sábado, 29 de abril de 2017

1.10) Otra vez en el dormitorio


Lo que más le hubo de llamar la atención a Eduardo inmediatamente después de abrir los ojos no habían sido ese majestuoso globo aerostático o la curiosa forma poligonal de la vivienda, que a esta daba la resistencia contra varias inclemencias, o lo bello del trío que tuvo frente a si al despertar, en lo que Isabel destacaba por sobre sus congéneres, sino su dormitorio, quizás temporal o quizás permanente, en el que los muebles y todo lo demás parecía haber sido diseñado, preparado y fabricado para el, para su comodidad y disfrute. Dicho ambiente, de tres metros de frente por cuatro de fondo, contaba con un amoblado compuesto por la cómoda-aparador de cuatro cajones amplios y un espejo con marco ornamentado encima suyo dividido en tres partes – las laterales se doblaban hacia adentro –, la cama de una plaza con sábana de seda, con una inscripción antigua en la cabecera que indicaba el nombre de la compañía fabricante, el armario que tenía otro cuarteto de cajones, a nivel del suelo, y otro par de espacios en su interior, cada uno de estos dividido en otros dos por una tabla dispuesta en forma horizontal, la mecedora, en un rincón a un lado de la puerta, una estantería, que por el momento estaba vacía, una mesita ratona cuadrada, de un metro por uno, la mesa más grande con un cuarteto de sillas y la mesita de luz, donde estaba el último par de cajones. Sobre esta había una lámpara que funcionaba con aceite vegetal (ahora lo sabía), de treinta centímetros de altura, que se encendía y apagaba moviendo una perilla y cuya llama, gracias al aumento que poseía el vidrio, iluminaba tanto como media decena de velas. Eduardo hizo la prueba, moviendo a uno y otro lado la perilla, y por unos breves momentos la llama estuvo presente en la diminuta mecha.


Los muros y el techo eran de un imponente e inmaculado blanco brillante y los adornos y cuadros eran inexistentes, al menos por el momento. Si había, por el contrario, un sexteto de impresos sobre la mesita ratona, que daban cuenta de diferentes aspectos de la sociedad feérica local, y cuyos títulos eran “Ley magna del reino insular” ( ¡quinientos noventa y nueve artículos!), “Leyendas y mitos del folclore insular”, “Diccionario temático cultural”, “Historia de la Ciudad Del Sol”(la principal población del reino) y “Guía postal comercial”, en tanto que el sexto era el anuario de diez mil doscientos tres, editado en forma de libro, del principal medio gráfico del reino. No le costó trabajo a Eduardo advertir que la Ley Magna era la constitución patria de Insulandia, que el libro con leyendas y mitos era una recopilación, que el diccionario temático no debía tener menos de cinco centenas de páginas, que Del Sol era la ciudad capital del país y que la guía contenía las direcciones postales y otros datos de cada comercio de la ciudad. Sobre la mesa había otra lámpara, también de treinta centímetros de alto, y el armario estaba repleto de prendas de vestir. Al parecer, las hadas que por oficios tenían los textiles – hilanderas, costureras, tejedoras, bordadoras… – le habían obsequiado, a modo de gesto amistoso y de buena voluntad, cuatro pares de calzado de tono oscuro, tres de zapatos y uno de sandalias, y varias prendas masculinas: camisas, pantalones, medias, sacos e incluso un trío de pañuelos y otro de corbatas. Eduardo se había quedado repentinamente en silencio, contemplando agradecido los muebles, los libros, el par de lámparas, la variedad de prendas de vestir y el calzado, además de aquella caja de bronce con incrustaciones en la tapa y la cerradura, que todavía no abría, en uno de los cubículos del armario. Tenía los ojos abiertos de par en par, y miraba a todos lados el dormitorio, sorprendido ante tanta amabilidad en tan poco tiempo para con un desconocido, que además era el único de su especie en este planeta. La tela y los otros materiales en la ropa y el calzado, el apreciaba, eran de una calidad excelente.

Eduardo se disponía a abrir la caja de bronce, cuando se detuvo en seco con las manos sobre ella, y habló con voz clara:

_Isabel… amiga – a la anfitriona le cayó muy bien que su huésped la considerara como eso, o por lo menos que empezara a hacerlo –, no era necesaria de ninguna manera esta muestra de amabilidad en mi, de verdad. No dudes ni por un segundo que te agradezco este gesto, y  mucho, a todos los tuyos y a vos, pero considero que todas estas muestras de aprecio y estima, de benevolencia y bienvenida, que dispensan a un completo extraño… no llegó aun el momento de una decisión. Se bien que, por ejemplo, no dispongo de un techo propio acá, en esta ciudad, en su periferia, pero aun no decido si lo que quiero es quedarme en esta casa o encontrar un lugar propio en el que echar raíces, porque si ese programa de viviendas del Estado que …¡oh!.

