miércoles, 31 de enero de 2018

10) La reunión de la sangre, parte 2: la Casa de la Magia

Cuatro de Julio (Iiade número dieciocho). Bien temprano este jueves por la mañana, apenas pasadas las siete horas, Eduardo e Isabel dejaron su casa en la periferia, y al alcanzar los ciento cincuenta metros de altura, tomaron caminos diferentes, ambos fuera de la capital insular.  El hada de aura lila iba a reunirse con su hermana, Nadia y Lía. Iban a tomarse el día las cuatro para dedicarlo al ocio en el parque y el lago La Bonita, como un muy unido grupo que eran, ya que se trataba esta de una de las escasísimas veces, la tercera desde la última semana de Marzo, en que las consejeras de Salud y Asuntos Médicos y de Desarrollo Comunitario y Social podían darse el lujo de dedicarle veinticuatro horas al ocio, en especial Lía, que tenía la irrenunciable e impostergable tarea de velar por Rafael, su hijo así llamado en honor al rescatador de ambos, tanto así que lo llevaría con ella a esta jornada de descanso en La Bonita. La idea del cuarteto de mujeres era reunirse en la orilla del lago, cada una llegando por su cuenta, antes de las ocho horas y cuarto y quedarse allí hasta que el Sol al fin se hubiese ocultado. Eduardo y Kevin, en tanto, pasarían todo el día de hoy en el Banco real de Insulandia, colaborando con el trío de almas solitarias y parte del equipo de seguridad, una unidad especial de la Guardia Real cuyo único propósito era proteger ese lugar, comprobando los hechizos de defensa que sobrevivieron a la Gran Catástrofe, en tanto que ese equipo reinstalaría los que fueron inhabilitados por ese desastre. En esa tarea, el rol del arqueólogo y el del artesano-escultor prácticamente no iría más allá de tomar notas del estado en que se encontraban esos hechizos “sobrevivientes” y los otros. Pero, como se sostenía, los apuntes formaban una parte esencial para el funcionamiento y la operatividad de una de las principales instituciones del reino.

Al menos, eso le habían dicho a las hermanas.
La tarea de Eduardo y Kevin era otra.

Infinitamente más pesada y peligrosa – además de potencialmente mortal – que quedarse descansando en la orilla de un lago o tomando notas.

No les sorprendió en lo absoluto ver que ya a las ocho menos cuarto, quince minutos antes del inicio de las actividades, las hadas ya se hubieran arremolinado contra los accesos. El personal entrante y el saliente, clientes, guardias y visitantes eventuales conversaban animadamente entre ellos, sin otra preocupación respecto del banco más allá que el verlo nuevamente en plena operatividad (esta era actualmente de alrededor del ochenta por ciento), aunque también destacaban otros temas, la mayoría presentes ya en boca de todos, como el inicio de la construcción de la centena y cuarto de sucursales en diferentes aldeas, caseríos y parajes del archipiélago insular: un proyecto surgido durante las primeras tareas de reconstrucción, para evitar que las hadas tuvieran que viajar tan lejos para hacer tal o cual trámite, la creación de puestos laborales permanentes – se sostenía que las ciento veinticinco sucursales emplearían a entre cinco mil y cinco mil quinientas personas – y urbanizar, o dar otro paso para esto, aquellos lugares en que funcionarían las filiales, lo cual, según los constructores, los directivos del banco y los jerarcas del Consejo de Hacienda y Economía, pasaría desde las dos últimas semanas del anteúltimo mes del año. Eduardo y Kevin se negaron a entrar a la gigantesca pirámide, cuando uno de los guardias les hizo saber que las almas solitarias los esperaban en el lugar de costumbre (el salón donde sostuvieron ambos su primera reunión, en Marzo), explicando que no querían ni deseaban ser más que los demás, que cualquiera de las hadas u otros elementales que esperaban allí, y que por tanto esperarían a que llegaran las ocho en punto.
Todos los seres feéricos allí desconocían por completo lo que ese par de hombres estaba por hacer, ignoraban que estaban por ser parte de la respuesta a uno de los más grandes misterios de todos los tiempos, algo empezado una década y media antes de la Guerra de los Veintiocho por una científica experta en biología cuyos trabajos, la mayoría de estos, todavía se encontraban en plena vigencia. La solución para el hechizo fallido responsable de las almas solitarias, una de las sesenta y cinco especies que formaban el reino elemental, y sabían a ciencia cierta que dentro y fuera del reino de Insulandia los empezarían a considerar como héroes, lo mismo que a esa persona que los habría de acompañar a la Casa de la Magia, esa isla que se suponía un verdadero peligro para cualquiera. Por lo pronto, las almas solitarias insulares eran auténticas celebridades, y por tanto muy queridas y respetadas por las hadas y otras especies. Eran sentimientos que aumentarían no bien la gente hubiera tomado conocimiento de que Iris, Iulí y Wilson eran nuevamente seres feéricos. Muchos creían y sostenían que Iris era una fuente más que fidedigna en cuanto a los acontecimientos de aquel período, el de la guerra, y cada uno de los años posteriores a el, y los escribas que trabajaban en los Archivos Reales acudían a ella a la hora de actualizar o ampliar dichos registros. Respecto al otro par de almas solitarias, las hadas todavía recordaban, y con detalles las hazañas de Wilson como deportista – tiro con arco y con ballesta –, teniendo en su haber cinco campeonatos mundiales, y las brillantes actuaciones y publicidades de Iulí como modelo. Ambos habían hecho eso desde su llegada al mundo laboral.
Pero al fin llegaron las ocho horas, y no bien se abrieron todos los accesos las hadas en tropel entraron al Banco Real. En cuestión de minutos, la amplísima recepción en la planta baja estuvo colmada de usuarios, no menos de dos centenas que se ubicaron en filas frente a la treintena de ventanillas para hacer sus diversos trámites, en tanto los empleados de ambos sexos ya daban comienzo a sus cotidianas (y rutinarias) actividades. Allí, como pronto descubrió el experto en arqueología submarina, las cosas eran aún más sencillas – lo serían aun más cuando se inauguraran las sucursales –, decididamente diferentes a la mayoría de las que conocía. Hacer tal o cual trámite estaba lejos de ser algo tedioso y burocrático, y lo más probable era que quedara completo en dos horas y media o menos. También los pasillos y oficinas se llenaron de movimiento, y de esa manera dio inicio la cotidianeidad en la enorme estructura piramidal. Sería lo mismo en el sector subterráneo, esa maraña de corredores interconectados entre si y las recámaras.
Así fue, de hecho. En su camino hacia el salón de té, Eduardo y Kevin vieron el mismo bullicio que en la superficie. Clientes del banco, guardias reales y empleados ya estaban yendo y viniendo por los corredores más bien angostos iluminados por antorchas; unos pocos de todos, tal vez por no estar habituados, pedían instrucciones a los demás o se guiaban leyendo los carteles de orientaciones que había en cada esquina, allí donde doblaban los corredores o habían bifurcaciones, desvíos y empalmes.

_¿Esperaron hasta que fueran las ocho para entrar? – llamó Wilson, al ver llegar a los hombres y ocupar un par de sillas –. Ese horario no hubiera aplicado para ustedes, porque no son empleados, clientes ni visitantes ocasionales que tienen al Banco Real como lugar turístico.
Kevin y Eduardo volvieron a decir que no les interesaba “tener coronita”.
_Mantuvieron su lugar, como los demás, entonces – agregó Iulí, haciendo su entrada acostumbrada, atravesando una de las secciones del muro – Pero ahora están los dos acá, y es el momento de dar comienzo a esto. Es una suerte, según se mire, que lo único complejo sea la obtención de las tres piedras oculares en la Casa de la Magia. Los otros, como ven, ya están a mano.
Dirigió su vista hacia una repisa que había en el muro, donde estaban tres recipientes de madera, no más grandes que aquel donde estuvieran las instrucciones – Kevin se convertiría en acreedor de la recompensa en la mañana del ocho de Julio / Iiade número veintidós, una jornada antes del “Día de la Familia” –. Siguiendo el pedido con gestos de Iris, los hombres los llevaron con sumo cuidado hasta la mesa y los abrieron. En el interior de cada uno había una muy curiosa mezcla, algo espesa, que a la distancia se notaba que estaba hecha de agua y sangre, otros dos de los elementos mencionados en la fórmula desarrollada por Mücqeu. Tal cual se lo indicara en esa fórmula, debía ser la propia sangre de aquellos individuos a los que se quisiera recuperar, y eso había sido un problema, porque se tuvieron que usar las últimas reservas de ella que quedaban en el banco especializado, en el Hospital Real, en los casos de Wilson e Iulí. El de Iris había sido todavía más complicado, ya que de ella no quedaba una sola gota de su sangre en ninguna parte del país, por lo que su única salida tuvo que haber sido recurrir a alguno de sus dos parientes vivos en la actualidad, la reina o la princesa insulares, desconociendo si el lazo parental con ellas seguiría vigente después de más de cinco mil años.  La sangre de una o de la otra estaban ahora mezclada con agua en uno de los tres recipientes, a la espera del componente aun faltante.
_Esto otro queda para después, para cuando hayan conseguido las piedras oculares., les avisó iris, señalando otro trío de envases, aún más pequeños, y haciéndoles también las señas para que los llevaran a la mesa,
En este segundo trío (pocillos de cerámica) había un polvillo tanto o más fino que la harina, y ni a Eduardo ni a Kevin les costó trabajo advertir que se trataba de la protección adicional con que contarían las almas solitarias una vez que el “restablecimiento” hubiese sido completado, porque allí estaba un pocillo de color violeta, otro turquesa y uno más lila (las auras de las almas solitarias), conteniendo lo que antes fueran, como detallara previamente el futuro suegro de los hombres, un único cabello del lomo de un lobo adulto, la pluma de la cola de un cuervo y un pétalo de una amplia lila, de aquel mismo arbusto del que se beneficiaran las hermanas.
_Esperemos que todos esto funcione – deseó Eduardo, mirando el polvillo que habría de beneficiar a Iulí, y aun pensando, tal vez no tanto como antes pero haciéndolo, que Isabel y Cristal se desesperarían y pondrían histéricas si supieran lo que el y Kevin estaban a punto de hacer, y de como expondrían sus vidas a un peligro que prácticamente era desconocido por las hadas –. Kevin y yo estamos listos para salir – el artesano-escultor afirmó con la cabeza –, pero… ¿quién es la persona que va a venir con nosotros?.
_Ella., anunció Iris, señalándoles el acceso al salón.

Los hombres se dieron vuelta y observaron, sin poder reaccionar con palabras.

