Siempre poco afectas al y enemigas del desaliño y la falta
de aseo en la persona, las hadas insistían en llevar la pulcritud como bandera,
ese era uno de los distintivos de la especie, uno de los más antiguos, y ese
modo de vida implicaba estar bien arreglados en cualquier circunstancia y
momento e ir con una buena presencia a cualquier parte, así fuera que se tratara
de una caminata por la mañana para ir a hacer las compras del día, permanecer
en sus casas dedicándole tiempo al ocio, el siempre extenuante trabajo en un
horno carbonero, reuniones con amigos al aire libre un día nublado o lo que
fuera. La presencia – se podría decir – era uno de sus principios. Este era un
aspecto de las hadas que Eduardo ya conocía, pues una parte de sus
investigaciones indicaba que una de las faltas condenadas por estos seres
elementales, ética y socialmente, eran precisamente el desaliño y el desaseo.
Eduardo e Isabel no estaban ataviados en este caso como para
asistir a una reunión de gala con la reina Lili y el Consejo Real en pleno,
pero era un buen comienzo.
El arqueólogo llevaba una camisa de color azul oscuro con
mangas largas, cuello y una elegante tira de botones negros, zapatos negros muy
cómodos (comodísimos) con cordones, tan lustrosos que parecían recién salidos
de la fábrica de calzado – así era, de hecho – y un pantalón de vestir del
mismo color e idéntico tono que los zapatos. Era parte de la indumentaria y el
calzado que le obsequiaran las hadas. Tenía prolijamente peinado el cabello,
algo que distaba mucho de der habitual en él, las uñas en los dedos pulcramente
cortadas y parejas y, por si fuera poco, un bonito reloj de oro puro que le
diera Isabel – “Perteneció a mi papá”, le había explicado la anfitriona – en el
bolsillo superior izquierdo de la camisa, el único que poseía esa prenda,
enganchado en el cinturón, este del mismo color y desconocido material que los
zapatos. Fue en ese momento que concluyó Eduardo que el calzado y la vestimenta
eran un par de diferencias acentuadas entre las hadas en este mundo y aquellas presentes
en las leyendas e historias célticas.
Isabel había aparecido al cabo de unos pocos segundos
posteriores a su huésped en la sala, llevando bien arreglado y suelto el
cabello, aunque con el mechón rosa otra vez en contacto con su frente. El
calzado tenía taco corto y hebillas, era negro y también estaba hecho con un
material desconocido para el hombre; tenía un pantalón negro (Eduardo apostó
que se trataba de una tela equivalente al poliéster) con una hablilla plateada
en el lateral derecho y una camisa modal del mismo color e idéntica tonalidad
que el aura, con volados en ambos puños, escote apenas pronunciado y cuello corto.
Como adornos tenía un par de pulseras doradas en la muñeca derecha, que
producían u tintineo leve al chocar entre si, el prendedor con forma de corazón
en el lado izquierdo de la camisa, aritos y un pañuelo también lila alrededor
del cuello. Fue inevitable que el experto en arqueología submarina “desviara la
vista”, a lo que el hada de la belleza reaccionó con un enrojecimiento ligero
en sus mejillas.
Algo que habría de volverse una rutina en los días
venideros.
A muy corto plazo.
_Las hadas tienen festividades y celebraciones, según lo que
comentó tu hermana antes – rememoró el invitado, en los instantes previos a que
diera inicio el paseo por el barrio –. ¿Vamos?.
De encontrarse en Las Heras, en su vivienda en la cabecera
(en su mundo), habría tomado el aparato de telefonía celular, que quien podía
saber por donde andaba en estos momentos algo de dinero en efectivo, tal vez
unos trescientos o cuatrocientos pesos, las llaves de su vehículo automotor, y
sabría exactamente a qué lugar ir, sin la necesidad de pedir indicaciones.
Ahora, en cambio, unas pocas de esas monedas de oro de uso legal que le habían
obsequiado las hadas, por un valor conjunto de ciento veinte soles – dos de
cincuenta y dos de diez –, y estaba totalmente sujeto a las indicaciones de
Isabel.
Aunque estaban listos, Eduardo sentía que todavía quedaba
algo por hacer.
_Vamos – accedió la dueña de casa, ajustándose el pañuelo y
sonriendo frente al espejo, en un muro de la sala – Tenés que saber que las
hadas tenemos celebraciones, ceremonias, festividades y festivales que son
diferentes a los que tienen los seres humanos. Más o menos diferentes, y
algunas de esas fechas son locales, otras regionales, otro tanto reales, es
decir que se llevan a cabo en todo un país, algunas pocas más son hemisféricas
y hay otras tres que son planetarias, o mundiales. En Insulandia, por ejemplo,
tenemos catorce feriados que están vigentes en todo el país y tres de ellos,
que son compartidos con la raza humana, son los mundiales en este planeta. El
uno de Enero por el Año Nuevo, el uno de Mayo es el Día del Trabajo y el
treinta y uno de Diciembre el Fin de Año. Las tres fechas se celebran con toda
la pompa por la mayoría de las especies elementales, diría que todas, y… ¿qué
pasa, Eduardo? – había reparado en su huésped –, ¿por qué te quedaste inmóvil?.
