Cuatro de Julio (Iiade número dieciocho).
Bien temprano este jueves por la mañana, apenas pasadas las siete horas,
Eduardo e Isabel dejaron su casa en la periferia, y al alcanzar los ciento
cincuenta metros de altura, tomaron caminos diferentes, ambos fuera de la
capital insular. El hada de aura lila
iba a reunirse con su hermana, Nadia y Lía. Iban a tomarse el día las cuatro
para dedicarlo al ocio en el parque y el lago La Bonita, como un muy unido
grupo que eran, ya que se trataba esta de una de las escasísimas veces, la
tercera desde la última semana de Marzo, en que las consejeras de Salud y
Asuntos Médicos y de Desarrollo Comunitario y Social podían darse el lujo de
dedicarle veinticuatro horas al ocio, en especial Lía, que tenía la
irrenunciable e impostergable tarea de velar por Rafael, su hijo así llamado en
honor al rescatador de ambos, tanto así que lo llevaría con ella a esta jornada
de descanso en La Bonita. La idea del cuarteto de mujeres era reunirse en la
orilla del lago, cada una llegando por su cuenta, antes de las ocho horas y
cuarto y quedarse allí hasta que el Sol al fin se hubiese ocultado. Eduardo y
Kevin, en tanto, pasarían todo el día de hoy en el Banco real de Insulandia,
colaborando con el trío de almas solitarias y parte del equipo de seguridad,
una unidad especial de la Guardia Real cuyo único propósito era proteger ese
lugar, comprobando los hechizos de defensa que sobrevivieron a la Gran
Catástrofe, en tanto que ese equipo reinstalaría los que fueron inhabilitados
por ese desastre. En esa tarea, el rol del arqueólogo y el del
artesano-escultor prácticamente no iría más allá de tomar notas del estado en
que se encontraban esos hechizos “sobrevivientes” y los otros. Pero, como se
sostenía, los apuntes formaban una parte esencial para el funcionamiento y la
operatividad de una de las principales instituciones del reino.
Al menos, eso le habían dicho a las hermanas.
La tarea de Eduardo y Kevin era otra.
Infinitamente más pesada y peligrosa – además
de potencialmente mortal – que quedarse descansando en la orilla de un lago o
tomando notas.
No les sorprendió en lo absoluto ver que ya a
las ocho menos cuarto, quince minutos antes del inicio de las actividades, las
hadas ya se hubieran arremolinado contra los accesos. El personal entrante y el
saliente, clientes, guardias y visitantes eventuales conversaban animadamente
entre ellos, sin otra preocupación respecto del banco más allá que el verlo
nuevamente en plena operatividad (esta era actualmente de alrededor del ochenta
por ciento), aunque también destacaban otros temas, la mayoría presentes ya en
boca de todos, como el inicio de la construcción de la centena y cuarto de
sucursales en diferentes aldeas, caseríos y parajes del archipiélago insular:
un proyecto surgido durante las primeras tareas de reconstrucción, para evitar
que las hadas tuvieran que viajar tan lejos para hacer tal o cual trámite, la
creación de puestos laborales permanentes – se sostenía que las ciento
veinticinco sucursales emplearían a entre cinco mil y cinco mil quinientas
personas – y urbanizar, o dar otro paso para esto, aquellos lugares en que
funcionarían las filiales, lo cual, según los constructores, los directivos del
banco y los jerarcas del Consejo de Hacienda y Economía, pasaría desde las dos
últimas semanas del anteúltimo mes del año. Eduardo y Kevin se negaron a entrar
a la gigantesca pirámide, cuando uno de los guardias les hizo saber que las
almas solitarias los esperaban en el lugar de costumbre (el salón donde
sostuvieron ambos su primera reunión, en Marzo), explicando que no querían ni
deseaban ser más que los demás, que cualquiera de las hadas u otros elementales
que esperaban allí, y que por tanto esperarían a que llegaran las ocho en
punto.
Todos los seres feéricos allí desconocían por
completo lo que ese par de hombres estaba por hacer, ignoraban que estaban por
ser parte de la respuesta a uno de los más grandes misterios de todos los
tiempos, algo empezado una década y media antes de la Guerra de los Veintiocho
por una científica experta en biología cuyos trabajos, la mayoría de estos,
todavía se encontraban en plena vigencia. La solución para el hechizo fallido
responsable de las almas solitarias, una de las sesenta y cinco especies que
formaban el reino elemental, y sabían a ciencia cierta que dentro y fuera del
reino de Insulandia los empezarían a considerar como héroes, lo mismo que a esa
persona que los habría de acompañar a la Casa de la Magia, esa isla que se suponía
un verdadero peligro para cualquiera. Por lo pronto, las almas solitarias
insulares eran auténticas celebridades, y por tanto muy queridas y respetadas
por las hadas y otras especies. Eran sentimientos que aumentarían no bien la
gente hubiera tomado conocimiento de que Iris, Iulí y Wilson eran nuevamente
seres feéricos. Muchos creían y sostenían que Iris era una fuente más que
fidedigna en cuanto a los acontecimientos de aquel período, el de la guerra, y
cada uno de los años posteriores a el, y los escribas que trabajaban en los
Archivos Reales acudían a ella a la hora de actualizar o ampliar dichos
registros. Respecto al otro par de almas solitarias, las hadas todavía
recordaban, y con detalles las hazañas de Wilson como deportista – tiro con
arco y con ballesta –, teniendo en su haber cinco campeonatos mundiales, y las
brillantes actuaciones y publicidades de Iulí como modelo. Ambos habían hecho
eso desde su llegada al mundo laboral.
Pero al fin llegaron las ocho horas, y no
bien se abrieron todos los accesos las hadas en tropel entraron al Banco Real.
En cuestión de minutos, la amplísima recepción en la planta baja estuvo colmada
de usuarios, no menos de dos centenas que se ubicaron en filas frente a la
treintena de ventanillas para hacer sus diversos trámites, en tanto los
empleados de ambos sexos ya daban comienzo a sus cotidianas (y rutinarias)
actividades. Allí, como pronto descubrió el experto en arqueología submarina,
las cosas eran aún más sencillas – lo serían aun más cuando se inauguraran las sucursales
–, decididamente diferentes a la mayoría de las que conocía. Hacer tal o cual
trámite estaba lejos de ser algo tedioso y burocrático, y lo más probable era
que quedara completo en dos horas y media o menos. También los pasillos y
oficinas se llenaron de movimiento, y de esa manera dio inicio la cotidianeidad
en la enorme estructura piramidal. Sería lo mismo en el sector subterráneo, esa
maraña de corredores interconectados entre si y las recámaras.
Así fue, de hecho. En su camino hacia el
salón de té, Eduardo y Kevin vieron el mismo bullicio que en la superficie.
Clientes del banco, guardias reales y empleados ya estaban yendo y viniendo por
los corredores más bien angostos iluminados por antorchas; unos pocos de todos,
tal vez por no estar habituados, pedían instrucciones a los demás o se guiaban
leyendo los carteles de orientaciones que había en cada esquina, allí donde
doblaban los corredores o habían bifurcaciones, desvíos y empalmes.
_¿Esperaron hasta que fueran las ocho para
entrar? – llamó Wilson, al ver llegar a los hombres y ocupar un par de sillas
–. Ese horario no hubiera aplicado para ustedes, porque no son empleados,
clientes ni visitantes ocasionales que tienen al Banco Real como lugar
turístico.
Kevin y Eduardo volvieron a decir que no les
interesaba “tener coronita”.
_Mantuvieron su lugar, como los demás,
entonces – agregó Iulí, haciendo su entrada acostumbrada, atravesando una de
las secciones del muro – Pero ahora están los dos acá, y es el momento de dar
comienzo a esto. Es una suerte, según se mire, que lo único complejo sea la
obtención de las tres piedras oculares en la Casa de la Magia. Los otros, como
ven, ya están a mano.
Dirigió su vista hacia una repisa que había
en el muro, donde estaban tres recipientes de madera, no más grandes que aquel
donde estuvieran las instrucciones – Kevin se convertiría en acreedor de la
recompensa en la mañana del ocho de Julio / Iiade número veintidós, una jornada
antes del “Día de la Familia” –. Siguiendo el pedido con gestos de Iris, los
hombres los llevaron con sumo cuidado hasta la mesa y los abrieron. En el
interior de cada uno había una muy curiosa mezcla, algo espesa, que a la
distancia se notaba que estaba hecha de agua y sangre, otros dos de los
elementos mencionados en la fórmula desarrollada por Mücqeu. Tal cual se lo
indicara en esa fórmula, debía ser la propia sangre de aquellos individuos a
los que se quisiera recuperar, y eso había sido un problema, porque se tuvieron
que usar las últimas reservas de ella que quedaban en el banco especializado,
en el Hospital Real, en los casos de Wilson e Iulí. El de Iris había sido
todavía más complicado, ya que de ella no quedaba una sola gota de su sangre en
ninguna parte del país, por lo que su única salida tuvo que haber sido recurrir
a alguno de sus dos parientes vivos en la actualidad, la reina o la princesa
insulares, desconociendo si el lazo parental con ellas seguiría vigente después
de más de cinco mil años. La sangre de
una o de la otra estaban ahora mezclada con agua en uno de los tres recipientes,
a la espera del componente aun faltante.
_Esto otro queda para después, para cuando
hayan conseguido las piedras oculares., les avisó iris, señalando otro trío de
envases, aún más pequeños, y haciéndoles también las señas para que los
llevaran a la mesa,
En este segundo trío (pocillos de cerámica)
había un polvillo tanto o más fino que la harina, y ni a Eduardo ni a Kevin les
costó trabajo advertir que se trataba de la protección adicional con que
contarían las almas solitarias una vez que el “restablecimiento” hubiese sido
completado, porque allí estaba un pocillo de color violeta, otro turquesa y uno
más lila (las auras de las almas solitarias), conteniendo lo que antes fueran,
como detallara previamente el futuro suegro de los hombres, un único cabello
del lomo de un lobo adulto, la pluma de la cola de un cuervo y un pétalo de una
amplia lila, de aquel mismo arbusto del que se beneficiaran las hermanas.
_Esperemos que todos esto funcione – deseó
Eduardo, mirando el polvillo que habría de beneficiar a Iulí, y aun pensando,
tal vez no tanto como antes pero haciéndolo, que Isabel y Cristal se
desesperarían y pondrían histéricas si supieran lo que el y Kevin estaban a
punto de hacer, y de como expondrían sus vidas a un peligro que prácticamente
era desconocido por las hadas –. Kevin y yo estamos listos para salir – el
artesano-escultor afirmó con la cabeza –, pero… ¿quién es la persona que va a
venir con nosotros?.
_Ella., anunció Iris, señalándoles el acceso
al salón.
Los hombres se dieron vuelta y observaron,
sin poder reaccionar con palabras.
La princesa Elvia , la heredera al trono
insular, hizo su entrada y observó primero a las almas solitarias y después al
par de hombres, que seguían sin poder dar un crédito completo a lo que veían.
La hija de la reina Lili sería la persona que los acompañaría a la Casa de la
magia, y eso les resultaba muy difícil de aceptar, por todo lo que estaría en
juego: la continuidad del liderazgo insular se vería comprometida, su vida
estaría en tanto peligro como la de los otros dos y cualquiera podría
considerar que no era necesario correr un riesgo semejante por algo que no
había sido jamás llevado a la práctica.
Ante esa duda, cualquiera preferiría que Wilson, Iulí e Iris continuaran
siendo almas solitarias, sobreviviendo quizás por más tiempo que los seres
elementales – cuando el último de ellos hubiera desaparecido –, a perderlos a
causa de un (otro) intento fallido.
Pasaría lo mismo con las demás almas solitarias en el mundo, cuando la
fórmula desarrollada por Mücqeu se diera a conocer, en caso de que fuera
efectiva. Los padres de las hermanas de aura lila y la antigua dirigente del
Movimiento Elemental Unido confiaron (y confiaban) tanto en la princesa que
decidieron compartir este secreto con ella, en la primera semana del mes
pasado, conscientes del riesgo que correría si aceptaba ir hasta aquel que era
uno de los lugares más aislados y peligrosos del planeta. Elvia aceptó
encantadísima el pedido de las almas solitarias, por lo mismo que lo hubieran
hecho cualquiera de los seres feéricos insulares, aunque pensando al mismo
tiempo lo mismo que aquellos, sobre que era preferible que las almas
continuaran siendo lo que eran ahora antes de perderlas por algo que pudiera
salir mal. La Consejera de Cultura del reino de Insulandia tenía a Iris, Iulí y
Wilson como tres de sus referentes, y por si eso no fuera suficiente, la jefa
del MEU era una pariente muy lejana suya (también de la reina Lili) y los otros
dos eran los progenitores de sus mejores amigas. Al igual que Kevin y Eduardo,
la princesa Elvia estaba en total conocimiento del peligro que correría en
aquel lugar.
