miércoles, 7 de junio de 2017

2.3) Mercados centrales

¿Seguro que era ese el nombre de la amplia calle empedrada (y abovedada por ramas y hojas entremezcladas) a la que Eduardo e Isabel llegaron apenas pasadas las nueve horas con treinta minutos?.

Si, seguro.

La “Calle de los Mercados Centrales".

Ese era el nombre que figuraba, con letras mayúsculas y minúsculas, y escrito también en el idioma antiguo de las hadas, en el letrero que daba la bienvenida, sobre el poste allí donde nacía ese sendero de piedras, a dieciséis metros del suelo y fabricado con bronce. Un segundo cartel, debajo del anterior y con la inscripción “0-35300, Km. 00.00” – también con su equivalente, un antiguo sistema de medición – daba cuenta de los treinta y cinco punto tres kilómetros por los que se extendía ese cuidado y paquete camino, con los que atravesaba cuatro barrios de la capital insular.
Ese nombre se debía a la existencia de una decena de polos comerciales de un único rubro general, que estaban separados uno del siguiente por una distancia de dos kilómetros con trescientos metros. Estas diez instalaciones y su planta auxiliar, cuyas estructuras estaban pintadas con una tonalidad en extremo fuerte del color rojo en el exterior, para que se las pudiera ubicar desde lejos y desde grandes alturas, algo con lo que además se las empleaba como puntos de referencia, convivían en el cuarteto de barrios con las casas de los residentes, locales comerciales más pequeños cuyo rubro o rubros guardaban poca, muy poca o directamente ninguna relación con los mercados, espacios verdes florados o arbolados – creados y puestos allí para ofrecer una imagen y sensaciones armónicas en torno a las construcciones principales y su planta auxiliar – uno de los campos de globos, otra de las puertas espaciales que habían en la ciudad, esta en el kilómetro dieciséis del camino, un trío de cursos de agua menores, algunas dependencias y reparticiones públicas y edificaciones de todo tipo. La decena de mercados centrales, cien por ciento idénticos en cuanto a la cantidad de galpones, edificios y barracas que los conformaban, su disposición espacial y el estilo arquitectónico (en su diseño y construcción se habían usado los mismos planos), ocupaban superficies de mil metros de frente por mil de fondo y tenían alturas variables, que oscilaban entre los nueve y los diecisiete metros. Eran los mercados centrales de cereales y granos, textil, del calzado, editorial y gráfico, de la construcción, de las joyas, de frutas y verduras, de las artesanías, de maderas y muebles y de las flores, el cual abarcaba, además, todo tipo de arbustos, plantas pequeñas y semillas. Estaban todos rotulados como “MC” en el mapa que llevaba el hada de aura lila, que, explicaba, que dicha sigla estaba presente también en los accesos a los predios, junto a la especialidad de estos, en monolitos de piedra en los que además se consignaba información sobre los mercados centrales referente a días y horarios en los que permanecían abiertos – hábiles las veinticuatro horas, sábados desde las siete hasta las diecisiete y cerrados los domingos y festivos – y otros datos de utilidad.

En el momento en que Eduardo y su amiga pusieron los pies en el primero de los mercados centrales, supo entonces el hombre que se trataba de una serie de estructuras de forma rectangular, con esas gruesas paredes, probablemente de treinta a treinta y cinco centímetros, y techos de tejas a dos aguas (el originario de Las Heras detectó una semejanza en este tipo de arquitectura con las barracas y galpones ferroviarios de los comienzos del Siglo Veinte, algo que afirmara al centrar su vista en uno de esos enormes portones corredizos) que presentaban las mejores y excelentes condiciones estructurales, pese a haber ya superado, como explicara Isabel, los nueve siglos y tres cuartos de existencia, de una existencia que convertía a esa calle y sus adyacencias en uno de los lugares con mayor movimiento en la ciudad, cuando no en todo el país. Por donde observaran en el mercado central, los paseantes vieron a varias decenas de individuos de ambos sexos, efectuando compras de todo tipo y provocando un “congestionamiento” prácticamente total en las instalaciones; algunos seres feéricos hacían solamente las compras del día, tal vez las de la semana, y otros, menos numerosos, eran compradores de más allá de la ciudad y turistas extranjeros, que de seguro habrían de marcharse con las manos totalmente llenas y los bolsillos más vacíos que cuando llegaron. También de los dos sexos, el personal estaba trabajando al máximo de sus capacidades, de manera que aún en el “espacio aéreo” interno en los galpones y barracas había en demasía voces, movimiento, murmullos y batir de alas. Aun con todo eso existía un orden increíble y no se observaban rastros de suciedad en el suelo u otras demostraciones de falta de higiene.

