_¿Se extraviaron?.
_Te dije que no estábamos solos, nos
observaban., repitió Isabel.
Una de las almas solitarias que protegía los
recursos almacenados en el Banco Real junto a la Guardia Real, que más que otra
cosa parecía, de hecho, un fantasma,
había hecho su aparición ante la pareja de visitantes, atravesando el
techo sin dificultades, y adquirido entonces una forma física reconocible. Se
trataba de una mujer de , al menos, un metro con setenta y cinco centímetros de
altura que no tenía, o no aparentaba, una edad que fuera superior a los treinta
años – no podía saberse la correcta, porque físicamente los seres feéricos
cumplían un año cada cuatro al llegar a la mayoría de edad, a los dieciséis. A
menos, claro, que el alma solitaria la mencionara –. Parecía estar constituida
por humo o vapor, u otra sustancia muy similar a esas dos, de una tonalidad
bastante clara de color gris, que en el corredor subterráneo brillaba gracias a
la escasa iluminación, la cual provenía de la esfera que controlaba Isabel. El
alma solitaria tuvo que haber sido en vida, con toda la seguridad, una mujer
dotada de una extraordinaria belleza (y por demás voluptuosa), una condición
física que, como bien y sabiamente pudo apreciar el oriundo de Las Heras,
todavía conservaba. Un hada, considerando que en su espalda se encontraban las
alas, formadas por la misma sustancia grisácea que el cuerpo. Por otro lado, y
a diferencia de los espectros o los fantasmas, estaba caminando, lo hacía desde
que atravesara el muro, en lugar de planear, flotar o volar.
¡No era ningún tipo de hechizo o ilusión!.
Caminaba con toda la normalidad y total
soltura, con la gracia que caracterizaba al sexo femenino en los seres
feéricos. Tenía el cabello largo y sin bucles, que hasta la cintura le llegaba,
y su indumentaria y el calzado eran de los más tradicionales de las hadas… o lo
habrían sido en vida, y conservó una imitación de ellos luego de transformarse
en un alma solitaria.
_Te lo dije – le recordó Isabel al alma
solitaria, dando hacia ella un paso decidido –. Íbamos a estar en el Banco Real
de Insulandia una vez que Eduardo hubiera abierto los ojos y hubiésemos tenido
la oportunidad. Además, el tenía ganas de conocer este lugar y yo de
visitarlos, de modo que acá estamos – anunció el hada de la belleza al alma
solitaria, a quien parecía conocer. Más aún, físicamente parecían idénticas, especialmente
en la altura y esas curvas tan evidentes –. No llevamos mucho en este lugar,
diría que solamente media hora; usamos uno de los accesos laterales y recién
salimos de la recámara número doscientos diez. Pensábamos continuar la
recorrida en los niveles inferiores.
_Ya veo, ya veo – comentó el alma solitaria.
Igual que las hadas y los sirénidos, no demostraba recelo, desconfianza ni
tampoco hostilidad con sus gestos ni con sus palabras. Lo miró directo a los
ojos, sin pestañar, y no encontró con esa acción evidencias de maldad o
cualquier otro sentimiento y pensamiento negativo. Observó entonces el alma
solitaria femenina al licenciado en arqueología (ese era su título), pegando
una vuelta completa alrededor de el, en el sentido opuesto al de las agujas del
reloj, flotando por fin, y enfrentando inmediatamente luego al hada de la
belleza, le dijo –. Tenés muy buen gusto, Isabel, y te felicito por eso. Se ve
que también es hereditario. Cristal estuvo acá ayer a la tarde, más o menos a
eso de las cinco, y me habló de el con muy buenas palabras. Se llevó una
excelente impresión. ¿De manera que este alienígena va a convertirse en mi
yerno?.
Le sonreía y lo encontraba agradable.
Eduardo tragó saliva y opinó:
_No me gustó como sonó eso.
Había sido en broma, naturalmente, pero
también una contestación inmediata, algo instintivo. Tenía en todas sus
facciones la justa cuota de sorpresa, y alternativamente miraba al alma
solitaria y a su compañera sentimental, esforzándose en detectar las reacciones
de cada una. Eduardo no estaba preparado para escuchar esa noticia… esa
“revelación”.
