Y la dama empezó a hablar, adoptando un tono
y recurriendo a unas palabras con las que parecía estar recitando pasajes
enteros de un libro de historia antigua. Y su acompañante conocía de sobra esa
manera de hablar. La había estado empleando durante años mientras estuvo
cursando los estudios secundarios, en un tiempo verdaderamente breve, y también
en los universitarios. Pero no le dio importancia alguna a ese recuerdo. En
este momento, Isabel era la “profesora de historia”, de modo que cualquier tono
y palabras que usara le resultarían a Eduardo de mucha utilidad para conocer un
momento clave del pasado de las hadas y el país en el que ahora se encontraba.
En efecto, se trataba de ocho escenarios naturales y, de una manera o de otra,
remitían a la flora en general, la hidrografía, la geografía, el aire, la fauna
y la astronomía, pero también a la historia, la demografía, la genealogía, los
lazos parentales y los sentimientos. Esos nombres eran un orgullo para los
insulares (el gentilicio de Insulandia), en especial para quienes vivían en las
respectivas regiones, y estaban a poco de cumplir los dieciséis milenios, o eso
sostenían los archivos históricos, porque la fecha exacta se había pedido en el
tiempo. Las regiones en si eran todavía más antiguas, ya que antes de ser
designadas con tales nombres se las conocía dentro y fuera del reino como
Centro, Este, Noreste, Noroeste, Norte, Oeste, Sur y Sureste, y conjuntaban una
superficie de setenta y un millones ciento cincuenta y dos mil ochocientos
cuarenta y cinco punto cinco kilómetros cuadrados. Eduardo quedó pasmado al
escuchar esa cifra, porque superaba en más de cinco veces el tamaño del
continente antártico.
¡Y era solamente un país!
La región Central del enorme archipiélago era
conocida históricamente como Los Paraísos del Arroyo de las Piedras Altas
C-PARA era la nomenclatura oficial) y comprendía el once por ciento de la
superficie insular: siete millones ochocientos veintiséis mil ochocientos trece
punto cero cero cinco kilómetros cuadrados. Se la había bautizado con ese
nombre, tradicional y solemne ceremonia mediante, debido al reducido curso de
agua que iba cuesta abajo por un cerro de seiscientos noventa y uno punto cinco
metros. Una formación geológica que a causa de su aspecto por demás extraño
asemejaba más bien a un montón de rocas apiladas desordenadamente en una zona
donde las llanuras eran dominantes. Por esos días, la única vegetación que
sobresalía allí era un trío de árboles paraíso que crecían a un lado del
arroyo, el cual desembocaba en un río caudaloso, al pie de ese cerro cuya base
era nueve veces mayor que la altura. No solo eran sobresalientes, sino también
“monopólicos”, porque no había otro árbol allí ni tampoco un arbusto, y el
césped, tan escaso y disperso, era prácticamente inexistente. Hoy, como
resultado del paso de alrededor de dieciséis mil años, el cerro estaba cubierto
por numerosas tonalidades de verde y contaba con su propio ecosistema, muy
nutrido e igual de diverso, con una enorme variedad de aves, reptiles,
insectos, anfibios y algún que otro mamífero de tamaño pequeño, además de unos
pocos peces en el arroyo. Era uno de los lugares con mayor simbolismo para las
hadas y un decreto real lo había declarado hacía centurias como un parque real,
el máximo título que podía recibir un área protegida. El lugar hoy era
mantenido y administrado por los Consejos de Parques Reales (C-PR) y de
Turismo, Recreación y Esparcimiento (C-TRE), y el turismo era justamente la
única actividad que estaba permitida de ese lugar.
