_Solo cinco minutos más y vamos a haber
llegado al barrio Las Riberas, al balneario., anunció a su amigo la hermana de
Cristal.
Eduardo si se estaba acostumbrado a cubrir
enormes extensiones a pie, pero no a soportar temperaturas así de elevadas.
Aunque no estaba sudando (“¿Por qué será?”, hubo de preguntarse al menos seis
veces en lo que iba de la jornada), sentía el calor tropical y le empezaron a
pesar los pies. Afortunadamente, las frondosas copas le resultaban de ayuda.
Habían llegado a la bifurcación de un camino
adoquinado que nacía en un punto del barrio y se extendía en una línea casi
recta en su totalidad hacia el noroeste. Anduvieron por el a velocidad normal
durante cuatro kilómetros, hasta llegar a un punto donde el camino se
bifurcaba. A la izquierda estaba la continuación de ese sendero, que
desembocaba en uno de los puntos de acceso-salida de la Ciudad Del Sol, en el
vecino barrio Altos del Norte. El tramo de la derecha, un desvío de tierra,
estaba siendo restaurado y mejorado. Tenía una extensión de mil trescientos
metros y entre los destinos a los que llegaba, nueve en total, estaba el barrio
Las Riberas, específicamente el sector de ese arroyo transformado en un
balneario.
Una parte del curso de agua dulce y
cristalina había sido modificada, a fuerza de palos y picos, y contaba ahora con trescientos cincuenta
metros de extensión (una obra actualmente en curso planeaba agregarle otros
veinticinco), dieciocho punto sesenta y cinco desde una orilla hasta la otra y nueve
punto dos de profundidad máxima, ya que este tramo, con las modificaciones,
había adquirido una forma perfecta de “U”. Fue al encontrarse a mil ciento
cincuenta metros que Eduardo e Isabel se desprendieron del rodado.
Un gesto solidario, a decir verdad, de los
que tanto caracterizaban a los individuos de la sociedad feérica.
De la nada, de entre la espesura a un lado
del sendero, había aparecido un hada que con ambas manos sostenía un pesado
cesto de mimbre cargado con rocas extraídas de un río, de las profundidades de
aquel, y llevaba una mochila sobre su espalda. De modo que el par de paseantes,
viendo como el hada retomaba su viaje montada sobre la bicicleta – al día
siguiente, Isabel reclamaría su devolución – recorrieron caminando la restante
distancia al balneario, al que arribaron apenas pasadas las diecisiete horas
con treinta minutos. Dieron un agradecido suspiro por haber finalizado el
viaje, traspasaron el perímetro natural de arbustos y plantas enredaderas y
enfrentaron entonces otro de los lugares (más) concurridos de la ciudad capital
del reino insular.
El balneario “Kuabúle”, así llamado en honor
a la ingeniera – un hada del agua – que estuvo a cargo de las obras originales.
Allí estuvieron frente al paisaje típico, o
uno de los más típicos.
Risas, humor y algarabía.
El sonido imperante era una mezcla entre el continuo
fluir de la cristalina agua y su imparto contra las orillas, el de la
vegetación que se movía al compás del viento leve y las vocalizaciones y
chillidos de los animales, aves en su mayoría, a ambos lados del curso de agua,
revoloteando entre la frondosidad verde y en el suelo, en coexistencia armónica
con los seres feéricos. Un número bastante significativo de hombres y mujeres
de edades varias disfrutaba de todo cuanto podía de una magnífica, soleada y
calurosa tarde. Algunos individuos de los dos sexos entraban al o salían del
agua lanzando chorros y salpicones en todas las direcciones; otros tantos
preferían descansar en la superficie, protegidos por una sombra agradable (a
falta de sombrillas o algo parecido a eso recurrían a las copas), con las piernas
superpuestas y los brazos atrás de la nuca o a los lados del cuerpo,
conversando y riendo en forma bastante animada. Otro grupo, quizás no tan
numeroso, eran los “adultos mayores”, tal cual se los definía, y practicaban lo
que sin lugar a dudas era el dominó – allí mismo Eduardo descubrió un aspecto
común a las dos sociedades, la humana y la feérica -. Unos pocos individuos más eran los menores de
edad, y el experto en arqueología submarina calculó que no tendrían más de
nueve o diez años, y jugaban alegremente en el suelo con juguetes alegóricos y
representativos de la cultura de las hada, o chapoteaban entre la orilla y el
agua, bajo el atento cuidado de individuos adultos, que cumplían las funciones
como guardavidas. Otro tanto de hombres y mujeres, de más o menos la edad de
Eduardo e Isabel, hablaban animadamente entre ellos en la base de un árbol
cercano, al amparo de su generosa copa, mientras se dedicaban a planificar uno
de los entretenimientos favoritos de las hadas: el pic-nic, que solía durar
todo un fin de semana.
