martes, 31 de octubre de 2017

6.1) Modelos a seguir



Durante cada uno de los instantes que siguieron hasta el uno de Abril (Llol número tres, en el antiguo calendario) a las nueve horas con veintiocho minutos había quedado bien de manifiesto que el costosísimo y por demás complejo paquete de medidas y obras públicas preventivas implementadas por todas las esferas en que estaba dividido el poder político insular, luego de del desastre de hacía un siglo (a este lo habían llamado “Máxima Catástrofe”), habían logrado una reducción de al menos las dos terceras partes, comparativamente, en los daños y otros numerosos efectos colaterales.

La “Gran Catástrofe”, como habían llamado a este desastre las hadas e individuos de otras especies elementales, había desatado toda la destrucción sobre más del ochenta por ciento de la superficie insular – los efectos secundarios, sin embargo, se extendieron por todo el país – y no menos de las cuatro quintas partes del total del continente. Una vez que concluyera el desastre, el panorama estuvo cubierto de desolación y caos por donde se lo mirara, y, por consiguiente, tristeza colectiva entre la totalidad de los seres elementales.
Un nuevo libro estaba siendo escrito para incorporarlo al Archivo Histórico Real, cuyo título era el nombre que le habían dado al desastre, y se iba a incluir, con detalles, cada cosa ocurrida desde las diecinueve horas con treinta minutos del vigesimosegundo día del mes de Marzo hasta la mañana del vigesimoquinto. Pero pasaría al menos un año para que ese libro quedara listo y otro mes más para que estuviera accesible al público. De acuerdo a los primeros y temporales conteos realizados por el Consejo de Desarrollo Comunitario y Social y el de Relaciones Elementales (el resultado definitivo estaría listo recién a finales de Mayo o principios de Junio), se hablaba, con mucha pena, del derrumbe de veintitrés mil trescientas catorce estructuras, alrededor de la quinta parte de la que se cayeron durante el desastre anterior, incluidas tres mil trescientas setenta y cinco viviendas, y daños de diferente consideración en otras ciento tres mil doscientas noventa y ocho, contándose entre estas el Coliseo Real, que tenía la capacidad para medio millón de espectadores, el Banco Real de Insulandia bajo y sobre la superficie, el principal puerto de ultramar del reino y el mismo Castillo Real, la sede de todo el poder político del país. Ese reporte parcial también hacía mención del hundimiento, aparentemente para siempre, de una cadena de ciento ochenta y dos islas, islotes y atolones que se apiñaban en una zona periférica de Río de los Hermanos del Nueve de Mayo, la región noroeste de Insulandia, por lejos el lugar más afectado del país y uno de los que más a nivel continental. Decenas de miles, cuando no centenas, de animales muertos  aquí y allá pasaron a formar una constante en el lúgubre paisaje; ni siquiera se habían podido salvar los de los colmenares, granjas y establos, estructuras especialmente construidas para resistir (casi) todos los embates. Alrededor de un quinto de millón de arbustos y cien mil árboles, en los dos casos de todos los tamaños y formas, habían sido derribados y eran ahora materia prima en la industria maderera; una cantidad muy sustancial de puentes naturales –formaciones de tierra, rocas o ambas que unían dos o más islotes, a alturas que iban desde los cincuenta centímetros hasta los quince metros – y otros tantos artificiales, construidos estos con troncos y tablones de madera, vigas de acero y demás materiales, fueron literalmente barridos como consecuencia de la fatal arremetida de las olas, fatal y violenta, que treparon hasta los once o doce metros, arrasando con todo o casi todo a su paso; doscientas treinta y una embarcaciones de la Flota Mercante Real Insular hundidas y otras tres decenas condenadas a pasar una larga temporada en los cincuenta astilleros del reino, también afectados, si es que los ingenieros navales y demás operarios lograban hacerlos navegar nuevamente; y varias toneladas de escombros habían sido arrastrados violentamente hacia los océanos , mares y ríos que bordeaban el reino insular, algo por demás nocivo para la ecología y el medio ambiente.

Las pérdidas más graves por supuesto que eran las bajas fatales.