Los Islotes del Lago del Cielo era el nombre
con que había sido bautizada la región del Este en el reino insular, su
nomenclatura legal era E-ILC y ocupaba ocho millones ciento ochenta y dos mil
quinientos setenta y siete punto doscientos treinta y tres kilómetros cuadrados
(otra vez hubo sorpresa y asombro en la cara y los gestos de Eduardo), el once
y medio por ciento de la superficie total insular. Había sido bautizada la
región con ese nombre en base a un profundo estudio con el que los seres
feéricos descubrieron la caída de
numerosos meteoritos en una enorme área de sesenta y cinco mil cuatrocientos
setenta y cinco kilómetros cuadrados, que por encontrarse en una zona
deprimida hubo de transformarse
rápidamente un cristalino lago que llegaba “hasta donde alcanzaba la vista” –
el tercero más grande a nivel planetario – y que se lograba mantener gracias a
un par de cursos de agua, un arroyo subterráneo y un río de poco caudal en la
superficie, que había en sus adyacencias. A la fecha, ese era uno de los
trabajos más importantes en materia de astronomía. Curiosamente, sus autores de
ambos sexos no tardaron en descubrir que una centena y quinto de islotes no
mayores a los trescientos metros cuadrados (la astronomía había dado paso,
gradualmente, a la geología) se había salvado de ese período de “bombardeo
cósmico”. Eran formaciones de roca de diversas base y grosor unidas al fondo
lacustre, salpicando la cristalina agua, y marcando con su disposición la
superficie y profundidad de los cráteres. A la larga había desaparecido la
mitad de los islotes, por el desgaste de la parte sumergida y la propia
evolución geológica del lugar. Esos islotes en los que reinaba el color verde
eran el hogar de unos pocos árboles no muy altos, arbustos y eran a la vez el
lugar ideal, o uno de los ideales, para aquellas reuniones entre las hadas y
los individuos de otras especies elementales.
La región noroeste del reino insular tenía el
nombre de El Palomar Alto de la Colonia de los Rosales, tenía como matrícula la
sigla “NO-PACR” y cubría otros diez puntos porcentuales y tres cuartos de la
superficie del país, unos siete millones seiscientos cuarenta y ocho mil
novecientos treinta punto ochocientos noventa y un kilómetros cuadrados. Debía
su ancestral nombre a una marcada indecisión de las hadas, que en este caso
prefirieron lo obvio a la originalidad. Los antiguos habitantes, muchos de los
cuales fueron agricultores y floristas, habían construido un campo de cultivos
en lo que hasta ese momento fuera una arboleda, exclusivo para la producción e
las cuatro clases de rosas existentes en ese momento - amarillas, blancas, rojas y rosas… la
evolución se hubo de ocupar de que en el curso de los tres milenios siguientes
aparecieran las rosas azules, que solo existieron y existían en el continente
centrálico –, de proporciones enormes, en un predio circular de diez y medio
kilómetros de diámetro. Siendo el néctar de las flores, de todas estas, uno de
sus alimentos favoritos, las hadas requerían tener al alcance de la mano una
buena cantidad de este en todo momento, todos los días. Habían removido la
mayoría de los árboles y arbustos, a los que más tarde usaron en la industria
maderera, conservando aquellos que pasaron a formar parte del perímetro del lugar, y los que dividieron
a aquel en custro cuadrantes, uno para cada clase de flores., incluido uno en
el centro exacto del lugar, un árbol de coníferas con una copa tan grande y
frondosa que a las aves les había servido para construir decenas de nidos.
Bautizado como “Colonia de las Rosas”, no pasó mucho tiempo hasta la
modificación de ese nombre. Como la aplastante mayoría de las aves que anidaban
en ese árbol del punto central del predio eran palomas, al nombre de la región
noroeste se le antepuso “Los Palomares de” y, años (décadas) más tarde, cuando
tres veces había cambiado ya su nombre, hubo de adoptar el definitivo, el que
estaba poco de cumplir los dieciséis milenios. Como los otros siete lugares que
su nombre daban a las regiones, también este había sido transformado en un
parque real y era hoy un importante atractivo turístico en el reino insular.