_Si conozco aquello que nos espera en la Casa
de la Magia – dijo la princesa a los hombres, antes que estos hubieran tenido
tiempo de decir cualquier cosa sobre su presencia –. Una vez que estemos
dentro… bueno, digamos que para alguien como yo lo más peligroso son los
vientos fuertes y el agua. Conozco muchas de las trampas en el interior de la
isla, porque se su historia y además estuve allí tres veces, la última el año
pasado, y se como esquivarlas. Imagino que si nos vamos ahora y empezamos la
tarea, ellos tres – torció la cabeza en dirección a las almas solitarias –
podrían “estar de vuelta” hoy a la noche, cuando mucho en los primeros minutos
de mañana y… ¿qué les pasa?.
El arqueólogo y el artesano-escultor estaban
dubitativos y escépticos.
_Usualmente es el hombre el que va en ayuda
de una dama en dificultades. Eso para empezar – dijo Eduardo, mirando los
recipientes de madera, que tenían estampados los símbolos de los dones: una
pequeña llama, un círculo con una cruz en su interior y un corazón.
Respectivamente, Wilson, Iris e Iulí representaban el fuego, los sentidos y la
belleza –. Por principios y ética, Kevin y yo no podemos permitir que una mujer
se arriesgue de semejante manera por nosotros, princesa Elvia, y menos la
heredera al trono de este país. No quiero saber como reaccionarían Cristal e
Isabel si se enteran de lo que vamos a hacer, o que ya estamos haciendo, mucho
menos la reina, aun sabiendo que su opinión es la misma que la de cualquiera,
respecto de tener a Wilson, Iulí e Iris restablecidos.
_No le haría ninguna gracia ver como su hija
y la futura soberana se expone a esto, por más que se trate de algo ideado para
revertir los efectos de uno de los más grandes misterios, o problemas, de todos
los tiempos – agregó Kevin –. Seguro que la reina compartiría, como dijo
Eduardo, las mismas opiniones que las chicas, o que cualquiera. Antes que la posibilidad de un fracaso, mejor
sería dejar las cosas como están. Es verdad que lo único verdaderamente
complejo del trabajo desarrollado por Müqeu es entrar a y salir de aquella
isla, pero es mejor no confiarse. Siempre existe una chance, por mínima que
sea, de que algo fuera de eso pueda salir mal… y de eso lo peor sería que se
enteren los ilios.
Hizo una arcada con la sola mención de esos
seres.
_Pero también tenemos una ventaja, cada uno
de nosotros – aclaró la princesa, a cuya espalda cargaba una mochila. Ella, no
cabían dudas, ya estaba lista para salir –. Es obvio que eso pasó inadvertido,
pero llegado el momento y el caso, van a ser muy útiles.
_¿Cuáles?., quiso saber Eduardo.
El, tanto como Kevin, tenía la mente dividida
en dos pensamientos. Por un lado, estaban todos los temores y todas las complicaciones
acerca de este viaje, a lo que ahora se había agregado la preocupación de que
le pasara algo malo a la princesa insular. Aun si el viaje se hubiera
completado de manera exitosa y lograban obtener las tres piedras oculares,
cabía la posibilidad de que nada cambiara con la aplicación – Mücqeu, la
brillante científica contemporánea de Iris, únicamente había desarrollado y
completado la teoría –, con lo que Iulí, Wilson e Iris continuarían siendo
almas solitarias, incapaces de abandonar su eterna morada por períodos
prolongados. Por otro lado, en aquella reunión del ocho de Marzo / Nint número
siete, sobre contar con a ayuda de ambos hombres, los futuros maridos de sus
hijas, cuando fuera muy necesario hacerlo. Parecía que la palabra empeñada y la
preocupación estaban compitiendo entre si, y ninguna podía superar a la otra.
“Nuestras habilidades, lo que podemos hacer”,
dijo la princesa, antes de ahondar en este tema, y sin advertir ella ni los
demás que con solo mencionar esas primera seis palabras, parecieron los hombres
estar cambiando de parecer. Más aun, que
parecía haber llegado el momento de despedirse del trío de almas solitarias.
La principal ventaja que tendrían en la Casa
de la Magia y sus alrededores – la técnica de tele transportación de la heredera
los dejaría a diez kilómetros de la costa – era aquello por lo que más
destacaba cada uno de los “aventureros”. Aunque no había practicado mucho desde
el incidente en el campamento con su compañera de amores y prometida, tal vez
un total de doce horas desde aquel uno de Mayo /Tnirta número once, Eduardo
había logrado un cierto dominio sobre su capacidad para transformarse en el
megalodón, el enorme tiburón grisáceo de más de treinta metros, pero le seguís
costando trabajo poder concentrarse lo suficiente como para ejecutar
correctamente la técnica y luego poder volver a la normalidad. Habían
practicado muy poco el e Isabel, junto con Kevin y Cristal, al final de cada
jornada laboral durante el mes pasado, aprovechando la presencia de un río
cercano al yacimiento, y el yacimiento mismo, cuando le quedaran las fuerzas
suficientes al arqueólogo (y las ganas para desarrollar una actividad que por
el momento era estresante, pesada y peligrosa) y a su trío de “instructores”.
Esa habilidad para transformarse, sumada a su dominio sobre el agua, sin dudas
que resultarían de utilidad para el trío cuando tuvieran que sortear una o más
trampas que de una forma o de otra implicaran ese elemento. A Eduardo le causó
risa la idea de imaginarse transformado en el megalodón y tener a Kevin y la
princesa Elvia sobre el lomo, sujetos de la aleta, durante la carrera a la
costa.
“Que tengan suerte”, les desearon al unísono
las almas solitarias, poniendo todas sus esperanzas en los futuros maridos de
sus hijas y la heredera insular.
Nuevamente, la intervención del antiguo jefe
del Mercado Central de las Artesanías estaría representada por su fuerza y
resistencia físicas, las cuales, había el hombre descubierto, podían aumentar
exponencialmente en relación al peligro o el desafío que tuviera por delante –
todavía no alcanzaba su límite – Las trampas naturales serían ese desafío en la
Casa de la Magia, y con toda seguridad sería algo superior a cualquier cosa que
hubieran enfrentado alguna vez. Era probable que las piedras oculares
estuvieran ocultas, sepultadas bajo escombros o bajo la superficie, y allí no
solo sería útil esa musculatura, sino también la transformación de Kevin, la
anaconda real. Una serpiente, la más grande del mundo, capaz de alcanzar los
quince metros de longitud, sesenta centímetros de ancho y cien kilogramos de
peso (el soporte adicional de Kevin había provenido de un colmillo de uno de
estos reptiles), lo que lo convertía en el depredador más grande en tierra, aunque no el más letal,
porque la anaconda real, presente en todas las regiones entre los trópicos Sur
y Norte – serían Cáncer y capricornio en la Tierra –, no mataba a sus presas
con veneno, sino asfixiándolas con su voluminoso cuerpo. Estando transformado,
el compañero de amores y prometido de Cristal no tendría tantas dificultades
para moverse por lugares de difícil acceso en aquella isla, y también
podría excavar bajo l superficie,
porque, aunque abundaban, las piedras oculares no flotaban en el aire para estar
a la vista de cualquiera que fuera a buscarlas y también existía la posibilidad
de que una trampa o varias se activaran al tomar una piedra.
En lo que hablaron en la participación en el
viaje del artesano-escultor y de este sus habilidades, los tres habían llegado
a uno de los puntos de acceso/salida de la enorme estructura piramidal, que
habitualmente era usado por el personal de seguridad y vigilancia, de la
Guardia Real. Allí había tres guardianes del regimiento de arqueros, en el
exterior, que al notar la presencia de la heredera insular adoptaron la
posición de firme y se llevaron la mano derecha al corazón, en horizontal. “No
hace falta, no hay peligro alguno”, dijo la princesa a uno de ellos – mintió,
el peligro al que se expondrían era inmenso – que había querido abandonar a sus
compañeros para actuar como escolta del trío que se marchaba. Elvia, Eduardo y
Kevin se alejaron unos doscientos metros de la pirámide para poder llevar a
cabo la tele transportación, que no funcionaba en ese radio. Era una de las
tantas medidas de seguridad con que contaba el Banco Real, y se aplicaba cada
vez que algún desastre natural de grandes proporciones tenía lugar, por temor a
que, aprovechando el revuelo y caos reinantes, alguien (la totalidad de las
opiniones hacían alusión a los ilios) tratara de robar algo.
Siguiendo las indicaciones de la hija de la
reina Lili, el par de hombres la tomó de las manos, al artesano-escultor la
derecha y el experto en arqueología submarina la izquierda, mantuvieron la
serenidad y en cuestión de uno o dos segundos, tal vez lo mismo que demorara
ese lentísimo parpadeo de la heredera, se encontraron en un gigantesco e interminable
(aparentemente) espacio de agua. Rodeados de nada absolutamente, sin ningún
espacio grande o pequeño de tierra a la vista ni embarcaciones que anduviesen
por allí, o seres sirénidos nadando en o buceando cerca de la superficie. Así y
todo, con esas ausencias, ese era el lugar al que debían llegar. Lo supieron no
bien enfocaron sus ojos en un punto en la distancia en donde la bruma, o lo que
fuere, parecía estar formando un hongo que combinaba tonos blancos y grises en
torno a algo. Las aguas de este océano estaban calmas y el viento no soplaba
tan fuerte.
_Porque estamos fuera del alcance máximo de
las defensas mágicas del punto de destino, que incluyen ese hongo que vemos
ahora, creado hace alrededor de dos mil años para confundir a los navegantes –
advirtió la princesa Elvia a los hombres –. Tan solo cien metros delante
nuestro en aquella dirección – señaló el hongo justo delante suyo –, vamos a
estar expuestos a cada uno de los peligros de los que ya conversamos. Y como yo
tengo experiencia viniendo a la Casa de la magia, les puedo decir que no hay
que tomarse nada a la ligera. No se descuiden ni confíen con nada. Muy bien,
Eduardo – dirigió su atención al arqueólogo, para quien ese conocimiento no
servía de nada en ese momento –. Es tu momento para ser amable. Y recordá esto:
concentración total y decisión. Las dos cosas que a todos nos hacen falta en
estos casos.
_Muy bien – contestó Eduardo, iniciando el
descenso –, aunque no me va a resultar fácil, teniendo en cuenta el contexto.
Ingresó en el océano cristalino (¡y salado!),
sacudiéndose al hacerlo a consecuencia de los leves vaivenes del agua, aun
pensando en la técnica de la tele transportación, con la cual había sido su
primera experiencia, comparando ese viaje, por su duración y las sensaciones provocadas,
con el hecho de viajar atravesando una puerta espacial, algo para el cotidiano,
y el curso del espacio-tiempo entre la Tierra y este planeta. Las sensaciones
de encontrarse así, en el océano y cerca de una isla que le era desconocida
hasta el día de ayer, no fueron del todo alentadoras para el, y sus muy buenas
razones tenía para que no lo fueran. Era la primera vez que se había tele
transportado, la primera vez que iba a intentar la transformación en un espacio
mucho más grande que un río no muy ancho, un arroyo o cualquier curso como
esos, estaba solo en este esfuerzo y ni su mejor amigo ni la princesa lo
podrían ayudar ni guiar en estas circunstancias, apenas una centena más
adelante el agua y los vientos se habrían de volver en su contra, aquel par que
aguardaba en el aire (observaban Kevin y Elvia con atención desde su posición)
dependía de el para llegar a la costa, estaba en juego la posible recuperación
corpórea – se titulaba la investigación de Mücqeu: “Recuperación corpórea de un
alma solitaria” – de sus futuros suegros e Iris, de a ratos lo asaltaban las
posibles reacciones de Isabel si se hubiera enterado de esto o se enterara, y
no había tenido toda la suerte deseada por el mismo en esto de transformarse.