El rótulo con que se conocía y era signado el marcado central de cereales y granos era “MC-CG” y, por donde se lo mirara, era un hervidero de hadas y algún que otro individuo de otras especies elementales, y eso que solo estuvieron mirando la fachada y parte de los laterales, porque requerirían de al menos tres horas para recorrerlo con detalles. El mercado, de acuerdo a las palabras de Isabel, estaba íntegramente dedicado a la producción de todo tipo de productos cerealeros y granos, con materias primas que provenían de todos los rincones del archipiélago insular e incluso de fuera de este. En cada estructura pululaban los puestos de venta de seis metros por seis – la dimensión estándar y legal para este rubro –, abundaban los envases, frascos y cajas de todos los tamaños y varios materiales, con una nutrida variedad de comestibles y en estos los precios diversos. Aun desde fuera se podía ver el gran movimiento y escuchar el bullicio de las hadas que se movían de un lado a otro mientras trasladaban, algunas con más dificultad que otras, sus diversas compras, en tanto el personal hacía esfuerzos denodados por mantener el ritmo en sus múltiples tareas. Los ingresos debían de ser jugosos, porque los granos y cereales eran dos de los alimentos favoritos de los seres feéricos.

El marcado central textil – el rótulo en el mapa de la hermana de Cristal indicaba “MC-T”, con letras mayúsculas –, en el que también estaban vigentes las cuatro operaciones comerciales, tenía locales y puestos de venta de no más de siete metros por siete en cada una de las edificaciones. Todas estaban dispuestas en hileras, en grupos de cuatro o cinco, y clasificadas, o ubicadas, según una clase de ropa en particular (deportiva, informal, de gala, interior, infantil y otras tantas), muchas exhibidas en maniquíes de madera o con promociones gráficas (Isabel se preparó par aun gruñido y otro tirón de orejas, cuando ella y Eduardo pasaron por el sector de lencería femenina) para que resultaran más atractivas las prendas. Otro par de barracas en el mercado, que doblaba la superficie y altura de las demás, era el sector fabril del lugar, y solo este daba sustento a mil personas. En el sector comercial, los precios oscilaban entre los cuatro y los dos mil ciento setenta y cinco soles, y las mujeres eran mayoría  aplastante entre el personal y la clientela, e iban y venían entre los corredores internos de cada estructura y las calles que separaban entre si a aquellas, las clientas con las manos repletas de bolsas y paquetes.

El tercer punto en el recorrido fue el mercado central del calzado, al que se conocía como y rotulaba “MC-CZ”, para evitar las confusiones con otro de los polos. Las diferencias eran prácticamente inexistentes con respecto al textil, excepto en los artículos, por supuesto. Cientos, sino era que más, de pares de distintos de calzados de todos los colores, tamaños y materiales estaban dispuestos dentro de cajas o a la vista en impecables hileras en los numerosos locales y puestos de venta, existiendo también los maniquíes y gráficos para incentivar las ventas, en las que también se incluían artículos como cordones, plantillas y hebillas, entre otros. Aunque el mercado como un todo no estaba tan atestado de clientela, entre esta el sexo femenino era mayoría y el personal se encontraba en movimiento constante. Este mercado central también tenía un sector fabril, dedicado en forma exclusiva al abastecimiento del predio, y, como todos los otros, había sido construido para sobrevivir al clima y el paso del tiempo; y era el más nuevo de los mercados centrales, pues había sido fundado tres siglos atrás, al disolverse el polo “textil y del calzado·, buscando reducir el impacto ambiental que estaba provocando el gran movimiento y enorme actividad en aquel lugar.