La princesa Elvia , la heredera al trono insular, hizo su entrada y observó primero a las almas solitarias y después al par de hombres, que seguían sin poder dar un crédito completo a lo que veían. La hija de la reina Lili sería la persona que los acompañaría a la Casa de la magia, y eso les resultaba muy difícil de aceptar, por todo lo que estaría en juego: la continuidad del liderazgo insular se vería comprometida, su vida estaría en tanto peligro como la de los otros dos y cualquiera podría considerar que no era necesario correr un riesgo semejante por algo que no había sido jamás llevado a la práctica.  Ante esa duda, cualquiera preferiría que Wilson, Iulí e Iris continuaran siendo almas solitarias, sobreviviendo quizás por más tiempo que los seres elementales – cuando el último de ellos hubiera desaparecido –, a perderlos a causa de un (otro) intento fallido.  Pasaría lo mismo con las demás almas solitarias en el mundo, cuando la fórmula desarrollada por Mücqeu se diera a conocer, en caso de que fuera efectiva. Los padres de las hermanas de aura lila y la antigua dirigente del Movimiento Elemental Unido confiaron (y confiaban) tanto en la princesa que decidieron compartir este secreto con ella, en la primera semana del mes pasado, conscientes del riesgo que correría si aceptaba ir hasta aquel que era uno de los lugares más aislados y peligrosos del planeta. Elvia aceptó encantadísima el pedido de las almas solitarias, por lo mismo que lo hubieran hecho cualquiera de los seres feéricos insulares, aunque pensando al mismo tiempo lo mismo que aquellos, sobre que era preferible que las almas continuaran siendo lo que eran ahora antes de perderlas por algo que pudiera salir mal. La Consejera de Cultura del reino de Insulandia tenía a Iris, Iulí y Wilson como tres de sus referentes, y por si eso no fuera suficiente, la jefa del MEU era una pariente muy lejana suya (también de la reina Lili) y los otros dos eran los progenitores de sus mejores amigas. Al igual que Kevin y Eduardo, la princesa Elvia estaba en total conocimiento del peligro que correría en aquel lugar.
_Si conozco aquello que nos espera en la Casa de la Magia – dijo la princesa a los hombres, antes que estos hubieran tenido tiempo de decir cualquier cosa sobre su presencia –. Una vez que estemos dentro… bueno, digamos que para alguien como yo lo más peligroso son los vientos fuertes y el agua. Conozco muchas de las trampas en el interior de la isla, porque se su historia y además estuve allí tres veces, la última el año pasado, y se como esquivarlas. Imagino que si nos vamos ahora y empezamos la tarea, ellos tres – torció la cabeza en dirección a las almas solitarias – podrían “estar de vuelta” hoy a la noche, cuando mucho en los primeros minutos de mañana y… ¿qué les pasa?.
El arqueólogo y el artesano-escultor estaban dubitativos y escépticos.
_Usualmente es el hombre el que va en ayuda de una dama en dificultades. Eso para empezar – dijo Eduardo, mirando los recipientes de madera, que tenían estampados los símbolos de los dones: una pequeña llama, un círculo con una cruz en su interior y un corazón. Respectivamente, Wilson, Iris e Iulí representaban el fuego, los sentidos y la belleza –. Por principios y ética, Kevin y yo no podemos permitir que una mujer se arriesgue de semejante manera por nosotros, princesa Elvia, y menos la heredera al trono de este país. No quiero saber como reaccionarían Cristal e Isabel si se enteran de lo que vamos a hacer, o que ya estamos haciendo, mucho menos la reina, aun sabiendo que su opinión es la misma que la de cualquiera, respecto de tener a Wilson, Iulí e Iris restablecidos.
_No le haría ninguna gracia ver como su hija y la futura soberana se expone a esto, por más que se trate de algo ideado para revertir los efectos de uno de los más grandes misterios, o problemas, de todos los tiempos – agregó Kevin –. Seguro que la reina compartiría, como dijo Eduardo, las mismas opiniones que las chicas, o que cualquiera.  Antes que la posibilidad de un fracaso, mejor sería dejar las cosas como están. Es verdad que lo único verdaderamente complejo del trabajo desarrollado por Müqeu es entrar a y salir de aquella isla, pero es mejor no confiarse. Siempre existe una chance, por mínima que sea, de que algo fuera de eso pueda salir mal… y de eso lo peor sería que se enteren los ilios.
Hizo una arcada con la sola mención de esos seres.
_Pero también tenemos una ventaja, cada uno de nosotros – aclaró la princesa, a cuya espalda cargaba una mochila. Ella, no cabían dudas, ya estaba lista para salir –. Es obvio que eso pasó inadvertido, pero llegado el momento y el caso, van a ser muy útiles.
_¿Cuáles?., quiso saber Eduardo.
El, tanto como Kevin, tenía la mente dividida en dos pensamientos. Por un lado, estaban todos los temores y todas las complicaciones acerca de este viaje, a lo que ahora se había agregado la preocupación de que le pasara algo malo a la princesa insular. Aun si el viaje se hubiera completado de manera exitosa y lograban obtener las tres piedras oculares, cabía la posibilidad de que nada cambiara con la aplicación – Mücqeu, la brillante científica contemporánea de Iris, únicamente había desarrollado y completado la teoría –, con lo que Iulí, Wilson e Iris continuarían siendo almas solitarias, incapaces de abandonar su eterna morada por períodos prolongados. Por otro lado, en aquella reunión del ocho de Marzo / Nint número siete, sobre contar con a ayuda de ambos hombres, los futuros maridos de sus hijas, cuando fuera muy necesario hacerlo. Parecía que la palabra empeñada y la preocupación estaban compitiendo entre si, y ninguna podía superar a la otra.

“Nuestras habilidades, lo que podemos hacer”, dijo la princesa, antes de ahondar en este tema, y sin advertir ella ni los demás que con solo mencionar esas primera seis palabras, parecieron los hombres estar cambiando de parecer.  Más aun, que parecía haber llegado el momento de despedirse del trío de almas solitarias.

La principal ventaja que tendrían en la Casa de la Magia y sus alrededores – la técnica de tele transportación de la heredera los dejaría a diez kilómetros de la costa – era aquello por lo que más destacaba cada uno de los “aventureros”. Aunque no había practicado mucho desde el incidente en el campamento con su compañera de amores y prometida, tal vez un total de doce horas desde aquel uno de Mayo /Tnirta número once, Eduardo había logrado un cierto dominio sobre su capacidad para transformarse en el megalodón, el enorme tiburón grisáceo de más de treinta metros, pero le seguís costando trabajo poder concentrarse lo suficiente como para ejecutar correctamente la técnica y luego poder volver a la normalidad. Habían practicado muy poco el e Isabel, junto con Kevin y Cristal, al final de cada jornada laboral durante el mes pasado, aprovechando la presencia de un río cercano al yacimiento, y el yacimiento mismo, cuando le quedaran las fuerzas suficientes al arqueólogo (y las ganas para desarrollar una actividad que por el momento era estresante, pesada y peligrosa) y a su trío de “instructores”. Esa habilidad para transformarse, sumada a su dominio sobre el agua, sin dudas que resultarían de utilidad para el trío cuando tuvieran que sortear una o más trampas que de una forma o de otra implicaran ese elemento. A Eduardo le causó risa la idea de imaginarse transformado en el megalodón y tener a Kevin y la princesa Elvia sobre el lomo, sujetos de la aleta, durante la carrera a la costa.

“Que tengan suerte”, les desearon al unísono las almas solitarias, poniendo todas sus esperanzas en los futuros maridos de sus hijas y la heredera insular.
Nuevamente, la intervención del antiguo jefe del Mercado Central de las Artesanías estaría representada por su fuerza y resistencia físicas, las cuales, había el hombre descubierto, podían aumentar exponencialmente en relación al peligro o el desafío que tuviera por delante – todavía no alcanzaba su límite – Las trampas naturales serían ese desafío en la Casa de la Magia, y con toda seguridad sería algo superior a cualquier cosa que hubieran enfrentado alguna vez. Era probable que las piedras oculares estuvieran ocultas, sepultadas bajo escombros o bajo la superficie, y allí no solo sería útil esa musculatura, sino también la transformación de Kevin, la anaconda real. Una serpiente, la más grande del mundo, capaz de alcanzar los quince metros de longitud, sesenta centímetros de ancho y cien kilogramos de peso (el soporte adicional de Kevin había provenido de un colmillo de uno de estos reptiles), lo que lo convertía en el depredador  más grande en tierra, aunque no el más letal, porque la anaconda real, presente en todas las regiones entre los trópicos Sur y Norte – serían Cáncer y capricornio en la Tierra –, no mataba a sus presas con veneno, sino asfixiándolas con su voluminoso cuerpo. Estando transformado, el compañero de amores y prometido de Cristal no tendría tantas dificultades para moverse por lugares de difícil acceso en aquella isla, y también podría  excavar bajo l superficie, porque, aunque abundaban, las piedras oculares no flotaban en el aire para estar a la vista de cualquiera que fuera a buscarlas y también existía la posibilidad de que una trampa o varias se activaran al tomar una piedra.
En lo que hablaron en la participación en el viaje del artesano-escultor y de este sus habilidades, los tres habían llegado a uno de los puntos de acceso/salida de la enorme estructura piramidal, que habitualmente era usado por el personal de seguridad y vigilancia, de la Guardia Real. Allí había tres guardianes del regimiento de arqueros, en el exterior, que al notar la presencia de la heredera insular adoptaron la posición de firme y se llevaron la mano derecha al corazón, en horizontal. “No hace falta, no hay peligro alguno”, dijo la princesa a uno de ellos – mintió, el peligro al que se expondrían era inmenso – que había querido abandonar a sus compañeros para actuar como escolta del trío que se marchaba. Elvia, Eduardo y Kevin se alejaron unos doscientos metros de la pirámide para poder llevar a cabo la tele transportación, que no funcionaba en ese radio. Era una de las tantas medidas de seguridad con que contaba el Banco Real, y se aplicaba cada vez que algún desastre natural de grandes proporciones tenía lugar, por temor a que, aprovechando el revuelo y caos reinantes, alguien (la totalidad de las opiniones hacían alusión a los ilios) tratara de robar algo.
Siguiendo las indicaciones de la hija de la reina Lili, el par de hombres la tomó de las manos, al artesano-escultor la derecha y el experto en arqueología submarina la izquierda, mantuvieron la serenidad y en cuestión de uno o dos segundos, tal vez lo mismo que demorara ese lentísimo parpadeo de la heredera, se encontraron en un gigantesco e interminable (aparentemente) espacio de agua. Rodeados de nada absolutamente, sin ningún espacio grande o pequeño de tierra a la vista ni embarcaciones que anduviesen por allí, o seres sirénidos nadando en o buceando cerca de la superficie. Así y todo, con esas ausencias, ese era el lugar al que debían llegar. Lo supieron no bien enfocaron sus ojos en un punto en la distancia en donde la bruma, o lo que fuere, parecía estar formando un hongo que combinaba tonos blancos y grises en torno a algo. Las aguas de este océano estaban calmas y el viento no soplaba tan fuerte.
_Porque estamos fuera del alcance máximo de las defensas mágicas del punto de destino, que incluyen ese hongo que vemos ahora, creado hace alrededor de dos mil años para confundir a los navegantes – advirtió la princesa Elvia a los hombres –. Tan solo cien metros delante nuestro en aquella dirección – señaló el hongo justo delante suyo –, vamos a estar expuestos a cada uno de los peligros de los que ya conversamos. Y como yo tengo experiencia viniendo a la Casa de la magia, les puedo decir que no hay que tomarse nada a la ligera. No se descuiden ni confíen con nada. Muy bien, Eduardo – dirigió su atención al arqueólogo, para quien ese conocimiento no servía de nada en ese momento –. Es tu momento para ser amable. Y recordá esto: concentración total y decisión. Las dos cosas que a todos nos hacen falta en estos casos.
_Muy bien – contestó Eduardo, iniciando el descenso –, aunque no me va a resultar fácil, teniendo en cuenta el contexto.

Ingresó en el océano cristalino (¡y salado!), sacudiéndose al hacerlo a consecuencia de los leves vaivenes del agua, aun pensando en la técnica de la tele transportación, con la cual había sido su primera experiencia, comparando ese viaje, por su duración y las sensaciones provocadas, con el hecho de viajar atravesando una puerta espacial, algo para el cotidiano, y el curso del espacio-tiempo entre la Tierra y este planeta. Las sensaciones de encontrarse así, en el océano y cerca de una isla que le era desconocida hasta el día de ayer, no fueron del todo alentadoras para el, y sus muy buenas razones tenía para que no lo fueran. Era la primera vez que se había tele transportado, la primera vez que iba a intentar la transformación en un espacio mucho más grande que un río no muy ancho, un arroyo o cualquier curso como esos, estaba solo en este esfuerzo y ni su mejor amigo ni la princesa lo podrían ayudar ni guiar en estas circunstancias, apenas una centena más adelante el agua y los vientos se habrían de volver en su contra, aquel par que aguardaba en el aire (observaban Kevin y Elvia con atención desde su posición) dependía de el para llegar a la costa, estaba en juego la posible recuperación corpórea – se titulaba la investigación de Mücqeu: “Recuperación corpórea de un alma solitaria” – de sus futuros suegros e Iris, de a ratos lo asaltaban las posibles reacciones de Isabel si se hubiera enterado de esto o se enterara, y no había tenido toda la suerte deseada por el mismo en esto de transformarse. Esa era una de las pocas cosas, cuando no la única, que a Eduardo le costaba trabajo aprender y dominar. Presintiendo que le podría demandar un esfuerzo superior al acostumbrado, hizo lo de siempre. Se concentró y visualizó en su mente la imagen del feroz megalodón adulto, intentando captar de aquel todos los detalles.
_¡Transformación!., exclamó con voz potente, igual a como lo hiciera en cada oportunidad anterior.

