Durante cada uno de los instantes que
siguieron hasta el uno de Abril (Llol número tres, en el antiguo calendario) a
las nueve horas con veintiocho minutos había quedado bien de manifiesto que el
costosísimo y por demás complejo paquete de medidas y obras públicas
preventivas implementadas por todas las esferas en que estaba dividido el poder
político insular, luego de del desastre de hacía un siglo (a este lo habían
llamado “Máxima Catástrofe”), habían logrado una reducción de al menos las dos
terceras partes, comparativamente, en los daños y otros numerosos efectos
colaterales.
La “Gran Catástrofe”, como habían llamado a
este desastre las hadas e individuos de otras especies elementales, había
desatado toda la destrucción sobre más del ochenta por ciento de la superficie
insular – los efectos secundarios, sin embargo, se extendieron por todo el país
– y no menos de las cuatro quintas partes del total del continente. Una vez que
concluyera el desastre, el panorama estuvo cubierto de desolación y caos por
donde se lo mirara, y, por consiguiente, tristeza colectiva entre la totalidad
de los seres elementales.
Un nuevo libro estaba siendo escrito para
incorporarlo al Archivo Histórico Real, cuyo título era el nombre que le habían
dado al desastre, y se iba a incluir, con detalles, cada cosa ocurrida desde
las diecinueve horas con treinta minutos del vigesimosegundo día del mes de
Marzo hasta la mañana del vigesimoquinto. Pero pasaría al menos un año para que
ese libro quedara listo y otro mes más para que estuviera accesible al público.
De acuerdo a los primeros y temporales conteos realizados por el Consejo de
Desarrollo Comunitario y Social y el de Relaciones Elementales (el resultado
definitivo estaría listo recién a finales de Mayo o principios de Junio), se
hablaba, con mucha pena, del derrumbe de veintitrés mil trescientas catorce
estructuras, alrededor de la quinta parte de la que se cayeron durante el
desastre anterior, incluidas tres mil trescientas setenta y cinco viviendas, y
daños de diferente consideración en otras ciento tres mil doscientas noventa y
ocho, contándose entre estas el Coliseo Real, que tenía la capacidad para medio
millón de espectadores, el Banco Real de Insulandia bajo y sobre la superficie,
el principal puerto de ultramar del reino y el mismo Castillo Real, la sede de
todo el poder político del país. Ese reporte parcial también hacía mención del
hundimiento, aparentemente para siempre, de una cadena de ciento ochenta y dos
islas, islotes y atolones que se apiñaban en una zona periférica de Río de los
Hermanos del Nueve de Mayo, la región noroeste de Insulandia, por lejos el
lugar más afectado del país y uno de los que más a nivel continental. Decenas
de miles, cuando no centenas, de animales muertos aquí y allá pasaron a formar una constante en
el lúgubre paisaje; ni siquiera se habían podido salvar los de los colmenares,
granjas y establos, estructuras especialmente construidas para resistir (casi)
todos los embates. Alrededor de un quinto de millón de arbustos y cien mil árboles,
en los dos casos de todos los tamaños y formas, habían sido derribados y eran
ahora materia prima en la industria maderera; una cantidad muy sustancial de puentes
naturales –formaciones de tierra, rocas o ambas que unían dos o más islotes, a
alturas que iban desde los cincuenta centímetros hasta los quince metros – y otros
tantos artificiales, construidos estos con troncos y tablones de madera, vigas
de acero y demás materiales, fueron literalmente barridos como consecuencia de
la fatal arremetida de las olas, fatal y violenta, que treparon hasta los once
o doce metros, arrasando con todo o casi todo a su paso; doscientas treinta y
una embarcaciones de la Flota Mercante Real Insular hundidas y otras tres decenas
condenadas a pasar una larga temporada en los cincuenta astilleros del reino,
también afectados, si es que los ingenieros navales y demás operarios lograban
hacerlos navegar nuevamente; y varias toneladas de escombros habían sido
arrastrados violentamente hacia los océanos , mares y ríos que bordeaban el
reino insular, algo por demás nocivo para la ecología y el medio ambiente.
Las pérdidas más graves por supuesto que eran
las bajas fatales.
