sábado, 15 de julio de 2017

2.15) De vuelta en casa

Y continuaron el viaje, caminando despacio, tomados de la mano.

El silencio era interrumpido solamente por unos pocos sonidos de la naturaleza, como el de los animales de costumbres nocturnas y el arrullo de las hojas. Aun para tener la ciudad la superficie y población que tenía, y ser con ello la capital del país, a Eduardo le daba la impresión de estar en un lugar despoblado; nunca había conocido un lugar tan grande con una población tan reducida. Algunos hombres y mujeres de la raza feérica y otros individuos elementales estaban todavía de pie, despiertos y más o menos atentos, dando muy pocas señales o ninguna de sueño o cansancio, o sin evidenciarlos por fuera. Algunas hadas paseaban para divertirse, y otras se ocupaban de las últimas actividades de la jornada, como el remolque hasta la superficie del globo que se observaba desde la distancia y el acarreo de un enorme contenedor con todo tipo de desperdicios y residuos no orgánicos. Los seres feéricos que había allí, los del sexo femenino, adultos y menores con la suficiente edad para entender “ciertos temas”, lanzaban sonrisas y gestos de complicidad hacia su congénere de aura lila, a la vez que el flamante novio de esta podía comprobar como estaba quedando como una celebridad – ya durante el día se había anoticiado de que Isabel estaba entre las mujeres más lindas del país –, mientras, igual que su compañera sentimental, correspondía los gestos de igual manera. Pensó el originario de Las Heras que de ninguna manera era el único individuo del sexo masculino que estaba siendo favorecido por la suerte, al ver a ese hombre, de más o menos su edad, que acompañaba a Cristal, los dos llevando calzado y ropa tradicionales, y después al que iba del brazo con Nadia, los dos aun con sus uniformes de trabajo. Llegaron a La Fragua y empezaron a caminar todavía más despacio. Nuevamente estuvo el hada de aura lila en los brazos de Eduardo, carente por completo de cualquier deseo de mover los pies en el suelo, estando vencida por la agotadora, aunque entretenida y gloriosa, jornada.
_¿Qué vamos a hacer cuando hayamos vuelto a nuestra casa, Eduardo? – preguntó el hada, entrecerrando los ojos y pegando un bostezo poco evidente, tras lo cual quiso agregar, previendo una réplica –. Si es nuestra, porque los dos vivimos en ella.
Al menos, lo era simbólica y fraternalmente, pensaba la dama, detectando ya su casa y la de su hermana. Legalmente hablando, habría de pertenecer a los dos en partes iguales una vez que estuvieran casados. La vivienda sería uno de los bienes matrimoniales.
_Recurrir a lo único que es posible y aceptable, Isabel. A la única cosa que estoy yo dispuesto a hacer estando así de exhausto. Higienizarme superficialmente  primero e ir a la cama inmediatamente después, sin escalas intermedias – anunció Eduardo, usando un tono serio y decidido. Era una promesa, y, como tal, la cumpliría –. Tal vez unas cinco o seis horas puedan resultarme suficientes. No es solo una consecuencia de la salida de hoy. Diría que eso es solo una parte menor. Es por todo lo que viví y descubrí, sin darme cuenta, desde mi primer segundo en este planeta. Y los descubrimientos y conocimientos posteriores a mi despertar. Son muchas sorpresas alegrías y revelaciones en un tiempo relativamente corto… más corto que relativo. No me queda fuerza para otra cosa y necesito dormir algunas horas para recuperarme. ¿No te imp0orta, o si?.
_Para nada – aseguró la dueña de casa, viajando tranquila en la comodidad de los brazos de su compañero de amores. A esto lo veía ahora como otra demostración de amor… y de solidaridad, al descubrir Eduardo lo cansada que estaba Isabel –. La verdad es que yo también necesito descansar. ¿Estás de acuerdo con que empecemos la recorrida planificada para mañana a la misma hora que la de hoy, a eso de las diez?. A mi no me importaría.
_Como gustes, a mi tampoco., coincidió el hombre, que durante los últimos metros de distancia había caminado a paso lento y cerrando los ojos, cada vez con una frecuencia mayor.