Río de los Hermanos del Nueve de Mayo era la
región del Noreste, con NO-RHNM como matrícula. De dos semanas había sido el
lapso de tiempo que les demandara a las hadas decidirse por un nombre (hubo en
total tres tríos de escenarios para elegir, y eso les llevó algo de tiempo)
para esta parte del reino, la cual tenía el once punto ocho por ciento de la
superficie: ocho millones trescientos noventa y seis mil treinta y cinco punto
setecientos sesenta y nueve kilómetros cuadrados. Habiendo tenido numerosos
escenarios para observar minuciosa y detalladamente, tuvieron que optar por uno
que sobresaliera. Esta tarea les había
demandado trabajos y esfuerzos, porque todos aquellos lugares lo hicieron,
todos fueron (y continuaban siendo) maravillosos. Fueron horas enteras de
debates y discusiones entre los componentes del poder político insular; de los
nueve escenarios iniciales se pasó a seis, de estos a tres y por último de tres
a dos, a los que se hubo de supeditar a una elección pública. Con un porcentaje
de votos del cincuenta y uno por ciento, había “ganado” aquel lugar que fuera
el segundo que observaron las hadas. Un río serpenteante de ciento ochenta y
nueve kilómetros de extensión por doscientos metros de ancho por cuarenta de
profundidad máxima. Un curso que tenía su nacimiento al pie de una cascada y
desembocaba en el océano, rebosante de flora y fauna marinas, cuyas orillas,
desde el primer momento, se hubieron de convertir en lugares ideales para el
turismo, además de ser desde ese instante el lugar y sus adyacencias otro
parque real. Al río que poseía el adicional de ser uno de los emplazamientos
que preferían las sirenas para desovar – la eclosión llegaba al cabo de cinco
meses –, se lo había bautizado con un nombre simbólico, el del lazo parental de sus
descubridores. Tres hermanos de veinticinco, veintiséis y veintisiete años,
todos de aura color azul oscuro, que representaban, casualmente, el agua,
nacidos (y fallecidos) el decimotercer día del quinto mes en el antiguo
calendario feérico, cuyo equivalente en el nuevo era el nueve de Mayo. Tanto en
uno como en otro, era la fecha en que se toparon los hermanos con el curso de
agua y lo exploraran de uno a otro extremo, tratando de encontrar un buen lugar
para instalar su campamento.
La región Norte del reino, cuyo nombre era El
Bosque Pacífico del hada de los Deseos, tenía la matrícula N-BPHD y abarcaba
una superficie de ocho millones seiscientos cuarenta y cinco mil setenta punto
setecientos veintiocho kilómetros cuadrados, el doce punto quince por ciento
del total insular. Debía su ancestral nombre no solo al escenario natural en
si, sino también a una antigua leyenda feérica, tanto como la especie misma,
que le era propia a este país centrálico y a sus habitantes. Se trataba de un inmenso espacio boscoso que
abarcaba seiscientas noventa y siete mil ochocientas veinticinco hectáreas –
otro parque real –, cuya tranquilidad, desde que en el pusieran los pies las
hadas por primera vez, solo había sido quebrantada durante la Guerra de los
Veintiocho, varios milenios después del Primer Encuentro, por Iris (el hada
malvada) y su grupo de seres elementales sediciosos. Como ayer, el bosque en
cuestión era uno de los lugares más tranquilos y pacíficos del planeta, un
estado apenas alterado cuando se producía algún desastre natural, motivo por el
cual a esa región se la había bautizado como “Del Bosque Pacífico”. Casi setecientas
mil hectáreas que convalidaban su nombre con la escasa cantidad de habitantes,
que se remitía a dos mil seres feéricos y
poco más del doble entre todas las especies elementales, y una red de caminos
poco desarrollada que no llegaba a los cinco mil kilómetros. Una leyenda que
figuraba entre las más antiguas de los seres feéricos contaba que esa tranquilísima
área boscosa había constituido la morada de un hada tan poderosa que era
incluso capaz de volver realidad cualquier deseo que s ele pidiera, sin que de
este importara su complejidad. Ese era, de hecho, su don. Y en su honor, la
región insular del norte había sido rebautizada con el antiguo nombre de
alrededor de dieciséis milenios, que los pobladores feéricos y elementales
sostenían en lo alto con orgullo.