El mercado central editorial y gráfico – “MC-EG” era el rótulo en el mapa propiedad del hada de la belleza y en el monolito en la entrada – contaba con un trío de barracones destinados a la producción y la confección, en los que funcionaban las imprentas y una por demás inmensa planta editorial, la más grande y sofisticada de su tipo en Insulandia y una de las más avanzadas en el mundo (la capacidad de producción era enorme), quedando las demás estructuras para la parte comercial (compra, venta, canje, restauraciones…), con centenares de publicaciones y otros impresos clasificados en numerosas categorías, más de una centena, y dispuestos en góndolas y estanterías de tal altura que llegaban hasta el techo. Libros, revistas de temática variada, diccionarios temáticos, libros con cuentos infantiles, manuales de aprendizaje, el principal periódico informativo del reino (“El Heraldo Insular”) y otros medios gráficos, además de cuadernos, resmas y otros artículos, cuyos precios iban desde los cinco soles hasta los quinientos, eran el objetivo de una clientela muy variada. Había allí personas de todas las edades que observaban minuciosa y detalladamente antes de efectuar alguna compra u otra operación comercial.

En el mercado central de la construcción, rotulado en el monolito, tanto como en el papa, “MC-CC”, era una constante invariable el que existiera una mayoría aplastante de hombres entre la clientela y el personal, y la reacción más inmediata de Eduardo, cuando Isabel se lo describiera en tanto se detenían en su fachada, fue pensar que se trataba de un corralón de enormes proporciones. También en este polo fabril y comercial, el único en su clase que producía para comercios externos, había disciplina, orden, excelentes condiciones estructurales y de higiene, aun con la presencia de esa clientela tan numerosa y la cantidad y variedad de artículos e insumos para la venta en cada edificación. Cada una de estas estaba dedicada en forma exclusiva a un grupo en particular de materiales, elementos e insumos para el sector de la construcción – herramientas, metales, vidrios, artículos de grifería… – y, a diferencia de los otros mercados centrales, en este las áreas dedicadas a la producción eran mínimas, por lo que Eduardo dedujo que las areneras, canteras y cementeras, entre otras, dispersas por el reino, debían de proveer regularmente al MC-CC, y que la zona fabril no abarcaría otra cosa más allá de las herramientas y equipos.

El complejo fabril y comercial dedicado a las joyas estaba rotulado “MC-J” en el mapa que llevaba el hada y el monolito de piedra. Estaba atestado de compradores y empleados de ambos sexos, como los otros polos, y exhibía en sus tres centenas y tres cuartos de puestos de venta de seis metros por seis una impresionante y descomunal gama de joyas, alhajas, minerales, piedras preciosas y manufacturas de todo tipo, de variadas formas, pesos, colores y tamaños, con precios que llegaban a triplicar el salario mínimo, vital y móvil de cualquier ser feérico. Los comercios, agrupados estos de acuerdo a la especialidad a la que estuviese dedicado, estaban divididos en dos plantas: la inferior de cuatro metros, que era el comercio, y la superior, de dos punto setenta y cinco, la fábrica-taller. En ambos niveles, el personal apenas daba abasto para atender a la concurrencia nutrida, y le resultó suficiente a Eduardo echar una mirada rápida a una de las barracas para darse cuenta que cada una de las hadas y otros seres elementales (el vio allí a individuos de por lo menos cuatro especies, incluidos los feéricos) que trabajaban en el MC-J tenían años de experiencia.

El siguiente punto en el recorrido fue el mercado central de frutas y verduras, al que se lo había rotulado como “MC-FV” en el monolito ubicado en la fachada y el mapa de Isabel, y el originario de Las Heras no pudo hacer menos que remitir su memoria al polo comercial matancero, porque la finalidad era prácticamente la misma. Como aquel, el mercado central de frutas y verduras  reunía a decenas de personas, cuando no centenas, que se movían como un gran cardumen de peces en el agua y sin detenerse entre los diversos y numerosos puestos de venta, los cuales exhibían toda una gama de frutas (tropicales, drupas, cítricos, bayas…) y verduras (tubérculos, raíces, legumbres, bulbos…), a precios que no superaban los quince soles. El parecido con aquel reducto, Eduardo comparaba, también implicaba el hecho de que todos estos comestibles se hallaban prolijamente dispuestos en cajones y cajas de madera, y estos recipientes ubicados sobre estanterías del mismo material o metálicas, llenando así cada espacio disponible en los locales comerciales. La mayoría de los visitantes efectuaba compras al por mayor, de manera que Eduardo supuso que se trataba de comerciantes minoristas y gente que vivía en lugares apartados.

