miércoles, 17 de mayo de 2017

1.16) Lo que vieron en el paseo

_¡Llegamos justo a tiempo!., se alegró el hombre, abriendo la puerta y cediéndole el paso a Isabel, que lanzó un suspiro de alivio en respuesta a las palabras.
Eduardo cerró la puerta después de entrar el mismo y echó al instante un vistazo por la ventana, escuchando como la lluvia aumentaba su intensidad. La tierra en el suelo, en la calle y partes de la vereda, estaba empezando a transformarse en barro, y con eso adquiría tonalidades más oscuras.
_En esta temporada del año, me refiero a finales del verano, llueve prácticamente todos los días. Digamos que siete u ocho, de un total de diez – habló la dueña de la casa, mirando también brevemente. Cada uno ocupó una silla en torno a la mesa y el hada de aura lila, con un chasquido del pulgar y el mayor de la mano derecha, encendió cada una de las velas dispersas por el confortable salón. Posterior a eso, hizo que levitara desde una estantería el cenicero. Ambos encendieron un cigarrillo e Isabel inquirió - ¿Te quedaste pensando en algo, no?, ¿en qué es?, ¿en el trato y la cordialidad?.
_¿Se notó, no?.
_Si, me quedé pensando en eso – reconoció Eduardo, al tiempo que oía como un potente rayo impactaba contra el suelo violentamente, en plena calle. A ese ensordecedor ruido lo hubieron de preceder tonos celestes y azules – Es tal cual a lo que conozco yo. Quiero decir, esa forma de ser, lo que vi durante este paseo, es casi igual a lo que se describe de las hadas en la Tierra. Su forma de ser es así. ¿Me equivoco?.
_No, en lo absoluto., contestó Isabel, ofreciéndose para dar otro poco de información, pues su nuevo amigo la necesitaba, y además sería algo útil para pasar el tiempo hasta que llegara su hermana.

Se habían encontrado con Cristal durante el paseo, y los tres acordaron compartir la mesa para la cena.

Sin embargo, había sido ese paseo tan grato por una parte de la periferia suroeste de la ciudad, el lugar más poblado del reino de Insulandia, lo que motivara a Eduardo a primero aceptar el ofrecimiento que voluntariamente le hiciera la hermana de Cristal sobre instalarse de forma definitiva en la vivienda en la que residía desde Enero, sin el saberlo, y después a replantearse su deseo de autosuficiencia, de no aceptar la ayuda de los seres feéricos cuando tuviera que hallar un empleo. Con la superficie de diecinueve kilómetros y medio cuadrados, en este barrio periférico las casas y otras construcciones, que no superaban la quincena de metros, a excepción del barracón abandonado que le daba su nombre al barrio, y que actualmente estaba bajo un proceso complejo de restauración, se entremezclaban con parques, plazas, espacios repletos con todo tipo de flores, tierras cultivadas y para pastoreo del ganado, amplios terrenos baldíos que carecían de uso y enormes áreas que estaban atestadas de árboles, todos de diversa altura, ancho en el tronco y la copa, formas geométricas y muy bien cuidados, una ardua y compleja tarea encomendada a los expertos del Consejo EMARN, específicamente a los expertos en silvicultura y forestación.
Algunos hombres planeaban sobre y entre esos espacios, a los que usaban para divertirse y poner a prueba sus destrezas, y sobre las no pocas (aunque tampoco muchas) edificaciones, en todas las direcciones, dejando estelas multicolores y brillantes tras su paso. Habían saludado con amplias sonrisas y gestos manuales a su congénere de aura lila y al “inmigrante alienígena”, para nada molestos ni disgustados con su presencia en la ciudad. Eduardo e Isabel estuvieron presentes, aunque no para llevas a cabo visitas a fondo, en el campo de globos, donde una decena de hadas estaba ocupándose de sus diversas tareas, como el mantenimiento edilicio y la higiene , todas aguardando a la vez la vuelta del aerostato que todavía permanecía en el aire; una de las tres salas médicas del barrio, un moderno y equipado emplazamiento de veinticinco metros de frente por cincuenta de fondo por ocho punto cuatro de altura, conformado por la planta  baja y un piso superior; media catorcena de comercios de diversos rubros cuyos dos niveles conjuntaban una altura de nueve metros, usando cada uno el nivel inferior como el local comercial en si y el superior, dependiendo del rubro, como taller o fábrica o bien como una prolongación del nivel inferior; el mercado central de alimentos no perecederos, rotulado como “MC-ANP” en el mapa que llevaba Isabel, encabezado el principal de sus accesos con un letrero que indicaba la misma sigla, un predio que ocupaba trescientos metros de frente por cuatrocientos de fondo; el hangar para carretas, con una superficie de cincuenta por cincuenta y altura de siete metros, que alojaba a tres decenas de unidades (dos de estas no estuvieron cuando Eduardo e Isabel pasaron por el lugar), usadas para el acarreo de todo tipo de mercancías únicamente en ese barrio y sus áreas colindantes, a distancias de hasta veinticinco kilómetros de radio; un vivero especializado en la comercialización de todo tipo de plantas enanas, en el que vieron a la consejera de SAM, Nadia, examinando parte del material expuesto en una vidriera en el frente del comercio; y un complejo fabril de los sectores metalúrgico, siderúrgico y del hierro, en el que la producción, empleando los trabajadores elementos tales como el yunque y la fragua, era bastante artesanal.