_Sorpresa – anunció el hada de aura lila,
haciendo que el alma solitaria y el experto en arqueología submarina se
acercaran a su persona, y preparándose para las presentaciones formales. La
atmósfera era de regocijo y gusto por las compañías –. No quería decir una sola
palabra, ni mucho menos entrar en detalles, hasta que hubiéramos hecho el
contacto con las almas solitarias, y ese momento finalmente llegó – explicó a
su compañero sentimental, que ahora ya sabía el motivo del parecido físico
entre ambos seres elementales femeninos. Eran una madre y su hija. Apenas se
notaba una mínima diferencia entre ellas en lo referente a la edad que
aparentaban –. Eduardo, ella es mi progenitora. Su nombre es Iulí – el
originario de Las Heras saludó con una reverencia al alma solitaria –. Mamá,
este es mi compañero de amo0res, se llama Eduardo, y es un licenciado en
arqueología que…
_¿Licenciado, eh?. Eso se oye bonito. Isabel,
lo tengo que admitir. Hiciste una muy buena elección. Los comentarios que
llegaron hasta acá fueron ciertos – los interrumpió una segunda alma solitaria,
esta del sexo masculino, que había traspasado la gruesa pared y saludado al
trío con una reverencia –. Perdón por la tardanza. Había un ilio merodeando por
la sala contigua al acceso lateral, y lo fui a “visitar”. Se llevó un buen
susto y no creo que vayamos a verlo por un largo tiempo. Bueno, ¿cómo están?.
Esto me va a gustar. Me refiero a las reuniones familiares. Es algo que además
disfruto mucho.
Era de la misma consistencia que su
contraparte del sexo femenino y tenía su misma altura e idéntico medio de
locomoción, al que hiciera propio después de haber atravesado la pared. En
lugar de planear, flotar o volar, estaba caminando. Igual que su contraparte
femenina, Iulí, tuvo que llevar el calzado y la indumentaria tradicionales de
las hadas al momento de aplicar el complejo y fallido hechizo de separación.
Los dos parecieron haber afirmado su apego por la cultura feérica, parte de
esta, en su último momento, y el experto en arqueología submarina dedujo
entonces que los individuos de esta especie habrían de llevar por siempre el
calzado y la ropa que estuviesen usando en ese crucial instante.
_Y el es mi papá., concluyó el hada de aura
lila, invitando al par de hombres a que se acercaran.
Tampoco entre ellos había mala
predisposición.
_Wilson – se presentó el alma solitaria
masculina, haciendo el clásico saludo fraternal de los seres feéricos. Era
inútil querer estrechar la muñeca (esta era la costumbre entre las hadas, en
lugar de la mano de la otra persona) de alguien como el, porque la mano propia simplemente seguía
de largo, y con ello pudo advertir el arqueólogo que la consistencia de un alma
solitaria implicaba, al tocar a una de ellas, sentir la mano cubierta por vapor
y una sensación de frío. Los padres de Cristal e Isabel, dos de los eternos
custodios de las riquezas del Estado y el pueblo insular (teniendo esa
consistencia gaseosa, o vaporosa, ¿qué otra cosa podían hacer ellos para
cumplir con dicha tarea, aparte de darles un susto a los eventuales amigos de
lo ajeno?), se situaron frente a la mayor de sus dos descendencias y el
compañero sentimental de esta, y el progenitor habló una vez más, contento por
lo que estaba ocurriendo –. Las cosas están saliendo bien., Una ya cayó y por
los rumores que llegan acá es cuestión de tiempo para que también lo haga la
otra. Entonces, ¿ustedes qué opinan sobre eso de sostener una reunión
familiar?. Yo estoy a favor del si.
Podría haber dos individuos más de lo
habitual.
Eduardo e Isabel, al igual que Iulí, no
pusieron objeciones, sino más bien todo lo contrario, porque, desde el inicio
de las primeras civilizaciones, los seres feéricos veían en la familia a una de
las más importantes de todas las instituciones, al mismo nivel que el Estado, y
esta era una de las tantas formas de rendirle honor y demostrarlo. Los cuatro
emprendieron la marcha a paso normal, y Eduardo pensó que esto era lo más
extraño a lo que habría el de enfrentarse. Tomar el té en una caverna a no
menos de quinientos metros de profundidad en compañía de un hada y dos entes
que se habían quedado en un punto intermedio, a mitad de camino entre la vida y
al muerte.
¿Qué grupo más atípico sería ese?.