El marcado central de las artesanías estaba consignado con la sigla “MC-A” en el mapa y el monolito. Era un complejo comercial y fabril en que los trescientos puestos de venta que las barracas y galpones tenían en conjunto estaban agrupados según con que material estuviesen fabricados los artículos y piezas para su comercialización, destacando por la cantidad los objetos de cerámica, madera, porcelana, papel reciclado, vidrio, adobe, metales, ciertos tipos de minerales, oro y rocas. Como en el polo de las joyas, el MC_A tenía locales con doble función, producción y reparaciones en el nivel superior y venta u otras operaciones en la planta baja, ambos niveles de tres metros de altura. No había grandes diferencias en cuanto al género y la paridad estaba bien definida entre el personal y los clientes, y el lugar convocaba también a individuos de otras especies elementales. Textuales las palabras del hada de la belleza, el conjunto de las artesanías, manualidades y artículos afines, que incluían pinturas y dibujos, permitían a los seres feéricos y las demás especies recordar en todo momento y conservar bien en alto  su ancestral y riquísimo acervo cultural, que se remontaba a milenios. El de las artesanías era, según Isabel, el más antiguo de los mercados centrales, siendo (muy) previo incluso al Primer Encuentro.

El mercado central de maderas y muebles _ MC-MM, en el monolito y el mapa – era el caso contrario al textil y al del calzado, porque tenía una mayoría bastante acentuada del sexo masculino entre los clientes y empleados. Eduardo no necesitaba pasar por allí para comprobarlo, porque sabía que se trataba ese de un rubro fabril e industrial tradicional y eminentemente masculino. Como con los otros mercados, las instalaciones estaban divididas en un sector fabril y otro comercial. En el primero había inmensos espacios para el acopio y almacenamiento de todo tipo de troncos y maderas, fábricas, aserraderos, talleres, carpinterías e incluso una planta de tratamiento y reciclaje que le era exclusiva. En la parte comercial estaban expuestos para la venta los más diversos artículos y objetos  fabricados en todo o en parte con madera, y agrupados según cuales fueran sus lugares de destino (viviendas particulares, fábricas, comercios, oficinas, clubes deportivos…). Había precios tan accesibles como los cuatro o cinco soles y otros que representaban la tercera parte del salario base – el mínimo, vital y móvil –. Y este mercado central, a diferencia de los demás, tenía un sector destinado al estacionamiento para carretas y otros transportes terrestres que era particularmente grande, porque también lo eran muchas de las piezas que había eventualmente que trasladar.

Rotulado como “MC-F” en el mapa de Isabel y en el monolito a un lado de la entrada principal, el mercado central de las flores tenía instalaciones que se dividían en cinco pares de sectores en los que se comercializaban y cultivaban las especies, aunque el cultivo representaba una parte ínfima. Cada uno de los sectores del MC-F se especializaba únicamente en las formas de vida del reino vegetal de un continente en particular, existiendo varias decenas de especies en  los diez. La excesiva cantidad de plantas y arbustos florales generaba una nube aromática que se mantenía constante en el aire dentro de los galpones y barracas y aun en el exterior de esas estructuras, envolviendo a la clientela y el personal. No había desproporciones entre los sexos y tanto mujeres como hombres se agolpaban en los accesos a las instalaciones – nutricional e incluso culturalmente, el néctar de las flores resultaba imprescindible para las hadas – y en el área arbolada que las rodeaba. La variedad era igual de notoria en los precios, existiendo artículos de costos tan bajos como los dos y tres soles hasta otros que superaban trescientas cincuenta veces esa cantidad. De los que había observado, Eduardo concluyó que este era el más bullicioso, y por lejos.

