_Lo que vas a ver ahora es una auténtica joya
y uno de los mejores exponentes de la arquitectura clásica y la ingeniería –
comunicó al arqueólogo la reina Lili, de camino a la torre en la que
funcionaban las oficinas principales del Consejo Real –. Además, es uno de los
pocos lugares en el castillo que resistió prácticamente todos los embates de la
Gran Catástrofe. Solo requirió de reparaciones menores. Es uno de los ejemplos
más claros acerca de las construcciones hechas a prueba del paso del tiempo y
de cualquier desastre. Esa torre es un orgullo para todas las personas que
trabajamos, y vivimos, en este castillo.
Por supuesto que Lili no estaba mintiendo,
porque las marcas de esa “joya” se podían observar aun a la distancia, y la
cabeza del poder político del reino insular había optado por posponer esa
reunión tan misteriosa por unos instantes, el tiempo suficiente como para que
ella misma, el artesano-escultor y las atractivas hermanas de aura lila enseñaran,
de forma más bien superficial, dicha estructura al experto en arqueología
submarina.
“Maravilloso”, fue el primer pensamiento del
novio de Isabel.
De las torres que tenía el Castillo Real –
seis en funcionamiento y una más recién empezada a construir –, la del Consejo
era la segunda con mayor actividad aunque ese era un puesto no exclusivo, la
tercera con mayor circunferencia y altura, una ubicación que compartía con
otras dos de las torres, las que ocupaban los Archivos Reales y algunas de las
representaciones diplomáticas extranjeras. La “Torre del Consejo”, como se
conocía a la sección del castillo para uso exclusivo y monopólico de estas
divisiones del poder político, tenía una altura de ciento veinte metros,
distribuidos entre la planta baja, de catorce punto ocho, y diecisiete pisos
superiores, cada uno de cinco, y los otros veinte punto dos metros bajo la
superficie conformaban el subsuelo, dos pisos de diez punto cuatro y nueve
punto ocho metros. Poseyendo una forma circular perfecta, la torre tenía un
diámetro de treinta y dos metros, incluidos en estos los ciento veintinueve
centímetros de grosor de las paredes y los ciento doce de la escalera caracol,
que conectaba ambos subsuelos, la planta baja y los ocho pares y medio de
niveles superiores. El más alto de estos, también el mejor decorado y más
lujoso, era un enorme salón general que los hombres y mujeres al mando de la
Guardia Real y los Consejos Reales usaban todos los días para sus reuniones,
con o sin l asistencia de la reina Lili, y cada tanto, al menos cada quincena,
con los demás funcionarios políticos insulares y diplomáticos y funcionarios
extranjeros.
El par de niveles bajo la superficie eran
almacenes con todo tipo de suministros de uso exclusivo para esta rama, la más
importante, del poder político insular. Enormes depósitos en los que se agolpaban
estanterías, cajones, anaqueles, roperos o armarios y vitrinas atestados con
una infinidad de materiales, herramientas e insumos varios para el
mantenimiento de la estructura. Eran ambientes correctamente iluminados y
ventilados, muy bien construidos
(actuaban además como contrapeso de la torre misma en la superficie), con dos
empleados por turno en cada subsuelo – cero a ocho de la mañana, ocho a dieciséis
y dieciséis a cero). Eran apenas doce de todas las personas que conformaban la
planta permanente del Castillo Real.
La planta baja, siempre atestada y colmada de
movimiento, se parecía más bien al recibidor de la casa central de un banco
importante (comparaba el arqueólogo en sus pensamientos), con una docena y tres
cuartos de cajas-ventanillas dispuestas contra dos de las paredes, de manera
que quedara en el centro un enorme espacio despejado, para la realización de
toda clase de actividades y trámites vinculadas de una forma o de otra con
estas áreas del poder político. Era la recepción general, y tenía un personal
estable de treinta empleados divididos en grupos iguales en cada jornada
laboral, que, como los almacenes de suministros bajo la superficie, se
componían de ocho horas cada día hábil, solo que en este caso eran dos
jornadas, que discurrían entre las seis y las catorce y entre las catorce y las
veintidós. Por estos días, la recepción venía siendo un bullicio generalizado,
a causa de la Gran Catástrofe.