Sus pronósticos negativos fallaron.

AL centellante y breve resplandor celeste y azul provocado con la pronunciación de esa palabra – al transformarse, las hadas producían ese efecto con el mismo color de sus auras – le siguió el cambio. La forma corpórea del prometido de Isabel empezó a mutar, a contorsionarse. En cuestión de segundos, no más de quince, la figura de un hombre joven y adulto de un metro ochenta y más de ochenta kilogramos de peso dio paso a la del depredador máximo de treinta y un metros de longitud, seis punto cuatro de alto y sesenta y una toneladas, En pleno ejercicio de su conciencia, Eduardo supuso que el contexto y la urgencia tuvieron que actuar como estimulantes para que (por primera vez desde el incidente en Cinco Arroyos) la transformación fuera ejecutada de forma correcta. El megalodón se quedó estático e inmóvil sobre la superficie oceánica, con sus ojos fijos en aquel hongo en la distancia, y moviendo suavemente las aletas para conservar la postura. Lanzó dos potentes y atronadores rugidos, seguidos por otro par, y uno más a continuación, modificando el tono de cada uno respecto del anterior, y Kevin y Elvia arriesgaron la idea, en tanto iban al encuentro de la bestia, de que Eduardo estuviera ahora, animado por el éxito, haciendo el esfuerzo por articular palabras y sonidos. No se equivocaron con eso, porque a la pregunta de si lo estaba haciendo, el animal cerró los ojos una única vez, para hacerse entender. Así había sido desde que empezaran las prácticas, cuando Isabel, Cristal y Kevin le sugirieran que contestara si o no haciendo un parpadeo o dos a cualquier pregunta que no ameritara otras respuestas que esas. En la facultad de hablar estando transformado era su debut total, y no logró más que un sonido confuso, como si se hubiera tratado de una mezcla entre rugidos y palabras.
_Despacio con eso – le aconsejó Kevin –. Es la primera vez que pudiste transformarte en un lapso tan breve. No se si el lugar, este océano, tenga algo que ver, pero lo hiciste. Ejecutaste esa técnica magistralmente en quince segundos. Es suficiente por un día, ya vamos a tener tiempo de sobra para practicar. ¿Todo en orden?.
El megalodón cerró los párpados una vez, consciente de que aquello era cierto. A este respecto – la transformación – era mucho lo que había logrado. Eduardo pensó en Isabel, que debía estar pasándola de maravillas con las chicas; seguramente estaría orgullosa por el logro de su compañero sentimental. Este reconocería, si no lo hubiera hecho ya, que la situación y el lugar lo habrían animado para hacerlo bien. “Lo hicieron”, pensó, en tanto Kevin y la princesa heredera se sujetaban como podían a la aleta dorsal. Este par sabía que nadie en su sano juicio querría hacer algo así, porque ir de esa manera sobre el lomo de semejante monstruo era una invitación mucho más que segura para la muerte. De hacerlo, y por algún motivo caían al agua, el megalodón que hubiera servido como “transporte” loes vería como alimento, y también los otros componentes del cardumen.
_El tiene razón – coincidió la princesa, posándose con delicadeza y cautela en el escamoso lomo del depredador –. Es suficiente. Y además, este no es uno de tus ensayos habituales para dominar la habilidad de transformarte, sino algo más complejo que va a determinar el futuro de las almas solitarias.
Apoyó ambas manos en la aleta dorsal de la bestia, deseando que la ferocidad del agua y la de los vientos más adelante no lo fueran tanto como para empujarla a ella y a Kevin al océano, donde si podrían haber megalodones verdaderos. Para estos súper predadores, loes grandes océanos como este eran sus hábitats naturales por excelencia. “¡Oh, no!”, exclamó súbitamente, en silencio, pensando que si faltaba algo de peligro era justamente eso. ¿Qué pasaría si en un determinado punto de este trayecto de diez kilómetros hasta la costa aparecieran uno o más de esos tiburones gigantes, que prácticamente no tenían rivales fuera de ellos mismos, u otros depredadores?. Hizo una evidente mueca, lo que le bastó a Kevin para detectar la preocupación:
_Princesa Elvia, ¿qué pasa?., le preguntó.
_Una pavada, nada más que eso – contestó la heredera, que se evadió de ese pensamiento moviendo suavemente la cabeza de un lado a otro –. Pensaba en este viaje. Muy bien, Eduardo, cuando gustes.
Y el depredador se puso en movimiento, conociendo lo que le esperaba unos pocos metros más adelante, y a causa de eso preocupado, tanto por su suerte como por la de su amigo y la princesa. Pero, igual que antes, esa no constituía la única preocupación que daba una y otra vuelta en su cabeza. Cuando dio los primeros golpes con la cola en el agua, para ganar velocidad, y mientras Elvia y Kevin observaban el horizonte sosteniéndose de la aleta, otra imagen se le apareció de pronto, súbitamente, en sus pensamientos, y pareció que los estaba abarcando a todos. Sin dejar de considerar ni tener bien presente que loes tres estaban poniendo sus existencias en peligro (nadie podría decir que uno había incitado a los otros dos), muy probablemente uno que jamás vayan nuevamente a experimentar, voluntaria o involuntariamente, esta imagen se volvió tan vívida que por unos breves instantes  llegó a creer que se trataba de algo real. Allí se encontraba el hada de la belleza, que lo acompañaba y velaba por el desde que lo hallara en la cabaña costera – el vínculo nació por el hecho de ser la primera en verlo –, tan histérica y preocupada, e incluso más, que aquella noche en que lo viera partir para hacer el héroe durante la Gran Catástrofe junto con los otros tres. Isabel se llevaba las manos a la cabeza  y evitaba contener cualquier emoción o gesto de preocupación al enterarse de ese viaje a un lugar cuyo peligro real radicaba en las aguas violentas y los vientos fuertes. Que formaban las defensas exteriores, y no atenuaba su estado (Eduardo no conseguía tranquilizarla) el saber que el motivo de esta locura suicida de su compañero sentimental  era la obtención de tres objetos, las piedras oculares, con os que pretendían restaurar los cuerpos, auras y poderes de sus padres e Iris. Isabel era, por supuesto, la última persona en todo el mundo que querría que Eduardo y Kevin intentaran algo como eso, y tampoco la princesa Elvia, una de sus mejores amigas, porque el liderazgo en el Consejo de Cultura y el trono insular, este a muy largo plazo, se verían muy comprometidos. La hija mayor de Wilson e Iulí no dejaba de despotricar a causa de ese comportamiento tan imprudente, sabiendo además quienes iban a ser los sujetos de prueba de algo que jamás había salido de la teoría (“¡No son una excusa los exorbitantes conocimientos de Mücqeu!”, exclamaba Isabel) y que su novio, su futuro cuñado y la princesa bien pudieron haber resultado con heridas menos o más graves, o, peor, quedado en el camino.
_Que bueno que no le dije ni una sola palabra a Isabel – se alegró Eduardo, en voz alta… ¿en voz alta? –. Eso hubiera significado problemas, y ella habría estado con todos sus sentidos en alerta máxima, vigilándome constantemente para impedir que haga esto que ahora estoy haciendo. Lo mismo en el caso de ustedes dos con Cristal y la reina Lili. Aunque los envidio. La oficina real y La Bonita son dos lujos en comparación con esto.

¿En voz alta?

Había pronunciado esas palabras pensando que estarían únicamente dentro suyo, a su mente sirviéndole como consuelo y tranquilizante. Y ni siquiera había caído en la cuenta de esa pronunciación en voz alta, porque estaba concentrado en el pensamiento y en llegar a la costa, de no ser porque su amigo se lo hizo saber con la sonora exclamación “¡Lo lograste, Eduardo!”, y la princesa Elvia al felicitarlo con la frase “¡Por fin lo conseguiste!”. Los tres llegaron a la conclusión, una posibilidad muy firme, de que lo que al arqueólogo le estaba haciendo falta para ejecutar correctamente la transformación primero y poder hablar estando transformado ahora, era estar ante una situación que revistiera una presión y peligro reales: su instinto de supervivencia, el deseo de superación personal siempre presente y el deseo de conservar con vida e ilesos a sus dos “pasajeros” lo habían hecho dar lo mejor de si y traspasar ese límite que aun creía se hallaba lejos de su alcance. Y todo en menos de cinco minutos. Isabel estaría orgullosa de este notable logro y Eduardo había decidido, esta vez en absoluto silencio, contárselo cuando los peligros y la razón de este viaje a la Casa de la Magia hubieran quedado atrás: “Tal vez así consiga que logre tranquilizarse” – concluyó, todavía con la imagen de su prometida cargada de histeria, preocupación y despotricando a causa de la imprudencia – “,si. Eso es lo que voy a hacer”.
Pero no tuvo Eduardo tiempo para celebrarlo, y tampoco Kevin ni Elvia.
_¡Agárrense fuerte!., fue lo último que dijo el arqueólogo, antes de cerrar las gigantescas mandíbulas y concentrarse en el horizonte, más precisamente en aquel hongo blancuzco y grisáceo.
Apenas traspasada esa distancia de cien metros que había entre el límite de las defensas exteriores y el punto donde apareciera el trío, as cristalinas aguas y el viento súbitamente dejaron de estar en calma. Y los viajantes lo sintieron al instante, sobre todo Kevin y Elvia, por estar más expuestos. Varios sacudones en el océano fueron los predecesores de un cuarteto de olas que tranquilamente pudieron alcanzar los cinco metros, e incluso superarlos, a lo que el depredador pegó un saltó que sobrepasó dicha elevación en el instante inmediatamente previo a que una nueva ola enorme tratara de engullirlo, y cayó al agua provocando un sonoro ruido. Si bien había tenido dificultades para transformarse, Eduardo, habiéndolo logrado, no las tuvo para moverse en los ámbitos acuáticos con tanta maniobrabilidad, soltura y gracia como si fuera un megalodón verdadero. Lo único que alcanzaron a hacer Kevin y Elvia fue soltarse de la aleta dorsal en el momento en que Eduardo iniciara el descenso tras el salto, y luego de esa acción volver a sujetarse. Allí fueron víctimas del viento fuerte, que intempestiva y sorpresivamente los lanzó varios metros a un lado del megalodón. Usaron sus habilidades y la técnica del vuelo para volver a sujetarse, tras lo que escucharon nuevamente, pese al ruido que provocaban el viento y las olas, la voz de Eduardo diciendo que lo más probable era que no llegaran a ninguna parte, al menos no su amigo y la heredera. Abrió las aterradoras y dentadas fauces e hizo un único parpadeo muy evidente para que lo notaran, con lo que les dio a entender que la opción más segura era viajar dentro de las mandíbulas, sujetos firmemente a esos enormes dientes. “El último lugar en el que un hada quisiera estar”, bromeó Kevin, algo que la heredera insular complementara con una revalidación de los pensamientos de Eduardo, sin saber que lo había hecho, y de aquel sus palabras, con la frase “Mi mamá e Isabel se horrorizarían, y también Cristal, y ya estarían trepándose por las paredes”. Pero reconocieron que, comparativamente, era más seguro viajar allí que haciendo malabares y sosteniéndose de la aleta, así que hicieron caso a la ocurrencia de Eduardo y, con un movimiento rápido, porque ni el viento ni el agua dejaban de dar uno atrás de otro sus azotes, se metieron en la boca del depredador gigante, que la cerró al instante dando la advertencia a ambos de que no debían alarmarse, y que ese único parpadeo o dos se traducirían en uno o dos movimientos suaves con el maxilar superior, de este con la tercera hilera de dientes. Kevin y la princesa Elvia observaron con asombro lo que estaban viviendo. Probablemente serían ellos los únicos seres feéricos en el mundo, y en toda la historia, que se encontraran en el interior de las fauces del máximo depredador y vivirían para contarlo. Sabían que cuando ello ocurriera el relato sonaría decididamente desopilante, delirante y, al menos al principio, difícil de creer.
_¿Y bien?., llamó Kevin,
_Ridículo., contestó Elvia.

