jueves, 30 de noviembre de 2017

7.1) La Torre del Consejo



_Lo que vas a ver ahora es una auténtica joya y uno de los mejores exponentes de la arquitectura clásica y la ingeniería – comunicó al arqueólogo la reina Lili, de camino a la torre en la que funcionaban las oficinas principales del Consejo Real –. Además, es uno de los pocos lugares en el castillo que resistió prácticamente todos los embates de la Gran Catástrofe. Solo requirió de reparaciones menores. Es uno de los ejemplos más claros acerca de las construcciones hechas a prueba del paso del tiempo y de cualquier desastre. Esa torre es un orgullo para todas las personas que trabajamos, y vivimos, en este castillo.

Por supuesto que Lili no estaba mintiendo, porque las marcas de esa “joya” se podían observar aun a la distancia, y la cabeza del poder político del reino insular había optado por posponer esa reunión tan misteriosa por unos instantes, el tiempo suficiente como para que ella misma, el artesano-escultor y las atractivas hermanas de aura lila enseñaran, de forma más bien superficial, dicha estructura al experto en arqueología submarina.

“Maravilloso”, fue el primer pensamiento del novio de Isabel.

De las torres que tenía el Castillo Real – seis en funcionamiento y una más recién empezada a construir –, la del Consejo era la segunda con mayor actividad aunque ese era un puesto no exclusivo, la tercera con mayor circunferencia y altura, una ubicación que compartía con otras dos de las torres, las que ocupaban los Archivos Reales y algunas de las representaciones diplomáticas extranjeras. La “Torre del Consejo”, como se conocía a la sección del castillo para uso exclusivo y monopólico de estas divisiones del poder político, tenía una altura de ciento veinte metros, distribuidos entre la planta baja, de catorce punto ocho, y diecisiete pisos superiores, cada uno de cinco, y los otros veinte punto dos metros bajo la superficie conformaban el subsuelo, dos pisos de diez punto cuatro y nueve punto ocho metros. Poseyendo una forma circular perfecta, la torre tenía un diámetro de treinta y dos metros, incluidos en estos los ciento veintinueve centímetros de grosor de las paredes y los ciento doce de la escalera caracol, que conectaba ambos subsuelos, la planta baja y los ocho pares y medio de niveles superiores. El más alto de estos, también el mejor decorado y más lujoso, era un enorme salón general que los hombres y mujeres al mando de la Guardia Real y los Consejos Reales usaban todos los días para sus reuniones, con o sin l asistencia de la reina Lili, y cada tanto, al menos cada quincena, con los demás funcionarios políticos insulares y diplomáticos y funcionarios extranjeros.

El par de niveles bajo la superficie eran almacenes con todo tipo de suministros de uso exclusivo para esta rama, la más importante, del poder político insular. Enormes depósitos en los que se agolpaban estanterías, cajones, anaqueles, roperos o armarios y vitrinas atestados con una infinidad de materiales, herramientas e insumos varios para el mantenimiento de la estructura. Eran ambientes correctamente iluminados y ventilados, muy bien  construidos (actuaban además como contrapeso de la torre misma en la superficie), con dos empleados por turno en cada subsuelo – cero a ocho de la mañana, ocho a dieciséis y dieciséis a cero). Eran apenas doce de todas las personas que conformaban la planta permanente del Castillo Real.
La planta baja, siempre atestada y colmada de movimiento, se parecía más bien al recibidor de la casa central de un banco importante (comparaba el arqueólogo en sus pensamientos), con una docena y tres cuartos de cajas-ventanillas dispuestas contra dos de las paredes, de manera que quedara en el centro un enorme espacio despejado, para la realización de toda clase de actividades y trámites vinculadas de una forma o de otra con estas áreas del poder político. Era la recepción general, y tenía un personal estable de treinta empleados divididos en grupos iguales en cada jornada laboral, que, como los almacenes de suministros bajo la superficie, se componían de ocho horas cada día hábil, solo que en este caso eran dos jornadas, que discurrían entre las seis y las catorce y entre las catorce y las veintidós. Por estos días, la recepción venía siendo un bullicio generalizado, a causa de la Gran Catástrofe.
Los primeros diez niveles sobre la planta baja eran los más importantes, porque el Consejo funcionaba en ellos En el primer nivel estaban los Consejos de Agricultura, ganadería y Alimentación y de Arqueología y genealogía; en el segundo los de Comunicaciones y Difusión y de Ciencias; en el tercero los Consejos de Correos Encomiendas, Sellos y Timbres y de Cultura; en el cuarto los de Deportes y de Desarrollo Comunitario y Social; en el quinto los de Ecología y Medio Ambiente y Recursos Naturales y la Guardia Real (tiene el rango de Consejo); en el sexto nivel funcionaban los Consejos de Hacienda y Economía y de Infraestructura y obras; en el séptimo los de Justicia y de Parques Reales; en el octavo los de Relaciones Elementales y de Relaciones Exteriores; en el noveno piso superior los de Salud y Asuntos Médicos y de Transportes y en el décimo nivel solo uno de los Consejos, el de Turismo, Recreación y Esparcimiento. En las puertas que corrían de lado a lado por dentro de las gruesas paredes, había letreros de madera tallada que, además de tener los correspondientes emblemas, indicaban las siglas AGA, AG, CD, CS, CEST, CT,D, DCS, EMARN, GR, HE, IO, J, PR, REM, RES, SAM, T y TRE. Un rápido vistazo le resultó suficiente a Eduardo para ver como en esas oficinas los seres feéricos se encontraban cargados de trabajo. No solo por aquellas hadas que tenían el mando permanente o lo estaban ejerciendo de forma interina, sino por unos pocos funcionarios de rango menor y otra parte del personal estable. Las tareas serían muchas e igual de arduas durante un lapso indefinido de tiempo y se requeriría de mayor personal que el acostumbrado.
La otra mitad del décimo piso y los niveles por encima de este eran los archivos propios del Consejo y sus almacenes de suministros y equipamiento de oficina, con toda clase de repuestos y documentación y papeles importantes que prácticamente se remontaban al nacimiento de dichos organismos. De hecho, el volumen era tal que tenían tres anexos en otro sector del castillo.