Los primeros diez niveles sobre la planta
baja eran los más importantes, porque el Consejo funcionaba en ellos En el
primer nivel estaban los Consejos de Agricultura, ganadería y Alimentación y de
Arqueología y genealogía; en el segundo los de Comunicaciones y Difusión y de
Ciencias; en el tercero los Consejos de Correos Encomiendas, Sellos y Timbres y
de Cultura; en el cuarto los de Deportes y de Desarrollo Comunitario y Social;
en el quinto los de Ecología y Medio Ambiente y Recursos Naturales y la Guardia
Real (tiene el rango de Consejo); en el sexto nivel funcionaban los Consejos de
Hacienda y Economía y de Infraestructura y obras; en el séptimo los de Justicia
y de Parques Reales; en el octavo los de Relaciones Elementales y de Relaciones
Exteriores; en el noveno piso superior los de Salud y Asuntos Médicos y de
Transportes y en el décimo nivel solo uno de los Consejos, el de Turismo,
Recreación y Esparcimiento. En las puertas que corrían de lado a lado por
dentro de las gruesas paredes, había letreros de madera tallada que, además de
tener los correspondientes emblemas, indicaban las siglas AGA, AG, CD, CS,
CEST, CT,D, DCS, EMARN, GR, HE, IO, J, PR, REM, RES, SAM, T y TRE. Un rápido
vistazo le resultó suficiente a Eduardo para ver como en esas oficinas los
seres feéricos se encontraban cargados de trabajo. No solo por aquellas hadas
que tenían el mando permanente o lo estaban ejerciendo de forma interina, sino
por unos pocos funcionarios de rango menor y otra parte del personal estable. Las
tareas serían muchas e igual de arduas durante un lapso indefinido de tiempo y
se requeriría de mayor personal que el acostumbrado.
La otra mitad del décimo piso y los niveles
por encima de este eran los archivos propios del Consejo y sus almacenes de
suministros y equipamiento de oficina, con toda clase de repuestos y
documentación y papeles importantes que prácticamente se remontaban al nacimiento
de dichos organismos. De hecho, el volumen era tal que tenían tres anexos en
otro sector del castillo.
La disposición de las torres, como alrededor
del noventa por ciento de cualquier cosa que hubiera sido construida en este
gigantesco predio, tenía propósitos bien definidos. Formaba un hexágono en el
que las dos moles en la cara que daba a los imponentes jardines frontales y el
casco urbano e histórico (la plaza central), eran las sedes del Consejo Real – “EMQABIM”,
tal era su nombre en el idioma antiguo de los seres feéricos – y de parte de
esas representaciones diplomáticas extranjera, por lejos dos de los lugares con
mayores actividad y movimiento en el predio. En las torres intermedias o laterales
tenían su sede los Archivos Reales – la torre izquierda – con alrededor de veintiún
milenios de encomiendas, cartas y correspondencias de y para los componentes de
las sucesivas familias reales insulares; había tanto material allí ¡– veintiún mil
años! – que se estaba “reciclando” un espacio vacío en la periferia de predio
para usarlo como anexo y descomprimir la situación en la torre, aunque todavía no
se conocía la fecha de finalización de tales obras. La torre lateral derecha
era un salón de exposiciones que mostraba la historia del Castillo Real desde
su fundación hasta la actualidad a través de cientos de fotografías, frescos y
otras demostraciones gráficas. La torre número cinco, en el extremo trasero
izquierdo, era un conjunto de dos docenas y media de oficinas en las que funcionaban
otras treinta áreas del poder político, a las órdenes de la Guardia Real o de
cualquiera de los Consejos, y en la sexta torre, a la derecha del extremo
trasero, había una suerte de museo privado, remitiéndose su contenido a una
generosa cantidad de artículos que pertenecieron a la gran mayoría de los
antepasados de ambos sexos de la reina Lili y la princesa Elvia. Los
enormísimos bloques entre el sexteto de torres tenían las principales oficinas
e instalaciones del reino, como el despacho de la soberana, la inmensa
biblioteca, auditorios, más representaciones diplomáticas, una imprenta, unos
pocos dormitorios (incluidos los aposentos reales), el almacén de armas
principal, un hotel propio (abierto, sin embargo, a toda la comunidad e incluso
a turistas)y, algo que hacía renegar a todos los insulares, la oficina central
y principal de la Dirección General de Impuestos.
En la Torre del Consejo (EMQABIM), a la
derecha en la parte frontal del Castillo Real, ningún detalle, por más
insignificante que fuera ni en que tramo se encontraba, bajo la superficie o sobre
esta, estaba ubicado al azar, y los albañiles, arquitectos e ingenieros que se
ocupaban del mantenimiento y las reparaciones tenían por especialidad este tipo
de estructuras.
