miércoles, 14 de junio de 2017

2.5) Zoología práctica para la sociedad

Aquella unidad productiva era un complejo que operaba la “Compañía Insular de Lácteos, Sociedad del Estado”, que tenía la sigla CILSE en el mapa propiedad de Isabel y en ese monolito de piedra que engalanaba el acceso principal, junto, en este caso, al logotipo que la distinguía y una leyenda que indicaba que el mando y la administración eran competencia del Consejo de Agricultura, ganadería y Alimentos (AGA). Comprendía media docena de imponentes y antiguas unidades fabriles  que se entremezclaban con esos muy bien cuidados espacios verdes, con la intención de lograr un lugar que armonizara con la intensa y casi incesante actividad en el complejo.  Fronteras adentro de la capital insular, CILSE era lo más parecido que había a un polo industrial (uno de rubro único, en su caso), comparaba Eduardo,  por el personal empleado y la cantidad de estructuras, que, como descubrió tras otra observación, no eran seis, sino ocho, siendo las otras dos enormes tinglados que las hadas usaban como almacén de suministros y como “estacionamiento”. Estas y las otras estructuras estaban interconectadas por corredores elevados, a diez metros del césped, y los caminos, lo que convertía a CILSE, tal era la opinión general, en un “capricho de la arquitectura” valuado en treinta y cinco mil millones de soles. Leche, crema, manteca, quesos y otros tantos productos que completaban más de tres docenas, cada uno de estos de varias clases, eran la especialidad del lugar; día a día salían envíos a todas partes del reino, incluido el Mercado central de Lácteos, más allá de los límites de la capital, dos kilómetros al sur de esta; y este comercio interno representaba el ochenta por ciento de la producción, en tanto que el veinte restante se exportaba a los otros ocho países de Centralia. La producción debía ser constante – continuaba explicando Isabel – ya que los lácteos formaban una parte esencial de la dieta no solo de las hadas, sino de las tres cuartas partes de las especies que formaban el reino elemental.

Después de haber recorrido otros mil novecientos setenta y cinco metros hacia el oeste primero y ochocientos setenta y cinco al sur después, con menos de veinte estructuras que interrumpieron esa monotonía verde en el trayecto, montados siempre en la bicicleta, cuando sus relojes anunciaron las quince horas con treinta minutos (se había escuchado, además, un sonoro tañido a la distancia), Isabel y Eduardo pusieron los pies en un predio que se encontraba a tan solo un cuarto de kilómetro del límite de la ciudad, al suroeste, rodeado por una pradera con arbustos dispersos. Este lugar productivo, vital en alto grado para toda la comunidad feérica, abarcaba una superficie de forma rectangular que se extendía  por doscientos seis metros de frente por ciento tres de fondo, cuyo objetivo único era la cría y reproducción de abejas, un centro apicultor, y por consiguiente la obtención de (grandes cantidades de) miel. Una granja apícola en la que centenares – ¡miles! – de esos insectos himenópteros generaban un incesante y sonoro zumbido que taladraba los oídos del huésped de Isabel, que nunca en su vida había estado tan cerca de un colmenar. Los seres feéricos, en cambio, ya estaban acostumbrados a eso, especialmente los trabajadores apicultores. Siendo la miel uno de los alimentos favoritos (en forma individual o combinándolo con otros) de las hadas, estas requerían de una buena, generosa y constante ración con regularidad prácticamente a diario. Los colmenares eran enormes, tanto en frente como en fondo y altura – tres metros y dos cuartos, dieciséis punto uno y dos y quinto, en ese orden – su forma era rectangular y en cada uno no debía de haber menos de veinte centenas de abejas, las cuales se hallaban en movimiento permanente, todas, y conferían a la cuarentena y media de receptáculos (¡noventa mil abejas!) una monotonía de colores, el amarillo y el negro estaban presentes en cada rincón, ocultando casi por completo el color mostaza del interior de los colmenares. Ese había sido otro de los tantos cambios provocados por el proceso evolutivo permanente e incrementado primero por la mezcla entre las hadas locales y las “inmigrantes” llegadas desde el planeta Tierra y después, milenios más tarde, por  (los beneficios resultantes de) la Guerra de los Veintiocho contra el hada malvada y su banda de sediciosos. Un nuevo desarrollo, un nuevo metabolismo y mayores resistencias físicas, al daño y a las temperaturas extremas requirieron ayer y requerían hoy de recursos en cantidades cada vez más altas, en este caso los alimenticios. La apicultura era otra de las actividades más importantes y de tiempo prácticamente completo para las hadas.
Separados entre si por una distancia prudencia, de alrededor de un metro con cincuenta centímetros, cada uno de los colmenares, en cuyo conjunto se disponían en impecables filas y grupos de cinco, tenía asignado un personal de cuatro seres feéricos , dos mujeres y dos hombres, mientras que otros tantos, que completaban la docena, andaban acá y allá ocupándose de las actividades más diversas, como  el inventario de la producción y otras tareas administrativas, ordenando y reordenando los elementos de trabajo, juntando la miel en frascos y otros recipientes de vidrio de varios tamaños, haciendo la limpieza y recuperando, o tratando de recuperar, los daños que causara la tormenta. Isabel y Eduardo estuvieron en la granja apícola durante poco menos de un tercio de hora, lapso en el que lo llamativo, al menos para el hombre, había sido ver a los individuos de ambos sexos que se ocupaban de los colmenares vistiendo la típica indumentaria de los trabajadores de este rubro: un overol blanco con capucha, guantes protectores en ambas manos y una red que les cubría la cara.  En la espalda, ellos y los otros llevaban estampada la sigla AGA, y el organismo específico del que dependían estas instalaciones (la Dirección de Apicultura), algo que confirmó al ver aparecer a ambos funcionarios políticos desde las alturas, para una de sus habituales tareas de inspección.

