Y continuaron el viaje, caminando despacio,
tomados de la mano.
El silencio era interrumpido solamente por
unos pocos sonidos de la naturaleza, como el de los animales de costumbres
nocturnas y el arrullo de las hojas. Aun para tener la ciudad la superficie y
población que tenía, y ser con ello la capital del país, a Eduardo le daba la
impresión de estar en un lugar despoblado; nunca había conocido un lugar tan
grande con una población tan reducida. Algunos hombres y mujeres de la raza
feérica y otros individuos elementales estaban todavía de pie, despiertos y más
o menos atentos, dando muy pocas señales o ninguna de sueño o cansancio, o sin
evidenciarlos por fuera. Algunas hadas paseaban para divertirse, y otras se
ocupaban de las últimas actividades de la jornada, como el remolque hasta la
superficie del globo que se observaba desde la distancia y el acarreo de un
enorme contenedor con todo tipo de desperdicios y residuos no orgánicos. Los
seres feéricos que había allí, los del sexo femenino, adultos y menores con la
suficiente edad para entender “ciertos temas”, lanzaban sonrisas y gestos de
complicidad hacia su congénere de aura lila, a la vez que el flamante novio de
esta podía comprobar como estaba quedando como una celebridad – ya durante el
día se había anoticiado de que Isabel estaba entre las mujeres más lindas del
país –, mientras, igual que su compañera sentimental, correspondía los gestos
de igual manera. Pensó el originario de Las Heras que de ninguna manera era el
único individuo del sexo masculino que estaba siendo favorecido por la suerte,
al ver a ese hombre, de más o menos su edad, que acompañaba a Cristal, los dos
llevando calzado y ropa tradicionales, y después al que iba del brazo con
Nadia, los dos aun con sus uniformes de trabajo. Llegaron a La Fragua y
empezaron a caminar todavía más despacio. Nuevamente estuvo el hada de aura
lila en los brazos de Eduardo, carente por completo de cualquier deseo de mover
los pies en el suelo, estando vencida por la agotadora, aunque entretenida y
gloriosa, jornada.
_¿Qué vamos a hacer cuando hayamos vuelto a
nuestra casa, Eduardo? – preguntó el hada, entrecerrando los ojos y pegando un
bostezo poco evidente, tras lo cual quiso agregar, previendo una réplica –. Si
es nuestra, porque los dos vivimos en ella.
Al menos, lo era simbólica y fraternalmente,
pensaba la dama, detectando ya su casa y la de su hermana. Legalmente hablando,
habría de pertenecer a los dos en partes iguales una vez que estuvieran
casados. La vivienda sería uno de los bienes matrimoniales.
_Recurrir a lo único que es posible y
aceptable, Isabel. A la única cosa que estoy yo dispuesto a hacer estando así
de exhausto. Higienizarme superficialmente
primero e ir a la cama inmediatamente después, sin escalas intermedias –
anunció Eduardo, usando un tono serio y decidido. Era una promesa, y, como tal,
la cumpliría –. Tal vez unas cinco o seis horas puedan resultarme suficientes.
No es solo una consecuencia de la salida de hoy. Diría que eso es solo una
parte menor. Es por todo lo que viví y descubrí, sin darme cuenta, desde mi
primer segundo en este planeta. Y los descubrimientos y conocimientos
posteriores a mi despertar. Son muchas sorpresas alegrías y revelaciones en un
tiempo relativamente corto… más corto que relativo. No me queda fuerza para
otra cosa y necesito dormir algunas horas para recuperarme. ¿No te imp0orta, o
si?.
_Para nada – aseguró la dueña de casa,
viajando tranquila en la comodidad de los brazos de su compañero de amores. A
esto lo veía ahora como otra demostración de amor… y de solidaridad, al
descubrir Eduardo lo cansada que estaba Isabel –. La verdad es que yo también
necesito descansar. ¿Estás de acuerdo con que empecemos la recorrida
planificada para mañana a la misma hora que la de hoy, a eso de las diez?. A mi
no me importaría.
_Como gustes, a mi tampoco., coincidió el
hombre, que durante los últimos metros de distancia había caminado a paso lento
y cerrando los ojos, cada vez con una frecuencia mayor.
Descubrieron que la bicicleta propiedad de la
anfitriona estaba en la vivienda, apoyada contra el muro frontal de la sala
principal, junto a un mensaje que aquella hada había escrito de puño y letra.
“Me hicieron un favor el día de hoy y espero
tener la oportunidad de devolvérselos alguna vez. Muchas gracias a los dos,
Eduardo e Isabel”.
