El coro de voces y la orquesta sinfónica
reales, un total de cuarenta y cuatro (dieciocho y veintiséis, respectivamente)
hadas artistas que por especialización dentro de las artes tenían la música, estaban
en uno de los palcos, conservándose en silencio, preparando el primer grupo sus
eximias voces y comprobando el segundo que los instrumentos musicales
funcionaran correctamente. Como cualquiera de los presentes, estaban a la
espera de que hiciera su aparición la reina Lili, para iniciar el momento cumbre
de la ceremonia, en su caso emplear las acostumbradas y clásicas
interpretaciones musicales insulares. Habrían de hacerlo, por supuesto, con la
ejecución del Himno Patrio Insular, una canción tan antigua como tradicional y
aclamada – una auténtica joya histórica y musical de once minutos con quince
segundos de duración – que constituía uno de los máximos símbolos del reino, y
continuar con un repertorio de las mejores canciones patrióticas,
tradicionales, folclóricas y alegóricas. Para esta multitudinaria festividad
habían preparado un repertorio compuesto por dos docenas y tres cuartos de temas,
que continuarían ejecutando hasta que concluyera la celebración. Varios
funcionarios políticos insulares de bajo, medio y alto rango también estaban
allí, ocupando asientos en el palco oficial y vistiendo sus mejores galas. Eran
en total treinta y dos lugares en una fila de cinco, otra de nueve y otras dos
de ocho cada una. De las restantes, dos estarían ocupadas por Nadia y aquella
hada embarazada, en la segunda fila, en tanto que en la primera estarían
Oliverio, Lursi, Kevin y Eduardo, que serían los calificadores en el concurso
de baile de vals, y la reina, en el centro de esa fila. Hasta el último grupo
de sillas en la plaza y sus caminos internos, la avenida De Circunvalación y
las adyacencias estaba ocupado: el movimiento en el suelo y el aire era
constante y, estuvieran de pie o sentadas en cualquier parte, las hadas no
dejaban de practicar sus movimientos y pasos de baile tradicionales, entre si
corrigiéndose si no lo hacían correctamente – “De los errores también se
aprende”, coincidía todo el mundo – y felicitándose si ocurría lo contrario.
El cuarteto de hombres ocupó momentáneamente
sus respectivos lugares en la primera fila del palco y observó los elementos,
tan simples como efectivos, de que dispondría para calificar a las parejas
concursantes, también presentes en el lugar reservado para la reina: una
pizarra negra de madera y una tiza blanca. No habría más que escribir la calificación,
de uno a diez, y enseñar el puntaje a las parejas. La reina Lili se ocuparía
con magia de que lo supiera toda la concurrencia.
_Calificar no va a ser sencillo, por más que
parezca todo lo contrario – advirtió a Eduardo Oliverio, probando la eficacia de
la pizarra. El sonido de una tiza de punta yendo hacia abajo era tan
desagradable aquí como en la Tierra. Oliverio estaba preparando uno de los
extremos para que al escribir los números resultaran perfectamente visibles
para los bailarines –. Lo que pasa es que los seres feéricos… se podría decir
que cada individuo femenino y masculino por poco y aprende a bailar el vals al
mismo tiempo que a caminar. Vamos a tener que estar bien atentos. Como dije, va
a ser algo complicado.
Así pasaron uno atrás del otro los minutos.
Durante ellos, más y más seres feéricos
aparecidos desde cada uno de los puntos cardinales se sumaron a la nutrida
concurrencia, con el consecuente incremento del ruido y el bullicio en la plaza
central y sus alrededores. Toda la muchedumbre, incluidos los numerosos liuqis
congregados sobre las copas más altas y el lujoso enrejado frontal del castillo
y los seres sirénidos (sirenas y tritones), unos veinte que estaban en la
fuente de tres niveles, continuaban a la espera del momento cumbre de la
festividad del otoño: la aparición de la cabeza del poder político insular, tal
vez de su parte algún breve discurso, e inmediatamente después la ejecución del
himno patrio. Finalmente, cuando el reloj de péndulo en la plaza central
anunció las veinte horas en punto, algo además confirmado con una sonorísima
campanada desde el interior del castillo, una de las hadas guardianas,
vistiendo su característico uniforme de gala, habían aparecido de pronto desde
el imponente balcón en el primer piso, caminando con el paso firme y decidido
hasta la reja dorada. Desplegó nuevamente sus alas, remontó el vuelo en línea
recta hasta alcanzar una altura determinada (por las dudas, las hadas dejaron
de lanzar fuegos artificiales), e hizo el anuncio, con voz alta y clara:
_¡ Su majestad excelentísima del reino de
Insulandia!...¡ la reina Lili!.
Ese tenía que ser, sin dudas, el anuncio
formal.
Y, en efecto, allí estaba ella.
La cabeza del poder político, cuya aura
amarilla y roja estaba opacando a causa de su intenso brillo a todas las luces
artificiales que tenía más cerca de si, sin embargo, había aparecido desde más
allá de los terrenos del Castillo Real, y también desde más altura,
describiendo espirales que tenían una forma circular perfecta, y dejando tras
su paso la estela de dos colores, mientras reducía la altura inicial de
alrededor de un kilómetro, centrando su sentido de la visión en el único lugar
que quedaba libre en el palco oficial, en el centro de la primera fila.
Eduardo, que tendría el honor de estar a un
lado de Lili, ya había visto este tipo de comportamiento en las hadas, desde
que abandonara la casa de Isabel, en la tarde de aquel día en que recuperara el
conocimiento. En un principio pensó que los seres feéricos podían estar
buscando un lugar cómodo para aterrizar, en tanto iniciaban el descenso. Pero
luego descubrió que era una forma de hacer su llegada con cierto grado de
espectacularidad a algún lugar. Era algo que practicaban sobre todo en las
ocasiones solemnes.
Aunque no estaba consignado por las leyes, y
por lo tanto no era de cumplimiento obligatorio, toda la concurrencia sentada
estuvo de pie, firme y en silencio, observando como la reina de Insulandia
descendía la última catorcena o quincena de metros en línea recta, con
delicadeza y sin hacer ruido alguno (Eduardo concluyó, al verla, que era como
una hoja cayendo al vacío desde la copa más alta, mecida por la suave brisa), y
ocupaba el asiento libre. Fue suficiente con un suave batir de sus delicadas
alas para que todas y cada una de las luces artificiales tuvieran otro aumento
en el brillo y la intensidad. Había ello sido posterior a la pronunciada y
protocolar salutación que dedicara a sus súbditos, feéricos y elementales por igual,
reunidos en el casco urbano e histórico de la capital. Y previa la salutación a
la ejecución del himno patrio por parte del coro de voces y la banda sinfónica.
Más tarde, con aquel discurso ceremonial de
apertura (la reina Lili lo había memorizado) que hubo de prolongarse durante
otro sexto de hora, dio por iniciada la pomposa festividad del otoño en la
plaza que daba nombre al barrio. Evidentemente, se había tratado de uno de los
momentos más esperados, cuando no el más esperado, por toda la concurrencia,
fue que no bien la reina de Insulandia hubo de proclamar en voz alta “¡Diviértanse
y disfruten!”, la gran mayoría de los presentes, por no decir todos, se puso en
movimiento. Era uno de los bailes clásicos de las hadas, de pasos y movimientos
complejos, acompañados por una suave y melódica música, que al originario de
Las Heras le recordó bastante al estilo o género propio de su tierra de origen.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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