A las diecisiete horas con diez minutos llegaron a otro enorme predio ganadero que estaba también cercano al límite suroeste de la ciudad. Este lugar era una granja avícola ocupaba predio se extendía por setecientos ochenta y cinco punto cinco metros en la forma de un semicírculo, apuntando la parte circular hacia el suroeste, en tanto que el espacio interno tenía un fondo de trescientos noventa y dos punto setenta y cinco metros, la mitad de su extensión. Esta granja no estaba mantenida ni administrada por el Consejo AGA, como pudo advertir el originario de Las Heras sino que se trataba de una cooperativa de trabajo – “¿Hasta qué punto las hadas evolucionaron como sociedad?”, volvió a preguntarse en la mente, mientras observaba la fachada – y los seres feéricos que estaban trabajando allí, por consiguiente, eran al mismo tiempo empleados y propietarios. Estas hadas, había unas veinticinco por allí, se encontraban sumamente concentradas en sus actividades, prácticamente  las mismas que se hacían en los colmenares, tanto que no se detuvieron mucho tiempo para conversar con el par de visitantes, que ante tal situación se dedicaron a recorrer las instalaciones de la granja avícola, sabiendo que sería una visita superficial.
Conocer, en el caso de Eduardo.
En el borde del semicírculo, cubriendo un ángulo de setenta grados en el centro y hacia adentro extendiéndose once metros, estaba el cobertizo para el ganado avícola. Un espacio con el techo abovedado que se encontraba vacío en ese momento, al haber un par de hadas ocupándose de la limpieza e higiene y transformando en el polvillo todos los restos orgánicos que había allí (cascarones, heces, plumas…), en tanto otras dos arreglaban parte de un entramado de postes que se habían venido abajo con la tormenta. A un lado del cobertizo, ocupando también once metros de extensión hacia adentro, estaba el almacén con los granos y otros alimentos para los animales, abarcando un ángulo de veinte grados, seguido por otro galpón, el hangar, con uno de diecinueve, que tenía el cuarteto de carretas con que contaba la cooperativa, y el sector administrativo, de dieciséis grados, que incluía un área de esparcimiento y juegos y un pequeño salón para reuniones. El trío de construcciones presentaba excelentes condiciones edilicias, por supuesto. Al otro lado del cobertizo para animales había un imponente par de estructuras, de veintisiete grados y medio cada una. Tenían las herramientas y equipos para el trabajo en la granja, varios elementos e insumos adicionales y unas pocas maquinarias calificadas por Eduardo, algo acertado para el, como “contemporáneas de la Revolución Industrial”. En el área verde que completaba el predio, cuya extensión abarcaba los restantes trescientos ochenta y un metros y tres cuartos, el césped estaba cortado prácticamente al ras, no superaba su altura la suela del calzado de la gente, un par de árboles coronaba el frente del predio y una decena de arbustos, dispersas las unidades, había en el terreno, en el centro de este y formando un dodecágono  (había una separación de doce grados entre uno y otro) en torno a una atalaya usada para observaciones. Eduardo miró cuidadosamente el lugar. Cientos de gallinas, sino era que más, pululaban en aquellos puntos en que las hadas lanzaban el maíz y otros alimentos, debía de haber allí entre novecientas y mil aves, nunca menos que eso, era imposible determinar la cantidad porque todas estaban moviéndose muy cerca unas de otras. Enemigas de la carne avícola por naturaleza, las hadas usaban de este los huevos y las plumas, que empleaban en la producción de unas pocas artesanías, el diseño de una notable variedad de prendas de vestir y de almohadones, y la elaboración de ciertos insumos médicos. Isabel le explicó que de ninguna manera “pasaban a retiro” a estas y otras aves, y que se limitaban a esperar a que lo hicieran ellas por si solas, o que las plumas se cayeran luego de algún ajetreo o movimiento brusco. “O lo que es lo mismo, después del desastre de anoche tenemos miles de plumas a nuestra disposición”, agregó con un marcado tono de tristeza, en tanto un conejo asomaba de entre los arbustos y se acercaba a los pies de ambos. “Es nuestra mascota”, le dijo a Eduardo un hada que había pasado junto a los visitantes, cuando el oriundo de Las Heras tomara con ambas manos al roedor que husmeaba a sus pies. Supuso, observándolo, que debía despertar ternura y resultar bonito y simpático para los seres feéricos, al menos para los del sexo femenino, en esa granja avícola.