Como cualquier otro escenario que hubiera en
esta comunidad, este no mostraba signos de desorden, deficiencias estructurales
en las instalaciones (un cambiador para mujeres, otro para hombres, un puesto
de venta de alimentos y bebidas y una posta médica), maltrato ecológico ni
vandalismo. Como cualquier otro escenario también, aquí se daba una
coexistencia pacífica entre varias razas de seres elementales, como las sirenas
y los tritones (Habitantes del agua o seres sirénidos) que chapoteaban en el
líquido cristalino, o los gnomos que habían abandonado su guarida subterránea y
se movían en grupos a poca distancia de una de las orillas. Y había un grupo
que nucleaba a componentes de todas las especies de las allí presentes, un
total de veinte, cuyo tema de conversación era la ceremonia venidera del veintiuno
de Marzo. Todo el reino elemental querría ser parte de ella.
Era un paisaje, en dos palabras, típico y
encantador.
Y pudo haber resultado todavía mejor para el
originario de Las Heras si la hermana de Cristal, entre leves gruñidos que
había disimulado tosiendo, no hubiera insistido en continuar con el itinerario,
al cual le quedaba muy poco, cuando terminara de presentarlo a sus amistades de
ambos sexos - ¿solo había gruñido Isabel? – allí presentes, congregados al pie
de otro árbol y jugando a las damas, otro de los entretenimientos favoritos de
las hadas. Entre las múltiples maravillas que estaba el paisaje ofreciendo para
el deleite de la vista y otros sentidos (los masculinos), figuraban, por
supuesto, las mujeres de todas las edades, tan lindas unas como otras, en
biquini de dos piezas o malla entera, moviéndose en el agua o descansando
plácidamente en la superficie. “¿Ya nos tenemos que ir?”, lamentaba Eduardo,
dándose cuenta que, entre las mujeres de mayor edad, podía se runa costumbre o
una tradición, llevar esa ropa del mismo color que el aura. “Desafortunadamente,
si”, contestó Isabel con sarcasmo y sonriendo. Era una escena que invitaba
fácilmente a la hilaridad para quienes comprendieran la situación.
Incluso se había preparado el hada de la belleza,
cuando su amigo empezara a girar la cabeza a medida que se iban alejando del
balneario, rumbo a aquella bifurcación donde nacía el camino de tierra, para el
tirón de orejas.
_Podemos volver al balneario en cualquier
momento., propuso, olvidándose del tirón.
_¿En serio?.
_Si, en serio. Kuabúle es un lugar público, y
permanece… abierto todo el tiempo, todos los días. Claro que el mejor momento es
durante las horas de sol.
Sin embargo, Isabel, pese a ese extraño sentimiento
que por vez primera estaba experimentando – ¿celos?, ¿podían ser celos? – estaba
dichosa, alegre y conservando la amplia sonrisa. “¿Qué me está pasando?”, se
hubo de preguntar en silencio, cuando perdieron de vista al balneario. Lo
asoció con el hecho de estar atravesando el día más alegre en mucho tiempo. No
conocía tampoco la contestación para esto, aunque confiaba con encontrarla a
corto plazo.
Continúa...
--- CLAUDIO ---
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