Esa era una de las pocas cosas, cuando no la única, que a Eduardo le costaba
trabajo aprender y dominar. Presintiendo que le podría demandar un esfuerzo
superior al acostumbrado, hizo lo de siempre. Se concentró y visualizó en su
mente la imagen del feroz megalodón adulto, intentando captar de aquel todos
los detalles.
_¡Transformación!., exclamó con voz potente,
igual a como lo hiciera en cada oportunidad anterior.
Sus pronósticos negativos fallaron.
AL centellante y breve resplandor celeste y
azul provocado con la pronunciación de esa palabra – al transformarse, las
hadas producían ese efecto con el mismo color de sus auras – le siguió el
cambio. La forma corpórea del prometido de Isabel empezó a mutar, a
contorsionarse. En cuestión de segundos, no más de quince, la figura de un
hombre joven y adulto de un metro ochenta y más de ochenta kilogramos de peso
dio paso a la del depredador máximo de treinta y un metros de longitud, seis
punto cuatro de alto y sesenta y una toneladas, En pleno ejercicio de su
conciencia, Eduardo supuso que el contexto y la urgencia tuvieron que actuar
como estimulantes para que (por primera vez desde el incidente en Cinco
Arroyos) la transformación fuera ejecutada de forma correcta. El megalodón se
quedó estático e inmóvil sobre la superficie oceánica, con sus ojos fijos en
aquel hongo en la distancia, y moviendo suavemente las aletas para conservar la
postura. Lanzó dos potentes y atronadores rugidos, seguidos por otro par, y uno
más a continuación, modificando el tono de cada uno respecto del anterior, y
Kevin y Elvia arriesgaron la idea, en tanto iban al encuentro de la bestia, de
que Eduardo estuviera ahora, animado por el éxito, haciendo el esfuerzo por
articular palabras y sonidos. No se equivocaron con eso, porque a la pregunta
de si lo estaba haciendo, el animal cerró los ojos una única vez, para hacerse
entender. Así había sido desde que empezaran las prácticas, cuando Isabel,
Cristal y Kevin le sugirieran que contestara si o no haciendo un parpadeo o dos
a cualquier pregunta que no ameritara otras respuestas que esas. En la facultad
de hablar estando transformado era su debut total, y no logró más que un sonido
confuso, como si se hubiera tratado de una mezcla entre rugidos y palabras.
_Despacio con eso – le aconsejó Kevin –. Es
la primera vez que pudiste transformarte en un lapso tan breve. No se si el
lugar, este océano, tenga algo que ver, pero lo hiciste. Ejecutaste esa técnica
magistralmente en quince segundos. Es suficiente por un día, ya vamos a tener
tiempo de sobra para practicar. ¿Todo en orden?.
El megalodón cerró los párpados una vez,
consciente de que aquello era cierto. A este respecto – la transformación – era
mucho lo que había logrado. Eduardo pensó en Isabel, que debía estar pasándola
de maravillas con las chicas; seguramente estaría orgullosa por el logro de su
compañero sentimental. Este reconocería, si no lo hubiera hecho ya, que la
situación y el lugar lo habrían animado para hacerlo bien. “Lo hicieron”,
pensó, en tanto Kevin y la princesa heredera se sujetaban como podían a la
aleta dorsal. Este par sabía que nadie en su sano juicio querría hacer algo
así, porque ir de esa manera sobre el lomo de semejante monstruo era una
invitación mucho más que segura para la muerte. De hacerlo, y por algún motivo
caían al agua, el megalodón que hubiera servido como “transporte” loes vería
como alimento, y también los otros componentes del cardumen.
_El tiene razón – coincidió la princesa,
posándose con delicadeza y cautela en el escamoso lomo del depredador –. Es
suficiente. Y además, este no es uno de tus ensayos habituales para dominar la
habilidad de transformarte, sino algo más complejo que va a determinar el
futuro de las almas solitarias.
Apoyó ambas manos en la aleta dorsal de la
bestia, deseando que la ferocidad del agua y la de los vientos más adelante no
lo fueran tanto como para empujarla a ella y a Kevin al océano, donde si
podrían haber megalodones verdaderos. Para estos súper predadores, loes grandes
océanos como este eran sus hábitats naturales por excelencia. “¡Oh, no!”,
exclamó súbitamente, en silencio, pensando que si faltaba algo de peligro era
justamente eso. ¿Qué pasaría si en un determinado punto de este trayecto de
diez kilómetros hasta la costa aparecieran uno o más de esos tiburones
gigantes, que prácticamente no tenían rivales fuera de ellos mismos, u otros
depredadores?. Hizo una evidente mueca, lo que le bastó a Kevin para detectar
la preocupación:
_Princesa Elvia, ¿qué pasa?., le preguntó.
_Una pavada, nada más que eso – contestó la
heredera, que se evadió de ese pensamiento moviendo suavemente la cabeza de un
lado a otro –. Pensaba en este viaje. Muy bien, Eduardo, cuando gustes.
Y el depredador se puso en movimiento,
conociendo lo que le esperaba unos pocos metros más adelante, y a causa de eso
preocupado, tanto por su suerte como por la de su amigo y la princesa. Pero,
igual que antes, esa no constituía la única preocupación que daba una y otra
vuelta en su cabeza. Cuando dio los primeros golpes con la cola en el agua,
para ganar velocidad, y mientras Elvia y Kevin observaban el horizonte
sosteniéndose de la aleta, otra imagen se le apareció de pronto, súbitamente,
en sus pensamientos, y pareció que los estaba abarcando a todos. Sin dejar de
considerar ni tener bien presente que loes tres estaban poniendo sus
existencias en peligro (nadie podría decir que uno había incitado a los otros
dos), muy probablemente uno que jamás vayan nuevamente a experimentar,
voluntaria o involuntariamente, esta imagen se volvió tan vívida que por unos
breves instantes llegó a creer que se
trataba de algo real. Allí se encontraba el hada de la belleza, que lo
acompañaba y velaba por el desde que lo hallara en la cabaña costera – el
vínculo nació por el hecho de ser la primera en verlo –, tan histérica y
preocupada, e incluso más, que aquella noche en que lo viera partir para hacer
el héroe durante la Gran Catástrofe junto con los otros tres. Isabel se llevaba
las manos a la cabeza y evitaba contener
cualquier emoción o gesto de preocupación al enterarse de ese viaje a un lugar
cuyo peligro real radicaba en las aguas violentas y los vientos fuertes. Que
formaban las defensas exteriores, y no atenuaba su estado (Eduardo no conseguía
tranquilizarla) el saber que el motivo de esta locura suicida de su compañero
sentimental era la obtención de tres
objetos, las piedras oculares, con os que pretendían restaurar los cuerpos,
auras y poderes de sus padres e Iris. Isabel era, por supuesto, la última
persona en todo el mundo que querría que Eduardo y Kevin intentaran algo como
eso, y tampoco la princesa Elvia, una de sus mejores amigas, porque el
liderazgo en el Consejo de Cultura y el trono insular, este a muy largo plazo,
se verían muy comprometidos. La hija mayor de Wilson e Iulí no dejaba de
despotricar a causa de ese comportamiento tan imprudente, sabiendo además
quienes iban a ser los sujetos de prueba de algo que jamás había salido de la
teoría (“¡No son una excusa los exorbitantes conocimientos de Mücqeu!”,
exclamaba Isabel) y que su novio, su futuro cuñado y la princesa bien pudieron
haber resultado con heridas menos o más graves, o, peor, quedado en el camino.
_Que bueno que no le dije ni una sola palabra
a Isabel – se alegró Eduardo, en voz alta… ¿en voz alta? –. Eso hubiera
significado problemas, y ella habría estado con todos sus sentidos en alerta máxima,
vigilándome constantemente para impedir que haga esto que ahora estoy haciendo.
Lo mismo en el caso de ustedes dos con Cristal y la reina Lili. Aunque los
envidio. La oficina real y La Bonita son dos lujos en comparación con esto.
¿En voz alta?
Había pronunciado esas palabras pensando que
estarían únicamente dentro suyo, a su mente sirviéndole como consuelo y
tranquilizante. Y ni siquiera había caído en la cuenta de esa pronunciación en
voz alta, porque estaba concentrado en el pensamiento y en llegar a la costa,
de no ser porque su amigo se lo hizo saber con la sonora exclamación “¡Lo
lograste, Eduardo!”, y la princesa Elvia al felicitarlo con la frase “¡Por fin
lo conseguiste!”. Los tres llegaron a la conclusión, una posibilidad muy firme,
de que lo que al arqueólogo le estaba haciendo falta para ejecutar
correctamente la transformación primero y poder hablar estando transformado
ahora, era estar ante una situación que revistiera una presión y peligro
reales: su instinto de supervivencia, el deseo de superación personal siempre
presente y el deseo de conservar con vida e ilesos a sus dos “pasajeros” lo
habían hecho dar lo mejor de si y traspasar ese límite que aun creía se hallaba
lejos de su alcance. Y todo en menos de cinco minutos. Isabel estaría orgullosa
de este notable logro y Eduardo había decidido, esta vez en absoluto silencio,
contárselo cuando los peligros y la razón de este viaje a la Casa de la Magia
hubieran quedado atrás: “Tal vez así consiga que logre tranquilizarse” –
concluyó, todavía con la imagen de su prometida cargada de histeria,
preocupación y despotricando a causa de la imprudencia – “,si. Eso es lo que
voy a hacer”.
Pero no tuvo Eduardo tiempo para celebrarlo,
y tampoco Kevin ni Elvia.
_¡Agárrense fuerte!., fue lo último que dijo
el arqueólogo, antes de cerrar las gigantescas mandíbulas y concentrarse en el
horizonte, más precisamente en aquel hongo blancuzco y grisáceo.
Apenas traspasada esa distancia de cien
metros que había entre el límite de las defensas exteriores y el punto donde
apareciera el trío, as cristalinas aguas y el viento súbitamente dejaron de
estar en calma. Y los viajantes lo sintieron al instante, sobre todo Kevin y
Elvia, por estar más expuestos. Varios sacudones en el océano fueron los
predecesores de un cuarteto de olas que tranquilamente pudieron alcanzar los
cinco metros, e incluso superarlos, a lo que el depredador pegó un saltó que
sobrepasó dicha elevación en el instante inmediatamente previo a que una nueva
ola enorme tratara de engullirlo, y cayó al agua provocando un sonoro ruido. Si
bien había tenido dificultades para transformarse, Eduardo, habiéndolo logrado,
no las tuvo para moverse en los ámbitos acuáticos con tanta maniobrabilidad,
soltura y gracia como si fuera un megalodón verdadero. Lo único que alcanzaron
a hacer Kevin y Elvia fue soltarse de la aleta dorsal en el momento en que
Eduardo iniciara el descenso tras el salto, y luego de esa acción volver a
sujetarse. Allí fueron víctimas del viento fuerte, que intempestiva y
sorpresivamente los lanzó varios metros a un lado del megalodón. Usaron sus
habilidades y la técnica del vuelo para volver a sujetarse, tras lo que
escucharon nuevamente, pese al ruido que provocaban el viento y las olas, la
voz de Eduardo diciendo que lo más probable era que no llegaran a ninguna
parte, al menos no su amigo y la heredera. Abrió las aterradoras y dentadas
fauces e hizo un único parpadeo muy evidente para que lo notaran, con lo que
les dio a entender que la opción más segura era viajar dentro de las mandíbulas,
sujetos firmemente a esos enormes dientes. “El último lugar en el que un hada
quisiera estar”, bromeó Kevin, algo que la heredera insular complementara con
una revalidación de los pensamientos de Eduardo, sin saber que lo había hecho,
y de aquel sus palabras, con la frase “Mi mamá e Isabel se horrorizarían, y
también Cristal, y ya estarían trepándose por las paredes”. Pero reconocieron
que, comparativamente, era más seguro viajar allí que haciendo malabares y
sosteniéndose de la aleta, así que hicieron caso a la ocurrencia de Eduardo y,
con un movimiento rápido, porque ni el viento ni el agua dejaban de dar uno
atrás de otro sus azotes, se metieron en la boca del depredador gigante, que la
cerró al instante dando la advertencia a ambos de que no debían alarmarse, y
que ese único parpadeo o dos se traducirían en uno o dos movimientos suaves con
el maxilar superior, de este con la tercera hilera de dientes. Kevin y la
princesa Elvia observaron con asombro lo que estaban viviendo. Probablemente
serían ellos los únicos seres feéricos en el mundo, y en toda la historia, que
se encontraran en el interior de las fauces del máximo depredador y vivirían
para contarlo. Sabían que cuando ello ocurriera el relato sonaría decididamente
desopilante, delirante y, al menos al principio, difícil de creer.