Los viajes desde un mercado central hasta otro habían carecido de interés, salvo ese diálogo en que Isabel hablara sobre la existencia en otra parte de la ciudad de los mercados centrarles de juegos y juguetes (MC-JJ), el de ciencias (MC-CS) y el de las antigüedades (MC-AN), que también solían estar repletos de movimiento. No hubo interés, de acuerdo, pero si espectacularidad para Eduardo, en comparación con la visita a los mercados centrales. Lo dicho, no había implicado la inexistencia de encanto y atractivo en la zona, a los dos lados del camino. Los dos habían procurado realizar unos cuantos parates breves para contemplar esos paisajes en los que predominaban las diferentes tonalidades de verde, que incluían una variedad de árboles frutales tropicales – era debido a eso que el MC-FV tenía tan baja diversidad e igual rentabilidad en frutas autóctonas, pues a estas se las podía conseguir gratis –, otro tanto de plantas y arbustos con flores una de las puertas espaciales que había en la ciudad, a pocos metros del mercado central de las joyas, otra área de esparcimiento y descanso, con los banquitos de madera, y, en el trayecto desde el polo textil hasta el del calzado, dos magníficos puentes de doce y nueve metros de longitud, ambos con una anchura de cuatro, rectos y resistentes, que saltaban sobre dos arroyos.
Eran poco más de las catorce cuando los paseantes hubieron de poner los pies en el último predio principal de la “Calle de los Mercados Centrales”, un kilómetro y cuarto quintos más allá del MC-F. Esta última construcción era un predio cuyo monolito rectangular de piedra tenía grabada la inscripción “TCD”, que figuraba también, como las de los otros predios, en el, mapa que llevaba la hermana de Cristal. Se trataba de la planta auxiliar de aquellos diez, una unidad de tratamiento, clasificación y destrucción – TCD – de todo tipo de residuos y desperdicios orgánicos e inorgánicos que se produjeran en los mercados, a consecuencia de su incesante labor. Era un predio de quinientos metros por quinientos, la mitad de los otros diez, en el que las instalaciones estaban rodeadas también por espacios verdes poblados de árboles frondosos y césped de altura diversa. Como bien pudo comprobar el originario de Las Heras, el destino final de cualquier objeto no orgánico, residuo, resto y escombro imposible de ser reciclado era un horno incinerador en el que el contenido podía arder a temperaturas de hasta mil quinientos grados, en tanto que lo demás pasaba por numerosas pruebas y etapas antes de ser utilizado una vez más. El personal en la planta TCD usaba máscaras protectoras y vestía overoles rosas (mujeres) y celestes (hombres). Como ocurría en los mercados centrales, en esta unidad auxiliar la actividad era constante e intensa.
_Que bueno que haya sido de tu agrado y gusto el primero de los recorridos, porque eso quiere decir que la visita empezó con el pie derecho, como se suponía que tenía que empezar – celebró el hada de aura lila un tercio de hora más tarde, cuando recuperaron la bicicleta, prontos a reanudar la marcha –. Espero que lo que sigue también te resulte bello.

La estadía breve en la planta auxiliar TCD había llegado a su término, y Eduardo empezó a pedalear otra vez, pensando en que esa segunda parte del recorrido incluía un arroyo en el oeste de la ciudad, casi en su periferia. Planeando a baja altura y medio distraída, un hada que no tendría más de diez años estuvo a centímetros de llevárselos por delante y, a modo de disculpas, había hecho una profunda reverencia antes los dos y obsequiado a cada uno una flor de todas las que llevaba en un canasto. Acto seguido, Eduardo e Isabel la perdieron de vista, cuando se internara en la espesura, y reanudaron la marcha sobre el rodado. Para el hombre había sido este su primer contacto con un ser feérico de tan corta edad. Momentos antes había creído tener la marca con aquellos gemelos de trece años con quienes se cruzaran el e Isabel en la fugaz visita al mercado central de las artesanías.

_Lo que no comprendo, mujer bonita – empezó Eduardo a hablar, y cierta hada de aura lila volvió a sonrojarse –, es que fue lo que condujo a tu especie a construir diez de los catorce mercados centrales de la ciudad y su planta auxiliar  TCD con tanta distancia entre un predio y otro. ¿Qué fue lo que motivó a los seres feéricos a hacer eso?, ¿por qué existen dos mil trescientos metros entre un lugar y otro?.




CONTINÚA

--- CLAUDIO ---

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