La amena conversación en la sala central
había llegado a su término alrededor de cincuenta minutos después de que
llegara ella el par de intervinientes. Un instante en que la anfitriona
decidiera (¿cómo se podía negar el huésped?; el hada de la belleza, un don
perfectamente justificable en ella, le había salvado la vida) que era el
momento de llevarlo a conocer su hogar. Cuando desocuparon las sillas, gran
gesto el del hombre fue el de ayudarla a ponerse de pie, tuvo su punto final
esa conversación instructiva además para Eduardo, interrumpida únicamente un
par de veces, cuando Isabel dejara la sala para traer más agua.
En pocos minutos serían las diecisiete horas
en punto del seis de marzo.
_Una recorrida superficial; si se quiere algo
introductorio., le hizo saber el hada de aura lila, pensando que mañana, cuando
dispusieran de un tiempo mayor, podrían (Eduardo podría) hacer una exploración
a fondo y detallada.
Después de todo, tiempo tendría en
abundancia.
El tipo clásico de hogares de las hadas –
Isabel explicó, antes de empezar el recorrido, que era un estilo propio del reino
insular, no existente en otros países del planeta – eran viviendas sin ningún
estilo de arquitectura que Eduardo pudiera identificar, y por tanto comparar. La
casa en si era un polígono de treinta y dos lados y techo cónico a cuatro aguas
en cuyo punto central la altura máxima del cuerpo principal de la casa
alcanzaba los once metros y cuarto: cinco punto seis en las paredes y cinco
punto sesenta y cinco en el techo. Esta casa, como todas las demás de su tipo,
formaba parte de un programa ideado por los Consejos de Desarrollo Comunitario
y Social y de Infraestructura y Obras
(DCS e IO, tales eran sus siglas), con la participación, por supuesto,
del Instituto real de la Vivienda (IRV), dependiente de DCS, creado poco antes
de que se cumplieran los tres milenios posteriores al Primer Encuentro. Otra
vez la sorpresa y conmoción en Eduardo, con el hecho de enterarse de que los
seres feéricos mantenían el mismo plan de viviendas desde hacía más de siete milenios
y quinto. Pensó que en la Tierra nunca había existido una civilización que
lograra tal hazaña, y concluyó que esa durabilidad era una muestra de la eficacia
del modelo socioeconómico local.
Ubicada en la dirección 5-16-7 de la calle La
Fragua, una calle del barrio que se extendía serpenteando por seiscientos
noventa y ocho punto cinco metros, la
casa de Isabel estaba en un lote de veinte metros de frente por veintiocho de
fondo y se componía este por dos jardines en la parte frontal, en los
laterales, un amplio patio, en el que había un frondoso árbol repleto de
ciruelas, y quince espacios cerrados, de los cuales trece formaban el núcleo
central de la vivienda.
Al frente, con un acceso /salida que comunicaba
directamente con la vereda, estaba la sala, por lejos el principal ambiente. Pegada
a esta, otros dos espacios poligonales, ambos de catorce lados, eran la
biblioteca-sala de lectura, en el extremo izquierdo, y la cocina-comedor
diario, también usada como almacén de alimentos y bebidas, en el derecho.
Detrás de ese par, otros dos ambientes, idénticos también en cuanto a su diseño
y disposición, polígonos de nueve lados, la lavandería-almacén de artículos de
limpieza estaba a la izquierda del núcleo central, y un anexo de la biblioteca,
usado al mismo tiempo como oficina, en el derecho. A los lados de este y detrás
de la biblioteca y la cocina se hallaba uno de los dormitorios y el cuarto de
baño, dos espacios cerrados que, al igual que el otro par de habitaciones, que
estaban inmediatamente detrás, tenían superficie pentagonal. Estos cuatro,
sumados al ambiente en el frente 8el principal), la cocina y la biblioteca,
cercaban un pasillo central, el cual se extendía por dos metros de frente y
diez de fondo. Cercado por dos de los dormitorios y el anexo de la biblioteca,
un espacio poligonal de ocho lados era la ludoteca, un espacio cuyo mobiliario
estaba ocupado con numerosos juegos de mesa (uno de los entretenimientos
favoritos de las hadas), y en el otro
lateral, con la lavandería al frente y uno de los dormitorios a su derecha, un
espacio también de ocho lados contenía numerosos muebles y maderas, que Isabel
usaba como repuestos para los distintos ambientes de la casa. El último espacio
del cuerpo principal era un octógono de
doce metros de alto dividido en tres niveles (cuatro metros cada uno) con techo
cónico, que la propietaria empleaba tanto para su pasatiempo (las antigüedades y
alguna que otra colección) como para almacenar recuerdos familiares. Los otros
dos espacios de la casa, separados del cuerpo principal, estaban en el extremo
lateral derecho del lote: al frente, con un acceso que llevaba a la vereda, el
bicicletero (transporte terrestre por excelencia de las hadas), usado a la vez
como taller, un rectángulo de dos metros de frente por tres de fondo, y el
cobertizo de cuatro metros por ocho (frente por fondo), en la parte trasera,
con todo tipo de elementos e insumos para el mantenimiento de la vivienda.
