¿Seguro que era ese el nombre de la amplia
calle empedrada (y abovedada por ramas y hojas entremezcladas) a la que Eduardo
e Isabel llegaron apenas pasadas las nueve horas con treinta minutos?.
Si, seguro.
La “Calle de los Mercados Centrales".
Ese era el nombre que figuraba, con letras
mayúsculas y minúsculas, y escrito también en el idioma antiguo de las hadas,
en el letrero que daba la bienvenida, sobre el poste allí donde nacía ese
sendero de piedras, a dieciséis metros del suelo y fabricado con bronce. Un
segundo cartel, debajo del anterior y con la inscripción “0-35300, Km. 00.00” –
también con su equivalente, un antiguo sistema de medición – daba cuenta de los
treinta y cinco punto tres kilómetros por los que se extendía ese cuidado y
paquete camino, con los que atravesaba cuatro barrios de la capital insular.
Ese nombre se debía a la existencia de una
decena de polos comerciales de un único rubro general, que estaban separados
uno del siguiente por una distancia de dos kilómetros con trescientos metros. Estas
diez instalaciones y su planta auxiliar, cuyas estructuras estaban pintadas con
una tonalidad en extremo fuerte del color rojo en el exterior, para que se las
pudiera ubicar desde lejos y desde grandes alturas, algo con lo que además se
las empleaba como puntos de referencia, convivían en el cuarteto de barrios con
las casas de los residentes, locales comerciales más pequeños cuyo rubro o
rubros guardaban poca, muy poca o directamente ninguna relación con los
mercados, espacios verdes florados o arbolados – creados y puestos allí para
ofrecer una imagen y sensaciones armónicas en torno a las construcciones
principales y su planta auxiliar – uno de los campos de globos, otra de las
puertas espaciales que habían en la ciudad, esta en el kilómetro dieciséis del
camino, un trío de cursos de agua menores, algunas dependencias y reparticiones
públicas y edificaciones de todo tipo. La decena de mercados centrales, cien
por ciento idénticos en cuanto a la cantidad de galpones, edificios y barracas
que los conformaban, su disposición espacial y el estilo arquitectónico (en su
diseño y construcción se habían usado los mismos planos), ocupaban superficies
de mil metros de frente por mil de fondo y tenían alturas variables, que oscilaban
entre los nueve y los diecisiete metros. Eran los mercados centrales de
cereales y granos, textil, del calzado, editorial y gráfico, de la
construcción, de las joyas, de frutas y verduras, de las artesanías, de maderas
y muebles y de las flores, el cual abarcaba, además, todo tipo de arbustos,
plantas pequeñas y semillas. Estaban todos rotulados como “MC” en el mapa que
llevaba el hada de aura lila, que, explicaba, que dicha sigla estaba presente
también en los accesos a los predios, junto a la especialidad de estos, en
monolitos de piedra en los que además se consignaba información sobre los
mercados centrales referente a días y horarios en los que permanecían abiertos –
hábiles las veinticuatro horas, sábados desde las siete hasta las diecisiete y
cerrados los domingos y festivos – y otros datos de utilidad.
En el momento en que Eduardo y su amiga
pusieron los pies en el primero de los mercados centrales, supo entonces el
hombre que se trataba de una serie de estructuras de forma rectangular, con
esas gruesas paredes, probablemente de treinta a treinta y cinco centímetros, y
techos de tejas a dos aguas (el originario de Las Heras detectó una semejanza
en este tipo de arquitectura con las barracas y galpones ferroviarios de los comienzos
del Siglo Veinte, algo que afirmara al centrar su vista en uno de esos enormes
portones corredizos) que presentaban las mejores y excelentes condiciones
estructurales, pese a haber ya superado, como explicara Isabel, los nueve
siglos y tres cuartos de existencia, de una existencia que convertía a esa
calle y sus adyacencias en uno de los lugares con mayor movimiento en la
ciudad, cuando no en todo el país. Por donde observaran en el mercado central, los
paseantes vieron a varias decenas de individuos de ambos sexos, efectuando
compras de todo tipo y provocando un “congestionamiento” prácticamente total en
las instalaciones; algunos seres feéricos hacían solamente las compras del día,
tal vez las de la semana, y otros, menos numerosos, eran compradores de más
allá de la ciudad y turistas extranjeros, que de seguro habrían de marcharse
con las manos totalmente llenas y los bolsillos más vacíos que cuando llegaron.