_¿Y bien?., llamó Kevin,
_Ridículo., contestó Elvia.
Estaban los dos allí, sobre el maxilar
inferior, sosteniéndose de un par de esos aterradores dientes que alcanzaban
los veinte centímetros, reconociendo lo oportuno de estar en ese lugar, y no en
el exterior. Acostados, pensaban en que lo que les impedía mayor comodidad,
además de las sensaciones tan extrañas y el hecho de seguir pensando en lo
única que sería esta experiencia, eran esos finísimos chorrillos que lograban traspasar
la gruesa capa de dientes, y los sacudones, unos más bruscos y otros no tanto,
que indicaban que el arqueólogo estaba abriéndose paso a través de la violenta
agua y los feroces vientos. Otra idea cruzó por la cabeza de ambos, ajena por
donde se lo mirara al motivo del viaje, y era que esta hubiera sido la
oportunidad única para los ictiólogos y otros investigadores: podrían haber
ampliado el conocimiento sobre el máximo depredador acuático, viendo como era
el interior y tomado notas de todos los detalles. Kevin y Elvia decidieron
hacerlo por ellos, retener la información y pasársela cuando tuvieran la
oportunidad, puesto que allí no tendrían otra cosa que hacer. Por los
movimientos y unas pocas estimaciones, ambos calcularon que podrían quedar
nueve de los diez kilómetros – Eduardo tenía aún mucho trabajo – Las defensas
exteriores de la Casa de la Magia, sabía el par, se detendrían en cuanto el
animal hubiese tocado la costa, acantilados de entre cuatro y ocho metros en el
punto que habían señalado como llegada.
No había en las defensas indicios evidentes
de magia, sin embargo esta allí estaba. Esas olas que crecían y descendían de
esa manera tan repentina no se originaban de forma natural. Además, el agua
cambiaba súbitamente de temperatura, de cálida a fría y viceversa – incluso se
evaporaba y congelaba durante uno o dos segundos – cuando impactaba de manera
más bien continua contra el megalodón. Este había descubierto muy pronto que la
mejor forma de evadir las olas y los vientos fuertes era ir no sobre las aguas,
sino bajo ellas, a más de cuarenta metros, y pegar esos enormes saltos de más
de quince en el aire, tomando con ambas acciones el suficiente impulso como
para ser más rápido que ese par de elementos, y acortando además la distancia a
la costa. Reconoció y advirtió que el éxito en semejantes saltos (un megalodón
solo era capaz de efectuarlos si se encontraba en la flor de la vida y en
perfecto estado de salud) y en bucear a esa profundidad se debieron a un
comportamiento cien por ciento instintivo, porque no tuvo ni tenía tiempo para
detenerse a pensar en cual podría ser la mejor manera, si es que había otra u
otras, de lidiar con las defensas exteriores. Y debía velar también por el par
dentro de su boca, aun sujetos ambos a dos de esos enormes dientes, que de a
ratos eran salpicados con los finísimos chorros de agua que lograban filtrarse.
Eduardo literalmente zigzagueaba entre los cuarenta metros debajo del agua y
entre quince y veinte sobre ella, ejecutando esos movimientos instintivos bajo
constante azote del viento y aguas feroces.
Así fueron las cosas a medida que continuaba
el peligroso viaje, y cuando la distancia inicial de diez kilómetros se redujo
a las tres quintas partes (no había boyas u otras marcas, sino instinto y nada
más), las defensas exteriores de la Casa de la Magia parecieron volverse más
feroces y, por tanto, efectivas. Llegado un punto en esa distancia, las olas
más o menos grandes parecieron formarse únicamente allí donde avanzaba el
tiburón gigante, como si alguien o algo lo quisiera atacar para que no llegase
a la costa – esa era la razón de existir de las defensas –, y se deshacían tras
su paso, en tanto que los vientos, siempre feroces e implacables, una parte de
ellos al menos, adoptaba la forma de látigo y azotaba el voluminoso cuerpo del
megalodón. Ninguno de los elementos dañaba ni le provocaba heridas cortantes a
Eduardo, como este fácilmente advirtió, sino que trataban de desviarlo, a lo
que el respondía aumentando la velocidad cuando se movía bajo el agua y el impulso
con cada nuevo salto. Esas acciones tenían, desafortunadamente, su lado
negativo, ya que Eduardo se veía obligado a hacer pequeños desvíos en su
recorrido, esto pensando en la integridad de la princesa y su amigo. Cualquier
movimiento incorrecto, por mínimo que fuera, podía ser inconveniente para
ellos. De momento, la impresión de estar sujetos a dos de los terroríficos
dientes del súper predador los mantenía tranquilos y en silencio, con los ojos
cerrados e inmóviles, incapaces de hacer otra cosa que respirar, a un ritmo
mucho más lento que el normal, y mantenerse sujetos con toda la firmeza.
“¡Lo que faltaba!”, se lamentó Eduardo, con
pesar y en silencio. A los vientos y aguas fuertes que le jugaban en contra se
le sumó una niebla opaca de origen desconocido, que repentinamente estuvo
cubriendo cada metro de los que restaban a la costa, quizás la mitad del
camino, con lo que el prometido de Isabel dedujo que formaba parte de las
defensas mágicas exteriores, por si los otros dos elementos estuvieran siendo
total o parcialmente inefectivos. “Si podés escuchar, Eduardo, poné atención al
hongo nuboso que rodea y cubre a la Casa de la Magia”, le indicó la princesa
Elvia, apenas moviendo la boca y apretando todavía más fuerte los dedos en
torno al diente. El arqueólogo movió una única vez el maxilar superior y cambió
la dirección a la que apuntaban sus ojos, con ese nuevo salto, y notó que el
hongo grisáceo y blanco se iba disolviendo, y que las nubes o lo que fuera que
lo formaba era en realidad la fuente de la niebla, cuyo origen al fin había
quedado develado. Eduardo concluyó que la acción conjunta de las olas, el
viento y la niebla debían ser suficientes para detener e inutilizar a las
embarcaciones que trataran de llegar a la isla
e incluso a las hadas que se acercaran por aire moviéndose a grandes
velocidades. Era eso, efectivamente, lo que pasaba más adelante: al ir
reduciéndose el hongo, las formas de la casa de la Magia empezaron a adquirir
una mayor nitidez, en las costas al menos, aunque el arqueólogo en veloz
carrera creyó que aquello también se debía a que era menor la distancia que
restaba, tal vez, a los dos kilómetros. “Dos cuando mucho”, pensó.
El tiburón gigante continuó el viaje
moviéndose sobre la superficie, apenas más relajado que unos instantes atrás,
al descubrir como las defensas exteriores parecieron haber quedado reducidas a
un viento normal, aunque fuerte, a un océano que no producía otra cosa que unos
pocos sacudones y a esa niebla que se limitaba a volver borrosa la vista del
animal en viaje. Eduardo pensó, en tanto se preparaba para abrir las fauces non
bien restaran los últimos metros hasta la costa – ya divisaba una playa no muy
extensa, y tras ella varios peñones
inusualmente juntos, como si en otros tiempos hubieran sido un muro natural o
una fortificación –, que eso podía tener dos explicaciones. Quienes diseñaron y
aplicaron esas defensas habrían creído que entre ocho y nueve mil metros de
vientos y aguas feroces y niebla bastarían para que cualquier hada que quisiera
aproximarse hubiese reconsiderado sus ideas sobre no continuar el viaje y
volver al punto de partida, en cuyo caso las defensas exteriores quedarían
nulificadas, pues no actuaban si alguien quería salir de la Casa de la Magia.
La otra explicación era que aquellos diseñadores hubieran decidido dejar la
isla al cuidado de las defensas internas, por lo que Eduardo tuvo una
ocurrencia no mug alentadora. “Y si fue difícil en el exterior, ¿cómo serán las
cosas en el interior?”. Así fueron las cosas, porque en un curso breve no mayor
a los cincuenta metros la niebla hubo de disiparse por completo, el agua a
quedar nuevamente en calma y el viento fuerte a detenerse repentinamente.
La Casa de la Magia estuvo justo enfrente
suyo, y cuando los metros no fueron más de cinco (eso creyó Eduardo), el
depredador gigante abrió las fauces, y Kevin y la princesa Elvia se animaron a
aflojar los dedos y abrir los ojos. La heredera al trono fue quien dio el
primer paso, avanzando hacia adelante y viendo el exterior después de esa
decena de minutos que le perecieron interminables, y acto seguido lo hizo el
artesano-escultor. Ambos estaban empapados de pies a cabeza y cubiertos en
varias partes del cuerpo por una sustancia viscosa que había secretado el
animal; era la baba del megalodón. “Perdón”, se excusó Eduardo, no bien hubo de
recuperar la forma de un hombre adulto – nuevamente había tenido éxito con el
primer intento, y lo atribuyó a la presión cuando tuvo que convertirse en el
megalodón, un efecto que aún continuaba –, en tanto el otro par, refregándose
la cara con las mangas y entre risas pro encontrarse en esta situación, aun
pensando en las posibles reacciones de la reina Lili y Cristal (Oliverio,
sabían ambos, elogiaría la actitud, considerando el porqué del viaje), se
metieron en la cristalina y salada superficie oceánica, donde convinieron
permanecer el tiempo suficiente como para quitarse hasta el último vestigio de
la baba. “¿Así que te parecemos graciosos, eh?” , reaccionó la princesa con una
risita, porque había visto como Eduardo amagaba con cerrar los ojos y se tapaba
la boca con ambas manos, provocando un salpicón que dio de lleno a su amigo.
Era una oportunidad que no podían dejar pasar, la de divertirse por unos
momentos antes de abocarse de lleno a su tarea.
_Aunque se que eras vos, viajar pegada a los
dientes del depredador máximo no fue agradable ni por error – comentó la
princesa –, no lo tomes a mal – quiso aclarar –. Creo que esas emociones y la
impresión me van a acompañar por mucho tiempo. Lo bueno es que fue mejor que
viajar por aire., concluyó dando un paso y subiendo el primer escalón.
… de un total de cuatro centenas.
Allí estaban los tres enfrentando a otra de
las defensas mágicas de la isla. Los peñones, acantilados y riscos que había en
ese sector estaban fuertemente protegidos por un hechizo que impedía a las
hadas usar la técnica del vuelo para cruzar esa franja de rocas, algunas de las
cuales fueron “implantadas allí”, que se extendía por ciento cincuenta metros
hacia adentro y cincuenta hacia arriba. De manera que la alternativa que
quedaba era moverse por aquella que era la única escalera en el muro de piedras
que bordeaba la cuarta parte de la isla. Habían tenido que descartar otros
tramos de los acantilados, esos que tenían una altura de entre cuatro y ocho
metros, ya que el colapso de una parte de aquellos los hubo de tornar aún más
peligrosos. Ahora marchaban los tres, resignados a los cuatrocientos escalones
y conscientes de que al otro lado de este muro natural los esperaría la misma
cantidad, hasta estar al fin con los pies en el suelo, y libres para hacer uso
de sus habilidades.
… aunque expuestos a otras defensas y las
trampas.
_No hay ninguna necesidad de contarle a nadie
esa parte del viaje, ¿o si? – llamó Kevin, detectando a cada paso que daba otro
de los hechizos de seguridad, que volvía más pesados los pies del trío, porque
este también se había vuelto. Kevin, Eduardo y Elvia, en este momento, tendrían
que haber duplicado su peso corporal –, ya es bastante saber que van a
horrorizarse al enterarse de donde estuvimos y para qué, y encima eso de
nuestros cuerpos cubiertos con la baba y la saliva del megalodón que en
realidad era nuestro amigo.
Eduardo continuaba sonriendo, aunque con
menos intensidad, a causa de eso.
_De acuerdo – dijo –, pero convengamos que
era mejor eso que la aleta dorsal, y ni hablar de volar hasta este lugar. Y
lamento tener que empeorar las cocas, pero no se olviden que aún queda el viaje
de vuelta, hasta el límite de las defensas exteriores. Salvo que se quieran arriesgar…
Kevin dio a entender con un gesto que accedía
a volver a meterse en la boca del súper predador, en tanto que la mueca de
Elvia fue el indicio de que preferiría evaluar con detalles las opciones, antes
de decidirse.