El dúo de almas solitarias, tomadas de la
mano, se había situado justo delante de la flamante pareja, indicando a sus
componentes que los secundaran en esta caminata nueva. Era, en efecto, una red
laberíntica, porque ambos guardianes los estaban conduciendo por un pasadizo
que momentos antes no se encontraba allí, no estuvo visible a los ojos de los
visitantes. Se trataba de uno de esos prácticos hechizos, prácticos y antiguos,
diseñado y puesto en práctica por los constructores de tiempos pasados para
mantener oculto al túnel y desorientar a intrusos y saqueadores. Sin embargo,
más allá de ese ocultismo, no tenía nada en particular y era como cualquiera de
los otros: un corredor oscuro, húmedo, carente de iluminación, un tanto
lúgubre, con un pobre nivel de aire (Eduardo notó justo allí una curiosidad:
¿cómo llegaba el aire hasta allí e incluso más abajo?), con unos pocos grabados
alegóricos en las paredes, pequeños insectos correteando por allí… y un cráneo
de tamaño muy reducido, no mayor al de una ciruela, olvidado en el suelo,
alumbrado por la esfera lila que todavía mantenía Isabel. Por la forma, y
después de tomarlo con la diestra, el futuro cuñado de Cristal dedujo que no se
trataba de alguna clase de roedor u otro animal pequeño. Demasiado chico y
alargado, con cuencas redondas y grandes y dientes diminutos. Pudo haberse
tratado, sin embargo, de un gnomo no adulto u otro ser elemental parecido. ¿Por
qué no?. El experto en arqueología submarina ya estaba al corriente de la
existencia de los tritones y de sus contrapartes femeninas, de las hadas y de
los ilios. Sus conocimientos en paleontología y disciplinas similares no
aplicaban en este caso.
_Es el cráneo de un liuqi, otro de los
componentes del reino elemental, o, como los conocemos, los “Pobladores de los
Árboles” – comunicó Wilson al arqueólogo, mientras seguían caminando y el
compañero de amores de su hija mayor volvía a dejar ese resto óseo en el piso –
Unos veintidós centímetros de alto y alrededor de ciento cincuenta gramos de
peso. Habrá un millón y tres cuartos de ellos viviendo en el continente
centrálico, e imagino que al menos el veintiuno o veintidós por ciento lo hace
en Insulandia. Liuqi es una palabra que en su ancestral lenguaje significa “Seres
de los árboles”, de ahí una de las formas con que nos referimos a ellos. Creo
que hay seis millones más viviendo en los otros continentes.
_¿Viven encima de los árboles?., inquirió
Eduardo.
_Encima y dentro – contestó Iulí. Sus pisadas
y las de su eterno compañero no producían sonido alguno al tocar el suelo de piedra.
Tampoco el rumor de ese vapor o humo, y de ambas almas solitarias solamente las
voces se escuchaban –. Pasan la mayor parte del tiempo haciendo su vida social
en las copas de los árboles, entre y sobre ellas, y duermen en el interior de
las ramas más gruesas y los troncos. Hace poco supe de la existencia de un
árbol, un baobab, que estaba y habitado por cuatro centenas y media de liuqis,
viviendo y desarrollándose en la copa y el tronco. Si no estoy en un error, esa
es la cuarta o quinta comunidad más grande de todo el planeta. Son seres
elementales de hábito nocturno, así que difícilmente vas a ver a uno o más
mientras el Sol esté en el cielo – la progenitora de Isabel y Cristal pensó que
era conveniente ilustrarlo a este respecto, para que cuando Eduardo se topara
con los liuqis no se impresionara –. Ellos tienen una vida muy corta que no
supera los treinta días. Si, no miento. Un mes es su expectativa de vida. En ese
tiempo pasan de ser crías diminutísimas a adultos sanos. Pero se los puede detectar con facilidad,
porque sus ojos son de un color rojo intenso y sus cuerpos emiten una brillante
aura los pocos minutos de la mimetización, de unos tonos parecidos al del lugar
en que se encuentran. Fuera de eso, su pelaje es negro, y tienen manchas
blancas alrededor del cuello, como un collar, en los tobillos y en las muñecas.
_Parecidos a los ilios., comparó Eduardo.
El camuflaje era común a por lo menos dos
especies elementales.