Ya estaban ambos frente a la puerta de la sala principal,
que llevaba al exterior, y el hada se disponía a tomar el picaporte.
_Me gustaría pedirte una cosa más, Isabel., quiso Eduardo,
advirtiendo que efectivamente faltaba algo.
Quería observar y apreciar esto antes de salir a la calle, y
confiaba en que este pedido suyo estuviera enmarcado dentro de ese ofrecimiento
de “cualquier cosa que necesites”.
_Por supuesto, lo que sea, Eduardo – accedió la anfitriona,
encantada y de muy buena gana –. ¿De qué se trata?.
_Me gustaría ver tus alas, conocer como son y que aspecto
tienen – pidió, e hizo una pausa para chequear el tiempo. Eran las diecisiete
horas con cuarenta minutos. Guardó el bonito reloj otra vez en el bolsillo y
prosiguió – No alcancé a ver a ese hombre que se dirigía al globo aerostático.
Quiero comparar las alas que tienen ustedes con las imágenes de que dispongo yo
en mis recuerdos de los seres feéricos para ver, si lo hacen, que tanto
difieren… si no te es molestia en enseñarlas, naturalmente.
_Despreocupate, porque no es molestia alguna. Muy bien
Eduardo, si eso es lo que querés… tus deseos son órdenes., contestó el hada de
aura lila
Si entraba en el ofrecimiento.
La brillante empleada del MAR (Museo Real de Arqueología) se
apartó un metro de su colega y huésped, moviéndose con la misma gracia y
soltura que una bailarina, extendiendo sus brazos y manos en un ángulo de
estimados cuarenta grados desde su cuerpo curvilíneo y juntando los pies. Sus
párpados cayeron lentamente y al cabo de tres segundos volvieron a subir, una
brevísima acción acompañada por una suave onomatopeya que sonó más o menos como
a “¡flush!”. Solo ese instante de tiempo, tan breve como lo fue el anterior, y
allí estaban sus alas, con la envergadura conjunta, textuales las palabras del
hada de la belleza, de un metro con setenta y seis centímetros. Ochenta y ocho
en cada par. Eran como aquellas alas en el estereotipo de las hadas, de más o
menos el mismo tamaño las anteriores que las posteriores. Estaban inmóviles ene
se momento, evidentemente porque también lo estaba Isabel, que se limitaba
únicamente a respirar y pestañar. Las similitudes con los seres feéricos de los
pueblos célticos se extendían más allá del tamaño y la forma de las alas, que
parecían cuatro óvalos muy (pero muy) estirados, y a las que se había extendido
el aura lila, dotándolas de una tonalidad muy fina, o suave, de ese color. Parecían
estar formadas por un material muy fino y extremadamente delicado, con líneas -
¿filamento?... ¿venas? – muy diminutas y delgadas que, el arqueólogo así
sostenía, había aumentado la belleza física de la anfitriona. Traspasaban la
tela de la camisa sin agujerearla y formaban algo semejante a una letra “X” con
su disposición. Isabel continuó inmóvil por unos instantes, antes de quebrar el
silencio, mirar a su huésped y preguntarle:
_¿Te gustan mis alas?, ¿te parecen bellas? – quiso saber, actuando
momentáneamente como una modelo, al pegar ese giro de trescientos sesenta
grados (“Se hubiera quedado un rato en ciento ochenta”, dijo con lamento en su
mente Eduardo, observándola de pies a cabeza) hacia su izquierda, girando
lentamente sobre sí misma y después dirigiéndose hacia la puerta –. A mi si,
naturalmente, y mucho. A los seres feéricos las alas nos caracterizan, diría
que son uno de nuestros principales distintivos. Pero a veces generan una
sensación de incomodidad, principalmente cuando voy a dormir o a higienizarme,
de modo que en situaciones como esas simplemente las hago desaparecer. En pleno
vuelo puedo alcanzar los doce aleteos por segundo, o lo que es lo mismo, un
millón treinta y seis mil ochocientos al día, aunque nunca estuve un tiempo tan
prolongado en el aire, ni es esa la marca máxima de aleteos entre los
individuos de mi especie. Esa marca la tiene la reina Lili, en el país, a nivel
hemisférico y en el planeta como un todo; ella alcanza los veintinueve. Los
aleteos rigen la velocidad de las hadas en el aire.
_Vos podés alcanzar los seiscientos veinte aleteos por
minuto, o cuarenta y tres mil doscientos por hora – dijo Eduardo, en tanto el
hada, con las alas visibles, traspasaba la puerta. El solo podía comparar esa
cantidad con las de los insectos y unas pocas especies de aves, como el colibrí.
E Isabel era, por lo tanto, veloz –. ¿Cuál fue tu marca? .
CONTINÚA
--- CLAUDIO ---
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