Había abierto la caja de bronce.
Corrió el pestillo de la cerradura y asomó su contenido, acompañado por una tarjeta muy bonita que indicaba un número de cinco cifras: ¡diecisiete mil seiscientos soles!. Ese era el signo monetario de las hadas. Piezas doradas circulares en cuya cara frontal estaba tallada la numeración superpuesta al símbolo feérico del efectivo (un círculo perfecto con la letra “S” en su interior) y bajo ella la inscripción “Reino de Insulandia; Consejo de Hacienda y Economía”. Eran diez monedas de mil soles, catorce de quinientos y seis de cien. En el reverso estaba el escudo patrio del país, bajo el cual figuraba al año de acuñación de cada moneda. Eduardo tomó una de las piezas de mil, viendo sus dos lados, y volvió a dejarla con las demás, confirmando que se trataba de otro regalo, porque tomó la tarjeta y leyó la frase “Bienvenido a nuestro reino; 17600 que te pertenecen. Isabel”.
_Vas a quedarte acá, Eduardo, en esta casa. Lo estoy viendo en tus ojos. También en tus gestos – interrumpió el hada de aura lila, confiada, haciendo bailar una moneda de cien soles entre los dedos de su mano derecha, y luego volviéndola a guardar con las demás en la caja, y a esta en el armario –. Ya aceptaste que es un hecho fuera de discusión la imposibilidad de volver al planeta Tierra en el curso del próximo medio siglo… aunque dudo que lo quisieras hacer antes o después de ese tiempo, de tener la oportunidad a centímetros delante de ti y en un camino despejado.
_Eso es cierto., reconoció Eduardo.
_Totalmente cierto – lo corrigió la anfitriona –. Vas a necesitar un techo, ¿no?. Yo te estoy ofreciendo de manera voluntaria esta casa, la mía, y se que vas a aceptar. Solo te hace falta un poco de tiempo para decidirte. Mejor dicho, el tiempo para reunir el valor suficiente para pedírmelo. Pero creo que a esa parte la podés omitir, porque desde ya que la contestación es afirmativa. Todo el tiempo que te venga en gana, Eduardo – movió la diestra en aire para señalarle al arqueólogo submarino el dormitorio –. Hiciste, sin advertirlo, un cambio. Cambiaste una calle céntrica, o periférica, ahora no viene al caso, que está asfaltaba y equipada en el pueblo de ¿General Las Heras?, ¿así se llama ese lugar? – el huésped afirmó con la cabeza –, en el planeta Tierra, por un camino sin asfaltar, aunque equipado y que tiende a quedar intransitable después que llueve fuerte, en la periferia de esta ciudad, en mi mundo. Vas a quedarte en mi casa., repitió esperanzada el hada, como si el mero hecho de hacerlo pudiera convencer del todo a su huésped.
_Mentiría alevosa y escandalosamente si dijera que no quiero quedarme acá, en esta casa., reconoció al final Eduardo.
_ ¡Lo sabía! – exclamó Isabel, ocupando la mecedora. En tanto se calmaba, retomó el diálogo –. Esto, todo lo que ahora estás viendo, es un obsequio de bienvenida que te hacemos los seres feéricos, por lo pronto los que de una manera o de otra te conocieron y trataron con vos desde que te encontramos en la cabaña. El ejemplar de la Ley Magna, por ejemplo, es un regalo de la reina Lili, le da uno a cada visita importante o extraordinaria que recibe este reino, y tu caso desde ya que lo es. Un humano en este planeta. Las lámparas y los otros libros son mis obsequios, y no los hice pensando en que podrían ser alguna clase de soborno para intentar que te quedes en mi casa. No lo interpretes como eso – Eduardo la tranquilizó al respecto con un gesto manual –. Creo que con un poco de nuestras habilidades, mágicas y no mágicas, va a ser suficiente, por si acaso el calzado, la ropa o ambas cosas no llegaran a ser de tu talle – indicó el contenido del armario con la mano derecha –. Cada uno de los muebles que ves en este dormitorio, con excepción de la cama, son auténticas joyas que salieron de un aserradero en esta isla, en esta ciudad. Me parece que hay que felicitar y darle crédito a los hombres que los construyeron, porque tardaron solo dos días en hacerlos, y estas piezas son una maravilla.
_¿Existen los individuos del sexo masculino en este planeta?., se extrañó el arqueólogo, advirtiendo que otra persona estaba entrando en la sala, escuchando como corrían el picaporte.
No se acordaba del individuo que había visto dirigiéndose al globo aerostático llevando una carga en sus manos, ni tampoco de las toallas en la cabaña de la playa, de color celeste y con el símbolo masculino en los extremos. No se acordó hasta ahora.

Se escucharon unos pasos, y a continuación una ligera sacudida en el picaporte que conectaba el pasillo con este dormitorio.

Alguien estaba a poco de entrar.


Continúa...


--- CLAUDIO ---

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