Estaban los dos allí, sobre el maxilar inferior, sosteniéndose de un par de esos aterradores dientes que alcanzaban los veinte centímetros, reconociendo lo oportuno de estar en ese lugar, y no en el exterior. Acostados, pensaban en que lo que les impedía mayor comodidad, además de las sensaciones tan extrañas y el hecho de seguir pensando en lo única que sería esta experiencia, eran esos finísimos chorrillos que lograban traspasar la gruesa capa de dientes, y los sacudones, unos más bruscos y otros no tanto, que indicaban que el arqueólogo estaba abriéndose paso a través de la violenta agua y los feroces vientos. Otra idea cruzó por la cabeza de ambos, ajena por donde se lo mirara al motivo del viaje, y era que esta hubiera sido la oportunidad única para los ictiólogos y otros investigadores: podrían haber ampliado el conocimiento sobre el máximo depredador acuático, viendo como era el interior y tomado notas de todos los detalles. Kevin y Elvia decidieron hacerlo por ellos, retener la información y pasársela cuando tuvieran la oportunidad, puesto que allí no tendrían otra cosa que hacer. Por los movimientos y unas pocas estimaciones, ambos calcularon que podrían quedar nueve de los diez kilómetros – Eduardo tenía aún mucho trabajo – Las defensas exteriores de la Casa de la Magia, sabía el par, se detendrían en cuanto el animal hubiese tocado la costa, acantilados de entre cuatro y ocho metros en el punto que habían señalado como llegada.
No había en las defensas indicios evidentes de magia, sin embargo esta allí estaba. Esas olas que crecían y descendían de esa manera tan repentina no se originaban de forma natural. Además, el agua cambiaba súbitamente de temperatura, de cálida a fría y viceversa – incluso se evaporaba y congelaba durante uno o dos segundos – cuando impactaba de manera más bien continua contra el megalodón. Este había descubierto muy pronto que la mejor forma de evadir las olas y los vientos fuertes era ir no sobre las aguas, sino bajo ellas, a más de cuarenta metros, y pegar esos enormes saltos de más de quince en el aire, tomando con ambas acciones el suficiente impulso como para ser más rápido que ese par de elementos, y acortando además la distancia a la costa. Reconoció y advirtió que el éxito en semejantes saltos (un megalodón solo era capaz de efectuarlos si se encontraba en la flor de la vida y en perfecto estado de salud) y en bucear a esa profundidad se debieron a un comportamiento cien por ciento instintivo, porque no tuvo ni tenía tiempo para detenerse a pensar en cual podría ser la mejor manera, si es que había otra u otras, de lidiar con las defensas exteriores. Y debía velar también por el par dentro de su boca, aun sujetos ambos a dos de esos enormes dientes, que de a ratos eran salpicados con los finísimos chorros de agua que lograban filtrarse. Eduardo literalmente zigzagueaba entre los cuarenta metros debajo del agua y entre quince y veinte sobre ella, ejecutando esos movimientos instintivos bajo constante azote del viento y aguas feroces.
Así fueron las cosas a medida que continuaba el peligroso viaje, y cuando la distancia inicial de diez kilómetros se redujo a las tres quintas partes (no había boyas u otras marcas, sino instinto y nada más), las defensas exteriores de la Casa de la Magia parecieron volverse más feroces y, por tanto, efectivas. Llegado un punto en esa distancia, las olas más o menos grandes parecieron formarse únicamente allí donde avanzaba el tiburón gigante, como si alguien o algo lo quisiera atacar para que no llegase a la costa – esa era la razón de existir de las defensas –, y se deshacían tras su paso, en tanto que los vientos, siempre feroces e implacables, una parte de ellos al menos, adoptaba la forma de látigo y azotaba el voluminoso cuerpo del megalodón. Ninguno de los elementos dañaba ni le provocaba heridas cortantes a Eduardo, como este fácilmente advirtió, sino que trataban de desviarlo, a lo que el respondía aumentando la velocidad cuando se movía bajo el agua y el impulso con cada nuevo salto. Esas acciones tenían, desafortunadamente, su lado negativo, ya que Eduardo se veía obligado a hacer pequeños desvíos en su recorrido, esto pensando en la integridad de la princesa y su amigo. Cualquier movimiento incorrecto, por mínimo que fuera, podía ser inconveniente para ellos. De momento, la impresión de estar sujetos a dos de los terroríficos dientes del súper predador los mantenía tranquilos y en silencio, con los ojos cerrados e inmóviles, incapaces de hacer otra cosa que respirar, a un ritmo mucho más lento que el normal, y mantenerse sujetos con toda la firmeza.
“¡Lo que faltaba!”, se lamentó Eduardo, con pesar y en silencio. A los vientos y aguas fuertes que le jugaban en contra se le sumó una niebla opaca de origen desconocido, que repentinamente estuvo cubriendo cada metro de los que restaban a la costa, quizás la mitad del camino, con lo que el prometido de Isabel dedujo que formaba parte de las defensas mágicas exteriores, por si los otros dos elementos estuvieran siendo total o parcialmente inefectivos. “Si podés escuchar, Eduardo, poné atención al hongo nuboso que rodea y cubre a la Casa de la Magia”, le indicó la princesa Elvia, apenas moviendo la boca y apretando todavía más fuerte los dedos en torno al diente. El arqueólogo movió una única vez el maxilar superior y cambió la dirección a la que apuntaban sus ojos, con ese nuevo salto, y notó que el hongo grisáceo y blanco se iba disolviendo, y que las nubes o lo que fuera que lo formaba era en realidad la fuente de la niebla, cuyo origen al fin había quedado develado. Eduardo concluyó que la acción conjunta de las olas, el viento y la niebla debían ser suficientes para detener e inutilizar a las embarcaciones que trataran de llegar a la isla  e incluso a las hadas que se acercaran por aire moviéndose a grandes velocidades. Era eso, efectivamente, lo que pasaba más adelante: al ir reduciéndose el hongo, las formas de la casa de la Magia empezaron a adquirir una mayor nitidez, en las costas al menos, aunque el arqueólogo en veloz carrera creyó que aquello también se debía a que era menor la distancia que restaba, tal vez, a los dos kilómetros. “Dos cuando mucho”, pensó.
El tiburón gigante continuó el viaje moviéndose sobre la superficie, apenas más relajado que unos instantes atrás, al descubrir como las defensas exteriores parecieron haber quedado reducidas a un viento normal, aunque fuerte, a un océano que no producía otra cosa que unos pocos sacudones y a esa niebla que se limitaba a volver borrosa la vista del animal en viaje. Eduardo pensó, en tanto se preparaba para abrir las fauces non bien restaran los últimos metros hasta la costa – ya divisaba una playa no muy extensa,  y tras ella varios peñones inusualmente juntos, como si en otros tiempos hubieran sido un muro natural o una fortificación –, que eso podía tener dos explicaciones. Quienes diseñaron y aplicaron esas defensas habrían creído que entre ocho y nueve mil metros de vientos y aguas feroces y niebla bastarían para que cualquier hada que quisiera aproximarse hubiese reconsiderado sus ideas sobre no continuar el viaje y volver al punto de partida, en cuyo caso las defensas exteriores quedarían nulificadas, pues no actuaban si alguien quería salir de la Casa de la Magia. La otra explicación era que aquellos diseñadores hubieran decidido dejar la isla al cuidado de las defensas internas, por lo que Eduardo tuvo una ocurrencia no mug alentadora. “Y si fue difícil en el exterior, ¿cómo serán las cosas en el interior?”. Así fueron las cosas, porque en un curso breve no mayor a los cincuenta metros la niebla hubo de disiparse por completo, el agua a quedar nuevamente en calma y el viento fuerte a detenerse repentinamente.
La Casa de la Magia estuvo justo enfrente suyo, y cuando los metros no fueron más de cinco (eso creyó Eduardo), el depredador gigante abrió las fauces, y Kevin y la princesa Elvia se animaron a aflojar los dedos y abrir los ojos. La heredera al trono fue quien dio el primer paso, avanzando hacia adelante y viendo el exterior después de esa decena de minutos que le perecieron interminables, y acto seguido lo hizo el artesano-escultor. Ambos estaban empapados de pies a cabeza y cubiertos en varias partes del cuerpo por una sustancia viscosa que había secretado el animal; era la baba del megalodón. “Perdón”, se excusó Eduardo, no bien hubo de recuperar la forma de un hombre adulto – nuevamente había tenido éxito con el primer intento, y lo atribuyó a la presión cuando tuvo que convertirse en el megalodón, un efecto que aún continuaba –, en tanto el otro par, refregándose la cara con las mangas y entre risas pro encontrarse en esta situación, aun pensando en las posibles reacciones de la reina Lili y Cristal (Oliverio, sabían ambos, elogiaría la actitud, considerando el porqué del viaje), se metieron en la cristalina y salada superficie oceánica, donde convinieron permanecer el tiempo suficiente como para quitarse hasta el último vestigio de la baba. “¿Así que te parecemos graciosos, eh?” , reaccionó la princesa con una risita, porque había visto como Eduardo amagaba con cerrar los ojos y se tapaba la boca con ambas manos, provocando un salpicón que dio de lleno a su amigo. Era una oportunidad que no podían dejar pasar, la de divertirse por unos momentos antes de abocarse de lleno a su tarea.