También de los dos sexos, el personal estaba trabajando al máximo de sus
capacidades, de manera que aún en el “espacio aéreo” interno en los galpones y
barracas había en demasía voces, movimiento, murmullos y batir de alas. Aun con
todo eso existía un orden increíble y no se observaban rastros de suciedad en
el suelo u otras demostraciones de falta de higiene.
El rótulo con que se conocía y era signado el
marcado central de cereales y granos era “MC-CG” y, por donde se lo mirara, era
un hervidero de hadas y algún que otro individuo de otras especies elementales,
y eso que solo estuvieron mirando la fachada y parte de los laterales, porque
requerirían de al menos tres horas para recorrerlo con detalles. El mercado, de
acuerdo a las palabras de Isabel, estaba íntegramente dedicado a la producción de
todo tipo de productos cerealeros y granos, con materias primas que provenían
de todos los rincones del archipiélago insular e incluso de fuera de este. En
cada estructura pululaban los puestos de venta de seis metros por seis – la dimensión
estándar y legal para este rubro –, abundaban los envases, frascos y cajas de
todos los tamaños y varios materiales, con una nutrida variedad de comestibles
y en estos los precios diversos. Aun desde fuera se podía ver el gran
movimiento y escuchar el bullicio de las hadas que se movían de un lado a otro
mientras trasladaban, algunas con más dificultad que otras, sus diversas
compras, en tanto el personal hacía esfuerzos denodados por mantener el ritmo
en sus múltiples tareas. Los ingresos debían de ser jugosos, porque los granos
y cereales eran dos de los alimentos favoritos de los seres feéricos.
El marcado central textil – el rótulo en el
mapa de la hermana de Cristal indicaba “MC-T”, con letras mayúsculas –, en el
que también estaban vigentes las cuatro operaciones comerciales, tenía locales
y puestos de venta de no más de siete metros por siete en cada una de las
edificaciones. Todas estaban dispuestas en hileras, en grupos de cuatro o
cinco, y clasificadas, o ubicadas, según una clase de ropa en particular
(deportiva, informal, de gala, interior, infantil y otras tantas), muchas
exhibidas en maniquíes de madera o con promociones gráficas (Isabel se preparó
par aun gruñido y otro tirón de orejas, cuando ella y Eduardo pasaron por el
sector de lencería femenina) para que resultaran más atractivas las prendas. Otro
par de barracas en el mercado, que doblaba la superficie y altura de las demás,
era el sector fabril del lugar, y solo este daba sustento a mil personas. En el
sector comercial, los precios oscilaban entre los cuatro y los dos mil ciento
setenta y cinco soles, y las mujeres eran mayoría aplastante entre el personal y la clientela,
e iban y venían entre los corredores internos de cada estructura y las calles
que separaban entre si a aquellas, las clientas con las manos repletas de
bolsas y paquetes.
El tercer punto en el recorrido fue el
mercado central del calzado, al que se conocía como y rotulaba “MC-CZ”, para evitar
las confusiones con otro de los polos. Las diferencias eran prácticamente
inexistentes con respecto al textil, excepto en los artículos, por supuesto.
Cientos, sino era que más, de pares de distintos de calzados de todos los
colores, tamaños y materiales estaban dispuestos dentro de cajas o a la vista
en impecables hileras en los numerosos locales y puestos de venta, existiendo
también los maniquíes y gráficos para incentivar las ventas, en las que también
se incluían artículos como cordones, plantillas y hebillas, entre otros. Aunque
el mercado como un todo no estaba tan atestado de clientela, entre esta el sexo
femenino era mayoría y el personal se encontraba en movimiento constante. Este
mercado central también tenía un sector fabril, dedicado en forma exclusiva al
abastecimiento del predio, y, como todos los otros, había sido construido para
sobrevivir al clima y el paso del tiempo; y era el más nuevo de los mercados
centrales, pues había sido fundado tres siglos atrás, al disolverse el polo “textil
y del calzado·, buscando reducir el impacto ambiental que estaba provocando el
gran movimiento y enorme actividad en aquel lugar.