Con nueve millones novecientos cincuenta y
cuatro mil doscientos ochenta y tres punto cero ochenta y cinco kilómetros
cuadrados, el trece punto noventa y nueve por ciento de la superficie, La
Tierra de los Astros Ocultos era la región oeste del reino y tenía como
nomenclatura legal la sigla O- TAO. Había pasado, como todos los nombres, mucho
antes del Primer Encuentro, y de hecho, siglo y medio antes de que se decidiera
dar un nombre a las ocho regiones. Como
las hadas antiguas, aquellas que de una u otra manera tuvieron su participación
en la creación y organización de la sociedad y el Estado, llegaron por primera
vez a este sector, lo hicieron con la firme decisión de encontrar un lugar que
fuera el ideal para establecer un asentamiento permanente, pero no fue sino
hasta el bimestre siguiente que se toparon con algo que las hizo decidirse por uno:
dos eclipses totales en cuatro días, un fenómeno astronómico que no se
repetiría sino hasta mucho después del evento histórico por excelencia, el
Primer Encuentro. Primero había sido el eclipse solar. Durante el día anterior
y la madrugada de ese, las hadas observaron como, lentamente, el satélite
natural se iba interponiendo entre el Astro Rey y el planeta, generando sobre
este el cono de sombra (la Luna impidiendo el paso de la luz solar) y el de
penumbra (una sombra parcial que había cubierto una parte considerable del
globo. A la vez hubieron de descubrir una muy rara línea brillante y algo
espesa en los bordes en el satélite natural, aunque pasaría mucho tiempo antes
de que averiguaran lo que era – ¡¡¡la Luna tenía vida desarrollada!!! –. Tres días
después había ocurrido el eclipse de Luna, al quedar este cuerpo celeste dentro
de ambos conos proyectados por el planeta, habiéndose visto también en una
vasta región. Más que eso, fue en la mitad del planeta. Fue igual de
esplendoroso, así se describían los eventos en los textos históricos y los
libros de astronomía, ver a los dos astros reaparecer después del par de
eclipses. Al no poseer un punto de referencia, los seres feéricos optaron por lanzar
una piedra en el aire, desde grandes alturas, y allí donde impactara erigirían
un monolito para usarlo como recordatorio, y como centro de lo que con el
tiempo sería otro de los parques reales.
Bahía Rocosa de la Bella Vista era la región
del sur del país, S-BRBV era la nomenclatura
legal y sus nueve millones novecientos ochenta y nueve mil ochocientos
cincuenta y nueve punto quinientos ocho kilómetros cuadrados representaban el
catorce punto cero cuatro por ciento del territorio insular. Era uno de los escenarios, tanto en el reino
como a nivel mundial, naturales “románticos” por excelencia, atrayendo a
decenas de parejas e incluso más todos los días este accidente geográfico.