A la fecha se habían recuperado en el reino de Insulandia, solo entre los seres feéricos, dos mil novecientos setenta y tres cadáveres, mil novecientos tres hombres y mil setenta mujeres, sin el aura y con las alas marchitas, tan frágiles estas como las hojas resecas en el otoño, la mayoría flotando en los espacios y cursos de agua o sepultados entre las ruinas. Las piras ardientes habían pasado a formar parte de todos los paisajes en cuestión de horas, aun mientras continuaban cayendo las últimas gotas de esa catástrofe, porque las hadas y otros seres elementales, como los gnomos y vampiros, acostumbraban incinerar a sus difuntos, sobre un montículo de un metro de alto hecho con madera, ramas y hojarasca, hasta que lo único que quedara fuera el esqueleto – los huesos y el cráneo de los seres elementales que tenían esa costumbre estaban “diseñados” para sobrevivir a las temperaturas elevadas que una pira podía alcanzar –, a veces algo ennegrecido por las llamas, antes de ponerlo en una urna o un féretro y darle la sepultura. La costumbre era construir la pira allí donde se encontrara el cuerpo sin vida, o lo más cerca de esa posición que fuera posible. Otros catorce mil ochocientos sesenta y cinco seres feéricos estaban desaparecidos y a hasta lo imposible se estaba haciendo para encontrarlos. Había cuadrillas especiales, unos quinientos grupos, formadas por personal de los Consejos de Salud y Asuntos Médicos y de Desarrollo Comunitario y Social y tropas de la Guardia Real que rastrillaban palmo a palmo desde la superficie y desde las alturas, usando como puntos de referencia o central el lugar en que se había visto, o creía habérselas visto, a esas hadas por última vez, pero el éxito era nulo hasta el momento. Había varios millones de kilómetros cuadrados para rastrillar.

Y esas cifras de muertos y desaparecidos eran solo provisorias.

Bastó con que dos personas (un matrimonio) lo hiciera en un punto del reino y ese suceso se diera a conocer por un medio o varios, para que se produjera un efecto contagio en un lapso de tiempo fenomenalmente corto. Inspirados por ese heroico acto de arrojo, suicida según la óptica femenina, de un matrimonio que se movió protegido únicamente por el trabajo en grupo y el amor que se profesaban mutuamente, cientos de individuos del sexo masculino e incluso unas pocas mujeres que alcanzaban y superaban la mayoría de edad habían abandonado la seguridad y la tranquilidad que implicaban el hecho de quedarse en esas viviendas tan resistentes – ante la imposibilidad de salir sin exponer la vida, lo mejor que podían hacer, cuando no lo único, era quedarse adentro de sus hogares y aguardar el final de la catástrofe natural, la peor del último siglo – y los numerosos refugios dispersos por todas las regiones del reino insular para ayudar en todo cuanto les fuera posible y en la manera en que sabían, no bien advirtieron que aquello no iba a ser una lluvia y vientos normales, de esos a los que los insulares estaban acostumbrados. Como todos los elementales, los seres feéricos poseían una conexión tan personal e íntima con la naturaleza que los facultaba para sentir y advertir los peligros (lluvias, vientos fuertes, granizo, marejadas…)  antes que se hicieran presentes, o darse cuenta cuando estaban disminuyendo o aumentando  su ferocidad e intensidad.  En este caso, había sido un peligro vinculado directa e indirectamente con las condiciones atmosféricas y el clima, de esos que rara vez eran poseedores de tal fuerza, en lo que fuera la “Gran Catástrofe”, el peor desastre de los últimos cien años. Cada una de esas valientes hadas, al estar de vuelta cuando por finalizado dieron su arduo trabajo, fueron recibidas de la misma y exacta manera en que aquel matrimonio que fuera pionero en eso de ofrecer la ida propia para salvar la de otros: con aplausos, ovaciones y salutaciones que destacaron el heroísmo.
Desafortunadamente, noventa y tres individuos entre ese grupo de valientes no habían tenido suerte en eso de volver. Habían fallecido en su intento por servir, por ayudar, recibiendo póstumo los más altos honores por el gran servicio prestado al reino y a su pueblo de manos de los más altos responsables políticos del Consejo de Cultura, encabezado por Elvia, la princesa heredera al trono. Pasaron a ser héroes y en su honor y memoria ya se estaba erigiendo un monumento de granodiorita (una piedra muy fuerte) allí donde, una información ya confirmada, cayeran los primeros siete de os héroes, con el derrumbe de un viejo galpón cerealero que en este momento era usado como refugio para unas pocas personas.
Con diferentes y amplios niveles de optimismo (o pesimismo), hasta el último de los seres elementales que vivían en el reino de Insulandia y los otros países de Centralia coincidieron en un futuro por demás negro y muy poco o nada feliz: la reconstrucción total, como ocurriera en su momento con la “Máxima Catástrofe”, no iba a demandar menos de una década o una y media, diez a quince años, de extenuantes y arduos trabajos e inversiones multimillonarias en todos los sectores. De manera tal que esas cuadrillas especiales, en el curso de las cuarenta y ocho horas posteriores a la “Gran Catástrofe” florecieron y se multiplicaron hasta transformarse en otro componente fijo del paisaje por donde se mirara, por todos lados.

Por lo pronto, pensaba el oriundo de Las Heras, uno de los valientes que había logrado volver a su casa y vivir para ver toro día, los cuadrilleros andaban en Barraca Sola y los otros barrios de la Ciudad Del Sol trabajando todo el día, todos los días.



Continúa…



--- CLAUDIO ---

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