El mercado central editorial y gráfico – “MC-EG”
era el rótulo en el mapa propiedad del hada de la belleza y en el monolito en
la entrada – contaba con un trío de barracones destinados a la producción y la
confección, en los que funcionaban las imprentas y una por demás inmensa planta
editorial, la más grande y sofisticada de su tipo en Insulandia y una de las
más avanzadas en el mundo (la capacidad de producción era enorme), quedando las
demás estructuras para la parte comercial (compra, venta, canje, restauraciones…),
con centenares de publicaciones y otros impresos clasificados en numerosas
categorías, más de una centena, y dispuestos en góndolas y estanterías de tal
altura que llegaban hasta el techo. Libros, revistas de temática variada,
diccionarios temáticos, libros con cuentos infantiles, manuales de aprendizaje,
el principal periódico informativo del reino (“El Heraldo Insular”) y otros medios
gráficos, además de cuadernos, resmas y otros artículos, cuyos precios iban
desde los cinco soles hasta los quinientos, eran el objetivo de una clientela
muy variada. Había allí personas de todas las edades que observaban minuciosa y
detalladamente antes de efectuar alguna compra u otra operación comercial.
En el mercado central de la construcción,
rotulado en el monolito, tanto como en el papa, “MC-CC”, era una constante
invariable el que existiera una mayoría aplastante de hombres entre la clientela
y el personal, y la reacción más inmediata de Eduardo, cuando Isabel se lo
describiera en tanto se detenían en su fachada, fue pensar que se trataba de un
corralón de enormes proporciones. También en este polo fabril y comercial, el
único en su clase que producía para comercios externos, había disciplina,
orden, excelentes condiciones estructurales y de higiene, aun con la presencia
de esa clientela tan numerosa y la cantidad y variedad de artículos e insumos
para la venta en cada edificación. Cada una de estas estaba dedicada en forma
exclusiva a un grupo en particular de materiales, elementos e insumos para el
sector de la construcción – herramientas, metales, vidrios, artículos de
grifería… – y, a diferencia de los otros mercados centrales, en este las áreas
dedicadas a la producción eran mínimas, por lo que Eduardo dedujo que las
areneras, canteras y cementeras, entre otras, dispersas por el reino, debían de
proveer regularmente al MC-CC, y que la zona fabril no abarcaría otra cosa más
allá de las herramientas y equipos.
El complejo fabril y comercial dedicado a las
joyas estaba rotulado “MC-J” en el mapa que llevaba el hada y el monolito de piedra.
Estaba atestado de compradores y empleados de ambos sexos, como los otros polos,
y exhibía en sus tres centenas y tres cuartos de puestos de venta de seis
metros por seis una impresionante y descomunal gama de joyas, alhajas,
minerales, piedras preciosas y manufacturas de todo tipo, de variadas formas,
pesos, colores y tamaños, con precios que llegaban a triplicar el salario
mínimo, vital y móvil de cualquier ser feérico. Los comercios, agrupados estos
de acuerdo a la especialidad a la que estuviese dedicado, estaban divididos en
dos plantas: la inferior de cuatro metros, que era el comercio, y la superior,
de dos punto setenta y cinco, la fábrica-taller. En ambos niveles, el personal
apenas daba abasto para atender a la concurrencia nutrida, y le resultó
suficiente a Eduardo echar una mirada rápida a una de las barracas para darse
cuenta que cada una de las hadas y otros seres elementales (el vio allí a
individuos de por lo menos cuatro especies, incluidos los feéricos) que
trabajaban en el MC-J tenían años de experiencia.
El siguiente punto en el recorrido fue el mercado
central de frutas y verduras, al que se lo había rotulado como “MC-FV” en el
monolito ubicado en la fachada y el mapa de Isabel, y el originario de Las Heras
no pudo hacer menos que remitir su memoria al polo comercial matancero, porque
la finalidad era prácticamente la misma. Como aquel, el mercado central de
frutas y verduras reunía a decenas de
personas, cuando no centenas, que se movían como un gran cardumen de peces en
el agua y sin detenerse entre los diversos y numerosos puestos de venta, los
cuales exhibían toda una gama de frutas (tropicales, drupas, cítricos, bayas…)
y verduras (tubérculos, raíces, legumbres, bulbos…), a precios que no superaban
los quince soles. El parecido con aquel reducto, Eduardo comparaba, también implicaba
el hecho de que todos estos comestibles se hallaban prolijamente dispuestos en
cajones y cajas de madera, y estos recipientes ubicados sobre estanterías del mismo
material o metálicas, llenando así cada espacio disponible en los locales
comerciales. La mayoría de los visitantes efectuaba compras al por mayor, de manera
que Eduardo supuso que se trataba de comerciantes minoristas y gente que vivía
en lugares apartados.