Descubrieron que la bicicleta propiedad de la anfitriona estaba en la vivienda, apoyada contra el muro frontal de la sala principal, junto a un mensaje que aquella hada había escrito de puño y letra.
“Me hicieron un favor el día de hoy y espero tener la oportunidad de devolvérselos alguna vez. Muchas gracias a los dos, Eduardo e Isabel”.
“¡Carajo!”, había exclamado en su mente el oriundo de Las Heras, con justificado asombro, pensando que en su lugar de origen u otros cercanos a el, sin cadenas u otros seguros, el rodado bien podría haber sido un blanco facilísimo para los delincuentes. La llevaron al ambiente en el extremo delantero del lote y luego fueron a la sala. Fue suficiente con un rápido movimiento de sus manos para que Isabel encendiera  las velas dispersas por el ambiente principal, y las llamas arrojaron al instante decenas de sombras, unas más pronunciadas que otras, en el piso, el techo y las paredes. Les insumió otro tercio de hora a cada uno el higienizarse, y cuando estuvieron nuevamente en el pasillo que separaba a los dormitorios, hubo otro beso (el tercero) por parte del novio.
_El de las buenas noches – explicó, prefiriendo ahondar en eso en otro momento. Un reloj de péndulo instalado en la pared estaba anunciando las veintitrés horas con cuarenta minutos. Solo un tercio de hora los separaba del nuevo día –. ¿A las ocho en punto para desayunar en la sala principal, entonces?, ¿o un rato antes?.
_No, mejor que sea a las ocho. Yo acostumbro llegar a esa hora al museo, para arrancar con mis tareas allí, de manera que me siento más cómoda con ese horario., prefirió el hada de la belleza, y tomó rumbo a su dormitorio, en tanto Eduardo iba al suyo.

Sonriendo y sin dejar de verse hasta que entraron a sus respectivos ambientes.

Aproximados los quince o dieciséis minutos posteriores a esa despedida, ambos estaban ya dormidos, así los había recibido el nuevo día, y el silencio los rodeaba por completo, con las ventanas cerradas, cubiertas por las costinas, y a oscuras. Eduardo con lo puesto, la ropa que usara al recuperar el conocimiento (buzo y pantalón con rayas blancas y celestes verticales), al entrar en contacto su cabeza con la almohada rellena con plumas y algodón. Isabel, de lado hacia la izquierda, con el camisón blanco de seda, con la sábana cubriéndole solo los pies y tobillos, tampoco había demorado mucho en cerrar los ojos. Para los dos, fue el punto final de la jornada. Inusual temperatura de ambiente para esa hora de la noche – tal vez unos veinticuatro o veinticinco grados – hubiese tenido como consecuencia que los dos jóvenes demoraran no menos de dos y media veces ese tiempo en conciliar el sueño, pero estaba claro que esta no era una de esas circunstancias normales.
Para Isabel, por haber descubierto el amor.
Para Eduardo, por las revelaciones.
Para ambos, la jornada como un todo.
La de ahora era una excepción más que evidente para el experto en arqueología submarina. De encontrarse en su casa en la periferia de Las Heras, dispondría de los aparatos eléctricos para procurarse aire, un acondicionador funcionando a una capacidad moderada, según fuera necesario; el reloj también eléctrico, que estaba programado para anunciar las cinco en punto con un estridente silbatazo, y las luces artificiales. Además, la cercanía a las calles asfaltadas y una avenida eran promesa de ruido. Menos de cuarenta y ocho horas antes había recuperado el conocimiento tras permanecer cincuenta días sin el. Confirmada al instante su máxima creencia, o una de las dos máximas – no solo había hadas en este planeta, sino también los espectros o almas solitarias, aunque no las había visto, sirenas, tritones y gnomos… quien sabe que o cuales seres elementales permanecían todavía incógnitos para el – pudo recuperar el deseo de vivir, aquel que perdiera encontrándose a la deriva en uno de los océanos de este mundo. Más aun, había pasado de ser un escéptico parcial a un creyente total en lo referente a la existencia de la magia y la vida extraterrestre. Más dichoso, si algo así era posible, se había sentido al tener el pleno convencimiento de que la presencia de un ser humano (un “alienígena”) no estaba siendo rechazada de que le estaba cayendo en gracia a todo el mundo en la ciudad capital y puede que fuera de ella ya estuvieran formulando opiniones sobre el, porque la noticia ya se conocía en todos los rincones del planeta, e incluso tenía como novia (compañera de amores o compañera sentimental) a un hada que, además de ser precisamente eso, representaba la belleza, algo que la convertía en una de las mujeres más lindas de la raza feérica: cabello lacio con abundante flequillo, nariz recta, ojos claros, un efecto tranquilizador en la voz, algo característico en la especie, la belleza física superior a la media, una consecuencia de su don, y medidas que como mínimo eran las ideales en busto, cintura y cadera. Isabel, además, era su cuidadora y guía, algo que iría perdiendo su efecto a medida que Eduardo se fuera integrando a la sociedad. Y la capital del reino de Insulandia era en su conjunto el lugar idílico, perfecto y paradisíaco; el “País de las hadas”, mencionado en cuentos, fábulas, historias, leyendas y relatos de las islas británicas.
“Después de todo, si existe un mundo ideal en una parte del Universo”.