“¡Carajo!”, había exclamado en su mente el
oriundo de Las Heras, con justificado asombro, pensando que en su lugar de
origen u otros cercanos a el, sin cadenas u otros seguros, el rodado bien
podría haber sido un blanco facilísimo para los delincuentes. La llevaron al
ambiente en el extremo delantero del lote y luego fueron a la sala. Fue
suficiente con un rápido movimiento de sus manos para que Isabel
encendiera las velas dispersas por el
ambiente principal, y las llamas arrojaron al instante decenas de sombras, unas
más pronunciadas que otras, en el piso, el techo y las paredes. Les insumió
otro tercio de hora a cada uno el higienizarse, y cuando estuvieron nuevamente
en el pasillo que separaba a los dormitorios, hubo otro beso (el tercero) por
parte del novio.
_El de las buenas noches – explicó, prefiriendo
ahondar en eso en otro momento. Un reloj de péndulo instalado en la pared
estaba anunciando las veintitrés horas con cuarenta minutos. Solo un tercio de
hora los separaba del nuevo día –. ¿A las ocho en punto para desayunar en la
sala principal, entonces?, ¿o un rato antes?.
_No, mejor que sea a las ocho. Yo acostumbro
llegar a esa hora al museo, para arrancar con mis tareas allí, de manera que me
siento más cómoda con ese horario., prefirió el hada de la belleza, y tomó
rumbo a su dormitorio, en tanto Eduardo iba al suyo.
Sonriendo y sin dejar de verse hasta que
entraron a sus respectivos ambientes.
Aproximados los quince o dieciséis minutos
posteriores a esa despedida, ambos estaban ya dormidos, así los había recibido
el nuevo día, y el silencio los rodeaba por completo, con las ventanas
cerradas, cubiertas por las costinas, y a oscuras. Eduardo con lo puesto, la
ropa que usara al recuperar el conocimiento (buzo y pantalón con rayas blancas
y celestes verticales), al entrar en contacto su cabeza con la almohada rellena
con plumas y algodón. Isabel, de lado hacia la izquierda, con el camisón blanco
de seda, con la sábana cubriéndole solo los pies y tobillos, tampoco había
demorado mucho en cerrar los ojos. Para los dos, fue el punto final de la jornada.
Inusual temperatura de ambiente para esa hora de la noche – tal vez unos
veinticuatro o veinticinco grados – hubiese tenido como consecuencia que los
dos jóvenes demoraran no menos de dos y media veces ese tiempo en conciliar el
sueño, pero estaba claro que esta no era una de esas circunstancias normales.
Para Isabel, por haber descubierto el amor.
Para Eduardo, por las revelaciones.
Para ambos, la jornada como un todo.
La de ahora era una excepción más que
evidente para el experto en arqueología submarina. De encontrarse en su casa en
la periferia de Las Heras, dispondría de los aparatos eléctricos para
procurarse aire, un acondicionador funcionando a una capacidad moderada, según
fuera necesario; el reloj también eléctrico, que estaba programado para
anunciar las cinco en punto con un estridente silbatazo, y las luces
artificiales. Además, la cercanía a las calles asfaltadas y una avenida eran
promesa de ruido. Menos de cuarenta y ocho horas antes había recuperado el
conocimiento tras permanecer cincuenta días sin el. Confirmada al instante su
máxima creencia, o una de las dos máximas – no solo había hadas en este
planeta, sino también los espectros o almas solitarias, aunque no las había
visto, sirenas, tritones y gnomos… quien sabe que o cuales seres elementales
permanecían todavía incógnitos para el – pudo recuperar el deseo de vivir,
aquel que perdiera encontrándose a la deriva en uno de los océanos de este
mundo. Más aun, había pasado de ser un escéptico parcial a un creyente total en
lo referente a la existencia de la magia y la vida extraterrestre. Más dichoso,
si algo así era posible, se había sentido al tener el pleno convencimiento de
que la presencia de un ser humano (un “alienígena”) no estaba siendo rechazada
de que le estaba cayendo en gracia a todo el mundo en la ciudad capital y puede
que fuera de ella ya estuvieran formulando opiniones sobre el, porque la
noticia ya se conocía en todos los rincones del planeta, e incluso tenía como
novia (compañera de amores o compañera sentimental) a un hada que, además de
ser precisamente eso, representaba la belleza, algo que la convertía en una de
las mujeres más lindas de la raza feérica: cabello lacio con abundante
flequillo, nariz recta, ojos claros, un efecto tranquilizador en la voz, algo
característico en la especie, la belleza física superior a la media, una
consecuencia de su don, y medidas que como mínimo eran las ideales en busto,
cintura y cadera. Isabel, además, era su cuidadora y guía, algo que iría
perdiendo su efecto a medida que Eduardo se fuera integrando a la sociedad. Y
la capital del reino de Insulandia era en su conjunto el lugar idílico,
perfecto y paradisíaco; el “País de las hadas”, mencionado en cuentos, fábulas,
historias, leyendas y relatos de las islas británicas.