_Aunque se que eras vos, viajar pegada a los dientes del depredador máximo no fue agradable ni por error – comentó la princesa –, no lo tomes a mal – quiso aclarar –. Creo que esas emociones y la impresión me van a acompañar por mucho tiempo. Lo bueno es que fue mejor que viajar por aire., concluyó dando un paso y subiendo el primer escalón.
… de un total de cuatro centenas.
Allí estaban los tres enfrentando a otra de las defensas mágicas de la isla. Los peñones, acantilados y riscos que había en ese sector estaban fuertemente protegidos por un hechizo que impedía a las hadas usar la técnica del vuelo para cruzar esa franja de rocas, algunas de las cuales fueron “implantadas allí”, que se extendía por ciento cincuenta metros hacia adentro y cincuenta hacia arriba. De manera que la alternativa que quedaba era moverse por aquella que era la única escalera en el muro de piedras que bordeaba la cuarta parte de la isla. Habían tenido que descartar otros tramos de los acantilados, esos que tenían una altura de entre cuatro y ocho metros, ya que el colapso de una parte de aquellos los hubo de tornar aún más peligrosos. Ahora marchaban los tres, resignados a los cuatrocientos escalones y conscientes de que al otro lado de este muro natural los esperaría la misma cantidad, hasta estar al fin con los pies en el suelo, y libres para hacer uso de sus habilidades.
… aunque expuestos a otras defensas y las trampas.
_No hay ninguna necesidad de contarle a nadie esa parte del viaje, ¿o si? – llamó Kevin, detectando a cada paso que daba otro de los hechizos de seguridad, que volvía más pesados los pies del trío, porque este también se había vuelto. Kevin, Eduardo y Elvia, en este momento, tendrían que haber duplicado su peso corporal –, ya es bastante saber que van a horrorizarse al enterarse de donde estuvimos y para qué, y encima eso de nuestros cuerpos cubiertos con la baba y la saliva del megalodón que en realidad era nuestro amigo.
Eduardo continuaba sonriendo, aunque con menos intensidad, a causa de eso.
_De acuerdo – dijo –, pero convengamos que era mejor eso que la aleta dorsal, y ni hablar de volar hasta este lugar. Y lamento tener que empeorar las cocas, pero no se olviden que aún queda el viaje de vuelta, hasta el límite de las defensas exteriores. Salvo que se quieran arriesgar…
Kevin dio a entender con un gesto que accedía a volver a meterse en la boca del súper predador, en tanto que la mueca de Elvia fue el indicio de que preferiría evaluar con detalles las opciones, antes de decidirse.
_¡Al suelo todos!., exclamó de pronto la heredera, viendo hacia lo alto.
En ese momento, comprendieron que sus mentes deberían abocarse exclusivamente a las trampas y defensas de la Casa de la Magia, si sus intenciones eran conservarse ilesos. Uno de los tres tuvo que accionar involuntariamente una de esas defensas, al poner un pie o ambos en el escalón número cincuenta. Desde el otro lado, salieron deparadas en dirección a ellos y a gran velocidad ocho rocas del tamaño de pelotas de balompié (fútbol)  y otras dos docenas más pequeñas, produciendo un sonoro estampido. Apenas las vieron aparecer y precipitarse amenazadoramente, y en tanto visualizaban mentalmente algún dispositivo mecánico para explicar el fenómeno (resortes o algo parecido), aunque sabían que allí solo había magia, fue el compañero sentimental y prometido de Cristal quien decidió permanecer de pie, poniéndose delante, con los brazos extendidos. Una a una lo golpearon las treinta y dos rocas y con eso confirmó que se trataba de una defensa, porque todas se enfocaron en una única dirección, en lugar de dispersarse. “Carajo”, lamentó en voz alta el artesano-escultor, viendo que su camisa ya estaba sucia, rota y apenas sacudiéndose para alejar el insignificante dolor que le provocaran los impactos.
Cualquiera estaría con heridas cortantes, contusiones y probablemente fracturas después de ser la víctima de tanta presión, pero no Kevin, que de nuevo había sacado provecho de su destacada resistencia al daño, ahora para salvar la vida de su amigo y la de la princesa.
_Lo siento por la camisa – seguía lamentándose –. Cristal me la obsequió hace una semana, Pero pasando a algo más serio… no conocía eso de las rocas. Pensé que la única defensa en esa parte de la casa de la Magia era el hechizo que nos impide volar.
_Es una de las cambiantes., le recordó Elvia.
_¿Qué es eso?., quiso saber Eduardo.
Según las palabras de la princesa, que sobre esto tenía conocimientos, además de la experiencia por haber estado ya tres veces en la Casa de la Magia, eran algunas de las defensas más extrañas ideadas por los seres feéricos en los primeros tiempos de lo que más tarde hubo de llamarse “Guerra de los Veintiocho”. Básicamente, se trataba de hechizos de defensa no letales (“Salto que una de esas piedras te destroce el cráneo”, interrumpió el artesano-escultor, provocando breves risas) que cambiaban con diversas frecuencias, que corrían entre siete y diez días. El problema con ese tipo de hechizos, de los que había media docena en la isla – continuaba explicando la princesa Elvia – no era el lapso que duraban en tal lugar ni la frecuencia variable, sino que no era posible saber en que lugar se iban a establecer. Podía ser en cualquier parte.
_... y no nos daríamos cuenta sino hasta que el hechizo queda activo, como esas piedras., tradujo el arqueólogo, mirando la barrera a un lado de los escalones.
_Exacto – coincidió la princesa – Es por eso que nuestros sentidos tienen que estar en máxima alerta mientras estemos acá. Esas defensas cambiantes podrían estar en cualquier lado.

El resto del viaje para atravesar la muralla transcurrió sin sobresaltos, aun con la última advertencia de Elvia, y entonces se encontraron los tres con una vista completa de la casa de la Magia.  “¿Qué es este lugar?”, reaccionó Eduardo, muy sorprendido por lo que empezó a ver no bien estuvo en el punto más alto de la muralla natural.
Esperando encontrar grandes edificaciones con varias decenas de metros de altura y de frente, grandes planicies cubiertas con todo tipo de vegetación, grandes columnas muy bien ornamentadas, figuras alegóricas de la cultura de las hadas y cosas como esas, no pudo ocultar ni disimular esa sorpresa al ver lo que no dudó en comparar con un polígono industrial abandonado y venido a menos, sin rastros de la grandeza que había imaginado. Habiendo pasado los efectos del hechizo que les impedía volar, desplegó sus alas y se elevó unos pocos metros en línea recta tan solo para convencerse de cuan correcta había sido esa comparación. Girando sobre su eje, descubrió una cuadrícula de bloques de quince por quince, con estructuras de diversas dimensiones, separadas por amplias calles de una decena de metros de anchura, que iban a terminar en un camino perimetral del doble. Más allá de este, los campos, unos más amplios que otros, habrían de ser esos terrenos de prueba que mencionaran las almas solitarias en la jornada de ayer. Todo esto estaba muy deteriorado allí (hierbas invasivas, paredes agrietadas, vidrios rotos, metales oxidados…) y nada le hizo suponer, pensó, en tanto volvía a posarse en el suelo, que allí hubiera estado, o confinara estando, la gloria y las maravillas de las que tanto se hablara.
_Lindo lugar., ironizó Eduardo, completando el reconocimiento al fijarse en todo ese césped que crecía sin control.
_Tendrías que haber leído el Compendio Mágico, específicamente el volumen dos – le dijo la princesa, a lo que Kevin coincidió con gestos faciales –. Eso que estás viendo, que los tres estamos viendo, no es más que una ilusión creada para engañar a cualquiera que haya conseguido llegar a este lugar. Para engañar y desalentar. Nadie pensaría que en un lugar como este, abandonado y venido a menos, se llevan a cabo todo tipo de desarrollos mágicos o pueden encontrar elementos mágicos y únicos. Rn nuestro caso, las piedras oculares. El Consejo Supremo Planetario mantiene la Casa de la Magia, y por lo que conozco nunca permitirían que esto dejara de ser una ilusión para convertirse en realidad, porque este lugar es uno de los más importantes para la historia, la cultura y las tradiciones de las hadas – empezaron ella y los hombres a caminar hacia las ruinas –. Claro que esto tiene fácil solución, y es el fuego.
_¿Por qué el fuego?., quiso saber el prometido de Isabel.
_Porque purifica, y es lo único que puede anular estas ilusiones tan potentes – le contestó Elvia, agitando sus brazos y manos – Ahora les tengo que pedir que se aparten, por precaución.
Cuando los hombres lo hicieron, la heredera extendió las extremidades, con las palmas hacia arriba, y en estas aparecieron dos diminutas esferas rojas y amarillas (los colores de su aura), que en los cinco segundos posteriores fueron haciéndose más grandes, alcanzando de seguro los cincuenta centímetros de circunferencia. Lejos de detenerse y conservar esa forma, ambas esferas de fuego empezaron a estirarse, aumentando con ello la temperatura. Los hombres observaban como Elvia, con esos lazos ya consolidados de al menos diez metros de longitud, empezaba a ondearlos en el aire con una velocidad que aumentaba, hasta que, en un momento dado, creyendo tal vez que habían alcanzado la potencia suficiente, hizo el último y brusco movimiento, lanzando el par de fuertes “latigazos de fuego” hacia las ruinas. Elvia, Kevin y Eduardo vieron como las ardientes llamaradas impactaban contra la estructura más cercana y luego se extendían por ella, las otras, los caminos internos y el de circunvalación, abarcando la cuadrícula completa hasta cubrirla formando un hongo. No hubo temblores, explosiones ni ruidos, sino solamente un silbido agudo que indicó al trío que el camuflaje estaba quedando sin efecto.
_Es eso., corroboró la princesa, indicando mediante señas manuales al dúo que no dejaba de observar.
El fuego hizo lo suyo y entonces quedó completamente expuesta esa gloria que había visualizado Eduardo en tanto escalaba por el muro. Allí seguían estando la cuadrícula de quince bloques por quince, los caminos internos y el de circunvalación, pero las estructuras eran otra cosa, y una muy distinta. Allí estaban las columnas ornamentadas tan altas como las torres del Castillo Real insular, en el punto donde se cruzaban los caminos internos, las figuras representativas de la cultura de las hadas en los muros frontales y laterales y las edificaciones grandiosas, como los seres feéricos llamaban a su arquitectura más clásica, de un estilo que Eduardo comparó con el de la antigua Grecia. Allí no había siquiera el mínimo rastro de deterioro estructural – ya habían empezado la marcha a la cuadrícula, flotando a centímetros del suelo –, abandono, dejadez ni suciedad, y todo parecía estar como al inicio, como el día en que se construyeran los edificios, columnas y otras estructuras. Era, como Elvia lo definiera, uno de los baluartes de la cultura feérica que se conservaba tal cual esos primeros días, inmune al paso de siglos y de milenios, a los cambios en el clima y de este sus condiciones más o menos rigurosas, la evolución constante del paisaje (geología) y los conflictos bélicos.
_La mayoría de las construcciones son lugares para ensayos y pruebas a pequeña escala – dijo Elvia, cuando los tres estuvieron cruzando el camino de circunvalación, y concentrados en un edificio que resaltaba de los otros a causa de su elaborado estilo en la fachada. Las ocho columnas parecían representar partes de un mismo paisaje, uno que mostraba a las hadas locales y a las “terrícolas” sosteniendo el Primer Encuentro, el evento histórico por excelencia –. Allí se ensayaron en otros tiempos cientos y cientos de hechizos y toda clase de artes mágicas, para estudiar sus efectos y ver como se podían aplicar en la vida cotidiana. Eso fue durante y después de la época de la religión. Durante porque se sostuvo que las hadas teníamos que rendirle tributo y honores a esa… guía espiritual, si se quiere. Y después por costumbre. Aunque esa religión ya no contaba como tal, era una parte de nuestro pasado e historia que no pensábamos ocultar, ni mucho menos suprimir. Hoy todavía se sigue usando para eso, aunque esas defensas dificultan mucho la llegada y permanencia en esta isla.
_Y dado que este lugar fue ayer y es hoy uno en que se practican todo tipo de magia y hechizos, las construcciones son particularmente fuertes. Literalmente inmunes a la mayoría de los poderes y habilidades que poseemos los seres feéricos – agregó Kevin –. Las cuatro quintas partes, e incluso más, de los armazones y entramados que hay en las paredes y techos están construidos con acero mágico, y eso contribuye a la reducción significativa del daño, si es que hubiere alguno. Te lo voy a demostrar con la biblioteca – indicó a su amigo –, que es el edificio que tenemos justo enfrente.
_¿Cómo?., le preguntó Eduardo.
_Así.