Ese había sido su último pensamiento, antes de cerrar los ojos y quedarse profundamente dormido.

No importaba la óptica que se empleara, era cierto eso de que le estaba la vida sonriendo, y mucho. Su primer pensamiento posterior a haber entrado otra vez a la vivienda había sido asimilar y aceptar la idea de que no se encontraba, por primera vez desde que empezaran los desperfectos y fallas en el antiquísimo monoplaza, alarmado ni preocupado pos su vida, aquella ya armada y constituida en Las Heras, ni siquiera por la casa abandonada a su suerte en la periferia. ¿Era acaso posible que la sociedad y el planeta de los seres feéricos y elementales como un todo pudiera tener el mismo efecto tranquilizador y calmante – espiritual, anímica, moral y mentalmente hablando – que los habitantes, por lo pronto las hadas?, ¿emociones carentes de conflicto?, ¿sería tal vez que el entorno provocaba esos efectos gratificantes, al punto de logar incluso la desaparición de su mente de todos y cada uno de los pensamientos negativos y malas vibras?, ¿o sería una combinación de las dos cosas?.
“Tal vez sea la tercera opción”.
La conclusión fue esa.

A esa había llegado Eduardo desde que usara la puerta espacial, el más grande de los logros de las hadas a la fecha en materia de tecnología y también de ciencia, en el viaje de regreso a La Fragua, 5-16-7. Desde que dejara el parque La Bonita, tomado el de la mano con su flamante compañera sentimental, su mente, el tenía la sensación, nunca se había encontrado tan clara ni tan despejada, totalmente libre de preocupaciones, malas vibras, temores, remordimientos, melancolía y cualquier otro tipo de pensamiento negativo (la nostalgia no calificaba como tal para Eduardo, ni creía que lo fuera). Tampoco había algo malo físicamente, ya en otras y muchas oportunidades hubo de permanecer sin dormir n descansar durante horas, como aquellas rutinarias salidas de los viernes y sábados – casa-trabajo-bar- casa y casa-trabajo-club nocturno-casa, de no menos de las cuatro sextas partes del día cada una – acarreando como resultado muy pocas horas de sueño tras haber vuelto a su casa, o, peor, un ataque de estrés ante la ausencia de esas horas. Hubo incluso una vez, hacía ya tres años, en que estuvo un tiempo algo prolongado en el hospital local, y los profesionales en la institución apuntaron al cansancio extremo como diagnóstico final.
El grato (gratísimo) paseo en compañía del hada de la belleza, si bien su duración había sido más o menos la misma que aquellas jornadas de los viernes y sábados, no hubo de representar ningún esfuerzo sobrehumano, desconocido ni nada que se le pareciera. Y eso se podía deber al efecto calmante y tranquilizador del planeta de las hadas, al mismo efecto de esos seres o a una combinación de los dos. El debía sentirlo más o mucho más que cualquier otro de los habitantes de este mundo, puesto que, con su condición de “no feérico” y “no elemental”, tales efectos sobrevendrían con una intensidad superior.
Era exactamente lo mismo – concluía – que el debut absoluto con cualquiera otra experiencia.

Así las cosas, Eduardo hizo un replanteo en su mente, al momento de pensar en y llevar a la práctica el primer beso con su compañera sentimental (se esforzaría por usar ese término, en lugar de “novia”), en un instante decisivo para su porvenir:
¿Borrón y cuenta nueva?.
¿Empezar una nueva vida desde cero, desde bien abajo?.

En resumen, absolutamente nada por lo que tuviera que preocuparse. Ni siquiera por la nostalgia que de seguro habría de tener y sentir.

