la
almohada, junto al cual había una nota escrita de puño y letra por la dueña de
la casa, que, con letras esmeradas y pulcras, decía:
“Feliz Día del Otoño”.
Al reverso de la nota, la posdata indicaba “si
protestás vos, protesto yo” – el originario de Las Heras ya había explicado
varias veces a Isabel que deseaba ganarse todas las cosas con esfuerzo –, junto
a un beso dibujado con lápiz labial de color rojo. La compañera de amores había
besado la tarjeta. “Isabel…”, fue su pensamiento, en tanto ojeaba las prendas.
Le gustó mucho el obsequio del rubro textil, agradeciendo en su mente el gesto
de la hija mayor de Wilson e Iulí, y se vistió con ese traje impecable
inmediatamente después de haberse higienizado, deseando no hacer el ridículo
minutos más tarde en la calle, estando entonces a la vista de las hadas y demás
seres elementales. Toda la indumentaria y el calzado eran de colores discretos,
dentro de aquellos característicos del otoño, y, por una extraña y desconocida
razón para el, el de Eduardo estaba acompañado por una cinta de terciopelo azul
y celeste que, como Isabel le indicara, se llevaba anudada en el cuello, como
si fuera una corbata. La parte inferior era un traje común y corriente,
conformada por un pantalón negro y una camisa del mismo color con cuello
cerrado y amplio que llegaba hasta sus tobillos, carente de bolsillos y con una
capucha. Eduardo tomó algunas monedad de oso, por un total de cuatrocientos
sesenta y ocho soles, su reloj de bolsillo, que se prendió al cinturón, y un
colgante con la forma del escudo patrio insular, en cuyo centro estaba la
matrícula del reino. La hermana de Cristal no hubo de volver a la sala
principal de la casa sino hasta las diecisiete horas con once minutos, y fue en
ese momento cuando el arqueólogo abrió los ojos de par en par, como si su
esfuerzo le costara observar lo que tenía frente a su persona. El aspecto
físico del hada de la belleza parecía haberse vuelto mucho más agradable a la
vista, como consecuencia de esos zapatos de taco medio, el vestido con un
escote en forma de corazón, y mangas
largas del tipo flotante, las alas ejecutando su pausado y lento movimiento, el
cabello suelto y prolijamente peinado, con el acostumbrado flequillo, el aura
lila brillando intensa a causa de la emoción y la cinta de terciopelo, en su
caso lila, atada a la muñeca izquierda y el codo, tal era la costumbre entre
los individuos del sexo femenino. Ambos trajes eran los tradicionales para las
festividades, ceremonias y otras ocasiones solemnes en el reino de Insulandia.
De verdad Isabel estaba muy linda.
_lo digo una vez más, y lo confirmo. No puede
existir una mujer que sea más hermosa en este planeta. ¡Es fantástico! – opinó el
oriundo de Las Heras, el brazo ahuecando para tomar el de su compañera
sentimental. De esta, la reacción a tales palabras fue la obvia, el
enrojecimiento habitual, además de una sonrisa que combinaba espontaneidad con
felicidad. Tal vez ya hubiera terminado de acostumbrarse a esa clase de
piropos, porque en esta oportunidad el enrojecimiento en ambas mejillas había
sido comparativamente menor. Aun así estaba nerviosa, y eso se podía deber, fue
la suposición de Eduardo, a que por primera vez tenía un “acompañamiento
sentimental” para la festividad –. No se que cosa decir, que pregunta formular
o como reaccionar – empezaba a abordar el tema de la congregación en el barrio
Plaza Central. Habría allí (decenas de) miles de personas –, porque yo nunca
fui protagonista de una situación como esta, Isabel. Hasta donde mi
conocimiento llega, y excepto tal vez los celtas, ninguna de las culturas
antiguas o modernas en la Tierra celebraba la llegada del otoño, ni de las
otras tres estaciones climáticas, siete u ocho personas de diez, quizá nueve,
no creen que existan las hadas u otros seres elementales y cuando se daba una
de esas esporádicas situaciones, esporádicas y raras, en que tenía yo que usar
un traje era de un color bien discreto y sobrio, de un único color, como el negro,
el gris o el blanco. De manera que estoy haciendo mi debut en ese sentido. Es
una experiencia cien por ciento nueva – y preguntó –. ¿Ahora que hacemos, mujer
bonita?.
Tomados ya del brazo – el derecho Eduardo y
el izquierdo Isabel – tenían frente a ellos la puerta abierta.
_Podemos ir desde acá hasta la plaza central,
sin ninguna escala en el medio, si estás de acuerdo – propuso el hada de la
belleza a su novio –. La ceremonia principal ya debe estar por empezar, al
igual que las demás. Pero no recurramos ahora a las puertas espaciales. Si
vamos caminando podríamos ver lo que hacen los seres feéricos allí afuera, y
conocer el estado en que se encuentra el paisaje. Es más, desde acá – echó un
rápido vistazo hacia la vereda opuesta –, veo como Cristal y Kevin iniciaron el
viaje, y los acompaña media decena de liuqis, en los hombros de mi futuro
cuñado… y ahí se trepó el sexto. ¿Vamos?.
Salieron de la vivienda.
_Vamos – convino el experto en arqueología
submarina, que agregó –, adonde nos lleve el viento. Al centro del barrio
principal. No importa a que lugar vaya, porque con estar junto a vos es
suficiente. Por eso, si tu deseo es ir al casco histórico y urbano de la ciudad
en este momento… - y concluyó –. ¿Qué es lo que estamos esperando?.
_¡En marcha, entonces!., celebró Isabel.
La puerta se cerró e iniciaron la caminata.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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