El marcado central de las artesanías estaba
consignado con la sigla “MC-A” en el mapa y el monolito. Era un complejo
comercial y fabril en que los trescientos puestos de venta que las barracas y
galpones tenían en conjunto estaban agrupados según con que material estuviesen
fabricados los artículos y piezas para su comercialización, destacando por la cantidad
los objetos de cerámica, madera, porcelana, papel reciclado, vidrio, adobe,
metales, ciertos tipos de minerales, oro y rocas. Como en el polo de las joyas,
el MC_A tenía locales con doble función, producción y reparaciones en el nivel
superior y venta u otras operaciones en la planta baja, ambos niveles de tres
metros de altura. No había grandes diferencias en cuanto al género y la paridad
estaba bien definida entre el personal y los clientes, y el lugar convocaba
también a individuos de otras especies elementales. Textuales las palabras del
hada de la belleza, el conjunto de las artesanías, manualidades y artículos
afines, que incluían pinturas y dibujos, permitían a los seres feéricos y las
demás especies recordar en todo momento y conservar bien en alto su ancestral y riquísimo acervo cultural, que
se remontaba a milenios. El de las artesanías era, según Isabel, el más antiguo
de los mercados centrales, siendo (muy) previo incluso al Primer Encuentro.
El mercado central de maderas y muebles _
MC-MM, en el monolito y el mapa – era el caso contrario al textil y al del
calzado, porque tenía una mayoría bastante acentuada del sexo masculino entre
los clientes y empleados. Eduardo no necesitaba pasar por allí para
comprobarlo, porque sabía que se trataba ese de un rubro fabril e industrial
tradicional y eminentemente masculino. Como con los otros mercados, las
instalaciones estaban divididas en un sector fabril y otro comercial. En el
primero había inmensos espacios para el acopio y almacenamiento de todo tipo de
troncos y maderas, fábricas, aserraderos, talleres, carpinterías e incluso una
planta de tratamiento y reciclaje que le era exclusiva. En la parte comercial
estaban expuestos para la venta los más diversos artículos y objetos fabricados en todo o en parte con madera, y
agrupados según cuales fueran sus lugares de destino (viviendas particulares,
fábricas, comercios, oficinas, clubes deportivos…). Había precios tan
accesibles como los cuatro o cinco soles y otros que representaban la tercera
parte del salario base – el mínimo, vital y móvil –. Y este mercado central, a
diferencia de los demás, tenía un sector destinado al estacionamiento para
carretas y otros transportes terrestres que era particularmente grande, porque
también lo eran muchas de las piezas que había eventualmente que trasladar.
Rotulado como “MC-F” en el mapa de Isabel y
en el monolito a un lado de la entrada principal, el mercado central de las
flores tenía instalaciones que se dividían en cinco pares de sectores en los
que se comercializaban y cultivaban las especies, aunque el cultivo
representaba una parte ínfima. Cada uno de los sectores del MC-F se
especializaba únicamente en las formas de vida del reino vegetal de un
continente en particular, existiendo varias decenas de especies en los diez. La excesiva cantidad de plantas y
arbustos florales generaba una nube aromática que se mantenía constante en el
aire dentro de los galpones y barracas y aun en el exterior de esas
estructuras, envolviendo a la clientela y el personal. No había desproporciones
entre los sexos y tanto mujeres como hombres se agolpaban en los accesos a las
instalaciones – nutricional e incluso culturalmente, el néctar de las flores
resultaba imprescindible para las hadas – y en el área arbolada que las
rodeaba. La variedad era igual de notoria en los precios, existiendo artículos
de costos tan bajos como los dos y tres soles hasta otros que superaban
trescientas cincuenta veces esa cantidad. De los que había observado, Eduardo concluyó
que este era el más bullicioso, y por lejos.