Ya no le importaba tanto – Eduardo reconocía – el que estuviera viendo crecer el césped desde abajo para quienes lo conocieron dentro y fuera de Las Heras. Tampoco su justificado y ganado título simbólico de “gran viejo prostibulario”, aun para sus escasos veinticuatro años, llevaba desde los trece con esa mención. Tampoco su puesto laboral fijo en el museo de ciencias naturales ni todo lo que eso implicaba, como el personal a sus órdenes, la oficina propia y una buena remuneración. Tampoco su calzado, indumentaria y demás pertenencias que quedaron en el hotel de los suburbios de la ciudad de destino en la Tierra, aquella donde se lo viera por última vez; quien podía saber que suerte habrían corrido aquellas posesiones, principalmente el dinero (el apostaba todo al “reparto entre los descubridores”). Tampoco las cuotas impagas de los tres primeros meses de este año en el club social al que estaba afiliado en Plomer, otra de las localidades en Las Heras. Tampoco, aunque no tanto, su vivienda en la zona periférica de la cabecera, homónima del municipio: había, se acordaba recién ahora, un testamento en el que la constancia dejaba de cual quería que fuera su destino en caso de fallecer su actual y único propietario – aunque lejos estaba de ser una persona  de fe, quiso dejársela a la iglesia –. Tampoco la pérdida por parte de la compañía privada del sector turístico de tres millones de dólares, el valor con que tasaron al avión que acabara por estrellarse en este planeta. Tampoco sus emprendimientos unipersonales ya empezados y otros pocos que pensaba empezar a su regreso de estas vacaciones, pues a estos últimos los podría llevar a la práctica en Barraca Sola y los otros barrios de esta ciudad. Tampoco el pueblo como un todo, aquel que lo vio nacer y crecer, sus conocidos, amigos y vecinos de ambos sexos, su transporte automotor propio, sus antiguos compañeros de los estudios universitarios, a los que veía de tanto en tanto, ni a los demás lugares que con mayor o menor frecuencia y regularidad visitaba en Las Heras, sus alrededores o el área metropolitana.
Aun si al cabo de cincuenta años se le ocurriera volver a la localidad cabecera, y al municipio como un todo, habrían las posibilidades más altas de que no quedara nada por hacer. El mundo que el conocía ya no existiría, sería completamente diferente y podría ser que el municipio hubiera sido urbanizado – si serían totales las diferencias –. Todas las personas que Eduardo hubiera conocido, sino fallecidas, tendrían medio siglo más de vida y tendría grandes dificultades para readaptarse y encajar en el lugar que le sería conocido y desconocido al mismo tiempo. Le costaría mucho trabajo, si lo pudiera hacer, reconocer a todo y a todos en Las Heras.

_Borrón y cuenta nueva, definitivamente. No hay otro camino aparte de ese., había afirmado el, con un convencimiento suficiente, mientras con ambas manos corría la sábana de seda hasta el extremo de esta cama de una plaza, y se dejaba caer en ella con fuerza, relajando cada uno de los músculos del cuerpo, exhalando el último suspiro y cerrando los ojos, cesando con esos pensamientos.
No había utilidad alguna en el hecho de concentrarse en ni dedicarle tiempo y energías a un pasado que no volvería.
A que, como todo, seguiría su camino.

Su vida ya armada.

Así la había resumido cuando el trío de hadas (la reina Lili, la consejera Nadia e Isabel) hiciera acto de presencia en el dormitorio ante el una vez que escucharon sus pasos y movimientos. Ya había Eduardo recuperado el conocimiento. Simple y sencillamente, ni más ni menos, un nuevo amanecer para el. Una nueva vida que implicaba un nuevo puesto de trabajo, nuevas amistades y nuevos vecinos de ambos sexos. Un nuevo entorno en una nueva cas que estaba en un nuevo barrio… en un nuevo planeta. Diferente cultura, diferentes costumbres y diferentes tradiciones. Otro, aunque con numerosas similitudes, estilo de vida, rodeado de mujeres y hombres que carecían de maldad y malos pensamientos – incluso el remanente de aquella hada malvada, que a últimas se había arrepentido de sus acciones –, que desde el primer momento hubieron de mostrarse absolutamente dispuestos a llevarse bien con este “inmigrante alienígena” , integrarlo a su sofisticada sociedad y ayudarlo, por consiguiente, con cualquier cosa que pudiera necesitar. Hasta Lili, la reina de Insulandia, y su hija Elvia, la princesa heredera al trono, se habían mostrado amigables e interesadas en la integración de Eduardo. Su mente era el único lugar en el que podía celebrar como se le diera la gana la confirmación de una de sus dos creencias máximas, sin la necesidad de preocuparse por ni pensar en el sentido del ridículo ni tampoco en el “que dirían” los demás.

Las hadas existen.

_Todo lo que cualquiera podría necesitar para llevar una vida tranquila hasta la muerte – había reiterado en voz alta varias veces. En voz alta y también en su mente –. Amistades, vivienda, trabajo, buen entorno, inexistencia de descontentos y problemas sociales, y una compañera de amores – y siempre daba por finalizadas esas palabras exclamando con dicha –: ¡Un millón al cuadrado de veces magnífico!.

… y siempre terminaba Eduardo agradeciendo, lo venía haciendo desde que Isabel, la reina Lili y Nadia aparecieran ante el en el dormitorio, el haberse encontrado dentro del campo de alcance de la anomalía en el espacio y el tiempo. Descubriría a la larga lo mucho que con esa acción le hubo de sonreír la vida.



Fin del capítulo 02


--- CLAUDIO ---

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