El barrio, y Eduardo supuso que toda la ciudad debía ser así, transmitía las sensaciones que distaban mucho – muchísimo – de ser perjudiciales, nocivas y negativas para el bienestar grupal e individual, como bien el conocía de antemano.

 “No solo este poblado, sino el país como un todo; el continente, el hemisferio…pueden que todo el planeta”, pensó el originario de Las Heras, en tanto el hada de aura lila y el estuvieron observando la fachada del mercado central de alimento no perecedero. Los caminos públicos eran de tierra aplanada, mezclada esta con pequeñísimas piedras que se confundían por su color con el bello entorno. Así eran los secundarios e internos, porque los principales, al igual que aquellos que formaban el límite entre dos o más barrios, o los que naciendo en la zona periférica se internaban hacia lo profundo de la isla, eran de adoquines, aunque en este caso aquellos tenían una forma rectangular con bordes romos y los huecos entre estos estaban rellenos con piedritas minúsculas. En el barrio no se observaba siquiera el mínimo rastro de cualquier forma de contaminación ambiental (humo, vertido de líquidos y desperdicios industriales en los cursos de agua, esmog…), falta parcial o total de mantenimiento en laca una de las estructuras que estaban  operativas, como viviendas particulares y comercios; ni una sola de las formas de delincuencia y vandalismo que Eduardo conocía; descontentos sociales de cualquier clase, promesas incumplidas e incompetencia por parte de los funcionarios públicos (Eduardo vio a la mismísima reina Lili en acción, cercando una plaza que iba a ser sometida a restauraciones y mejoras, en compañía de una cuadrilla de operarios de EMNARN); el no cumplimiento de cualquiera de los derechos sociales e individuales, xenofobia ni todo aquello a lo que el estaba acostumbrado a ver en su lugar natal u otros que visitara con mayor o menos frecuencia. Era total la ausencia de sendas para peatones, garitas de seguridad, semáforos, rampas para discapacitados, pobreza (“¿Cuán eficaz es este modelo económico?”, se hubo de preguntar), cámaras de video para tareas de vigilancia y prevención, los letreros que indicaran el nombre de los caminos o su altura (estos estaban presentes únicamente en las construcciones, cualquiera fuera la función de estas) ni el sentido del tránsito vehicular, publicidades gráficas que eventualmente pudieran provocar accidentes (si había, en cambio, promotoras en el MC-ANP, cosa que hizo gruñir a Isabel… porque Eduardo había empezado a desviar la vista) , el extenso y abultado tendido de cables telefónicos y conductores para la energía eléctrica, un entramado más o menos denso de rieles y durmientes para el transporte ferroviario, paradas del transporte público automotor (porque este no existía), automóviles mal estacionados, tomas de agua, antenas para la telefonía celular y la televisión, prostitutas (Isabel, con las mejillas sonrosadas, no quiso decir si las había en otras partes de la ciudad), residuos acumulados en lugares indebidos, basurales a cielo abierto, contaminación sonora, casillas y casas con deficiencias ni postes para el alumbrado público en abundancia  que funcionaran con electricidad, cuyos lugares estaban ocupados por los faroles metálicos que empleaban ese extraño  vidrio que aumentaba su luminosidad. De estos había uno en cada espacio verde no boscoso (baldío, floral, parques, plazas…), en su centro geográfico, y otro más en el punto de choque de dos o más caminos, sin que importara su trascendencia ni alcance (primario, secundario, de emergencia…), en donde se los usaba como puntos de referencia; uno o dos en cada vivienda, según las preferencias de sus residentes, dos pares en la sala médica, uno en cada lado, dos más en los locales y otras instalaciones comerciales y tres en la fachada del campo de globos.
  

Seiscientos noventa y ocho punto cinco metros.
Esa era la extensión máxima de la calle en la que estaban las casas de las hermanas de aura lila, lo que hubo de evacuar las últimas dudas de Eduardo: en la Ciudad Del Sol, la capital insular, la disposición urbanística de manzanas cuadradas o rectangulares era prácticamente inexistente, lo mismo que la numeración correlativa. Esta calle tenía la forma de una letra S poco pronunciada y a sus lados abundaban los espacios verdes y terrenos sin uso que oscilaban entre los tres y los nueve metros de frente. Las únicas estructuras allí eran cuatro viviendas, pertenecientes dos de estas a Cristal e Isabel, la estafeta postal del barrio, que dependía del Consejo CEST, y un local comercial del sector frutícola, allí donde el camino chocaba con el de adoquines. Más allá de los sonidos de la naturaleza – un arroyo fluyendo, el sonido de las hojas, el canto de los pájaros, las pisadas de los animales en el piso… –, no hubo voces en demasía ni ruido significativo, excepto el mercado central; y las estrellas y el satélite natural prácticamente no se asomaron por entre las grisáceas nubes.

“Un lugar idílico”, había sido la conclusión de Eduardo, al volver a poner los pies en la sala principal de la casa de Isabel, su cuidadora y guía, y nueva amiga.


El mundo de las hadas era tal cual lo había imaginado.



CONTINÚA




--- CLAUDIO ---

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