Algunos de los textos y archivos más antiguos, de hacía milenios, algo que
nunca más había vuelto a ocurrir en ese lugar, ni tampoco en ninguna otra parte
del mundo. Aquel maravilloso día, una noche de pleno verano, el satélite
natural del planeta había pasado tan cerca de el, tan anormalmente cerca – otro
de los fenómenos inexplicables de la astronomía – que su tamaño dio la
impresión de aumentar a por lo menos el triple. Había sido ese uno de los
eventos que inspirara a los seres feéricos en una u otra parte del globo para
dar su nombre a uno de los continentes: Lunaris. Allí, el evento se reiteraba
cada año, aunque de la Luna el tamaño parecía ser el doble. Al contrario de
aquel continente, las hadas en el reino de Insulandia, también en otras partes
de Centralia, habían tenido el privilegio de ver y disfrutar un fenómeno que no
hubo de repetirse nuevamente. Majestuosa
con ese tamaño inusual, contaban los textos y archivos, la Luna había enseñado
todos sus accidentes geográficos acompañada por un misterioso alarde de colores
que recordó a las auroras boreales, en tanto “ser iba cayendo” por detrás de la
línea del horizonte, allí donde se terminaba ese océano calmo e igual de
majestuoso, ante el asombro y la admiración de las hadas que contemplaron el
fenómeno. Aunque este nunca más volviera a ocurrir, esa costa rocosa que se
extendía por ciento cincuenta y siete kilómetros y medio y tenía una peculiar
forma de corazón (la geología y la erosión se habían ocupado de eso) era un lugar
clásico y tradicional para los enamorados.
El Prado de los Enamorados Reales, la región
del sureste, tenía la nomenclatura SE- PER y sus diez millones quinientos nueve
mil doscientos setenta y cinco punto veintiocho kilómetros cuadrados
representaban el restante catorce punto setenta y siete por ciento de la
superficie insular. La más grande de las regiones del reino debía su nombre,
parte de este, a un suceso de carácter social que había tenido al poder
político del país como protagonista, algo que tampoco había vuelto a ocurrir en
Insulandia ni fuera de este país. Los reyes locales habían traído al mundo dos
descendientes del sexo masculino, uno de estos el heredero al trono (pasaría a
la historia como el reinado más extenso de los previos al Primer Encuentro –, y
tres mujeres, las dos últimas hermanas mellizas, que establecieron el enlace
matrimonial el mismo día, con una diferencia de doscientos ochenta y ocho
minutos entre un casamiento y el siguiente. Se produjeron a la hora cero, las
cuatro cuarenta y ocho, las nueve treinta y seis, las catorce veinticuatro y la
diecinueve horas con doce minutos. El mismo día y el mismo lugar. Como todos
los lazos maritales que involucraban al poder político, o al menos como la
enorme mayoría, una de los contrayentes era un miembro de la realeza y el otro
un plebeyo. La media decena de casamientos se había llevado a cabo, con toda la
pompa y los honores que correspondían al tratarse de personas de la realeza, en
un enorme predio delimitado por arbustos bajos, unos pocos de ellos florales,
algún que otro árbol de copa frondosa y algunos desniveles en el terreno, en un
sector de Insulandia que hasta el fin de la semana había formado parte de las
regiones del Este y del Sur. Había sido un obsequio para los contrayentes de
las cinco bodas , el cual había estado en coincidencia con un creciente deseo
de independencia entre las hadas y demás seres elementales que vivían en
determinadas áreas del este y del sur. La región recién nacida, decreto real
mediante, obtuvo un nombre que era mezcla del escenario natural en si y del
suceso que en el tuvo lugar. Como las otras siete, pasó a tener un gobernador regional
y su epicentro y de este las adyacencias se transformaron en un parque real.
_Esa es otra historia, la de los lugares
emblema marcados con los monolitos – dijo Isabel a Eduardo –. Pero te puedo
decir, y es lo básico, que corresponde al Período de Diseminación, uno de los
sucesos más trascendentales en la historia feérica de los previos al Primer
Encuentro. Las hadas se dispersaron desde ochenta puntos en concreto del reino
insular para poner fin al hacinamiento. Vivían en un lugar inmenso y menos del
uno o dos por ciento se hallaba con moradores permanentes. Un contingente de
tres mil quinientas hadas, el cero punto uno por ciento de la población feérica
de entonces, partió hacia cada rincón de lo que más tarde, mucho (muchísimo más)
tarde, habría de conocerse y llamarse como Insulandia – y concluyó –. Estaba pasando
lo mismo en todas partes en el planeta.