Su estilo arquitectónico, el mobiliario con
su pulcra disposición, la limpieza y el orden total, los tonos discretos en el
techo y las paredes y los variados objetos representativos de la cultura de las
hadas le conferían un inconfundible aspecto que mezclaba museo con salón de
lectura y biblioteca. “La sobriedad está presente y en primer plano”, había
sido la observación inmediata de
Eduardo, al echar un vistazo rápido a cada Consejo a través del vidrio – había un
par de amplias ventanas en cada oficina –, que el orden conservaba aun con
todas las personas presentes en ellas y el movimiento consiguiente, y fue en
gran medida gracias a ello, por no decir en toda la medida, que se pudo
convencer de y afirmar que su primera
visita al lugar más importante del reino de Insulandia estaba mostrando todas
las señales de ser mejor de lo que había estado suponiendo desde el alta en el
Hospital Real. En particular había visto con una amplia sonrisa y buenos ojos
la oficina del Consejo de Desarrollo Comunitario y Social – oficina dos, piso
cuatro – en la que Lía estaba ejerciendo su nuevo y flamante rol de madre (los
bebés feéricos requerían de la ración de leche materna al menos cinco veces por
día durante sus primeros dos años de vida). Las dimensiones en el par de
niveles bajo la superficie y los pisos superiores y la disposición tan
particular de todos los objetos muebles generaban un eco marcado en los sonidos
y las voces de cualquiera que anduviera por allí, siendo mayor el eco si era
menor la cantidad de personas, de modo que cuando la reina de Insulandia,
Eduardo, Isabel, Kevin y Cristal estuvieron en movimiento, ascendiendo por la
escalera caracol y hablando, los pasos y las vocalizaciones resonaron durante
unos pocos y breves segundos antes de esfumarse, porque las gruesas paredes
estaban diseñadas específicamente para cubrir y anular cualquier voz y sonido
que hubiera en el interior de los niveles, y también el techo. En ninguna de las
oficinas, archivos y almacenes de suministros había lujos exorbitantes o
mayores muestras de opulencia, a excepción de los candelabros de plata, el
marco de bronce en el cuadro sobre la pared detrás del escritorio y el lienzo que mostraba a los
individuos femeninos y masculinos al frente de los organismos políticos
principales. No era la costumbre en ninguno de los setenta y seis países
mostrar tal o cual expresión Artística, como las fotografías y los frescos, del
rey, la reina o cualquier otro componente de las familias reales en tanto
estuvieran con vida, más allá de oficinas personales y los museos o salones para
exhibiciones personales, los libros de historia, archivos gráficos y
fotográficos y cualquiera de las formas artísticas, como los murales que se desvanecían
con el tiempo y las esculturas. Además, las paredes en los Consejos y los archivos
estaban tan abarrotadas que cualquier fotografía podría fácilmente pasar
inadvertida. O tal vez se estuviera debiendo esa discreción y la sobriedad a los
colores con sus varias tonalidades en el techo, el piso (baldosas de cerámica),
las paredes, los muebles y estanterías, alrededor de una tercera parte de la
decoración y otros tantos artículos. Tan formales, sobrios y discretos que
ofrecían la impresión de esa ausencia total de lujos. En lugar de lujosas y
costosas arañas de no menos de cinco brazos pendiendo del techo, en cada una de
las oficinas principales había una quincena de velones altos y anchos, de ellos cinco con el vidrio aumentador de
brillo, dispuestos en los lugares estratégicos: ocho en el punto medio entre el
suelo y el techo, en los espacios que quedaban libres en los gruesos muros, con
una separación de cuarenta y cinco grados entre si; dos más sobre el escritorio
principal, otro sobre el secundario (cada hada en el consejo tenía su asistente,
un trabajo por demás útil en estos tiempos), otro par sobre el marco en la
entrada, otro sobre un archivero con los documentos imprescindibles y el
restante, si, pendiendo del techo. En las baldosas en el suelo, circulares, se
alternaban las respectivas siglas de cada Consejo con el emblema legal u
oficial de ellas, estampado el par de marcas en la cerámica de que las baldosas
estaban construidas. La bandera patria del reino de Insulandia estaba sujeta a
un mástil al lado del acceso y a la falta de computadoras y demás prodigios
tecnológicos como ese estaba el par de
máquinas de escribir y archiveros y ficheros repletos de papeles importantes,
documentaciones y otros escritos ordenados alfabéticamente, por fechas y
números. Las máquinas de escribir (para Eduardo algo vetusto; para las hadas
algo sofisticado y novedoso) ocupaban un caprichoso rincón en cada escritorio.
Desarrollada la primera en un tiempo relativamente breve, no transcurrió mucho
para que se extendiera a todos los edificios públicos, instalaciones fabriles
grandes y pequeñas y otros lugares importantes, en tanto que en los últimos
años su utilización había empezado a masificarse más allá del ámbito político y
del laboral, llegando a las viviendas particulares, habiendo hoy en día, en
Insulandia, una de esas máquinas cada ocho habitantes, de acuerdo a las últimas
encuestas al respecto. Los niveles sobre la superficie ofrecían magníficas
vistas del exterior, una magnificencia que aumentaba a medida que se ganaba
altura, gracias a las amplias ventanas rectangulares corredizas, y en ninguno
se observaba siquiera el mínimo indicio de desorden, desaseo ni suciedad.
Cuando la recorrida superficial hubo de
llegar a su término y empezar el quinteto encabezado por la reina insular al
nivel más alto, el salón general, se les unieron Lursi y Nadia, en el camino
del primer subsuelo a la planta baja, Oliverio, que su oficina había dejado en el
sexto piso y dejado momentáneamente a cargo de su segunda al mando (que
también, como en los otros Consejos, era la misma persona que trabajaba como
asistente de los titulares), Lía, que había dejado DCS con su hijo recién
nacido profundamente dormido, y la princesa Elvia, que había estado dando otro
reporte, en la planta baja, a su colega del Consejo RES, antes de que este
dejara la torre, sobre su recién finalizado viaje, y que en esta oportunidad estaba
ejerciendo sus dos roles: la consejera de Cultura y la heredera al trono
insular. Fue recién al llegar al sector de los archivos, casi en lo más alto de
la torre, que la soberana insular dio una breve clase de historia sobre esta:
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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