_¡Al suelo todos!., exclamó de pronto la
heredera, viendo hacia lo alto.
En ese momento, comprendieron que sus mentes
deberían abocarse exclusivamente a las trampas y defensas de la Casa de la
Magia, si sus intenciones eran conservarse ilesos. Uno de los tres tuvo que
accionar involuntariamente una de esas defensas, al poner un pie o ambos en el
escalón número cincuenta. Desde el otro lado, salieron deparadas en dirección a
ellos y a gran velocidad ocho rocas del tamaño de pelotas de balompié
(fútbol) y otras dos docenas más
pequeñas, produciendo un sonoro estampido. Apenas las vieron aparecer y
precipitarse amenazadoramente, y en tanto visualizaban mentalmente algún
dispositivo mecánico para explicar el fenómeno (resortes o algo parecido),
aunque sabían que allí solo había magia, fue el compañero sentimental y
prometido de Cristal quien decidió permanecer de pie, poniéndose delante, con
los brazos extendidos. Una a una lo golpearon las treinta y dos rocas y con eso
confirmó que se trataba de una defensa, porque todas se enfocaron en una única
dirección, en lugar de dispersarse. “Carajo”, lamentó en voz alta el
artesano-escultor, viendo que su camisa ya estaba sucia, rota y apenas
sacudiéndose para alejar el insignificante dolor que le provocaran los
impactos.
Cualquiera estaría con heridas cortantes,
contusiones y probablemente fracturas después de ser la víctima de tanta
presión, pero no Kevin, que de nuevo había sacado provecho de su destacada
resistencia al daño, ahora para salvar la vida de su amigo y la de la princesa.
_Lo siento por la camisa – seguía
lamentándose –. Cristal me la obsequió hace una semana, Pero pasando a algo más
serio… no conocía eso de las rocas. Pensé que la única defensa en esa parte de
la casa de la Magia era el hechizo que nos impide volar.
_Es una de las cambiantes., le recordó Elvia.
_¿Qué es eso?., quiso saber Eduardo.
Según las palabras de la princesa, que sobre
esto tenía conocimientos, además de la experiencia por haber estado ya tres
veces en la Casa de la Magia, eran algunas de las defensas más extrañas ideadas
por los seres feéricos en los primeros tiempos de lo que más tarde hubo de
llamarse “Guerra de los Veintiocho”. Básicamente, se trataba de hechizos de
defensa no letales (“Salto que una de esas piedras te destroce el cráneo”,
interrumpió el artesano-escultor, provocando breves risas) que cambiaban con
diversas frecuencias, que corrían entre siete y diez días. El problema con ese
tipo de hechizos, de los que había media docena en la isla – continuaba
explicando la princesa Elvia – no era el lapso que duraban en tal lugar ni la
frecuencia variable, sino que no era posible saber en que lugar se iban a
establecer. Podía ser en cualquier parte.
_... y no nos daríamos cuenta sino hasta que
el hechizo queda activo, como esas piedras., tradujo el arqueólogo, mirando la
barrera a un lado de los escalones.
_Exacto – coincidió la princesa – Es por eso
que nuestros sentidos tienen que estar en máxima alerta mientras estemos acá.
Esas defensas cambiantes podrían estar en cualquier lado.
El resto del viaje para atravesar la muralla
transcurrió sin sobresaltos, aun con la última advertencia de Elvia, y entonces
se encontraron los tres con una vista completa de la casa de la Magia. “¿Qué es este lugar?”, reaccionó Eduardo, muy
sorprendido por lo que empezó a ver no bien estuvo en el punto más alto de la
muralla natural.
Esperando encontrar grandes edificaciones con
varias decenas de metros de altura y de frente, grandes planicies cubiertas con
todo tipo de vegetación, grandes columnas muy bien ornamentadas, figuras alegóricas
de la cultura de las hadas y cosas como esas, no pudo ocultar ni disimular esa
sorpresa al ver lo que no dudó en comparar con un polígono industrial
abandonado y venido a menos, sin rastros de la grandeza que había imaginado.
Habiendo pasado los efectos del hechizo que les impedía volar, desplegó sus
alas y se elevó unos pocos metros en línea recta tan solo para convencerse de
cuan correcta había sido esa comparación. Girando sobre su eje, descubrió una
cuadrícula de bloques de quince por quince, con estructuras de diversas
dimensiones, separadas por amplias calles de una decena de metros de anchura,
que iban a terminar en un camino perimetral del doble. Más allá de este, los
campos, unos más amplios que otros, habrían de ser esos terrenos de prueba que
mencionaran las almas solitarias en la jornada de ayer. Todo esto estaba muy
deteriorado allí (hierbas invasivas, paredes agrietadas, vidrios rotos, metales
oxidados…) y nada le hizo suponer, pensó, en tanto volvía a posarse en el
suelo, que allí hubiera estado, o confinara estando, la gloria y las maravillas
de las que tanto se hablara.
_Lindo lugar., ironizó Eduardo, completando
el reconocimiento al fijarse en todo ese césped que crecía sin control.
_Tendrías que haber leído el Compendio
Mágico, específicamente el volumen dos – le dijo la princesa, a lo que Kevin
coincidió con gestos faciales –. Eso que estás viendo, que los tres estamos
viendo, no es más que una ilusión creada para engañar a cualquiera que haya
conseguido llegar a este lugar. Para engañar y desalentar. Nadie pensaría que
en un lugar como este, abandonado y venido a menos, se llevan a cabo todo tipo
de desarrollos mágicos o pueden encontrar elementos mágicos y únicos. Rn
nuestro caso, las piedras oculares. El Consejo Supremo Planetario mantiene la
Casa de la Magia, y por lo que conozco nunca permitirían que esto dejara de ser
una ilusión para convertirse en realidad, porque este lugar es uno de los más
importantes para la historia, la cultura y las tradiciones de las hadas –
empezaron ella y los hombres a caminar hacia las ruinas –. Claro que esto tiene
fácil solución, y es el fuego.
_¿Por qué el fuego?., quiso saber el
prometido de Isabel.
_Porque purifica, y es lo único que puede
anular estas ilusiones tan potentes – le contestó Elvia, agitando sus brazos y
manos – Ahora les tengo que pedir que se aparten, por precaución.
Cuando los hombres lo hicieron, la heredera
extendió las extremidades, con las palmas hacia arriba, y en estas aparecieron
dos diminutas esferas rojas y amarillas (los colores de su aura), que en los
cinco segundos posteriores fueron haciéndose más grandes, alcanzando de seguro
los cincuenta centímetros de circunferencia. Lejos de detenerse y conservar esa
forma, ambas esferas de fuego empezaron a estirarse, aumentando con ello la
temperatura. Los hombres observaban como Elvia, con esos lazos ya consolidados
de al menos diez metros de longitud, empezaba a ondearlos en el aire con una
velocidad que aumentaba, hasta que, en un momento dado, creyendo tal vez que
habían alcanzado la potencia suficiente, hizo el último y brusco movimiento,
lanzando el par de fuertes “latigazos de fuego” hacia las ruinas. Elvia, Kevin
y Eduardo vieron como las ardientes llamaradas impactaban contra la estructura
más cercana y luego se extendían por ella, las otras, los caminos internos y el
de circunvalación, abarcando la cuadrícula completa hasta cubrirla formando un
hongo. No hubo temblores, explosiones ni ruidos, sino solamente un silbido
agudo que indicó al trío que el camuflaje estaba quedando sin efecto.
_Es eso., corroboró la princesa, indicando
mediante señas manuales al dúo que no dejaba de observar.
El fuego hizo lo suyo y entonces quedó
completamente expuesta esa gloria que había visualizado Eduardo en tanto
escalaba por el muro. Allí seguían estando la cuadrícula de quince bloques por
quince, los caminos internos y el de circunvalación, pero las estructuras eran
otra cosa, y una muy distinta. Allí estaban las columnas ornamentadas tan altas
como las torres del Castillo Real insular, en el punto donde se cruzaban los
caminos internos, las figuras representativas de la cultura de las hadas en los
muros frontales y laterales y las edificaciones grandiosas, como los seres
feéricos llamaban a su arquitectura más clásica, de un estilo que Eduardo
comparó con el de la antigua Grecia. Allí no había siquiera el mínimo rastro de
deterioro estructural – ya habían empezado la marcha a la cuadrícula, flotando
a centímetros del suelo –, abandono, dejadez ni suciedad, y todo parecía estar
como al inicio, como el día en que se construyeran los edificios, columnas y
otras estructuras. Era, como Elvia lo definiera, uno de los baluartes de la
cultura feérica que se conservaba tal cual esos primeros días, inmune al paso
de siglos y de milenios, a los cambios en el clima y de este sus condiciones
más o menos rigurosas, la evolución constante del paisaje (geología) y los
conflictos bélicos.
_La mayoría de las construcciones son lugares
para ensayos y pruebas a pequeña escala – dijo Elvia, cuando los tres estuvieron
cruzando el camino de circunvalación, y concentrados en un edificio que
resaltaba de los otros a causa de su elaborado estilo en la fachada. Las ocho
columnas parecían representar partes de un mismo paisaje, uno que mostraba a
las hadas locales y a las “terrícolas” sosteniendo el Primer Encuentro, el
evento histórico por excelencia –. Allí se ensayaron en otros tiempos cientos y
cientos de hechizos y toda clase de artes mágicas, para estudiar sus efectos y
ver como se podían aplicar en la vida cotidiana. Eso fue durante y después de
la época de la religión. Durante porque se sostuvo que las hadas teníamos que
rendirle tributo y honores a esa… guía espiritual, si se quiere. Y después por
costumbre. Aunque esa religión ya no contaba como tal, era una parte de nuestro
pasado e historia que no pensábamos ocultar, ni mucho menos suprimir. Hoy
todavía se sigue usando para eso, aunque esas defensas dificultan mucho la
llegada y permanencia en esta isla.
_Y dado que este lugar fue ayer y es hoy uno
en que se practican todo tipo de magia y hechizos, las construcciones son
particularmente fuertes. Literalmente inmunes a la mayoría de los poderes y
habilidades que poseemos los seres feéricos – agregó Kevin –. Las cuatro
quintas partes, e incluso más, de los armazones y entramados que hay en las
paredes y techos están construidos con acero mágico, y eso contribuye a la
reducción significativa del daño, si es que hubiere alguno. Te lo voy a
demostrar con la biblioteca – indicó a su amigo –, que es el edificio que tenemos
justo enfrente.
_¿Cómo?., le preguntó Eduardo.
_Así.
Kevin acumuló una gran cantidad de energía en
la palma derecha, a la altura de sus hombros, y la lanzó a una enorme velocidad
contra una de las ocho columnas, aquella que mostraba el trascendental apretón
de manos de las hadas, en forma de un rayo de color rojo sangre, que impactó de
lleno provocando una sonora explosión y un resplandor fuerte que hizo que el y
los otros se tuvieran que cubrir los ojos para no sentir los efectos. Cuando la
luminiscencia y el polvo, este resultante de la explosión, se disiparon, el
trío descubrió que la columna estaba intacta, y al estar ya frente a ella
confirmaron que ni siquiera había sido rasgada la pintura.
_Como dije, particularmente fuertes – repitió
Kevin –. Hay unos pocos casos en que lo máximo que se le puede hacer a
cualquier estructura en esta isla es rayarle la pintura o provocarle grietas y
otros daños insignificantes, en cuyo caso entran en acción otros cinco hechizos
de los que protegen la Casa de la Magia. Estos hacen que esos deterioros
menores se repongan por si solos, y en un parpadeo. Son muy pocas,
probablemente de una o dos en más de mil, las veces en que, a causa de una o
varias demostraciones como esa, el daño es lo bastante grande como para que
tenga que llegar una cuadrilla de expertos a hacer la restauración.
_¿Y lo demás?., inquirió Eduardo, empezando
nuevamente los tres a caminar.
Aunque las piedras oculares podían estar aquí
y allá, irían a lo seguro. Uno de los bloques era un enorme almacén con todo
tipo de minerales y piedras que se usaban en las artes mágicas. Allí de seguro
encontrarían lo que estaban buscando, sin verse obligados a otro esfuerzo. Si
las piedras oculares estaban allí, su estadía en la Casa de la Magia habría
sido más bien breve, de menos de media hora.