_Si, eso es verdad, pero los liuqis son
socialmente superiores, tienen mejor carácter, son más simpáticos, confiables,
amistosos y no dudan en conservar el buen trato, los lazos comerciales y los
culturales con las hadas, por ejemplo. Nada de eso distingue a los ilios –
intervino Isabel –. Por naturaleza, son los liuqis seres bondadosos y
solidarios. Es de gran consuelo saber que si los seres feéricos la estamos
pasando mal de alguna manera, ellos van a estar allí para ayudarnos en lo que puedan…como
puedan. En ellos podemos encontrar una mano y una voz amigas, y eso es muy
importante. Son buena gente, y nunca vas a poder hallar a uno solo que sea
malo, a no ser que lo sean con ellos.
_¿Y por qué el hábito nocturno? – quiso saber
el arqueólogo –, ¿eso en qué los beneficia?.
_Es su naturaleza – contestó Iulí, llegando
ya al final del pasadizo. Este, sin embargo, giraba hacia la derecha en ángulo
cerrado. Seguía sin haber otra iluminación que el brillo de ambas almas
solitarias y la esfera lila que dirigía Isabel, además del aura de esta –.
Además, los liuqis tienen una dieta a base de insectos, son insectívoros y hay
una mayor cantidad de “alimento disponible” por las noches. Ingieren en
promedio ciento veinticinco a ciento
cincuenta gramos de alimento diario per cápita. No necesitan más que eso, con
la altura, la resistencia física y el peso que tienen a lo largo de su efímera
vida. Su organismo y su biología son muy similares al grueso de las especies
del reino elemental, hadas incluidas – y concluyó – .Los liuqis son de
reproducción ovípara y no demoran más de seis o siete días en alcanzarla vida
adulta. El período de gestación de una hembra de la especie, que solo tiene
media decena de puestas en su vida y entre cuatro y cinco huevos por cada una,
es de doce horas. Si, doce horas. Y pasan otros treinta minutos empollándolos.
Como dije, los individuos de esa raza llegan a vivir un mes. Es nada para los otros
seres elementales, pero para ellos el polo opuesto. Toda una vida llena de
gloria, aventuras y emociones. El cráneo que viste en el suelo, Eduardo… bueno,
fue un adulto y ya estaba allí cuando Wilson y yo nos convertimos en
guardianes.
_Todo el tiempo pedimos a las hadas que se
ocupan del mantenimiento y las eventuales reformas n este lugar, las de los
Consejos de Infraestructura y Obras y de Hacienda y Economía, que dejen ese
cráneo donde está. Podría decirse que lo necesitamos para nuestro trabajo –
agregó Wilson, a poco de llegar a esa esquina con ángulo cerrado – Podría sernos
de utilidad para asustar a los amigos de lo ajeno.
_Pero si los seres feéricos no roban, no son
amigos de lo ajeno – se hubo de extrañar el experto en arqueología submarina,
observándolo –; ni siquiera, me contaron, lo hizo durante la Guerra de los
Veintiocho el hada malvada… por lo menos a los individuos de su especie. Los
liuqis son tan chiquitos que uno solo de ellos no podría llevarse una pieza que
fuera más grande y pesada que ellos, lo mismo o casi que los gnomos y gnómidas,
y los seres sirénidos, sin el elemento que da la vida… – y entonces comprendió,
girando con todos los demás hacia la derecha –, ¿ilios, cierto?.
_Si, ilios – apuntó su compañera sentimental,
tratando de no pensar, porque a ella no le agradaban esos seres -. No digo que lo vayan a hacer cada vez que
uno o más de ellos vienen a este lugar, pero esporádicamente es posible que
aparezca alguno que tiene las manos más rápidas que la vista y se lleva algo… o
trata de hacerlo. Ellos almacenan unas pocas posesiones, aunque casi nadie sabe
cuales son esos bienes, ni tampoco su valor, en el Banco real, pese a ese aislamiento
que tanto los caracteriza. Las hadas sostenemos desde hace tiempo, diría que
desde hace alrededor de dos décadas, que esos artículos que guardan acá les
proporciona una excusa perfecta para venir y tratar de llevarse algo que no les
pertenece, pero no podemos demostrarlo.
_Aunque no lo parezca, porque no lo
demuestran, los ilios son inteligentes., agregó Iulí a las palabras de su hija.
