martes, 2 de mayo de 2017

1.12) Antes de salir


Siempre poco afectas al y enemigas del desaliño y la falta de aseo en la persona, las hadas insistían en llevar la pulcritud como bandera, ese era uno de los distintivos de la especie, uno de los más antiguos, y ese modo de vida implicaba estar bien arreglados en cualquier circunstancia y momento e ir con una buena presencia a cualquier parte, así fuera que se tratara de una caminata por la mañana para ir a hacer las compras del día, permanecer en sus casas dedicándole tiempo al ocio, el siempre extenuante trabajo en un horno carbonero, reuniones con amigos al aire libre un día nublado o lo que fuera. La presencia – se podría decir – era uno de sus principios. Este era un aspecto de las hadas que Eduardo ya conocía, pues una parte de sus investigaciones indicaba que una de las faltas condenadas por estos seres elementales, ética y socialmente, eran precisamente el desaliño y el desaseo.

Eduardo e Isabel no estaban ataviados en este caso como para asistir a una reunión de gala con la reina Lili y el Consejo Real en pleno, pero era un buen comienzo.
El arqueólogo llevaba una camisa de color azul oscuro con mangas largas, cuello y una elegante tira de botones negros, zapatos negros muy cómodos (comodísimos) con cordones, tan lustrosos que parecían recién salidos de la fábrica de calzado – así era, de hecho – y un pantalón de vestir del mismo color e idéntico tono que los zapatos. Era parte de la indumentaria y el calzado que le obsequiaran las hadas. Tenía prolijamente peinado el cabello, algo que distaba mucho de der habitual en él, las uñas en los dedos pulcramente cortadas y parejas y, por si fuera poco, un bonito reloj de oro puro que le diera Isabel – “Perteneció a mi papá”, le había explicado la anfitriona – en el bolsillo superior izquierdo de la camisa, el único que poseía esa prenda, enganchado en el cinturón, este del mismo color y desconocido material que los zapatos. Fue en ese momento que concluyó Eduardo que el calzado y la vestimenta eran un par de diferencias acentuadas entre las hadas en este mundo y aquellas presentes en las leyendas e historias célticas.
Isabel había aparecido al cabo de unos pocos segundos posteriores a su huésped en la sala, llevando bien arreglado y suelto el cabello, aunque con el mechón rosa otra vez en contacto con su frente. El calzado tenía taco corto y hebillas, era negro y también estaba hecho con un material desconocido para el hombre; tenía un pantalón negro (Eduardo apostó que se trataba de una tela equivalente al poliéster) con una hablilla plateada en el lateral derecho y una camisa modal del mismo color e idéntica tonalidad que el aura, con volados en ambos puños, escote apenas pronunciado y cuello corto. Como adornos tenía un par de pulseras doradas en la muñeca derecha, que producían u tintineo leve al chocar entre si, el prendedor con forma de corazón en el lado izquierdo de la camisa, aritos y un pañuelo también lila alrededor del cuello. Fue inevitable que el experto en arqueología submarina “desviara la vista”, a lo que el hada de la belleza reaccionó con un enrojecimiento ligero en sus mejillas.

Algo que habría de volverse una rutina en los días venideros.
A muy corto plazo.

_Las hadas tienen festividades y celebraciones, según lo que comentó tu hermana antes – rememoró el invitado, en los instantes previos a que diera inicio el paseo por el barrio –. ¿Vamos?.
De encontrarse en Las Heras, en su vivienda en la cabecera (en su mundo), habría tomado el aparato de telefonía celular, que quien podía saber por donde andaba en estos momentos algo de dinero en efectivo, tal vez unos trescientos o cuatrocientos pesos, las llaves de su vehículo automotor, y sabría exactamente a qué lugar ir, sin la necesidad de pedir indicaciones. Ahora, en cambio, unas pocas de esas monedas de oro de uso legal que le habían obsequiado las hadas, por un valor conjunto de ciento veinte soles – dos de cincuenta y dos de diez –, y estaba totalmente sujeto a las indicaciones de Isabel.
Aunque estaban listos, Eduardo sentía que todavía quedaba algo por hacer.
_Vamos – accedió la dueña de casa, ajustándose el pañuelo y sonriendo frente al espejo, en un muro de la sala – Tenés que saber que las hadas tenemos celebraciones, ceremonias, festividades y festivales que son diferentes a los que tienen los seres humanos. Más o menos diferentes, y algunas de esas fechas son locales, otras regionales, otro tanto reales, es decir que se llevan a cabo en todo un país, algunas pocas más son hemisféricas y hay otras tres que son planetarias, o mundiales. En Insulandia, por ejemplo, tenemos catorce feriados que están vigentes en todo el país y tres de ellos, que son compartidos con la raza humana, son los mundiales en este planeta. El uno de Enero por el Año Nuevo, el uno de Mayo es el Día del Trabajo y el treinta y uno de Diciembre el Fin de Año. Las tres fechas se celebran con toda la pompa por la mayoría de las especies elementales, diría que todas, y… ¿qué pasa, Eduardo? – había reparado en su huésped –, ¿por qué te quedaste inmóvil?.
Ya estaban ambos frente a la puerta de la sala principal, que llevaba al exterior, y el hada se disponía a tomar el picaporte.
_Me gustaría pedirte una cosa más, Isabel., quiso Eduardo, advirtiendo que efectivamente faltaba algo.
Quería observar y apreciar esto antes de salir a la calle, y confiaba en que este pedido suyo estuviera enmarcado dentro de ese ofrecimiento de “cualquier cosa que necesites”.
_Por supuesto, lo que sea, Eduardo – accedió la anfitriona, encantada y de muy buena gana –. ¿De qué se trata?.
_Me gustaría ver tus alas, conocer como son y que aspecto tienen – pidió, e hizo una pausa para chequear el tiempo. Eran las diecisiete horas con cuarenta minutos. Guardó el bonito reloj otra vez en el bolsillo y prosiguió – No alcancé a ver a ese hombre que se dirigía al globo aerostático. Quiero comparar las alas que tienen ustedes con las imágenes de que dispongo yo en mis recuerdos de los seres feéricos para ver, si lo hacen, que tanto difieren… si no te es molestia en enseñarlas, naturalmente.
_Despreocupate, porque no es molestia alguna. Muy bien Eduardo, si eso es lo que querés… tus deseos son órdenes., contestó el hada de aura lila