“Después de todo, si existe un mundo ideal en
una parte del Universo”.
Ese había sido su último pensamiento, antes
de cerrar los ojos y quedarse profundamente dormido.
No importaba la óptica que se empleara, era
cierto eso de que le estaba la vida sonriendo, y mucho. Su primer pensamiento
posterior a haber entrado otra vez a la vivienda había sido asimilar y aceptar
la idea de que no se encontraba, por primera vez desde que empezaran los
desperfectos y fallas en el antiquísimo monoplaza, alarmado ni preocupado pos
su vida, aquella ya armada y constituida en Las Heras, ni siquiera por la casa
abandonada a su suerte en la periferia. ¿Era acaso posible que la sociedad y el
planeta de los seres feéricos y elementales como un todo pudiera tener el mismo
efecto tranquilizador y calmante – espiritual, anímica, moral y mentalmente
hablando – que los habitantes, por lo pronto las hadas?, ¿emociones carentes de
conflicto?, ¿sería tal vez que el entorno provocaba esos efectos gratificantes,
al punto de logar incluso la desaparición de su mente de todos y cada uno de
los pensamientos negativos y malas vibras?, ¿o sería una combinación de las dos
cosas?.
“Tal vez sea la tercera opción”.
La conclusión fue esa.
A esa había llegado Eduardo desde que usara
la puerta espacial, el más grande de los logros de las hadas a la fecha en
materia de tecnología y también de ciencia, en el viaje de regreso a La Fragua,
5-16-7. Desde que dejara el parque La Bonita, tomado el de la mano con su
flamante compañera sentimental, su mente, el tenía la sensación, nunca se había
encontrado tan clara ni tan despejada, totalmente libre de preocupaciones,
malas vibras, temores, remordimientos, melancolía y cualquier otro tipo de
pensamiento negativo (la nostalgia no calificaba como tal para Eduardo, ni
creía que lo fuera). Tampoco había algo malo físicamente, ya en otras y muchas oportunidades
hubo de permanecer sin dormir n descansar durante horas, como aquellas
rutinarias salidas de los viernes y sábados – casa-trabajo-bar- casa y
casa-trabajo-club nocturno-casa, de no menos de las cuatro sextas partes del
día cada una – acarreando como resultado muy pocas horas de sueño tras haber
vuelto a su casa, o, peor, un ataque de estrés ante la ausencia de esas horas.
Hubo incluso una vez, hacía ya tres años, en que estuvo un tiempo algo
prolongado en el hospital local, y los profesionales en la institución
apuntaron al cansancio extremo como diagnóstico final.
El grato (gratísimo) paseo en compañía del
hada de la belleza, si bien su duración había sido más o menos la misma que
aquellas jornadas de los viernes y sábados, no hubo de representar ningún
esfuerzo sobrehumano, desconocido ni nada que se le pareciera. Y eso se podía
deber al efecto calmante y tranquilizador del planeta de las hadas, al mismo
efecto de esos seres o a una combinación de los dos. El debía sentirlo más o
mucho más que cualquier otro de los habitantes de este mundo, puesto que, con
su condición de “no feérico” y “no elemental”, tales efectos sobrevendrían con
una intensidad superior.
Era exactamente lo mismo – concluía – que el
debut absoluto con cualquiera otra experiencia.
Así las cosas, Eduardo hizo un replanteo en
su mente, al momento de pensar en y llevar a la práctica el primer beso con su
compañera sentimental (se esforzaría por usar ese término, en lugar de “novia”),
en un instante decisivo para su porvenir:
¿Borrón y cuenta nueva?.
¿Empezar una nueva vida desde cero, desde
bien abajo?.
En resumen, absolutamente nada por lo que
tuviera que preocuparse. Ni siquiera por la nostalgia que de seguro habría de
tener y sentir.
Ya no le importaba tanto – Eduardo reconocía –
el que estuviera viendo crecer el césped desde abajo para quienes lo conocieron
dentro y fuera de Las Heras. Tampoco su justificado y ganado título simbólico
de “gran viejo prostibulario”, aun para sus escasos veinticuatro años, llevaba
desde los trece con esa mención. Tampoco su puesto laboral fijo en el museo de
ciencias naturales ni todo lo que eso implicaba, como el personal a sus
órdenes, la oficina propia y una buena remuneración. Tampoco su calzado, indumentaria
y demás pertenencias que quedaron en el hotel de los suburbios de la ciudad de
destino en la Tierra, aquella donde se lo viera por última vez; quien podía
saber que suerte habrían corrido aquellas posesiones, principalmente el dinero
(el apostaba todo al “reparto entre los descubridores”). Tampoco las cuotas
impagas de los tres primeros meses de este año en el club social al que estaba
afiliado en Plomer, otra de las localidades en Las Heras. Tampoco, aunque no
tanto, su vivienda en la zona periférica de la cabecera, homónima del
municipio: había, se acordaba recién ahora, un testamento en el que la
constancia dejaba de cual quería que fuera su destino en caso de fallecer su
actual y único propietario – aunque lejos estaba de ser una persona de fe, quiso dejársela a la iglesia –.