_Perdón que los interrumpa – dijo de pronto el
alma solitaria masculina, Wilson, cortando con esa interrupción sobre los
liuqis, ilios (por esos seres, interrumpir era algo que no lamentaba) y los
tesoros almacenados en el banco Real de Insulandia. Unos pocos metros más
adelante se podía divisar otra recámara, y en ella no parecía haber cántaros ni
estanterías con el inventario – Ya casi estamos llegando a nuestro destino. Al
final de este túnel.
El ambiente aparentaba las mismas dimensiones
que la sala distribuidora.
_¿Qué hay allí?., quiso saber Eduardo.
_Un salón de té – contestó Iulí. De
encontrarse ella y su eterno compañero enteramente vivos, los pasos de ambos
producirían ruido al impactar contra el suelo, sobre todo los tacones de ella.
Ahora, en cambio, no lo hacían. Era lo más parecido al agua en ebullición
golpeando contra una superficie firme –, otro. Uno de los siete que hay bajo la
superficie. No por las almas solitarias, porque no requerimos en ningún momento
de bebidas ni alimentos. Pero cuando alguien viene para una estancia…
prolongada, se podría decir, lo intentamos tratar de la mejor manera que
podamos, que nos sea posible, y eso incluye un agasajo gastronómico. Si, Eduardo,
podemos mover cosas – Iulí se anticipó a la duda del compañero sentimental de
la mayor de sus hijas –. Pero vía telequinesia, y no tienen que ser muy pesadas.
En este caso, la tetera, las tazas y eso. Y hablando del salón de té… ¡ustedes
dos! – exclamó, observando sin pestañar a los dos hombres. Su marido y Eduardo,
que entre ellos se miraron e intercambiaron miradas de duda y sorpresa –. En el
interior de esa recámara se encuentra Iris, de modo que les pido, por favor,
que tengan la decencia de comportarse.
Ocultó con una sonrisa el leve gruñido.
Sabía que Wilson y Eduardo se comportarían,
pero así y todo…
¿Los celos serían también hereditarios?.
_Secundo esas palabras., coincidió Isabel con
su madre.
_Pero, ¿por qué?, ¡quién es Iris?., quiso
saber el licenciado en arqueología, dirigiendo sus palabras al alma solitaria
femenina (su futura suegra), en tanto el progenitor de las hermanas de aura
lila se hacía alevosamente (y escandalosamente) el distraído, silbando y
enfocando los ojos en otra dirección.
_Tu servidora – anunció una voz femenina
desde el interior. Una voz serena y alegre –. Cada vez es mayor la cantidad de
hombres que lo llevan a la práctica, y no es solo conmigo. Miran a las mujeres
donde no las tiene que mirar, no se si me explico. Nuestra cara está un poco
más arriba.
A la tercera alma solitaria, la segunda del
sexo femenino, las mejillas se le habían vuelto de una tonalidad un tanto más
oscura del color gris, y Eduardo supuso que esa reacción era el justo
equivalente al enrojecimiento en las mujeres de la especie feérica.
De esa manera había hecho su aparición y
anunciado su presencia ante el grupo la más antigua de las almas solitarias en
todo el planeta, que ayudaba al contingente de hadas guardianas a velar por y
defender los recursos y tesoros del pueblo y del Estado insulares. Había alcanzado a Eduardo, Isabel y su par de
congéneres en el preciso momento en que ese cuarteto se disponía a cruzar el
umbral. Parecía haber estado en ese lugar esperándolos. Su consistencia, color
y altura no eran diferentes a las de Wilson e Iulí, pero, contrario a ellos,
Iris no llevaba ninguna indumentaria y calzado tradicionales o cualquier cosa
parecida. Iris llevaba como prendas de vestir – con razón las palabras de
advertencia y el gruñido disimulado por parte de la madre de Isabel – una bata
apenas sujeta a la cintura, que dejaba al descubierto un camisón con un escote
generoso, puntillas y que le cubría hasta apenas arriba de las rodillas. En sus
últimos instantes en este mundo, Iris debía de haber estado a minutos de irse a
dormir, cuando tratara de llevar a la práctica el problemático hechizo de
separación. Por supuesto que se había tratado de un hada, una de cabello tan
largo que le llegaba hasta la cintura, uñas largas en las manos y los pies
(estaba descalza) y que aparentaba la misma edad que las otras dos almas
solitarias de Insulandia.
_El hada malvada de la que te estuve hablando
prácticamente desde que despertaste, Eduardo., comunicó su novia.