La segunda parte del itinerario había finalizado.

_No tengo de que quejarme, la verdad que no – comentó Eduardo, empezando a pedalear al ritmo acostumbrado – Estuvimos en diez de los mercados centrales que hay en esta ciudad y su planta auxiliar, aunque solamente fueron visitas superficiales y muy poco o nada detalladas, y las dos granjas, la apícola y la avícola – contó con los dedos de la diestra, sin retirar la mano del manubrio – Me fijé también que en los monolitos de piedra figuraba, entre las diversas indicaciones, la inscripción “Centro- Los Paraísos del Arroyo de las Piedras Altas”. Ese es un nombre, definitivamente, pero ¿qué significa eso, Isabel?.
_Es como se llama la región administrativa en la que estamos ahora, Eduardo; es la parte central del reino de Insulandia – empezó a explicar la hermana de Cristal, observando hacia adelante y pensando con cero entusiasmo en el siguiente lugar del recorrido y lo nada alegre que resultaba aquel para la comunidad: un cementerio – Ese nombre y los otros son producto de ocho escenarios naturales y eventos históricos  en los que los seres feéricos ancestrales, mis antepasados y los de todas las hadas, repararon a la hora de dar el puntapié inicial para su desarrollo social, cultural y político. Estaban dando los primeros pasos para la organización de un Estado primitivo, que evolucionó hasta convertirse en lo que es hoy. ¿Te cuento la historia?. La considero interesante, siempre lo hice, y podría servir para que puedas interiorizarte acerca de nuestro pasado.  Además, creo que es una excelente forma para llevar el tiempo hasta el lugar al que estamos yendo.
No le gustaba el cementerio.
Nunca le había gustado.
_Solo si vos tenés ganas de explicar – prefirió Eduardo –. Sino, podemos dejarlo para otro momento.
_Si, las tengo., insistió su amiga.

Entonces, adelante, por favor., quiso el hombre, poniendo en alerta otra vez a sus oídos.


Continúa



--- CLAUDIO ---

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