_Una historia muy rica y fascinante. Tendría
que ir seguido a la biblioteca. Ampliar el conocimiento siempre es bueno –
opinó el hombre, cuando finalizara Isabel la explicación (clase de historia) y
se redujera a menos de doscientos metros la distancia hasta el lugar al que se
estaban dirigiendo. El acceso al cementerio estaba flanqueado por altísimas
columnas de piedra y un hada guardiana. Una chimenea humeante indicaba la
presencia del horno incinerador –. Me gustaría poder conocer alguna vez esos
lugares.
_De acuerdo – accedió el hada de la belleza,
de buena gana – Cerca de ellos se encuentran las puertas espaciales de todas
las existentes en el reino insular, de modo que no nos tomaría más de sesenta
segundos llegar a cada uno. Los parquees reales cuentan con una infraestructura
excelente. ¿Con cuál empezarías vos?. Quiero decir, ¿cuál te gustaría visitar
en primer lugar?.
_Creo que La Tierra de los Astros Ocultos.
No, creo no. Empezaría por ese lugar, y eso es definitivo- prefirió el hombre –.
No preguntes por qué, no lo se con exactitud. Supongo que se debe al encanto y
la mística de los fenómenos cósmicos, y los eclipses son algo únicos. Cada vez
que ocurren paso horas mirándolos en mi mundo, siempre que se pueda. ¿Cuál es
la distancia que hay entre el monolito de la región O-TAO y tu casa en barraca
Sola.
_Doscientos sesenta y nueve mil trescientos dieciséis
kilómetros y dos quintos – avisó Isabel – Nos demandaría más de dos días y
medio si decidimos viajar por aire, yo te llevaría…si, lo haría, Eduardo. Pero,
como dije, alrededor de un minuto si recurrimos a las puertas espaciales.
-Eso es algo que no voy a poder creer, al
menos no del todo, hasta que lo haya visto y presenciado, hasta que lo haya
experimentado en carne propia, y creo que aun así – reconoció el oriundo de Las
Heras, que al tener más cerca el cementerio pudo ver en las columnas lo que a
el le parecieron palabras, pero escritas en un idioma que le era desconocido, y
una llama ardiendo en el extremo de cada una –. Poder cubrir decenas, centenas…
¡miles! de kilómetros en cuestión de segundos. Poder manipular el tiempo para
acortar las distancias. En la Tierra, los “agujeros de gusano” todavía no pasan
de la teoría, y creo que no van a pasar antes de los próximos dos o tres siglos…
eso con suerte… ¡y ni hablemos de crear uno para usarlo dentro del planeta!.
_A lo mejor lo que necesitan los individuos
de tu especie se puede reducir al tiempo. Ese fue el caso de las hadas –
arriesgó la hermana de Cristal –. Los seres humanos tiene además la tecnología a
su favor, algo con lo que acá no podemos ni soñar. Manipular el espacio y el
tiempo deber ser lo más complicado y
peligroso que las hadas hayamos hecho a la fecha. Durante los experimentos y ensayos
tuvimos decesos, y muchos individuos de mi especie quedaron con secuelas
físicas y psicológicas. Y once están desaparecidos como consecuencia de esas
pruebas… están en el “limbo”, si se lo quiere llamar así, y no tenemos ninguna
manera para salvarlos, o lo que pudiera quedar de ellos. Pero lo logramos
conseguir, y el resultado fue que pudimos (y podemos) ir de un lugar a otro como
si estuviéramos entrando a o saliendo de nuestra casa – hizo una pausa, contempló
la fachada y leyó –. Es nuestro idioma
antiguo, eso significa “descanso eterno”.
_El lugar en el que se terminan todos los problemas.,
dijo Eduardo, en tanto oprimía ambos frenos, apoyaba los pies en el suelo y el
hada y el mismo desmontaban de la bicicleta.
Continúa
--- CLAUDIO ---
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