A la fecha se habían recuperado en el reino
de Insulandia, solo entre los seres feéricos, dos mil novecientos setenta y
tres cadáveres, mil novecientos tres hombres y mil setenta mujeres, sin el aura
y con las alas marchitas, tan frágiles estas como las hojas resecas en el
otoño, la mayoría flotando en los espacios y cursos de agua o sepultados entre
las ruinas. Las piras ardientes habían pasado a formar parte de todos los
paisajes en cuestión de horas, aun mientras continuaban cayendo las últimas
gotas de esa catástrofe, porque las hadas y otros seres elementales, como los
gnomos y vampiros, acostumbraban incinerar a sus difuntos, sobre un montículo
de un metro de alto hecho con madera, ramas y hojarasca, hasta que lo único que
quedara fuera el esqueleto – los huesos y el cráneo de los seres elementales que
tenían esa costumbre estaban “diseñados” para sobrevivir a las temperaturas
elevadas que una pira podía alcanzar –, a veces algo ennegrecido por las
llamas, antes de ponerlo en una urna o un féretro y darle la sepultura. La
costumbre era construir la pira allí donde se encontrara el cuerpo sin vida, o
lo más cerca de esa posición que fuera posible. Otros catorce mil ochocientos
sesenta y cinco seres feéricos estaban desaparecidos y a hasta lo imposible se
estaba haciendo para encontrarlos. Había cuadrillas especiales, unos quinientos
grupos, formadas por personal de los Consejos de Salud y Asuntos Médicos y de
Desarrollo Comunitario y Social y tropas de la Guardia Real que rastrillaban
palmo a palmo desde la superficie y desde las alturas, usando como puntos de
referencia o central el lugar en que se había visto, o creía habérselas visto,
a esas hadas por última vez, pero el éxito era nulo hasta el momento. Había
varios millones de kilómetros cuadrados para rastrillar.
Y esas cifras de muertos y desaparecidos eran
solo provisorias.
Bastó con que dos personas (un matrimonio) lo
hiciera en un punto del reino y ese suceso se diera a conocer por un medio o
varios, para que se produjera un efecto contagio en un lapso de tiempo
fenomenalmente corto. Inspirados por ese heroico acto de arrojo, suicida según
la óptica femenina, de un matrimonio que se movió protegido únicamente por el
trabajo en grupo y el amor que se profesaban mutuamente, cientos de individuos
del sexo masculino e incluso unas pocas mujeres que alcanzaban y superaban la
mayoría de edad habían abandonado la seguridad y la tranquilidad que implicaban
el hecho de quedarse en esas viviendas tan resistentes – ante la imposibilidad
de salir sin exponer la vida, lo mejor que podían hacer, cuando no lo único,
era quedarse adentro de sus hogares y aguardar el final de la catástrofe
natural, la peor del último siglo – y los numerosos refugios dispersos por
todas las regiones del reino insular para ayudar en todo cuanto les fuera
posible y en la manera en que sabían, no bien advirtieron que aquello no iba a
ser una lluvia y vientos normales, de esos a los que los insulares estaban
acostumbrados. Como todos los elementales, los seres feéricos poseían una
conexión tan personal e íntima con la naturaleza que los facultaba para sentir
y advertir los peligros (lluvias, vientos fuertes, granizo, marejadas…) antes que se hicieran presentes, o darse
cuenta cuando estaban disminuyendo o aumentando
su ferocidad e intensidad. En
este caso, había sido un peligro vinculado directa e indirectamente con las
condiciones atmosféricas y el clima, de esos que rara vez eran poseedores de
tal fuerza, en lo que fuera la “Gran Catástrofe”, el peor desastre de los últimos
cien años. Cada una de esas valientes hadas, al estar de vuelta cuando por
finalizado dieron su arduo trabajo, fueron recibidas de la misma y exacta
manera en que aquel matrimonio que fuera pionero en eso de ofrecer la ida
propia para salvar la de otros: con aplausos, ovaciones y salutaciones que destacaron
el heroísmo.
Desafortunadamente, noventa y tres individuos
entre ese grupo de valientes no habían tenido suerte en eso de volver. Habían
fallecido en su intento por servir, por ayudar, recibiendo póstumo los más
altos honores por el gran servicio prestado al reino y a su pueblo de manos de
los más altos responsables políticos del Consejo de Cultura, encabezado por
Elvia, la princesa heredera al trono. Pasaron a ser héroes y en su honor y
memoria ya se estaba erigiendo un monumento de granodiorita (una piedra muy
fuerte) allí donde, una información ya confirmada, cayeran los primeros siete
de os héroes, con el derrumbe de un viejo galpón cerealero que en este momento
era usado como refugio para unas pocas personas.
Con diferentes y amplios niveles de optimismo
(o pesimismo), hasta el último de los seres elementales que vivían en el reino
de Insulandia y los otros países de Centralia coincidieron en un futuro por
demás negro y muy poco o nada feliz: la reconstrucción total, como ocurriera en
su momento con la “Máxima Catástrofe”, no iba a demandar menos de una década o
una y media, diez a quince años, de extenuantes y arduos trabajos e inversiones
multimillonarias en todos los sectores. De manera tal que esas cuadrillas especiales,
en el curso de las cuarenta y ocho horas posteriores a la “Gran Catástrofe”
florecieron y se multiplicaron hasta transformarse en otro componente fijo del
paisaje por donde se mirara, por todos lados.
Por lo pronto, pensaba el oriundo de Las
Heras, uno de los valientes que había logrado volver a su casa y vivir para ver
toro día, los cuadrilleros andaban en Barraca Sola y los otros barrios de la
Ciudad Del Sol trabajando todo el día, todos los días.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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