Tampoco la pérdida por parte de la compañía privada del sector turístico de
tres millones de dólares, el valor con que tasaron al avión que acabara por
estrellarse en este planeta. Tampoco sus emprendimientos unipersonales ya
empezados y otros pocos que pensaba empezar a su regreso de estas vacaciones,
pues a estos últimos los podría llevar a la práctica en Barraca Sola y los
otros barrios de esta ciudad. Tampoco el pueblo como un todo, aquel que lo vio
nacer y crecer, sus conocidos, amigos y vecinos de ambos sexos, su transporte
automotor propio, sus antiguos compañeros de los estudios universitarios, a los
que veía de tanto en tanto, ni a los demás lugares que con mayor o menor
frecuencia y regularidad visitaba en Las Heras, sus alrededores o el área
metropolitana.
Aun si al cabo de cincuenta años se le
ocurriera volver a la localidad cabecera, y al municipio como un todo, habrían
las posibilidades más altas de que no quedara nada por hacer. El mundo que el
conocía ya no existiría, sería completamente diferente y podría ser que el
municipio hubiera sido urbanizado – si serían totales las diferencias –. Todas las
personas que Eduardo hubiera conocido, sino fallecidas, tendrían medio siglo
más de vida y tendría grandes dificultades para readaptarse y encajar en el
lugar que le sería conocido y desconocido al mismo tiempo. Le costaría mucho
trabajo, si lo pudiera hacer, reconocer a todo y a todos en Las Heras.
_Borrón y cuenta nueva, definitivamente. No
hay otro camino aparte de ese., había afirmado el, con un convencimiento
suficiente, mientras con ambas manos corría la sábana de seda hasta el extremo
de esta cama de una plaza, y se dejaba caer en ella con fuerza, relajando cada
uno de los músculos del cuerpo, exhalando el último suspiro y cerrando los
ojos, cesando con esos pensamientos.
No había utilidad alguna en el hecho de
concentrarse en ni dedicarle tiempo y energías a un pasado que no volvería.
A que, como todo, seguiría su camino.
Su vida ya armada.
Así la había resumido cuando el trío de hadas
(la reina Lili, la consejera Nadia e Isabel) hiciera acto de presencia en el
dormitorio ante el una vez que escucharon sus pasos y movimientos. Ya había
Eduardo recuperado el conocimiento. Simple y sencillamente, ni más ni menos, un
nuevo amanecer para el. Una nueva vida que implicaba un nuevo puesto de
trabajo, nuevas amistades y nuevos vecinos de ambos sexos. Un nuevo entorno en
una nueva cas que estaba en un nuevo barrio… en un nuevo planeta. Diferente
cultura, diferentes costumbres y diferentes tradiciones. Otro, aunque con
numerosas similitudes, estilo de vida, rodeado de mujeres y hombres que
carecían de maldad y malos pensamientos – incluso el remanente de aquella hada
malvada, que a últimas se había arrepentido de sus acciones –, que desde el
primer momento hubieron de mostrarse absolutamente dispuestos a llevarse bien
con este “inmigrante alienígena” , integrarlo a su sofisticada sociedad y
ayudarlo, por consiguiente, con cualquier cosa que pudiera necesitar. Hasta
Lili, la reina de Insulandia, y su hija Elvia, la princesa heredera al trono,
se habían mostrado amigables e interesadas en la integración de Eduardo. Su
mente era el único lugar en el que podía celebrar como se le diera la gana la
confirmación de una de sus dos creencias máximas, sin la necesidad de
preocuparse por ni pensar en el sentido del ridículo ni tampoco en el “que
dirían” los demás.
Las hadas existen.
_Todo lo que cualquiera podría necesitar para
llevar una vida tranquila hasta la muerte – había reiterado en voz alta varias
veces. En voz alta y también en su mente –. Amistades, vivienda, trabajo, buen
entorno, inexistencia de descontentos y problemas sociales, y una compañera de
amores – y siempre daba por finalizadas esas palabras exclamando con dicha –: ¡Un
millón al cuadrado de veces magnífico!.
… y siempre terminaba Eduardo agradeciendo,
lo venía haciendo desde que Isabel, la reina Lili y Nadia aparecieran ante el
en el dormitorio, el haberse encontrado dentro del campo de alcance de la anomalía
en el espacio y el tiempo. Descubriría a la larga lo mucho que con esa acción
le hubo de sonreír la vida.
--- CLAUDIO ---
Fin del capítulo 02
--- CLAUDIO ---
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