Kevin acumuló una gran cantidad de energía en la palma derecha, a la altura de sus hombros, y la lanzó a una enorme velocidad contra una de las ocho columnas, aquella que mostraba el trascendental apretón de manos de las hadas, en forma de un rayo de color rojo sangre, que impactó de lleno provocando una sonora explosión y un resplandor fuerte que hizo que el y los otros se tuvieran que cubrir los ojos para no sentir los efectos. Cuando la luminiscencia y el polvo, este resultante de la explosión, se disiparon, el trío descubrió que la columna estaba intacta, y al estar ya frente a ella confirmaron que ni siquiera había sido rasgada la pintura.
_Como dije, particularmente fuertes – repitió Kevin –. Hay unos pocos casos en que lo máximo que se le puede hacer a cualquier estructura en esta isla es rayarle la pintura o provocarle grietas y otros daños insignificantes, en cuyo caso entran en acción otros cinco hechizos de los que protegen la Casa de la Magia. Estos hacen que esos deterioros menores se repongan por si solos, y en un parpadeo. Son muy pocas, probablemente de una o dos en más de mil, las veces en que, a causa de una o varias demostraciones como esa, el daño es lo bastante grande como para que tenga que llegar una cuadrilla de expertos a hacer la restauración.
_¿Y lo demás?., inquirió Eduardo, empezando nuevamente los tres a caminar.
Aunque las piedras oculares podían estar aquí y allá, irían a lo seguro. Uno de los bloques era un enorme almacén con todo tipo de minerales y piedras que se usaban en las artes mágicas. Allí de seguro encontrarían lo que estaban buscando, sin verse obligados a otro esfuerzo. Si las piedras oculares estaban allí, su estadía en la Casa de la Magia habría sido más bien breve, de menos de media hora.
 _No les hace ningún daño – intervino la princesa, doblando al llegar a la primera esquina, viendo entonces otro tanto de las joyas que engalanaban el lugar, más esculturas de piedra tan bien trabajadas como las columnas –. Pasaron los milenios, sin pausa, y ni la evolución geológica o la del clima le hicieron daño alguno a la Casa de la Magia Así va a aser para siempre, tanto como lo fue ayer y lo es hoy. Es un hecho que este lugar va a durar y sobrevivir aun después de que las hadas y los otros seres elementales se hayan extinguido. Quizás sea el último trozo de tierra en pie en el planeta.
_Como dice el Testamento de Vica, la crónica principal de la religión extinta – tradujo el artesano-escultor, tan concentrado en lo grandiosas y esplendorosas que eran las estructuras como los otros dos –. Varios pasajes hacen referencia a un gran cataclismo de escala planetaria. Sea un desastre natural o la obra divina, todo cuanto se conoce va a ser destruido y el último y único lugar en pie va a ser la Casa de la Magia.
_Lo se, leí el texto religioso. En la Biblioteca Real – dijo Eduardo, en alerta por si aparecía una trampa u otra defensa mágica –. El último párrafo habla de que los supervivientes van a tener que empezar nuevamente de cero en este lugar, cosa que va a pasar, hablo de ese supuesto desastre definitivo, con o sin religión… ¡alto!.
Esquivaron sin dificultades una trampa tan obvia que no pudieron evitar la risa. Uno de los tres tuvo que haber puesto un pie en el zócalo equivocado, y eso hizo que una veintena de flechas saliera disparada a gran velocidad desde cada lateral, produciendo un penetrante silbido, y simplemente se deshicieron en cientos de fragmentos al hacer impacto contra algo. El tío entendió que era mejor planear hasta que llegaran a su destino.
_Mucho cuidado, porque son letales – advirtió la princesa a los hombres –. Tienen un veneno de origen vegetal que en el caso de las hadas tarda no más de un minuto en hacer efecto.
Los hombres tragaron saliva.
_Allí, entonces, es que se encuentra una trampa, o una defensa – anunció de pronto Eduardo, girando sobre si mismo y mirando el suelo, como buscando algo –. En cualquier parte donde haya una de esas señales… ¿o es una palabra?.
En el piso, grabada en una baldosa, una marca muy diminuta parecía ser una señal a simple vista, completamente visible pese a llevar allí miles de años. Pero al observarla bien de cerca, advirtió que se trataba de palabras escritas en el idioma antiguo de las hadas y en una caligrafía muy elaborada, que quedaba a tono con lo demás. Allí decía “Vuem, hsumoqi”, y justo cuando Eduardo se preguntaba a ese respecto el significado, su amigo le tradujo:
_Alto, peligro – contestó –. No hay otra cosa. La idea es no poner sobre aviso a quienes vengan a la Casa de la Magia. Y es una suerte que la mayoría de las trampas y defensas no sean letales. Fueron concebidas no para matar, sino para ahuyentar. De cualquier manera, nos tenemos que mover con cuidado – indicó la princesa –. Vamos.

Una vez más hubieron de quedar manifiestos los notables talentos mágicos y las habilidades de la heredera, al poner en práctica otro hechizo con el que hizo que las marcas que advertían de peligro se proyectaran en el aire, por encima de todo, emitiendo luces fluorescentes que estaban en total contraste con la nada diversa gama cromática de las estructuras y la vegetación entre aquellas. Así, le fue posible a los tres conocer de antemano y advertir la presencia de al menos una centena de marcas, y saber como burlarlas. La princesa Elvia hizo saber a Kevin y Eduardo que las fluorescencias no eran eternas, sino que duraban unos pocos segundos, por lo que de un momento a otro aplicaría nuevamente el hechizo. Era poco menos que prioritario señalizar los lugares en que estaban las trampas y defensas, para eludirlas, o, llegado el caso, hacerles frente. Tendrían el camino despejado hasta su destino, el edificio almacén, aunque no por eso, como insistiera la princesa, dejarían de mantenerse alertas y atentos. “Ese hechizo no tiene efecto alguno contra las defensas mágicas cambiantes” – les hizo saber la heredera, acompañando con gestos sus palabras –, “y ese es ahora nuestro principal factor de preocupación”.
Anduvieron por la calle, tan pulcra como impresionante, a paso normal y a veces lento, para darse el gusto de contemplar la desbordante belleza y el esplendor de la arquitectura, como así también los ornamentos, estatuas, esculturas y otras figuras alegóricas, algunas de las cuales se remontaban al período tan lejano de la religión. Era una observación sin otro propósito que el de permitir que Eduardo pudiera disfrutar de un lugar que en su vida habría soñado con ver y conocer, y al que muy pocos seres feéricos tenían acceso, por las dificultades para alcanzar las costas de la isla. La Casa de la Magia era, como cualquiera la describía,  y como lo hacían los textos y archivos históricos, un paraíso hecho y derecho por donde se lo mirara, lo más parecido, cuando no igual, al “Meucä” (el Jardín del Edén, en aquella religión feérica desaparecida), y pocos lugares en el planeta de los seres elementales podían igualársele. “Es algo así como un templo dedicado a la comprensión, el desarrollo y el estudio de todas las ramas y artes que forman la magia”, informó Kevin a su amigo, al tiempo que llegaban a un cruce en el que se erguía majestuosa e imponente una columna en cuyo extremo estaba una de las tantas representaciones artísticas de Vica, quien se mostraba facial y corporalmente sonriente y alegre desde esa altura, a entender dando, al artista así lo había imaginado, que se maravillaba y mostraba de acuerdo con que las hadas pudieran estar en su hogar, porque eso era la Casa de la Magia para Vica, según la religión (Eduardo comparó al lugar con el Vinhaë, el Templo del Agua). Contemplaron la columna en cuya base estaban algunos grabados alegóricos que rendían tributo a la creadora, y continuaron su viaje hacia adelante, sin dejar de notar que Vica, la estatua, parecía estar observándolos con los ojos abiertos, no importa donde estuviera el trío. “Un efecto producto del diseño”, finalizó Elvia. Anduvieron con cuidado allí donde todavía centellaban unas pocas de las marcas, y esquivando por poco otra de las trampas que cambiaban de ubicación, esta vez una enorme abertura en el piso que pegó un giro completo. De haber funcionado correctamente, habría dejado bajo la superficie al trío, en un espacio muy reducido que se movía, como los otros, sin ningún esquema. Pasado ya ese último peligro, volvieron los tres a detenerse ante otra de las edificaciones e incluso se permitieron el lujo de dedicarle unos pocos minutos a casa una, tal vez unos siete u ocho, para mirarlas superficialmente por dentro. Descubrieron (Eduardo lo hizo) que todas cumplían una función específica, una rama en particular de la magia (hechizos, sanación, adivinación…) y estaban perfectamente equipadas, aunque sin una sola persona que allí estuviera para estudiarlas, comprenderlas y practicarlas. Para los visitantes era un desperdicio el tener semejante infraestructura, tan bella y grandiosa, alejada de cualquier rastro de civilización y en esa zona de acceso muy complicado, y al que rara vez iban las hadas para algo que no fuera mantenimiento edilicio y eventuales restauraciones, y esto solo si se trataba de una de esas circunstancias excepcionales. La princesa Elvia aprovechó ese instante de desconcierto, en tanto reafirmaban lo del desperdicio y volvían a caminar, para comentar a los hombres que varias veces se había estado trabajando en proyectos que permitiesen la anulación del grueso de las defensas mágicas y trampas de la isla, de manera tal que la llegada, permanencia y salida fueran cosa de todos los días, pero que por una u otra razón en el CSP, del que dependía este complejo tan magnífico, siempre se votaba, con más o menos votos a favor, mantener operativas las medidas de seguridad. La hija de la reina Lili agregó, en tanto apartaban la dista de uno de los edificios (“Magina con minerales y piedras preciosas”) y su marcha reanudaban, que las cosas no siempre hubieron de ser así: que antes y después de la Guerra de los Veintiocho, y por supuesto que también durante ese período oscuro, habían quienes se ocupaban de todo en este y los otros lugares grandiosos (Eduardo dedujo que el Vinhaë era uno de ellos). Se los conocía como “Cuidadores”, y de ellos se decía que eran tan poderosos que bien podría no existir límite alguno para sus habilidades. No se los elegía por tal o cual método, ni se los nombraba por herencia o designio real o del poder político; la responsabilidad de ser Cuidador o Cuidadora era algo que un hada llevaba consigo desde su llegada al mundo y recién tomaba conocimiento de eso cuando llegaba el momento indicado para tal revelación, que generalmente ocurría entre los veintiuno y los treinta años. El hada lo tomaba con inmenso orgullo y aceptaba la responsabilidad de velar por ese lugar hasta su último día, literalmente. Lo dirigía, mantenía y administraba, contando para ello con un equipo de grandes expertos, y, si llegara a presentarse la oportunidad, lo defendía de cualquier agresión. En casos como esos, los “Cuidadores” quedaban bajo las órdenes no solo del rey o la reina del país en que se encontrara la estructura grandiosa, sino también de todos los habitantes, que le confiaban la integridad de esos lugares y…
“Mejor que eso de las estructuras y los Cuidadores tan particulares quede para dentro de un rato u otro día”, prefirió Elvia, volviendo a hacer aparecer el par de esferas de energía en sus manos y preparándose para estirarlas. Al parecer, la magia que anulaba la ilusión tenía una duración limitada, porque una de las edificaciones tan grandes estaba empezando a cambiar, y a paso lento lo pulcro de una estatua alegórica en su acceso le estaba cediendo el lugar al herrumbre, el óxido y las grietas.  La princesa insular le dio una pronta solución y de nuevo volvió a producirse el esquema: los latigazos de fuego dieron de lleno contra una estructura, las llamaradas se extendieron a lo largo y a lo ancho de ella y las demás y el hongo ardiente pronto estuvo muy por encima de las columnas y edificaciones.  “Ganamos otros sesenta minutos”, se alegró, volviendo a contemplar la belleza del lugar, sin darse cuenta de que los hombres hubieron de asombrarse y extrañarse por haberse visto literalmente envueltos en fuego y salir completamente ilesos. Debatiendo entre ellos sobre si eso sería gracioso o no en otro momento, y sobre si lo contarían o no a las hermanas, retomaron el viaje, ya sin preocuparse por las marcas que delataban las trampas.
Alrededor de un tercio de hora después llegaron a su destino. Era una construcción señalizada con la inscripción en piedra, en la base de una amplia estructura, también en el idioma antiguo, “Dipnëm”. Se trataba del almacén del que había la princesa Elvia hecho mención, y tenía todo el aspecto de ser una de las edificaciones más importantes en la isla (todas lo eran, en realidad, ninguna menos o más que las demás). “Hora de caminar”, avisó la heredera insular, posándose nuevamente en el suelo, y ambos hombres la imitaron. No era debido a la presencia del mismo tipo de magia que protegía al muro perimetral, al menos no por eso únicamente, sino por una cuestión de respeto y por tradición, porque, como el artesano-escultor y la heredera le explicaran e informaran al arqueólogo, se tenía la costumbre de entrar a o salir de este edificio en particular sin recurrir a ninguna de las habilidades de los seres feéricos, ni tampoco volando o flotando a la altura que fuere. Así que caminaron la centena de anchos escalones y se enfrentaron a un marco tan imponente y hermoso como cualquiera otra cosa en la Casa de la Magia. Flanqueado el marco por sendas estatuas que representaban a un par de guardianes en posición de firme, sosteniendo sus lanzas de punta doble, el trío lo cruzó despreocupado, sin reparar en que debajo de sus pies  estaba otra de las piezas con la inscripción “Vuem, hsumoqi”. El piso se resquebrajó bajo sus pies con un sonoro estruendo y Eduardo y Elvia alcanzaron a sostenerse de las puntas de una de las lanzas, pero Kevin no. “¡Ay, no!”,  lamentaron los otros dos al unísono, olvidándose de la costumbre de no volar ni planear allí dentro, desplegando sus alas y preparándose para hacer frente a este nuevo desafío. Rescatar a su amigo se había convertido en su nueva y absoluta prioridad.