_No
les hace ningún daño – intervino la princesa, doblando al llegar a la primera
esquina, viendo entonces otro tanto de las joyas que engalanaban el lugar, más
esculturas de piedra tan bien trabajadas como las columnas –. Pasaron los
milenios, sin pausa, y ni la evolución geológica o la del clima le hicieron
daño alguno a la Casa de la Magia Así va a aser para siempre, tanto como lo fue
ayer y lo es hoy. Es un hecho que este lugar va a durar y sobrevivir aun
después de que las hadas y los otros seres elementales se hayan extinguido.
Quizás sea el último trozo de tierra en pie en el planeta.
_Como dice el Testamento de Vica, la crónica
principal de la religión extinta – tradujo el artesano-escultor, tan
concentrado en lo grandiosas y esplendorosas que eran las estructuras como los
otros dos –. Varios pasajes hacen referencia a un gran cataclismo de escala
planetaria. Sea un desastre natural o la obra divina, todo cuanto se conoce va
a ser destruido y el último y único lugar en pie va a ser la Casa de la Magia.
_Lo se, leí el texto religioso. En la
Biblioteca Real – dijo Eduardo, en alerta por si aparecía una trampa u otra
defensa mágica –. El último párrafo habla de que los supervivientes van a tener
que empezar nuevamente de cero en este lugar, cosa que va a pasar, hablo de ese
supuesto desastre definitivo, con o sin religión… ¡alto!.
Esquivaron sin dificultades una trampa tan
obvia que no pudieron evitar la risa. Uno de los tres tuvo que haber puesto un
pie en el zócalo equivocado, y eso hizo que una veintena de flechas saliera
disparada a gran velocidad desde cada lateral, produciendo un penetrante
silbido, y simplemente se deshicieron en cientos de fragmentos al hacer impacto
contra algo. El tío entendió que era mejor planear hasta que llegaran a su
destino.
_Mucho cuidado, porque son letales – advirtió
la princesa a los hombres –. Tienen un veneno de origen vegetal que en el caso
de las hadas tarda no más de un minuto en hacer efecto.
Los hombres tragaron saliva.
_Allí, entonces, es que se encuentra una
trampa, o una defensa – anunció de pronto Eduardo, girando sobre si mismo y
mirando el suelo, como buscando algo –. En cualquier parte donde haya una de
esas señales… ¿o es una palabra?.
En el piso, grabada en una baldosa, una marca
muy diminuta parecía ser una señal a simple vista, completamente visible pese a
llevar allí miles de años. Pero al observarla bien de cerca, advirtió que se
trataba de palabras escritas en el idioma antiguo de las hadas y en una
caligrafía muy elaborada, que quedaba a tono con lo demás. Allí decía “Vuem, hsumoqi”,
y justo cuando Eduardo se preguntaba a ese respecto el significado, su amigo le
tradujo:
_Alto, peligro – contestó –. No hay otra
cosa. La idea es no poner sobre aviso a quienes vengan a la Casa de la Magia. Y
es una suerte que la mayoría de las trampas y defensas no sean letales. Fueron
concebidas no para matar, sino para ahuyentar. De cualquier manera, nos tenemos
que mover con cuidado – indicó la princesa –. Vamos.
Una vez más hubieron de quedar manifiestos
los notables talentos mágicos y las habilidades de la heredera, al poner en
práctica otro hechizo con el que hizo que las marcas que advertían de peligro
se proyectaran en el aire, por encima de todo, emitiendo luces fluorescentes
que estaban en total contraste con la nada diversa gama cromática de las
estructuras y la vegetación entre aquellas. Así, le fue posible a los tres
conocer de antemano y advertir la presencia de al menos una centena de marcas,
y saber como burlarlas. La princesa Elvia hizo saber a Kevin y Eduardo que las
fluorescencias no eran eternas, sino que duraban unos pocos segundos, por lo
que de un momento a otro aplicaría nuevamente el hechizo. Era poco menos que
prioritario señalizar los lugares en que estaban las trampas y defensas, para
eludirlas, o, llegado el caso, hacerles frente. Tendrían el camino despejado
hasta su destino, el edificio almacén, aunque no por eso, como insistiera la
princesa, dejarían de mantenerse alertas y atentos. “Ese hechizo no tiene
efecto alguno contra las defensas mágicas cambiantes” – les hizo saber la
heredera, acompañando con gestos sus palabras –, “y ese es ahora nuestro
principal factor de preocupación”.
Anduvieron por la calle, tan pulcra como
impresionante, a paso normal y a veces lento, para darse el gusto de contemplar
la desbordante belleza y el esplendor de la arquitectura, como así también los
ornamentos, estatuas, esculturas y otras figuras alegóricas, algunas de las
cuales se remontaban al período tan lejano de la religión. Era una observación
sin otro propósito que el de permitir que Eduardo pudiera disfrutar de un lugar
que en su vida habría soñado con ver y conocer, y al que muy pocos seres
feéricos tenían acceso, por las dificultades para alcanzar las costas de la
isla. La Casa de la Magia era, como cualquiera la describía, y como lo hacían los textos y archivos
históricos, un paraíso hecho y derecho por donde se lo mirara, lo más parecido,
cuando no igual, al “Meucä” (el Jardín del Edén, en aquella religión feérica
desaparecida), y pocos lugares en el planeta de los seres elementales podían
igualársele. “Es algo así como un templo dedicado a la comprensión, el
desarrollo y el estudio de todas las ramas y artes que forman la magia”,
informó Kevin a su amigo, al tiempo que llegaban a un cruce en el que se erguía
majestuosa e imponente una columna en cuyo extremo estaba una de las tantas
representaciones artísticas de Vica, quien se mostraba facial y corporalmente
sonriente y alegre desde esa altura, a entender dando, al artista así lo había
imaginado, que se maravillaba y mostraba de acuerdo con que las hadas pudieran
estar en su hogar, porque eso era la Casa de la Magia para Vica, según la
religión (Eduardo comparó al lugar con el Vinhaë, el Templo del Agua).
Contemplaron la columna en cuya base estaban algunos grabados alegóricos que
rendían tributo a la creadora, y continuaron su viaje hacia adelante, sin dejar
de notar que Vica, la estatua, parecía estar observándolos con los ojos
abiertos, no importa donde estuviera el trío. “Un efecto producto del diseño”,
finalizó Elvia. Anduvieron con cuidado allí donde todavía centellaban unas
pocas de las marcas, y esquivando por poco otra de las trampas que cambiaban de
ubicación, esta vez una enorme abertura en el piso que pegó un giro completo.
De haber funcionado correctamente, habría dejado bajo la superficie al trío, en
un espacio muy reducido que se movía, como los otros, sin ningún esquema.
Pasado ya ese último peligro, volvieron los tres a detenerse ante otra de las
edificaciones e incluso se permitieron el lujo de dedicarle unos pocos minutos
a casa una, tal vez unos siete u ocho, para mirarlas superficialmente por
dentro. Descubrieron (Eduardo lo hizo) que todas cumplían una función
específica, una rama en particular de la magia (hechizos, sanación,
adivinación…) y estaban perfectamente equipadas, aunque sin una sola persona
que allí estuviera para estudiarlas, comprenderlas y practicarlas. Para los
visitantes era un desperdicio el tener semejante infraestructura, tan bella y
grandiosa, alejada de cualquier rastro de civilización y en esa zona de acceso
muy complicado, y al que rara vez iban las hadas para algo que no fuera
mantenimiento edilicio y eventuales restauraciones, y esto solo si se trataba
de una de esas circunstancias excepcionales. La princesa Elvia aprovechó ese
instante de desconcierto, en tanto reafirmaban lo del desperdicio y volvían a
caminar, para comentar a los hombres que varias veces se había estado
trabajando en proyectos que permitiesen la anulación del grueso de las defensas
mágicas y trampas de la isla, de manera tal que la llegada, permanencia y
salida fueran cosa de todos los días, pero que por una u otra razón en el CSP,
del que dependía este complejo tan magnífico, siempre se votaba, con más o
menos votos a favor, mantener operativas las medidas de seguridad. La hija de
la reina Lili agregó, en tanto apartaban la dista de uno de los edificios
(“Magina con minerales y piedras preciosas”) y su marcha reanudaban, que las
cosas no siempre hubieron de ser así: que antes y después de la Guerra de los
Veintiocho, y por supuesto que también durante ese período oscuro, habían
quienes se ocupaban de todo en este y los otros lugares grandiosos (Eduardo
dedujo que el Vinhaë era uno de ellos). Se los conocía como “Cuidadores”, y de
ellos se decía que eran tan poderosos que bien podría no existir límite alguno
para sus habilidades. No se los elegía por tal o cual método, ni se los
nombraba por herencia o designio real o del poder político; la responsabilidad
de ser Cuidador o Cuidadora era algo que un hada llevaba consigo desde su
llegada al mundo y recién tomaba conocimiento de eso cuando llegaba el momento
indicado para tal revelación, que generalmente ocurría entre los veintiuno y
los treinta años. El hada lo tomaba con inmenso orgullo y aceptaba la
responsabilidad de velar por ese lugar hasta su último día, literalmente. Lo
dirigía, mantenía y administraba, contando para ello con un equipo de grandes
expertos, y, si llegara a presentarse la oportunidad, lo defendía de cualquier
agresión. En casos como esos, los “Cuidadores” quedaban bajo las órdenes no
solo del rey o la reina del país en que se encontrara la estructura grandiosa,
sino también de todos los habitantes, que le confiaban la integridad de esos
lugares y…
“Mejor que eso de las estructuras y los
Cuidadores tan particulares quede para dentro de un rato u otro día”, prefirió
Elvia, volviendo a hacer aparecer el par de esferas de energía en sus manos y
preparándose para estirarlas. Al parecer, la magia que anulaba la ilusión tenía
una duración limitada, porque una de las edificaciones tan grandes estaba
empezando a cambiar, y a paso lento lo pulcro de una estatua alegórica en su
acceso le estaba cediendo el lugar al herrumbre, el óxido y las grietas. La princesa insular le dio una pronta
solución y de nuevo volvió a producirse el esquema: los latigazos de fuego
dieron de lleno contra una estructura, las llamaradas se extendieron a lo largo
y a lo ancho de ella y las demás y el hongo ardiente pronto estuvo muy por
encima de las columnas y edificaciones.
“Ganamos otros sesenta minutos”, se alegró, volviendo a contemplar la
belleza del lugar, sin darse cuenta de que los hombres hubieron de asombrarse y
extrañarse por haberse visto literalmente envueltos en fuego y salir
completamente ilesos. Debatiendo entre ellos sobre si eso sería gracioso o no
en otro momento, y sobre si lo contarían o no a las hermanas, retomaron el
viaje, ya sin preocuparse por las marcas que delataban las trampas.
Alrededor de un tercio de hora después
llegaron a su destino. Era una construcción señalizada con la inscripción en
piedra, en la base de una amplia estructura, también en el idioma antiguo,
“Dipnëm”. Se trataba del almacén del que había la princesa Elvia hecho mención,
y tenía todo el aspecto de ser una de las edificaciones más importantes en la
isla (todas lo eran, en realidad, ninguna menos o más que las demás). “Hora de
caminar”, avisó la heredera insular, posándose nuevamente en el suelo, y ambos
hombres la imitaron. No era debido a la presencia del mismo tipo de magia que
protegía al muro perimetral, al menos no por eso únicamente, sino por una
cuestión de respeto y por tradición, porque, como el artesano-escultor y la
heredera le explicaran e informaran al arqueólogo, se tenía la costumbre de
entrar a o salir de este edificio en particular sin recurrir a ninguna de las
habilidades de los seres feéricos, ni tampoco volando o flotando a la altura
que fuere. Así que caminaron la centena de anchos escalones y se enfrentaron a
un marco tan imponente y hermoso como cualquiera otra cosa en la Casa de la
Magia. Flanqueado el marco por sendas estatuas que representaban a un par de
guardianes en posición de firme, sosteniendo sus lanzas de punta doble, el trío
lo cruzó despreocupado, sin reparar en que debajo de sus pies estaba otra de las piezas con la inscripción
“Vuem, hsumoqi”. El piso se resquebrajó bajo sus pies con un sonoro estruendo y
Eduardo y Elvia alcanzaron a sostenerse de las puntas de una de las lanzas,
pero Kevin no. “¡Ay, no!”, lamentaron
los otros dos al unísono, olvidándose de la costumbre de no volar ni planear
allí dentro, desplegando sus alas y preparándose para hacer frente a este nuevo
desafío. Rescatar a su amigo se había convertido en su nueva y absoluta
prioridad.
