_¡Llegamos justo a tiempo!., se alegró el
hombre, abriendo la puerta y cediéndole el paso a Isabel, que lanzó un suspiro
de alivio en respuesta a las palabras.
Eduardo cerró la puerta después de entrar el
mismo y echó al instante un vistazo por la ventana, escuchando como la lluvia
aumentaba su intensidad. La tierra en el suelo, en la calle y partes de la
vereda, estaba empezando a transformarse en barro, y con eso adquiría
tonalidades más oscuras.
_En esta temporada del año, me refiero a
finales del verano, llueve prácticamente todos los días. Digamos que siete u
ocho, de un total de diez – habló la dueña de la casa, mirando también
brevemente. Cada uno ocupó una silla en torno a la mesa y el hada de aura lila,
con un chasquido del pulgar y el mayor de la mano derecha, encendió cada una de
las velas dispersas por el confortable salón. Posterior a eso, hizo que
levitara desde una estantería el cenicero. Ambos encendieron un cigarrillo e
Isabel inquirió - ¿Te quedaste pensando en algo, no?, ¿en qué es?, ¿en el trato
y la cordialidad?.
_¿Se notó, no?.
_Si, me quedé pensando en eso – reconoció Eduardo,
al tiempo que oía como un potente rayo impactaba contra el suelo violentamente,
en plena calle. A ese ensordecedor ruido lo hubieron de preceder tonos celestes
y azules – Es tal cual a lo que conozco yo. Quiero decir, esa forma de ser, lo
que vi durante este paseo, es casi igual a lo que se describe de las hadas en
la Tierra. Su forma de ser es así. ¿Me equivoco?.
_No, en lo absoluto., contestó Isabel,
ofreciéndose para dar otro poco de información, pues su nuevo amigo la
necesitaba, y además sería algo útil para pasar el tiempo hasta que llegara su
hermana.
Se habían encontrado con Cristal durante el
paseo, y los tres acordaron compartir la mesa para la cena.
Sin embargo, había sido ese paseo tan grato
por una parte de la periferia suroeste de la ciudad, el lugar más poblado del
reino de Insulandia, lo que motivara a Eduardo a primero aceptar el
ofrecimiento que voluntariamente le hiciera la hermana de Cristal sobre
instalarse de forma definitiva en la vivienda en la que residía desde Enero,
sin el saberlo, y después a replantearse su deseo de autosuficiencia, de no
aceptar la ayuda de los seres feéricos cuando tuviera que hallar un empleo. Con
la superficie de diecinueve kilómetros y medio cuadrados, en este barrio
periférico las casas y otras construcciones, que no superaban la quincena de
metros, a excepción del barracón abandonado que le daba su nombre al barrio, y
que actualmente estaba bajo un proceso complejo de restauración, se entremezclaban
con parques, plazas, espacios repletos con todo tipo de flores, tierras
cultivadas y para pastoreo del ganado, amplios terrenos baldíos que carecían de
uso y enormes áreas que estaban atestadas de árboles, todos de diversa altura,
ancho en el tronco y la copa, formas geométricas y muy bien cuidados, una ardua
y compleja tarea encomendada a los expertos del Consejo EMARN, específicamente
a los expertos en silvicultura y forestación.
Algunos hombres planeaban sobre y entre esos
espacios, a los que usaban para divertirse y poner a prueba sus destrezas, y
sobre las no pocas (aunque tampoco muchas) edificaciones, en todas las
direcciones, dejando estelas multicolores y brillantes tras su paso. Habían
saludado con amplias sonrisas y gestos manuales a su congénere de aura lila y
al “inmigrante alienígena”, para nada molestos ni disgustados con su presencia
en la ciudad. Eduardo e Isabel estuvieron presentes, aunque no para llevas a
cabo visitas a fondo, en el campo de globos, donde una decena de hadas estaba
ocupándose de sus diversas tareas, como el mantenimiento edilicio y la higiene ,
todas aguardando a la vez la vuelta del aerostato que todavía permanecía en el
aire; una de las tres salas médicas del barrio, un moderno y equipado
emplazamiento de veinticinco metros de frente por cincuenta de fondo por ocho
punto cuatro de altura, conformado por la planta baja y un piso superior; media catorcena de
comercios de diversos rubros cuyos dos niveles conjuntaban una altura de nueve
metros, usando cada uno el nivel inferior como el local comercial en si y el
superior, dependiendo del rubro, como taller o fábrica o bien como una
prolongación del nivel inferior; el mercado central de alimentos no
perecederos, rotulado como “MC-ANP” en el mapa que llevaba Isabel, encabezado
el principal de sus accesos con un letrero que indicaba la misma sigla, un
predio que ocupaba trescientos metros de frente por cuatrocientos de fondo; el
hangar para carretas, con una superficie de cincuenta por cincuenta y altura de
siete metros, que alojaba a tres decenas de unidades (dos de estas no
estuvieron cuando Eduardo e Isabel pasaron por el lugar), usadas para el
acarreo de todo tipo de mercancías únicamente en ese barrio y sus áreas
colindantes, a distancias de hasta veinticinco kilómetros de radio; un vivero
especializado en la comercialización de todo tipo de plantas enanas, en el que
vieron a la consejera de SAM, Nadia, examinando parte del material expuesto en
una vidriera en el frente del comercio; y un complejo fabril de los sectores metalúrgico,
siderúrgico y del hierro, en el que la producción, empleando los trabajadores
elementos tales como el yunque y la fragua, era bastante artesanal.