La disposición de las torres, como alrededor del noventa por ciento de cualquier cosa que hubiera sido construida en este gigantesco predio, tenía propósitos bien definidos. Formaba un hexágono en el que las dos moles en la cara que daba a los imponentes jardines frontales y el casco urbano e histórico (la plaza central), eran las sedes del Consejo Real – “EMQABIM”, tal era su nombre en el idioma antiguo de los seres feéricos – y de parte de esas representaciones diplomáticas extranjera, por lejos dos de los lugares con mayores actividad y movimiento en el predio. En las torres intermedias o laterales tenían su sede los Archivos Reales – la torre izquierda – con alrededor de veintiún milenios de encomiendas, cartas y correspondencias de y para los componentes de las sucesivas familias reales insulares; había tanto material allí ¡– veintiún mil años! – que se estaba “reciclando” un espacio vacío en la periferia de predio para usarlo como anexo y descomprimir la situación en la torre, aunque todavía no se conocía la fecha de finalización de tales obras. La torre lateral derecha era un salón de exposiciones que mostraba la historia del Castillo Real desde su fundación hasta la actualidad a través de cientos de fotografías, frescos y otras demostraciones gráficas. La torre número cinco, en el extremo trasero izquierdo, era un conjunto de dos docenas y media de oficinas en las que funcionaban otras treinta áreas del poder político, a las órdenes de la Guardia Real o de cualquiera de los Consejos, y en la sexta torre, a la derecha del extremo trasero, había una suerte de museo privado, remitiéndose su contenido a una generosa cantidad de artículos que pertenecieron a la gran mayoría de los antepasados de ambos sexos de la reina Lili y la princesa Elvia. Los enormísimos bloques entre el sexteto de torres tenían las principales oficinas e instalaciones del reino, como el despacho de la soberana, la inmensa biblioteca, auditorios, más representaciones diplomáticas, una imprenta, unos pocos dormitorios (incluidos los aposentos reales), el almacén de armas principal, un hotel propio (abierto, sin embargo, a toda la comunidad e incluso a turistas)y, algo que hacía renegar a todos los insulares, la oficina central y principal de la Dirección General de Impuestos.

En la Torre del Consejo (EMQABIM), a la derecha en la parte frontal del Castillo Real, ningún detalle, por más insignificante que fuera ni en que tramo se encontraba, bajo la superficie o sobre esta, estaba ubicado al azar, y los albañiles, arquitectos e ingenieros que se ocupaban del mantenimiento y las reparaciones tenían por especialidad este tipo de estructuras.