Pero, en el mismo momento en que se disponían
a entrar en la fosa, un nuevo y ligero temblor los hizo detenerse en seco y
enfocar su atención y los ojos en un punto a cuatro metros del hueco, en el
interior del almacén. El nuevo sacudón parecía provenir de una profundidad no
muy grande, y de a poco se iba sintiendo más cerca de la superficie, tal cual
lo advirtieran Elvia y el arqueólogo. No pasaron muchos segundos para que se
produjera este segundo resquebrajamiento, a partir de una minúscula fisura en el
suelo. Algo allí abajo (“¿Será Kevin?, se preguntaron al mismo tiempo) estaba
golpeando las pesadas losas, sobre ellas ejerciendo una gran presión. La
insignificante grieta pronto se transformó en una notable marca con numerosas
ramificaciones, y Eduardo y la princesa, con los pies en la superficie a una
distancia prudencial, aumentaron su nivel de alerta; no tenían idea si se
trataba de su amigo tratando de liberarse o de otra de esas defensas mágicas
que cambiaban de lugar. Y dos o tres minutos después de aquel primer temblor
ligero lo supieron. Los golpes tuvieron un cese repentino, y el dúo advirtió
que se trataba de una fuerza que se estaba acumulando, y que de repente impactó
de lleno, provocando que decenas de fragmentos de todos los pesos y tamaños
salieran dispersados a gran velocidad hacia todos los puntos cardinales (Elvia
y Eduardo recurrieron a sus poderes para crear un escudo de energía y
protegerse), provocando estruendos al impactar y generando una espesa nube de
colores oscuros que se mantuvo a nivel del suelo en tanto se iba expandiendo.
Parecía como sui una bomba (algo que las hadas recién, y solo recién, estaban
empezando a desarrollar) hubiera explotado allí abajo y descargado su fuerza
contra todo lo que tenía cerca. Pero este almacén sufrió poco o ningún daño, y
el par vio que había originado aquello.
De las profundidades emergió, reptando por
entre las irregularidades del segundo hueco, y moviendo velozmente su bífida
lengua, una serpiente gigantesca de colores discretos, una combinación de
verdes oscuros y marrones que contrastaba con los relucientes blancos de las
paredes, el piso, el techo y las columnas. Se trataba de una anaconda real, la
más grande de las serpientes, y que era para las formas de vida en la
superficie terrestre lo que el megalodón para las acuáticas: una amenaza y un
peligro. Esta debía tener alrededor de quince metros de longitud y una anchura
que tranquilamente podría rondar los sesenta centímetros; solo con eso le
bastaría para ahuyentar o intimidar a cualquier cosa que caminara y respirara. Ya
en la superficie, y al mismo tiempo que la trampa cambiante desaparecía y el
segundo hoyo se cerraba (los fragmentos volvían allí por si mismos) la anaconda
real enfocó las pupilas verticales en las hadas que observaban la escena,
siseando y moviéndose lentamente hacia ellos. Al alcanzarlos se irguió,
superando por bastante la altura del arqueólogo, de un metro ochenta, y la heredera
insular, de uno setenta y cinco, y sobre ellos bajó la cabeza. Los analizó, y
al final eligió a Eduardo para dejar en sus manos un pequeño objeto que había
escupido con violencia, porque había hecho esfuerzos por mantenerlo entre el
maxilar inferior y la lengua. “A ver que es lo gracioso ahora”, dijo la voz de
Kevin, recuperando la forma feérica, acordándose entre risas del viaje en las
fauces del megalodón.
_Una piedra ocular – dijo –. La hallé
mientras me transformaba para salir de allí. Creo que si hubiera seguido
cayendo habría terminado en cualquiera otra parte de la isla. No habría podido
escapar hasta que otra hada hubiera caído en la trampa y abierto el suelo.
_¿Atrapado allí por tiempo indefinido?.,
tradujo Eduardo mientras observaba la piedra.
Era tal cual la descripción hecha por Wilson
el día anterior. Una pieza, cuyo origen exacto estaba envuelto en un misterio –
se creía que por la fuerza conjunta ejercida por reacciones de la naturaleza y
las más complejas y grandes demostraciones mágicas, hacía alrededor de cuarenta
siglos –, muy liviana, tal vez de menos de cien gramos, de una tonalidad muy
oscura de negro y con ese punto diminuto blanco en el centro, lo que le daba la
apariencia de ser un ojo. Eduardo la guardó en el bolsillo de la camisa, y
distrajo su atención con el entorno. Por algún lado tendrían que encontrar otro
par de piedras.
_Posiblemente para siempre. Creo que hubiera
muerto allí abajo – supuso Kevin. No lo atemorizaba esa idea (al menos no lo
demostraba con gestos), pero si todo y a todos los que quedaban atrás. “Cristal
desdichada y triste el resto de su existencia”, pensó, nada feliz, porque la
hija menor de Wilson e Iulí era el amor de su vida y la persona que más quería
el en el mundo –. Esas trampas pueden estar en donde sea, y nunca permanecen en
el mismo lugar por más de una hora. Si ese movimiento no me mata, de seguro lo
va a hacer la ausencia de oxígeno.
_Eso es algo que ya pasó una vez, hace
doscientos años – corroboró la princesa, sin quitar la fascinación por las
condiciones en que había vuelto a quedar la estructura. Reluciente e impecable,
sin siquiera el mínimo rastro del agujero hecho por Kevin o la trampa natural.
Los tres ya estaban a la búsqueda del par restante de piedras oculares –. Dos hadas
cayeron accidentalmente en ese hueco y los cadáveres se pudieron recuperar
recién un año y medio más tarde. Peligros como ese son otra razón para no
sentir muchos deseos de venir a la Casa de la Magia.
_Otra cosa para no contarle a la reina Lili y
las chicas, lo de ese incidente., juzgó Eduardo, a lo que los otros dos
asintieron moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, y en tanto retomaban la
misión que los hubo de traer al Dipnëm, conscientes de que, en cuanto hubieran
obtenido las piedras y abandonado el lugar, de su memoria desaparecería ese
ínfimo recuerdo.
Se olvidarían del lugar en que encontraron
las tres piedras oculares.
Cuando dejaron atrás el enorme (y vacío)
recibidor se enfrentaron a un reluciente y amplio pasillo central que, al único
chasquido de la princesa Elvia, quedó iluminado por la veintena de antorchas
que habían en ambos muros, diez en cada uno, y miraron entre ellos antes de
continuar avanzando. Una decena de corredores menores nacían allí, y todos
conducían a las unidades específicas de almacenaje. La heredera hizo saber al
artesano-escultor y al arqueólogo que las piedras oculares, de estar allí,
tendrían que encontrarse en la recámara de artículos exóticos – “Mutdávoes dutvówui”,
dijo a Eduardo, para ilustrarlo sobre el idioma antiguo de las hadas –, puesto que
lo eran, y por mucho. Según sus palabras, la piedra ocular era el objeto que
año tras año encabezaba la lista que se elaboraba en el Consejo Supremo
Planetario, sobre los elementos mágicos más extraños, de un total de cien,
dadas sus escasas aplicaciones, que con la recuperación de las almas solitarias
alcanzarían la docena, las dificultades para llegar al único lugar en el
planeta en que existían, todo lo protegidas que estaban y que solo se las podía
encontrar en cinco lugares de la Casa de la Magia.
_¿Cuáles son los otros cuatro?., quiso saber Eduardo,
caminando ya por el pasillo correcto.
_No se conocen. Mejor dicho si, pero hay un
problema con eso. Es ese hechizo que afecta nuestra memoria – informó Kevin –
También afecta a este almacén, pero no es lo mismo. Con nuestro recuerdo
afectado o intacto, podemos deducir que esas piedras o cualquier otro objeto se
pueden encontrar… ¿justo allí?.
_¡Exacto! – se alegró Elvia –, ese es nuestro
destino.
Unos míseros pasos más adelante estuvieron
frente a la recámara de ocho metros por ocho rotulada “Mutdávoes dutvówui” e
ingresaron después de asegurarse que no hubiera trampas en la entrada. Los
tres miraron y compararon; no era tan
diferente a las recámaras en el Banco Real de Insulandia, donde amplias
estanterías y vitrinas tenían los recipientes con todos los recursos económicos
del pueblo y del Estado. Acá, en cambio,
había cajas de madera en las estanterías con objetos que a simple vista no tenían
nada de llamativo. Eran cuatro docenas, y cada una tenía un artículo en
particular. “Acá están”, anunció el artesano-escultor, viendo cientos de
piedras oculares en una de las cajas. Eduardo y Elvia se acercaron, miraron el
contenido, tomaron una pieza cada uno y las contemplaron, viendo alegres el
resultado de haberse expuesto al peligro y estos desafíos un tanto extremos. “Ahora
ya podemos volver a Insulandia”, corearon prácticamente al mismo tiempo.
_Esa no, la otra., dijo Kevin a su amigo,
entre risas disimuladas, ya hacia el pasillo secundario, marchando ambos a la
cabeza.
Eduardo había querido darle a su futuro
pariente político la piedra ocular que aquel le diera estando transformado en
una anaconda real (tibia y babeada), a lo que el prometido de Cristal,
recuperando de nuevo el recuerdo de haber viajado en las fauces del gigante depredador,
reaccionó señalando el otro bolsillo. “Esta
si me gusta”, continuó riendo, al tener la piedra en sus manos.
_¡Abajo!. Los alertó el experto en
arqueología submarina, cuando, ya de vuelta en el recibidor del almacén
(Dipnëm), viera las estatuas que flanqueaban la puerta.
Antes firmes y con sus lanzas en posición
vertical, los colosos de granito que superaban los cinco metros de altura
estaban ahora con una inconfundible postura de ataque, con la espalda
ligeramente arqueada, las rodillas flexionadas y las lanzas de dos puntas en
horizontal, hacia donde estaban las hadas que salían. De los picos metálicos
salieron descargas de energía, rayos de un tono oscuro de blanco que dieron
contra un muro tras la advertencia de Eduardo, provocando un gran estruendo y
varios daños en la estructura. Los colosos no se detuvieron allí, y lanzaron
otro par de descargas cada uno, esta vez con algo más de suerte para ellos,
porque el prometido de Isabel terminó con la mano izquierda ensangrentada, al
parar una de las descargas y desviarla, Kevin con un esguince muy molesto y
doloroso en un pie, al haberse movido velozmente en su intento por cubrirse
detrás de una columna, y la princesa Elvia resultó con un ligero corte en la
mejilla derecha, además de habérsele chamuscado parte de su larga cabellera
rubia. Estaban los tres ante otra de las defensas mágicas, tal vez la más
peligrosa de todas, y la razón para que hubiera pasado inadvertida para los
tres radicaba en la emoción de aquellos por haber hallado las piedras oculares.
Esta defensa reaccionaba con el movimiento, lo que significaba que las hadas
tendrían dificultades para salir del edificio.
Los colosos dejaron de moverse tras el
segundo ataque, pero permanecieron alertas, en una posición más relajada que la
anterior. Debían de saber que las hadas continuaban allí, refugiadas tras la
gruesa columna e inmóviles. “Están encantadas con una magia muy fuerte, para
atacar a cualquiera que se mueva”, advirtió Elvia a Eduardo, mientras los tres
pensaban que hacer. Los colosos alertas podían atacar a cualquier individuo que
accidentalmente entrara en el radio de alcance de la trampa. “¿Qué hacemos
ahora?”, preguntó Eduardo, envolviéndose la mano cubierta de sangre con una
manga de la camisa, reconociendo en silencio que ese acto de parar la descarga
y desviarla no había sido otra cosa que puro instinto. Tenían ese par de
formidables defensores a muy poca distancia de ellos y no veían nada que fuera
lo bastante viable como para salir. Podían huir hacia el interior del Dipnëm (“almacén”,
en el idioma antiguo de las hadas) y tratar de hallar otra salida, pero al
hacerlo los colosos adquirirían movimiento. “Son pesados, muy lentos y no
maniobran con facilidad, pero sus ataques se vuelven más peligrosos”, dijo la
heredera, desalentándose ella misma y a los hombres. Podían disparan ellos tres
descargas hacia un mismo punto en el techo y crear un hueco del tamaño
suficiente que les posibilitara el escape, pero tendrían un tiempo
extremadamente corto para hacerlo, solo uno lo conseguiría y lo más probable era
que los otros dos quedaran a medio camino entre el suelo y el agujero en el
techo y, lo que era mucho peor, a toda la merced de ambos colosos. Como esas, otras
opciones aparecieron en la mente de las hadas, cada una con más puntos
contrarios que favorables, hasta que finalmente, como ese caprichoso rincón de
sus cerebros sabía, optaron por lo más peligroso de todo: abandonar el edificio
por donde entraron, enfrentándose cara a cara y de lleno con los guardianes de
granito, que volvieron a moverse a la postura ofensiva, como respuesta al
accidental movimiento de la heredera de uno de sus pies. “Esto vamos a hacer…”,
decidió, y les explicó lo que parecía ser otra tarea suicida.