Pero, en el mismo momento en que se disponían a entrar en la fosa, un nuevo y ligero temblor los hizo detenerse en seco y enfocar su atención y los ojos en un punto a cuatro metros del hueco, en el interior del almacén. El nuevo sacudón parecía provenir de una profundidad no muy grande, y de a poco se iba sintiendo más cerca de la superficie, tal cual lo advirtieran Elvia y el arqueólogo. No pasaron muchos segundos para que se produjera este segundo resquebrajamiento, a partir de una minúscula fisura en el suelo. Algo allí abajo (“¿Será Kevin?, se preguntaron al mismo tiempo) estaba golpeando las pesadas losas, sobre ellas ejerciendo una gran presión. La insignificante grieta pronto se transformó en una notable marca con numerosas ramificaciones, y Eduardo y la princesa, con los pies en la superficie a una distancia prudencial, aumentaron su nivel de alerta; no tenían idea si se trataba de su amigo tratando de liberarse o de otra de esas defensas mágicas que cambiaban de lugar. Y dos o tres minutos después de aquel primer temblor ligero lo supieron. Los golpes tuvieron un cese repentino, y el dúo advirtió que se trataba de una fuerza que se estaba acumulando, y que de repente impactó de lleno, provocando que decenas de fragmentos de todos los pesos y tamaños salieran dispersados a gran velocidad hacia todos los puntos cardinales (Elvia y Eduardo recurrieron a sus poderes para crear un escudo de energía y protegerse), provocando estruendos al impactar y generando una espesa nube de colores oscuros que se mantuvo a nivel del suelo en tanto se iba expandiendo. Parecía como sui una bomba (algo que las hadas recién, y solo recién, estaban empezando a desarrollar) hubiera explotado allí abajo y descargado su fuerza contra todo lo que tenía cerca. Pero este almacén sufrió poco o ningún daño, y el par vio que había originado aquello.
De las profundidades emergió, reptando por entre las irregularidades del segundo hueco, y moviendo velozmente su bífida lengua, una serpiente gigantesca de colores discretos, una combinación de verdes oscuros y marrones que contrastaba con los relucientes blancos de las paredes, el piso, el techo y las columnas. Se trataba de una anaconda real, la más grande de las serpientes, y que era para las formas de vida en la superficie terrestre lo que el megalodón para las acuáticas: una amenaza y un peligro. Esta debía tener alrededor de quince metros de longitud y una anchura que tranquilamente podría rondar los sesenta centímetros; solo con eso le bastaría para ahuyentar o intimidar a cualquier cosa que caminara y respirara. Ya en la superficie, y al mismo tiempo que la trampa cambiante desaparecía y el segundo hoyo se cerraba (los fragmentos volvían allí por si mismos) la anaconda real enfocó las pupilas verticales en las hadas que observaban la escena, siseando y moviéndose lentamente hacia ellos. Al alcanzarlos se irguió, superando por bastante la altura del arqueólogo, de un metro ochenta, y la heredera insular, de uno setenta y cinco, y sobre ellos bajó la cabeza. Los analizó, y al final eligió a Eduardo para dejar en sus manos un pequeño objeto que había escupido con violencia, porque había hecho esfuerzos por mantenerlo entre el maxilar inferior y la lengua. “A ver que es lo gracioso ahora”, dijo la voz de Kevin, recuperando la forma feérica, acordándose entre risas del viaje en las fauces del megalodón.
_Una piedra ocular – dijo –. La hallé mientras me transformaba para salir de allí. Creo que si hubiera seguido cayendo habría terminado en cualquiera otra parte de la isla. No habría podido escapar hasta que otra hada hubiera caído en la trampa y abierto el suelo.
_¿Atrapado allí por tiempo indefinido?., tradujo Eduardo mientras observaba la piedra.
Era tal cual la descripción hecha por Wilson el día anterior. Una pieza, cuyo origen exacto estaba envuelto en un misterio – se creía que por la fuerza conjunta ejercida por reacciones de la naturaleza y las más complejas y grandes demostraciones mágicas, hacía alrededor de cuarenta siglos –, muy liviana, tal vez de menos de cien gramos, de una tonalidad muy oscura de negro y con ese punto diminuto blanco en el centro, lo que le daba la apariencia de ser un ojo. Eduardo la guardó en el bolsillo de la camisa, y distrajo su atención con el entorno. Por algún lado tendrían que encontrar otro par de piedras.
_Posiblemente para siempre. Creo que hubiera muerto allí abajo – supuso Kevin. No lo atemorizaba esa idea (al menos no lo demostraba con gestos), pero si todo y a todos los que quedaban atrás. “Cristal desdichada y triste el resto de su existencia”, pensó, nada feliz, porque la hija menor de Wilson e Iulí era el amor de su vida y la persona que más quería el en el mundo –. Esas trampas pueden estar en donde sea, y nunca permanecen en el mismo lugar por más de una hora. Si ese movimiento no me mata, de seguro lo va a hacer la ausencia de oxígeno.
_Eso es algo que ya pasó una vez, hace doscientos años – corroboró la princesa, sin quitar la fascinación por las condiciones en que había vuelto a quedar la estructura. Reluciente e impecable, sin siquiera el mínimo rastro del agujero hecho por Kevin o la trampa natural. Los tres ya estaban a la búsqueda del par restante de piedras oculares –. Dos hadas cayeron accidentalmente en ese hueco y los cadáveres se pudieron recuperar recién un año y medio más tarde. Peligros como ese son otra razón para no sentir muchos deseos de venir a la Casa de la Magia.
_Otra cosa para no contarle a la reina Lili y las chicas, lo de ese incidente., juzgó Eduardo, a lo que los otros dos asintieron moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, y en tanto retomaban la misión que los hubo de traer al Dipnëm, conscientes de que, en cuanto hubieran obtenido las piedras y abandonado el lugar, de su memoria desaparecería ese ínfimo recuerdo.
Se olvidarían del lugar en que encontraron las tres piedras oculares.

Cuando dejaron atrás el enorme (y vacío) recibidor se enfrentaron a un reluciente y amplio pasillo central que, al único chasquido de la princesa Elvia, quedó iluminado por la veintena de antorchas que habían en ambos muros, diez en cada uno, y miraron entre ellos antes de continuar avanzando. Una decena de corredores menores nacían allí, y todos conducían a las unidades específicas de almacenaje. La heredera hizo saber al artesano-escultor y al arqueólogo que las piedras oculares, de estar allí, tendrían que encontrarse en la recámara de artículos exóticos – “Mutdávoes dutvówui”, dijo a Eduardo, para ilustrarlo sobre el idioma antiguo de las hadas –, puesto que lo eran, y por mucho. Según sus palabras, la piedra ocular era el objeto que año tras año encabezaba la lista que se elaboraba en el Consejo Supremo Planetario, sobre los elementos mágicos más extraños, de un total de cien, dadas sus escasas aplicaciones, que con la recuperación de las almas solitarias alcanzarían la docena, las dificultades para llegar al único lugar en el planeta en que existían, todo lo protegidas que estaban y que solo se las podía encontrar en cinco lugares de la Casa de la Magia.
_¿Cuáles son los otros cuatro?., quiso saber Eduardo, caminando ya por el pasillo correcto.
_No se conocen. Mejor dicho si, pero hay un problema con eso. Es ese hechizo que afecta nuestra memoria – informó Kevin – También afecta a este almacén, pero no es lo mismo. Con nuestro recuerdo afectado o intacto, podemos deducir que esas piedras o cualquier otro objeto se pueden encontrar… ¿justo allí?.
_¡Exacto! – se alegró Elvia –, ese es nuestro destino.
Unos míseros pasos más adelante estuvieron frente a la recámara de ocho metros por ocho rotulada “Mutdávoes dutvówui” e ingresaron después de asegurarse que no hubiera trampas en la entrada. Los tres  miraron y compararon; no era tan diferente a las recámaras en el Banco Real de Insulandia, donde amplias estanterías y vitrinas tenían los recipientes con todos los recursos económicos del pueblo y del Estado.  Acá, en cambio, había cajas de madera en las estanterías con objetos que a simple vista no tenían nada de llamativo. Eran cuatro docenas, y cada una tenía un artículo en particular. “Acá están”, anunció el artesano-escultor, viendo cientos de piedras oculares en una de las cajas. Eduardo y Elvia se acercaron, miraron el contenido, tomaron una pieza cada uno y las contemplaron, viendo alegres el resultado de haberse expuesto al peligro y estos desafíos un tanto extremos. “Ahora ya podemos volver a Insulandia”, corearon prácticamente al mismo tiempo.
_Esa no, la otra., dijo Kevin a su amigo, entre risas disimuladas, ya hacia el pasillo secundario, marchando ambos a la cabeza.
Eduardo había querido darle a su futuro pariente político la piedra ocular que aquel le diera estando transformado en una anaconda real (tibia y babeada), a lo que el prometido de Cristal, recuperando de nuevo el recuerdo de haber viajado en las fauces del gigante depredador, reaccionó señalando el otro bolsillo.  “Esta si me gusta”, continuó riendo, al tener la piedra en sus manos.