Había un entramado de caminos empedrados de
un metro de ancho que comunicaban entre si a la sala principal, la cocina-
comedor diario, el bicicletero, el anexo de la biblioteca, la lavandería, la
ludoteca, el salón octogonal, la sala vacía (un espacio el último espacio
cerrado del cuerpo principal), el almacén de maderas y muebles y el cobertizo,
donde con su ubicación daba las curiosas formas geométricas al jardín y al
patio. Eran estos en total catorce pequeños espacios prolijamente cuidados en
los cuales el césped estaba cortado al ras. Siete de ellos tenían postes para
el alumbrado artificial, más aprovechados por los insectos de hábitos nocturnos
que por las hadas (estas veían en la oscuridad); y cuatro poseían tomas de agua
para riego y consumo. Uno de esos espacios verdes, cercado por parte del camino
empedrado, teniendo detrás al cobertizo, estaba ocupado por una frondosa parra
repleta con miles de uvas; otro, el más grande, aquel en que crecía el ciruelo,
era el que Isabel usaba en las reuniones, festividades y otras ocasiones
especiales; y uno más, el jardín en el extremo izquierdo delantero, tenía el
letrero con la dirección de la casa. Los espacios verdes más pequeños, que se
hallaban dispersos contra el cuerpo principal, tenían arbustos con distintos
tipos de flores.
La forma angular de la casa, con sus treinta
y dos lados como un todo, la de los espacios cerrados como partes del todo, la
altura máxima de doce punto dos metros, gracias a la chimenea de noventa y
cinco centímetros, los techos cónicos a cuatro aguas (el espacio octogonal
había sido construido después, por tanto el techo del cuerpo principal no se
extendía a él), el grosor de diez centímetros en las paredes internas y de
veinte en las que daban al exterior, los cimientos de un metro con cincuenta
centímetros, la mezcla en extremo resistente de los materiales con que estaba
construida – concreto, granito, piedra caliza y ónice – representaron ayer y
representaban hoy una defensa más que eficiente contra las lluvias prolongadas
e inundaciones, los vientos fuertes y otros desastres naturales característicos
de las regiones tropicales. Tal cual lo explicara el hada de la belleza, su
casa tenía ciento setenta y cinco años desde que fuera construida y habitada
por primera vez, y desde aquel día nunca hubo de sufrir daños significativos,
tan solo menores, como lo eran los manchones de humedad, las goteras, alguna
que otra teja rota y la pintura que se descascaraba de vez en cuando.
Solucionar esos y otros daños carentes de importancia no le demandaba a Isabel,
su propietaria, más de un día. Y pasaba lo mismo con el cobertizo y el
bicicletero, con lo resistentes y gruesas que eran sus paredes. La diferencia
era que estos dos últimos tenían el techo a dos aguas, pues eran también, como
el octógono en el cuerpo principal, construcciones posteriores a aquel.
Como todas las de su tipo, esta casa
poligonal, poseía una chimenea en el extremo del techo cónico a cuatro aguas,
con salidas a la sala principal, la cocina-comedor diario y las habitaciones, cuyos
conductos metálicos corrían por dentro de las paredes. A excepción de la que
había en el ambiente lateral derecho, la cocina-comedor diario, la existencia
de las otras representaba una incógnita, teniendo el reino de Insulandia un
clima tropical casi permanente (“Tal vez cumplan funciones ceremoniales o
decorativas”, pensó Eduardo). La casa también tenía una campana que actuaba
como llamador, hecha íntegramente con bronce, instalado sobre el marco en el
acceso a la sala principal, y una empalizada que delimitaba el lote, cubierta
por una frondosa planta enredadera de diversos tonos de verde, y tejas de un
furioso color rojo, con el propósito de que se advirtiera la presencia dela
estructura desde grandes alturas, pues este tono de rojo destacaba por sobre
todos los colores en el área.
--- CLAUDIO ---
Continúa...
--- CLAUDIO ---
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