Si entraba en el ofrecimiento.

La brillante empleada del MAR (Museo Real de Arqueología) se apartó un metro de su colega y huésped, moviéndose con la misma gracia y soltura que una bailarina, extendiendo sus brazos y manos en un ángulo de estimados cuarenta grados desde su cuerpo curvilíneo y juntando los pies. Sus párpados cayeron lentamente y al cabo de tres segundos volvieron a subir, una brevísima acción acompañada por una suave onomatopeya que sonó más o menos como a “¡flush!”. Solo ese instante de tiempo, tan breve como lo fue el anterior, y allí estaban sus alas, con la envergadura conjunta, textuales las palabras del hada de la belleza, de un metro con setenta y seis centímetros. Ochenta y ocho en cada par. Eran como aquellas alas en el estereotipo de las hadas, de más o menos el mismo tamaño las anteriores que las posteriores. Estaban inmóviles ene se momento, evidentemente porque también lo estaba Isabel, que se limitaba únicamente a respirar y pestañar. Las similitudes con los seres feéricos de los pueblos célticos se extendían más allá del tamaño y la forma de las alas, que parecían cuatro óvalos muy (pero muy) estirados, y a las que se había extendido el aura lila, dotándolas de una tonalidad muy fina, o suave, de ese color. Parecían estar formadas por un material muy fino y extremadamente delicado, con líneas - ¿filamento?... ¿venas? – muy diminutas y delgadas que, el arqueólogo así sostenía, había aumentado la belleza física de la anfitriona. Traspasaban la tela de la camisa sin agujerearla y formaban algo semejante a una letra “X” con su disposición. Isabel continuó inmóvil por unos instantes, antes de quebrar el silencio, mirar a su huésped y preguntarle:
_¿Te gustan mis alas?, ¿te parecen bellas? – quiso saber, actuando momentáneamente como una modelo, al pegar ese giro de trescientos sesenta grados (“Se hubiera quedado un rato en ciento ochenta”, dijo con lamento en su mente Eduardo, observándola de pies a cabeza) hacia su izquierda, girando lentamente sobre sí misma y después dirigiéndose hacia la puerta –. A mi si, naturalmente, y mucho. A los seres feéricos las alas nos caracterizan, diría que son uno de nuestros principales distintivos. Pero a veces generan una sensación de incomodidad, principalmente cuando voy a dormir o a higienizarme, de modo que en situaciones como esas simplemente las hago desaparecer. En pleno vuelo puedo alcanzar los doce aleteos por segundo, o lo que es lo mismo, un millón treinta y seis mil ochocientos al día, aunque nunca estuve un tiempo tan prolongado en el aire, ni es esa la marca máxima de aleteos entre los individuos de mi especie. Esa marca la tiene la reina Lili, en el país, a nivel hemisférico y en el planeta como un todo; ella alcanza los veintinueve. Los aleteos rigen la velocidad de las hadas en el aire.
_Vos podés alcanzar los seiscientos veinte aleteos por minuto, o cuarenta y tres mil doscientos por hora – dijo Eduardo, en tanto el hada, con las alas visibles, traspasaba la puerta. El solo podía comparar esa cantidad con las de los insectos y unas pocas especies de aves, como el colibrí. E Isabel era, por lo tanto, veloz –. ¿Cuál fue tu marca? .




CONTINÚA



--- CLAUDIO ---

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