Con ese anuncio, la mayor de las hijas de
Wilson e Iulí incorporó otra cantidad de asombro y confusión en su compañero sentimental,
que miraba alternativamente a Isabel y al alma solitaria femenina recién
aparecida.
_Si, esa soy yo. Isabel no te mintió –
corroboró Iris, mirando a la hija de sus congéneres primero y a Eduardo al
instante. En este enfocó la mirada, y agregó –. Yo soy un alma solitaria en
parte, un caso atípico entre los atípicos, se podría decir, porque únicamente la
mitad de mi ser se transformó en esto que soy ahora. Solo mi alma, eso es lo
que vos estás mirando, porque le quise dar otra aplicación a esos últimos
vestigios que quedaban de mi energía vital – el novio de Isabel pudo advertir
en Iris una fugaz expresión de tristeza, a la que trataba de disimular como
podía. Al instante, vio como demostraba esa aplicación, al menos una parte.
Habían adquirido, tanto el cuerpo como la ropa, sus colores originales (etnia
blanca, camisón negro y bata roja), a los pocos y breves segundos regresando al
gris claro. Había hecho un movimiento idéntico al de Isabel la primera vez que
esta enseñara sus alas a Eduardo – En el momento en que adquirí esta condición
sabía de sobra que iba a “vivir”! acá para siempre, de manera que le pedí a los
miembros del Consejo Real y a los reyes que me dejaran convertirme en una
guardiana de este lugar. Llevo viviendo, de verdad viviendo, y trabajando en el
Banco Real de Insulandia siglos enteros… ¡milenios!.
_¿Qué representabas?., le preguntó Eduardo.
_Los sentidos, todos ellos – fue la respuesta
de Iris – Para nosotros, me refiero a los seres feéricos, son diez, y ninguno
es menos importante o más que los otros nueve. Esos sentidos son la vista, los reflejos,
el tacto, la telepatía, el gusto, el oído, la visión remota, el olfato, la
telequinesia y, aunque algunos prefieren no contarlo como uno, y yo si, la
técnica de transformación. En mi época hubo solamente cuarenta y una hadas que
reunieron más de uno, porque como pasó y pasa con otros tipos de seres
feéricos, como las de los animales, por
ejemplo, se da una especiación. Yo fui la única persona, y continuo siéndolo,
que los reunió a todos a la fecha, con un dominio muy por encima del promedio.
No es cuestión de ver, escuchar, olfatear y eso… se requiere que uno o más de
los sentidos estén de verdad muy por encima del común, al punto que no exista
un modo de superar al poseedor o la poseedora. Tuve la decena de sentidos tan
desarrollados, alcanzaron un nivel de sofisticación y evolución que me puso
entre las más poderosas de todas las hadas. Incluso pude superar, también por
mucho, a las hadas de los sentidos, a todas ellas. Hasta estuve por encima de
casi todos los líderes mundiales. Aproveché esa ventaja incomparable para
lanzar el primer ataque contra esa escoria y con eso empezó la Guerra de los
Veintiocho – todos los presentes allí comprendieron que por “escoria” había
hecho una referencia a los ilios. Era de lo único que Iris nunca se había
arrepentido: tratar de borrar del mapa a esa especie elemental –. Poco después
del final de la guerra me estuve arrepintiendo de todos los daños, excepto,
claro está, de lo hecho contra los ilios. Pero lo demás, todo lo demás, me dejó
problemas y secuelas que nunca pude superar, en lo emocional, lo espiritual y
lo anímico. Prácticamente no hay día que no lo lamente – una lágrima cayó a
cada lado de la nariz, o eso pareció. Fueron puntitos brillantes que brotaron
de sus ojos –. Esa tristeza que siento como consecuencia de todas mis acciones
en el pasado aumenta cada vez que me pongo a pensar con más concentración de la
usual, en todas las cosas que pude haber hecho de estar, haberlo estado, con
vida; y siempre que veo como los “seres vivos”, por ejemplo ustedes dos – miró a
los enamorados, que estaban tomados de la mano – corren, se divierten, juegan,
trabajan, aprenden, forman una familia, asumen como corresponde sus múltiples
responsabilidades y obligaciones… en fin, todo. En eso consiste la vida.
Y entraron los cinco en el salón de té.
Continúa…
--- CLAUDIO ---
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