Los viajes desde un mercado central hasta
otro habían carecido de interés, salvo ese diálogo en que Isabel hablara sobre
la existencia en otra parte de la ciudad de los mercados centrarles de juegos y
juguetes (MC-JJ), el de ciencias (MC-CS) y el de las antigüedades (MC-AN), que
también solían estar repletos de movimiento. No hubo interés, de acuerdo, pero
si espectacularidad para Eduardo, en comparación con la visita a los mercados
centrales. Lo dicho, no había implicado la inexistencia de encanto y atractivo
en la zona, a los dos lados del camino. Los dos habían procurado realizar unos
cuantos parates breves para contemplar esos paisajes en los que predominaban
las diferentes tonalidades de verde, que incluían una variedad de árboles frutales
tropicales – era debido a eso que el MC-FV tenía tan baja diversidad e igual
rentabilidad en frutas autóctonas, pues a estas se las podía conseguir gratis –,
otro tanto de plantas y arbustos con flores una de las puertas espaciales que
había en la ciudad, a pocos metros del mercado central de las joyas, otra área
de esparcimiento y descanso, con los banquitos de madera, y, en el trayecto
desde el polo textil hasta el del calzado, dos magníficos puentes de doce y
nueve metros de longitud, ambos con una anchura de cuatro, rectos y
resistentes, que saltaban sobre dos arroyos.
Eran poco más de las catorce cuando los
paseantes hubieron de poner los pies en el último predio principal de la “Calle
de los Mercados Centrales”, un kilómetro y cuarto quintos más allá del MC-F. Esta
última construcción era un predio cuyo monolito rectangular de piedra tenía
grabada la inscripción “TCD”, que figuraba también, como las de los otros
predios, en el, mapa que llevaba la hermana de Cristal. Se trataba de la planta
auxiliar de aquellos diez, una unidad de tratamiento, clasificación y
destrucción – TCD – de todo tipo de residuos y desperdicios orgánicos e
inorgánicos que se produjeran en los mercados, a consecuencia de su incesante
labor. Era un predio de quinientos metros por quinientos, la mitad de los otros
diez, en el que las instalaciones estaban rodeadas también por espacios verdes
poblados de árboles frondosos y césped de altura diversa. Como bien pudo
comprobar el originario de Las Heras, el destino final de cualquier objeto no
orgánico, residuo, resto y escombro imposible de ser reciclado era un horno incinerador
en el que el contenido podía arder a temperaturas de hasta mil quinientos
grados, en tanto que lo demás pasaba por numerosas pruebas y etapas antes de
ser utilizado una vez más. El personal en la planta TCD usaba máscaras
protectoras y vestía overoles rosas (mujeres) y celestes (hombres). Como
ocurría en los mercados centrales, en esta unidad auxiliar la actividad era
constante e intensa.
_Que bueno que haya sido de tu agrado y gusto
el primero de los recorridos, porque eso quiere decir que la visita empezó con
el pie derecho, como se suponía que tenía que empezar – celebró el hada de aura
lila un tercio de hora más tarde, cuando recuperaron la bicicleta, prontos a
reanudar la marcha –. Espero que lo que sigue también te resulte bello.
La estadía breve en la planta auxiliar TCD
había llegado a su término, y Eduardo empezó a pedalear otra vez, pensando en
que esa segunda parte del recorrido incluía un arroyo en el oeste de la ciudad,
casi en su periferia. Planeando a baja altura y medio distraída, un hada que no
tendría más de diez años estuvo a centímetros de llevárselos por delante y, a
modo de disculpas, había hecho una profunda reverencia antes los dos y
obsequiado a cada uno una flor de todas las que llevaba en un canasto. Acto
seguido, Eduardo e Isabel la perdieron de vista, cuando se internara en la
espesura, y reanudaron la marcha sobre el rodado. Para el hombre había sido
este su primer contacto con un ser feérico de tan corta edad. Momentos antes
había creído tener la marca con aquellos gemelos de trece años con quienes se cruzaran
el e Isabel en la fugaz visita al mercado central de las artesanías.
_Lo que no comprendo, mujer bonita – empezó Eduardo
a hablar, y cierta hada de aura lila volvió a sonrojarse –, es que fue lo que
condujo a tu especie a construir diez de los catorce mercados centrales de la
ciudad y su planta auxiliar TCD con
tanta distancia entre un predio y otro. ¿Qué fue lo que motivó a los seres feéricos
a hacer eso?, ¿por qué existen dos mil trescientos metros entre un lugar y otro?.
--- CLAUDIO ---
CONTINÚA
--- CLAUDIO ---
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