Cuando menos eso.
Otra cosa para no contarle a la reina ni a las
hermanas.
Desde detrás de la gruesa columna salió
disparado hacia el centro del amplio recibidor un pequeño objeto cilíndrico
negro metálico, no más grande que una pelota de tenis, que al cabo de pocos
segundos estalló provocando una espesa nube de humo negro, una acción a la que
los colosos respondieron atacando el punto de impacto. Esa era una de las armas
que llevaban los guardias reales insulares (de todo el mundo, en realidad) del
regimiento de granaderos, cuyo humo se iría tornando más oscuro y espeso durante
el término de un minuto, antes de empezar su gradual desvanecimiento. “¿No
habrán pensado que vendría desarmada a la Casa de la Magia, o si?”, dijo la
heredera insular a los hombres, luego de explicarles su plan y en el instante
previo a sacar la granada del interior de su cartera. Cuando se cumplieron los
primeros treinta segundos desde el estallido, que además había provocado un
ruido fuerte, con los dos colosos más alertas que nunca, un extraordinario
animal cuadrúpedo apareció de entre la espesura y enfrentó la amenaza, lanzando
hacia ellos, desde la boca, un enorme y ardiente rayo de fuego, al mismo tiempo
que las estatuas de granito lanzaron sus propios ataques. Las descargas chocaron en el aire, lanzando
chispas en todas las direcciones, pero el rayo de fuego estaba demostrando ser
tan poderoso como para rivalizar con los otros dos al mismo tiempo sin hacer
demasiado esfuerzo. Al animal cuadrúpedo, un equino del mismo tamaño que una
yegua adulta joven, con un cuerno que le nacía en el centro de la frente,
mantuvo las patas firmes en el suelo, aumentando la potencia y la presión de su
ataque, golpeando fuertemente el suelo con las patas delanteras para darse
confianza y demostrar que no pensaba retroceder, y cuando parecía que los
colosos iban también a incrementar su poder, Kevin y Eduardo aparecieron de
pronto, esquivando los rayos y el espeso humo negro que todavía persistía, con
una reducida cantidad de energía acumulada en las palmas de ambas manos, y,
moviéndose entre la confusión y el fragor de la batalla, desplegaron sus alas y
remontaron el vuelo. Tendrían poco tiempo antes que los colosos se dieran
cuenta de lo que estaba pasando. Alcanzaron en la base del cráneo a los
guardianes de granito y allí fue donde los golpearon con esa energía reunida.
El par de gigantes, cuyo cuello se había vuelto de colores rojo sangre y
celeste-azul, dejaron de atacar y cesaron todo movimiento, los hombres a sus
espaldas volvieron a ubicarse detrás de aquella columna gruesa, Eduardo todavía
sangrando y Kevin haciendo caso omiso de aquel dolor provocado por el esguince,
y el equino lanzó la llamarada hacia adelante. Los colosos fueron destruidos y
quedaron reducidos a escombros, algunos humeantes y en llamas. El máximo
peligro había sido superado.
_¡Increíble!., opinaron los hombres prácticamente
al unísono.
No sabían que lo era más. Si las ruinas
acumuladas que ahora obstruían parcialmente la entrada, o el animal que aún
estaba allí, a metros de ellos… y avanzando. Era un unicornio, un ejemplar
hembra que tenía la piel extremadamente blanca, crines y penachos de un
pronunciado color plateado y un cuerno, que bien podía tener veinticinco
centímetros, muy vistoso que destacaba por esa peculiar combinación cromática de
dorado con una línea roja que bordeaba la base y se confundía con la piel.
Resoplando y al galope, se dirigió junto a los hombres, en quienes enfocó sus
penetrantes ojos celestes, se alzó sobre sus patas traseras con un ágil movimiento,
sin dejar de mirar a las hadas, y se volvió de un color tan brillante e intento
que el par tuvo que cubrirse los ojos para no quedar temporalmente cegados.
Acto seguido, la princesa Elvia recuperó la forma feérica femenina, sin dejar de
mostrarse satisfecha por haber vencido a los colosos.
_Destruidos., dijo, sacudiéndose el polvo de
la ropa, y recuperando su cartera vía telequinesia.
Los últimos vestigios del humo negro ya se
habían disipado y los daños estructurales reparados por si solos con esa
poderosa magia de que estaba imbuida la construcción. Parecía, sin embargo, que
esa magia no cubría a los guardianes de granito, porque allí seguían estando
las deformes y humeantes ruinas, amontonadas unas con otras, sin moverse. La
heredera insular las rodeó, caminando, tal vez queriendo asegurarse que no
volvieran a ponerse de pie.
_¿Para siempre?., inquirió el arqueólogo, aun
con la mano izquierda tan lastimada (la manga que usaba como venda ya estaba
cubierta de sangre, y algunas gotas caían al piso), y mientras los tres
comprobaban que las piedras oculares aun estuvieran a buen resguardo.
_Para siempre –confirmó Elvia, sosteniendo su
piedra en lo alto y volviendo a guardarla – Las defensas mágicas de esta isla
no fueron concebidas para soportar esa clase de ataques. Quizás pudieron haber
ofrecido una resistencia mayor, pero ayudó lo que ustedes hicieron. Los
atacaron en el punto débil. Golpear a los colosos en la base del cráneo implica
que van a quedar inmóviles e incapacitados para defenderse; eso me hizo
sencilla la tarea de rematarlos.
_¿Y cómo es que no se fijaron en Eduardo y en
mi?., quiso saber Kevin.
_Si lo hicieron, pero tuvieron que establecer
su prioridad – fijo la hija de la reina Lili, ya saliendo los tres del Dipnëm,
y corriendo los hombres unos pocos bloques de granito – Habrán visto al rayo de
fuego como el mayor de los peligros y por
eso concentraron su atención en mi. No habrán creído que les podrían causar daño
alguna de esas esferas de energía tan pequeñas. Y si hubieran querido reparar
en ellas… bueno, habrían quedado completamente expuestos a mi ataque. Esas
ruinas de granito van ahora a quedar en este lugar quien sabe por cuanto
tiempo, hasta que tengan que venir los expertos del CSP y… ¿a dónde vas?.
Porque Eduardo estaba volviendo a subir la
imponente escalera.
_Quiero hacer algo antes de irnos.
Y le dio un tremendo patadón a uno de los
bloques de granito, al grito de “¡Eso fue por mi zurda!”. La mano de Eduardo,
aunque ya no sangraba, al menos la sangre no traspasaba el rudimentario
vendaje, le estaba doliendo. A continuación, hubo otros dos patadones, como
respuestas a las exclamaciones “¡Dale otro por mi esguince!”, de parte del
prometido de Cristal, y “¡Otro por mi cabello!”, de parte de la princesa, tras
lo cual el trío retomó el camino.
_Y ahora demás me duele el pie derecho., se
quejó Eduardo.
El y los otros dos podían compensar los
percances sufridos en el Dipnëm con la satisfacción de haber encontrado aquello
que los había impulsado a hacer este viaje tan peligroso. Ya tenían en su poder
las tres piedras oculares, el último ingrediente que faltaba para intentar que
las almas solitarias recuperasen sus cuerpos y sus poderes.
El viaje hacia al acantilado duró unos quince
a veinte minutos a pie y transcurrió sin ningún contratiempo ni accidente,
aunque, por simple precaución, la princesa hizo nuevamente resaltar las
defensas mágicas con sus habilidades, y usando nuevamente los azotes para
anular, por última vez, el hechizo de camuflaje. Marcharon los tres, libres por
fin de todas las preocupaciones y dudas que tenían aun cuando ya habían
emprendido el viaje, sobre todo la ignorancia con respecto a las trampas y las
grandes probabilidades de resultar con heridas, que finalmente se cumplieron. “La
una de la tarde en Insulandia”, dijo la princesa al llegar a destino, mirando
su reloj y sorprendiéndose de lo poco que había pasado desde la tele transportación,
unos doscientos metros más allá del perímetro de seguridad del Banco Real.
_Alrededor de cuatro horas y tercio., tradujo
Eduardo.
_Y creo que podemos agregar a ese lapso otros
cincuenta minutos, no más que eso, por el viaje de vuelta a la pirámide –
agregó Kevin –. Vamos a estar de vuelta a eso de las trece cincuenta. Ahora que
vamos a quedar de nuevo expuestos a las defensas exteriores, convendría tomar precauciones,
sobre todo una.
_Proteger lo más que podamos las piedras
oculares. No sea cosa que este viaje haya sido en vano – dedujo la princesa – .La
mía está bien en la cartera y… ¿y eso?.
Eduardo metió una mano en un bolsillo y
enseño a Kevin y Elvia una decena de pequeñas piedritas negras con el puntito
blanco en el centro, tras lo que dijo:
_Por las dudas. Mejor llevar varias, en lugar
de solo las necesarias. No digo que la investigación de un hada que vivió hace
milenios esté errada, pero estamos hablando de algo que nunca salió de la
teoría. ¿Y si no tuviéramos los resultados esperados al primer intento?. Y ahí
es cuando vuelvo a tus palabras, Elvia, sobre el viaje en vano – soltó una
risita, antes de concluir anunciando – Tenemos doce piedras oculares, las suficientes
como para intentarlo cuatro veces con cada una de las almas solitarias.
Tómenlas. De momento, las van a llevar ustedes.
_¿Por qué?., quiso saber su amigo.
_Porque van a tener más espacio que yo – le contestó
Eduardo, que volvió a sonreír y provocar a causa de eso el desconcierto en sus
dos congéneres – Yo voy a estar… “ocupado”, hasta que hayamos traspasado las
defensas exteriores de la Casa de la Magia.
La princesa y el artesano-escultor cayeron en
la cuenta.
_¡Ay, no!., fue la reacción de Elvia.
Todavía tenía patente el recuerdo de viajar
acurrucada sobre una lengua viscosa y sujeta a un enorme colmillo, expuesto a
la sustancia pegajosa y tibia cuya sola mención le provocaba un cosquilleo.
Pero, como antes, lo terminó aceptando. Y también Kevin, convencidos ambos de
que ese era el medio más seguro para abandonar la isla sin quedar expuestos a
los fuertes vientos y la violencia del agua. “Esperen un momento acá”, pes
pidió Eduardo, muy confiado y animado por todo lo que había vivido. Como habían
llegado a una parte del acantilado que daba directamente al océano, pensó que
era algo bueno, o al menos divertido, lanzarse en picado, con los brazos
pegados al cuerpo, y lo hizo. Al momento de haber saltado, viendo por delante
los cincuenta metros, exclamó claramente y con fuerza “¡Transformación!”, y en
la cristalina superficie oceánica no hubo un hombre de veinticuatro años
provocando algún que otro salpicón en el agua misma y el acantilado, sino un
enorme y aterrador tiburón grisáceo de treinta y un metros de longitud, que
ocasionó un frente de agua lo bastante grande como para llegar a la mitad del
muro de piedra e incluso superarla. El megalodón quedó suspendido en la
superficie, tras unas breves maniobras en ella para facilitar el “ingreso” de
las hadas, que ya habían empezado el descenso, sosteniéndose de las pequeñas
salientes en las rocas, al no poder volar ni planear. Iban sosteniéndose como
podían, todavía recuperándose del fragor de la batalla – esta representó para
os dos, y también para Eduardo, el “bautismo de fuego”. Ninguno había combatido
antes y fue una sensación muy rara –, y en el caso del artesano-escultor
soportando el esguince.
FIN
--- CLAUDIO ---
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