Su estilo arquitectónico, el mobiliario con su pulcra disposición, la limpieza y el orden total, los tonos discretos en el techo y las paredes y los variados objetos representativos de la cultura de las hadas le conferían un inconfundible aspecto que mezclaba museo con salón de lectura y biblioteca. “La sobriedad está presente y en primer plano”, había sido la observación inmediata  de Eduardo, al echar un vistazo rápido a cada Consejo a través del vidrio – había un par de amplias ventanas en cada oficina –, que el orden conservaba aun con todas las personas presentes en ellas y el movimiento consiguiente, y fue en gran medida gracias a ello, por no decir en toda la medida, que se pudo convencer de y afirmar que  su primera visita al lugar más importante del reino de Insulandia estaba mostrando todas las señales de ser mejor de lo que había estado suponiendo desde el alta en el Hospital Real. En particular había visto con una amplia sonrisa y buenos ojos la oficina del Consejo de Desarrollo Comunitario y Social – oficina dos, piso cuatro – en la que Lía estaba ejerciendo su nuevo y flamante rol de madre (los bebés feéricos requerían de la ración de leche materna al menos cinco veces por día durante sus primeros dos años de vida). Las dimensiones en el par de niveles bajo la superficie y los pisos superiores y la disposición tan particular de todos los objetos muebles generaban un eco marcado en los sonidos y las voces de cualquiera que anduviera por allí, siendo mayor el eco si era menor la cantidad de personas, de modo que cuando la reina de Insulandia, Eduardo, Isabel, Kevin y Cristal estuvieron en movimiento, ascendiendo por la escalera caracol y hablando, los pasos y las vocalizaciones resonaron durante unos pocos y breves segundos antes de esfumarse, porque las gruesas paredes estaban diseñadas específicamente para cubrir y anular cualquier voz y sonido que hubiera en el interior de los niveles, y también el techo. En ninguna de las oficinas, archivos y almacenes de suministros había lujos exorbitantes o mayores muestras de opulencia, a excepción de los candelabros de plata, el marco de bronce en el cuadro sobre la pared detrás del  escritorio y el lienzo que mostraba a los individuos femeninos y masculinos al frente de los organismos políticos principales. No era la costumbre en ninguno de los setenta y seis países mostrar tal o cual expresión Artística, como las fotografías y los frescos, del rey, la reina o cualquier otro componente de las familias reales en tanto estuvieran con vida, más allá de oficinas personales y los museos o salones para exhibiciones personales, los libros de historia, archivos gráficos y fotográficos y cualquiera de las formas artísticas, como los murales que se desvanecían con el tiempo y las esculturas. Además, las paredes en los Consejos y los archivos estaban tan abarrotadas que cualquier fotografía podría fácilmente pasar inadvertida. O tal vez se estuviera debiendo esa discreción y la sobriedad a los colores con sus varias tonalidades en el techo, el piso (baldosas de cerámica), las paredes, los muebles y estanterías, alrededor de una tercera parte de la decoración y otros tantos artículos. Tan formales, sobrios y discretos que ofrecían la impresión de esa ausencia total de lujos. En lugar de lujosas y costosas arañas de no menos de cinco brazos pendiendo del techo, en cada una de las oficinas principales había una quincena de velones altos y anchos,  de ellos cinco con el vidrio aumentador de brillo, dispuestos en los lugares estratégicos: ocho en el punto medio entre el suelo y el techo, en los espacios que quedaban libres en los gruesos muros, con una separación de cuarenta y cinco grados entre si; dos más sobre el escritorio principal, otro sobre el secundario (cada hada en el consejo tenía su asistente, un trabajo por demás útil en estos tiempos), otro par sobre el marco en la entrada, otro sobre un archivero con los documentos imprescindibles y el restante, si, pendiendo del techo. En las baldosas en el suelo, circulares, se alternaban las respectivas siglas de cada Consejo con el emblema legal u oficial de ellas, estampado el par de marcas en la cerámica de que las baldosas estaban construidas. La bandera patria del reino de Insulandia estaba sujeta a un mástil al lado del acceso y a la falta de computadoras y demás prodigios tecnológicos como ese estaba  el par de máquinas de escribir y archiveros y ficheros repletos de papeles importantes, documentaciones y otros escritos ordenados alfabéticamente, por fechas y números. Las máquinas de escribir (para Eduardo algo vetusto; para las hadas algo sofisticado y novedoso) ocupaban un caprichoso rincón en cada escritorio. Desarrollada la primera en un tiempo relativamente breve, no transcurrió mucho para que se extendiera a todos los edificios públicos, instalaciones fabriles grandes y pequeñas y otros lugares importantes, en tanto que en los últimos años su utilización había empezado a masificarse más allá del ámbito político y del laboral, llegando a las viviendas particulares, habiendo hoy en día, en Insulandia, una de esas máquinas cada ocho habitantes, de acuerdo a las últimas encuestas al respecto. Los niveles sobre la superficie ofrecían magníficas vistas del exterior, una magnificencia que aumentaba a medida que se ganaba altura, gracias a las amplias ventanas rectangulares corredizas, y en ninguno se observaba siquiera el mínimo indicio de desorden, desaseo ni suciedad.

Cuando la recorrida superficial hubo de llegar a su término y empezar el quinteto encabezado por la reina insular al nivel más alto, el salón general, se les unieron Lursi y Nadia, en el camino del primer subsuelo a la planta baja, Oliverio, que su oficina había dejado en el sexto piso y dejado momentáneamente a cargo de su segunda al mando (que también, como en los otros Consejos, era la misma persona que trabajaba como asistente de los titulares), Lía, que había dejado DCS con su hijo recién nacido profundamente dormido, y la princesa Elvia, que había estado dando otro reporte, en la planta baja, a su colega del Consejo RES, antes de que este dejara la torre, sobre su recién finalizado viaje, y que en esta oportunidad estaba ejerciendo sus dos roles: la consejera de Cultura y la heredera al trono insular. Fue recién al llegar al sector de los archivos, casi en lo más alto de la torre, que la soberana insular dio una breve clase de historia sobre esta:



Continúa…



--- CLAUDIO ---

No hay comentarios:

Publicar un comentario