El barrio, y Eduardo supuso que toda la
ciudad debía ser así, transmitía las sensaciones que distaban mucho – muchísimo
– de ser perjudiciales, nocivas y negativas para el bienestar grupal e
individual, como bien el conocía de antemano.
“No
solo este poblado, sino el país como un todo; el continente, el hemisferio…pueden
que todo el planeta”, pensó el originario de Las Heras, en tanto el hada de
aura lila y el estuvieron observando la fachada del mercado central de alimento
no perecedero. Los caminos públicos eran de tierra aplanada, mezclada esta con
pequeñísimas piedras que se confundían por su color con el bello entorno. Así
eran los secundarios e internos, porque los principales, al igual que aquellos
que formaban el límite entre dos o más barrios, o los que naciendo en la zona
periférica se internaban hacia lo profundo de la isla, eran de adoquines,
aunque en este caso aquellos tenían una forma rectangular con bordes romos y
los huecos entre estos estaban rellenos con piedritas minúsculas. En el barrio
no se observaba siquiera el mínimo rastro de cualquier forma de contaminación
ambiental (humo, vertido de líquidos y desperdicios industriales en los cursos de
agua, esmog…), falta parcial o total de mantenimiento en laca una de las estructuras
que estaban operativas, como viviendas
particulares y comercios; ni una sola de las formas de delincuencia y vandalismo
que Eduardo conocía; descontentos sociales de cualquier clase, promesas incumplidas
e incompetencia por parte de los funcionarios públicos (Eduardo vio a la mismísima
reina Lili en acción, cercando una plaza que iba a ser sometida a
restauraciones y mejoras, en compañía de una cuadrilla de operarios de EMNARN);
el no cumplimiento de cualquiera de los derechos sociales e individuales,
xenofobia ni todo aquello a lo que el estaba acostumbrado a ver en su lugar
natal u otros que visitara con mayor o menos frecuencia. Era total la ausencia
de sendas para peatones, garitas de seguridad, semáforos, rampas para
discapacitados, pobreza (“¿Cuán eficaz es este modelo económico?”, se hubo de
preguntar), cámaras de video para tareas de vigilancia y prevención, los letreros
que indicaran el nombre de los caminos o su altura (estos estaban presentes
únicamente en las construcciones, cualquiera fuera la función de estas) ni el
sentido del tránsito vehicular, publicidades gráficas que eventualmente pudieran
provocar accidentes (si había, en cambio, promotoras en el MC-ANP, cosa que
hizo gruñir a Isabel… porque Eduardo había empezado a desviar la vista) , el
extenso y abultado tendido de cables telefónicos y conductores para la energía
eléctrica, un entramado más o menos denso de rieles y durmientes para el transporte
ferroviario, paradas del transporte público automotor (porque este no existía),
automóviles mal estacionados, tomas de agua, antenas para la telefonía celular
y la televisión, prostitutas (Isabel, con las mejillas sonrosadas, no quiso
decir si las había en otras partes de la ciudad), residuos acumulados en
lugares indebidos, basurales a cielo abierto, contaminación sonora, casillas y
casas con deficiencias ni postes para el alumbrado público en abundancia que funcionaran con electricidad, cuyos
lugares estaban ocupados por los faroles metálicos que empleaban ese
extraño vidrio que aumentaba su
luminosidad. De estos había uno en cada espacio verde no boscoso (baldío,
floral, parques, plazas…), en su centro geográfico, y otro más en el punto de
choque de dos o más caminos, sin que importara su trascendencia ni alcance
(primario, secundario, de emergencia…), en donde se los usaba como puntos de
referencia; uno o dos en cada vivienda, según las preferencias de sus
residentes, dos pares en la sala médica, uno en cada lado, dos más en los locales
y otras instalaciones comerciales y tres en la fachada del campo de globos.
Seiscientos noventa y ocho punto cinco
metros.
Esa era la extensión máxima de la calle en la
que estaban las casas de las hermanas de aura lila, lo que hubo de evacuar las últimas
dudas de Eduardo: en la Ciudad Del Sol, la capital insular, la disposición
urbanística de manzanas cuadradas o rectangulares era prácticamente inexistente,
lo mismo que la numeración correlativa. Esta calle tenía la forma de una letra
S poco pronunciada y a sus lados abundaban los espacios verdes y terrenos sin
uso que oscilaban entre los tres y los nueve metros de frente. Las únicas
estructuras allí eran cuatro viviendas, pertenecientes dos de estas a Cristal e
Isabel, la estafeta postal del barrio, que dependía del Consejo CEST, y un
local comercial del sector frutícola, allí donde el camino chocaba con el de
adoquines. Más allá de los sonidos de la naturaleza – un arroyo fluyendo, el
sonido de las hojas, el canto de los pájaros, las pisadas de los animales en el
piso… –, no hubo voces en demasía ni ruido significativo, excepto el mercado
central; y las estrellas y el satélite natural prácticamente no se asomaron por
entre las grisáceas nubes.
“Un lugar idílico”, había sido la conclusión
de Eduardo, al volver a poner los pies en la sala principal de la casa de
Isabel, su cuidadora y guía, y nueva amiga.
El mundo de las hadas era tal cual lo había
imaginado.
--- CLAUDIO ---
CONTINÚA
--- CLAUDIO ---
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