_¡Abajo!. Los alertó el experto en arqueología submarina, cuando, ya de vuelta en el recibidor del almacén (Dipnëm), viera las estatuas que flanqueaban la puerta.
Antes firmes y con sus lanzas en posición vertical, los colosos de granito que superaban los cinco metros de altura estaban ahora con una inconfundible postura de ataque, con la espalda ligeramente arqueada, las rodillas flexionadas y las lanzas de dos puntas en horizontal, hacia donde estaban las hadas que salían. De los picos metálicos salieron descargas de energía, rayos de un tono oscuro de blanco que dieron contra un muro tras la advertencia de Eduardo, provocando un gran estruendo y varios daños en la estructura. Los colosos no se detuvieron allí, y lanzaron otro par de descargas cada uno, esta vez con algo más de suerte para ellos, porque el prometido de Isabel terminó con la mano izquierda ensangrentada, al parar una de las descargas y desviarla, Kevin con un esguince muy molesto y doloroso en un pie, al haberse movido velozmente en su intento por cubrirse detrás de una columna, y la princesa Elvia resultó con un ligero corte en la mejilla derecha, además de habérsele chamuscado parte de su larga cabellera rubia. Estaban los tres ante otra de las defensas mágicas, tal vez la más peligrosa de todas, y la razón para que hubiera pasado inadvertida para los tres radicaba en la emoción de aquellos por haber hallado las piedras oculares. Esta defensa reaccionaba con el movimiento, lo que significaba que las hadas tendrían dificultades para salir del edificio.
Los colosos dejaron de moverse tras el segundo ataque, pero permanecieron alertas, en una posición más relajada que la anterior. Debían de saber que las hadas continuaban allí, refugiadas tras la gruesa columna e inmóviles. “Están encantadas con una magia muy fuerte, para atacar a cualquiera que se mueva”, advirtió Elvia a Eduardo, mientras los tres pensaban que hacer. Los colosos alertas podían atacar a cualquier individuo que accidentalmente entrara en el radio de alcance de la trampa. “¿Qué hacemos ahora?”, preguntó Eduardo, envolviéndose la mano cubierta de sangre con una manga de la camisa, reconociendo en silencio que ese acto de parar la descarga y desviarla no había sido otra cosa que puro instinto. Tenían ese par de formidables defensores a muy poca distancia de ellos y no veían nada que fuera lo bastante viable como para salir. Podían huir hacia el interior del Dipnëm (“almacén”, en el idioma antiguo de las hadas) y tratar de hallar otra salida, pero al hacerlo los colosos adquirirían movimiento. “Son pesados, muy lentos y no maniobran con facilidad, pero sus ataques se vuelven más peligrosos”, dijo la heredera, desalentándose ella misma y a los hombres. Podían disparan ellos tres descargas hacia un mismo punto en el techo y crear un hueco del tamaño suficiente que les posibilitara el escape, pero tendrían un tiempo extremadamente corto para hacerlo, solo uno lo conseguiría y lo más probable era que los otros dos quedaran a medio camino entre el suelo y el agujero en el techo y, lo que era mucho peor, a toda la merced de ambos colosos. Como esas, otras opciones aparecieron en la mente de las hadas, cada una con más puntos contrarios que favorables, hasta que finalmente, como ese caprichoso rincón de sus cerebros sabía, optaron por lo más peligroso de todo: abandonar el edificio por donde entraron, enfrentándose cara a cara y de lleno con los guardianes de granito, que volvieron a moverse a la postura ofensiva, como respuesta al accidental movimiento de la heredera de uno de sus pies. “Esto vamos a hacer…”, decidió, y les explicó lo que parecía ser otra tarea suicida.
Cuando menos eso.
Otra cosa para no contarle a la reina ni a las hermanas.
Desde detrás de la gruesa columna salió disparado hacia el centro del amplio recibidor un pequeño objeto cilíndrico negro metálico, no más grande que una pelota de tenis, que al cabo de pocos segundos estalló provocando una espesa nube de humo negro, una acción a la que los colosos respondieron atacando el punto de impacto. Esa era una de las armas que llevaban los guardias reales insulares (de todo el mundo, en realidad) del regimiento de granaderos, cuyo humo se iría tornando más oscuro y espeso durante el término de un minuto, antes de empezar su gradual desvanecimiento. “¿No habrán pensado que vendría desarmada a la Casa de la Magia, o si?”, dijo la heredera insular a los hombres, luego de explicarles su plan y en el instante previo a sacar la granada del interior de su cartera. Cuando se cumplieron los primeros treinta segundos desde el estallido, que además había provocado un ruido fuerte, con los dos colosos más alertas que nunca, un extraordinario animal cuadrúpedo apareció de entre la espesura y enfrentó la amenaza, lanzando hacia ellos, desde la boca, un enorme y ardiente rayo de fuego, al mismo tiempo que las estatuas de granito lanzaron sus propios ataques.  Las descargas chocaron en el aire, lanzando chispas en todas las direcciones, pero el rayo de fuego estaba demostrando ser tan poderoso como para rivalizar con los otros dos al mismo tiempo sin hacer demasiado esfuerzo. Al animal cuadrúpedo, un equino del mismo tamaño que una yegua adulta joven, con un cuerno que le nacía en el centro de la frente, mantuvo las patas firmes en el suelo, aumentando la potencia y la presión de su ataque, golpeando fuertemente el suelo con las patas delanteras para darse confianza y demostrar que no pensaba retroceder, y cuando parecía que los colosos iban también a incrementar su poder, Kevin y Eduardo aparecieron de pronto, esquivando los rayos y el espeso humo negro que todavía persistía, con una reducida cantidad de energía acumulada en las palmas de ambas manos, y, moviéndose entre la confusión y el fragor de la batalla, desplegaron sus alas y remontaron el vuelo. Tendrían poco tiempo antes que los colosos se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Alcanzaron en la base del cráneo a los guardianes de granito y allí fue donde los golpearon con esa energía reunida. El par de gigantes, cuyo cuello se había vuelto de colores rojo sangre y celeste-azul, dejaron de atacar y cesaron todo movimiento, los hombres a sus espaldas volvieron a ubicarse detrás de aquella columna gruesa, Eduardo todavía sangrando y Kevin haciendo caso omiso de aquel dolor provocado por el esguince, y el equino lanzó la llamarada hacia adelante. Los colosos fueron destruidos y quedaron reducidos a escombros, algunos humeantes y en llamas. El máximo peligro había sido superado.
_¡Increíble!., opinaron los hombres prácticamente al unísono.
No sabían que lo era más. Si las ruinas acumuladas que ahora obstruían parcialmente la entrada, o el animal que aún estaba allí, a metros de ellos… y avanzando. Era un unicornio, un ejemplar hembra que tenía la piel extremadamente blanca, crines y penachos de un pronunciado color plateado y un cuerno, que bien podía tener veinticinco centímetros, muy vistoso que destacaba por esa peculiar combinación cromática de dorado con una línea roja que bordeaba la base y se confundía con la piel. Resoplando y al galope, se dirigió junto a los hombres, en quienes enfocó sus penetrantes ojos celestes, se alzó sobre sus patas traseras con un ágil movimiento, sin dejar de mirar a las hadas, y se volvió de un color tan brillante e intento que el par tuvo que cubrirse los ojos para no quedar temporalmente cegados. Acto seguido, la princesa Elvia recuperó la forma feérica femenina, sin dejar de mostrarse satisfecha por haber vencido a los colosos.
_Destruidos., dijo, sacudiéndose el polvo de la ropa, y recuperando su cartera vía telequinesia.
Los últimos vestigios del humo negro ya se habían disipado y los daños estructurales reparados por si solos con esa poderosa magia de que estaba imbuida la construcción. Parecía, sin embargo, que esa magia no cubría a los guardianes de granito, porque allí seguían estando las deformes y humeantes ruinas, amontonadas unas con otras, sin moverse. La heredera insular las rodeó, caminando, tal vez queriendo asegurarse que no volvieran a ponerse de pie.
_¿Para siempre?., inquirió el arqueólogo, aun con la mano izquierda tan lastimada (la manga que usaba como venda ya estaba cubierta de sangre, y algunas gotas caían al piso), y mientras los tres comprobaban que las piedras oculares aun estuvieran a buen resguardo.
_Para siempre –confirmó Elvia, sosteniendo su piedra en lo alto y volviendo a guardarla – Las defensas mágicas de esta isla no fueron concebidas para soportar esa clase de ataques. Quizás pudieron haber ofrecido una resistencia mayor, pero ayudó lo que ustedes hicieron. Los atacaron en el punto débil. Golpear a los colosos en la base del cráneo implica que van a quedar inmóviles e incapacitados para defenderse; eso me hizo sencilla la tarea de rematarlos.
_¿Y cómo es que no se fijaron en Eduardo y en mi?., quiso saber Kevin.
_Si lo hicieron, pero tuvieron que establecer su prioridad – fijo la hija de la reina Lili, ya saliendo los tres del Dipnëm, y corriendo los hombres unos pocos bloques de granito – Habrán visto al rayo de fuego como el mayor  de los peligros y por eso concentraron su atención en mi. No habrán creído que les podrían causar daño alguna de esas esferas de energía tan pequeñas. Y si hubieran querido reparar en ellas… bueno, habrían quedado completamente expuestos a mi ataque. Esas ruinas de granito van ahora a quedar en este lugar quien sabe por cuanto tiempo, hasta que tengan que venir los expertos del CSP y… ¿a dónde vas?.
Porque Eduardo estaba volviendo a subir la imponente escalera.
_Quiero hacer algo antes de irnos.
Y le dio un tremendo patadón a uno de los bloques de granito, al grito de “¡Eso fue por mi zurda!”. La mano de Eduardo, aunque ya no sangraba, al menos la sangre no traspasaba el rudimentario vendaje, le estaba doliendo. A continuación, hubo otros dos patadones, como respuestas a las exclamaciones “¡Dale otro por mi esguince!”, de parte del prometido de Cristal, y “¡Otro por mi cabello!”, de parte de la princesa, tras lo cual el trío retomó el camino.
_Y ahora demás me duele el pie derecho., se quejó Eduardo.
El y los otros dos podían compensar los percances sufridos en el Dipnëm con la satisfacción de haber encontrado aquello que los había impulsado a hacer este viaje tan peligroso. Ya tenían en su poder las tres piedras oculares, el último ingrediente que faltaba para intentar que las almas solitarias recuperasen sus cuerpos y sus poderes.

El viaje hacia al acantilado duró unos quince a veinte minutos a pie y transcurrió sin ningún contratiempo ni accidente, aunque, por simple precaución, la princesa hizo nuevamente resaltar las defensas mágicas con sus habilidades, y usando nuevamente los azotes para anular, por última vez, el hechizo de camuflaje. Marcharon los tres, libres por fin de todas las preocupaciones y dudas que tenían aun cuando ya habían emprendido el viaje, sobre todo la ignorancia con respecto a las trampas y las grandes probabilidades de resultar con heridas, que finalmente se cumplieron. “La una de la tarde en Insulandia”, dijo la princesa al llegar a destino, mirando su reloj y sorprendiéndose de lo poco que había pasado desde la tele transportación, unos doscientos metros más allá del perímetro de seguridad del Banco Real.
_Alrededor de cuatro horas y tercio., tradujo Eduardo.
_Y creo que podemos agregar a ese lapso otros cincuenta minutos, no más que eso, por el viaje de vuelta a la pirámide – agregó Kevin –. Vamos a estar de vuelta a eso de las trece cincuenta. Ahora que vamos a quedar de nuevo expuestos a las defensas exteriores, convendría tomar precauciones, sobre todo una.
_Proteger lo más que podamos las piedras oculares. No sea cosa que este viaje haya sido en vano – dedujo la princesa – .La mía está bien en la cartera y… ¿y eso?.
Eduardo metió una mano en un bolsillo y enseño a Kevin y Elvia una decena de pequeñas piedritas negras con el puntito blanco en el centro, tras lo que dijo:
_Por las dudas. Mejor llevar varias, en lugar de solo las necesarias. No digo que la investigación de un hada que vivió hace milenios esté errada, pero estamos hablando de algo que nunca salió de la teoría. ¿Y si no tuviéramos los resultados esperados al primer intento?. Y ahí es cuando vuelvo a tus palabras, Elvia, sobre el viaje en vano – soltó una risita, antes de concluir anunciando – Tenemos doce piedras oculares, las suficientes como para intentarlo cuatro veces con cada una de las almas solitarias. Tómenlas. De momento, las van a llevar ustedes.
_¿Por qué?., quiso saber su amigo.
_Porque van a tener más espacio que yo – le contestó Eduardo, que volvió a sonreír y provocar a causa de eso el desconcierto en sus dos congéneres – Yo voy a estar… “ocupado”, hasta que hayamos traspasado las defensas exteriores de la Casa de la Magia.
La princesa y el artesano-escultor cayeron en la cuenta.
_¡Ay, no!., fue la reacción de Elvia.

Todavía tenía patente el recuerdo de viajar acurrucada sobre una lengua viscosa y sujeta a un enorme colmillo, expuesto a la sustancia pegajosa y tibia cuya sola mención le provocaba un cosquilleo. Pero, como antes, lo terminó aceptando. Y también Kevin, convencidos ambos de que ese era el medio más seguro para abandonar la isla sin quedar expuestos a los fuertes vientos y la violencia del agua. “Esperen un momento acá”, pes pidió Eduardo, muy confiado y animado por todo lo que había vivido. Como habían llegado a una parte del acantilado que daba directamente al océano, pensó que era algo bueno, o al menos divertido, lanzarse en picado, con los brazos pegados al cuerpo, y lo hizo. Al momento de haber saltado, viendo por delante los cincuenta metros, exclamó claramente y con fuerza “¡Transformación!”, y en la cristalina superficie oceánica no hubo un hombre de veinticuatro años provocando algún que otro salpicón en el agua misma y el acantilado, sino un enorme y aterrador tiburón grisáceo de treinta y un metros de longitud, que ocasionó un frente de agua lo bastante grande como para llegar a la mitad del muro de piedra e incluso superarla. El megalodón quedó suspendido en la superficie, tras unas breves maniobras en ella para facilitar el “ingreso” de las hadas, que ya habían empezado el descenso, sosteniéndose de las pequeñas salientes en las rocas, al no poder volar ni planear. Iban sosteniéndose como podían, todavía recuperándose del fragor de la batalla – esta representó para os dos, y también para Eduardo, el “bautismo de fuego”. Ninguno había combatido antes y fue una sensación muy rara –, y en el caso del artesano-escultor soportando el esguince.


FIN



--- CLAUDIO ---

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