_Otra
vez lo mismo., se quejó Eduardo entre risas, en tanto el y su suegro esperaban
en un sofá de la sala, y ambos hombres volvieron a consultar el reloj en la
pared, el obsequio de modas para los anfitriones.
Eran
las cinco horas en punto, anunciadas con el acostumbrado tañido, del sábado
tres de Enero / Baui número tres, y ambos matrimonios pensaban continuar, en
este primer fin de semana de diez mil doscientos seis, con las celebraciones
tan grandiosas que empezaran en los primeros instantes del treinta de
Diciembre, con el vigésimo sexto cumpleaños de los padres de Melisa, y se
prolongaran hasta entrada la noche del primer día del año, habiendo decidido de
común acuerdo que el segundo, ayer, no fuera otra cosa que un breve descanso.
Una jornada en que uno y otro matrimonio no hicieron más que poner un poco de
orden en los espacios cerrados y abiertos de La Fragua 5-16-7, donde celebraron
el cumpleaños doble, y 5-11-8, la casa al otro lado de la calle, el lugar
elegido para disfrutar de la ceremonia de Transición. En la cena de anoche -
habían quedado tantos alimentos y bebidas que Iulí, Wilson, Isabel y Eduardo no
tendrían que comprar esos artículos al menos hasta la tercera semana del mes -
decidieron una reunión en la casa de los mandamases del Templo del Agua, para
desayunar, y de allí partirían a estas mini vacaciones de fin de semana, un
campamento de dos días, en un balneario a cuatro mil noviembre ochenta y nueve
kilómetros (cuatro punto novecientos ochenta y nueve largos), al este de la
Ciudad Del Sol. Estarían en ese lugar hasta las últimas horas del domingo.
_Se
supone que salgamos con el alba, pero para cuando estén listas vamos a llegar
al mediodía., agregó Wilson, leyendo un folleto explicativo del balneario,
mientras con la telequinesia movía el moisés donde dormía Ibequgi.
Esa
era una constante en los matrimonios. Cuando iban a salir a algún lado, las
mujeres demoraban alrededor del triple de tiempo que los hombres en arreglarse.
Habiéndolo hecho con más frecuencia en los seis y medio meses previos al
nacimiento de su descendencia que en algún momento posterior a esos
maravillosos eventos, Eduardo, Isabel, Wilson e Iulí eran asiduos concurrentes
al salón social y cultural de Barraca Sola, un lugar que, permaneciendo abierto
las veinticuatro horas todos los días, tenía un sector reservado para música y
bailes, donde el género preferido de la mayoría de los asistentes era el
folclore. Se suponía que los cuatro estuvieran listos a las diecinueve treinta,
con la idea de llegar a ese salón a las diecinueve cuarenta y cinco (y quedarse
allí hasta el fin de la madrugada del domingo), pero para cuando las mujeres
terminaban de arreglar y vestirse nunca eran menos de las diecinueve cuarenta.
_A
callar!., se escuchó rezongar a Isabel, desde la habitación matrimonial.
_Hagan
algo útil y preparen nuestras cosas, mientras tanto., dijo Iulí acto seguido,
también sonriendo.
En
la sala, los hombres reconociera que, en el fondo, lo que dijeron no era más
que una broma, porque era eso parte de la convivencia. "Otro aspecto común
a las mujeres de las dos especies", había dicho Eduardo a su suegro,
mientras ambos aguardaban la llegada de Zümsar y la novia a La Fragua 5-16-7,
el día del casamiento, cuando le hablara sobre la convivencia del hombre y la
mujer entre los humanos. "No somos tan diferentes", había opinado
Wilson aquella vez, reafirmándolo varias veces desde entonces, y esta, su
compañera y su hija mayor preparándose en dos de las habitaciones, era una de
todas. "Que suerte que Kevin y sus socios desarrollaron esto", se
alegró el Cuidador, sosteniendo un cilindro con las que, mientras su suegro iba
guardando ropa, una parte de las bebidas y alimentos que 'sobrevivieran' a las
celebraciones, objetos para el entretenimiento ("Que nunca nos falte esto,
por favor", deseó Wilson, tomando una caja con el tablero y las piezas de
un juego parecido a las damas), una parte de los artículos para bebés y los
álbumes familiares, que nunca podían dejar de estar presentes en estas
excursiones de fines de semana. "A ver cuál de los dos es lo bastante
valiente como para decirles que esto lo van a llevar ellas prendido a los
hombros sobre el pecho", intentó visualizar Eduardo, levantando las
mochilas para bebés, una con diversos tonos de celeste, para Ibequgi (su
cuñado) y la otra rosa, para su hija.
_Ustedes!.,
anunció Isabel, apareciendo en la sala, y acto seguido lo hizo su madre,
atándose el cabello con una cinta lila.
Pantalones
cortos y musculosas, prendas a tono con sus auras, sandalias playeras y gorros
con visera fueron su idea para soportar este día que, climatológicamente
hablando, no tenía nada que envidiar a los anteriores.
_Tenemos
qué?., llamó Wilson, tomando y meciendo a su hijo con ambas manos, porque el
moisés también había ido a parar al interior del cilindro mágico.
_Nosotras
los llevamos durante nueve meses - recordó Isabel a su padre y su marido con
una risita, mientras tomaba unas cuantas monedas de diferente denominación y
las guardaba en un minúsculo bolsito cruzado -, ahora es su turno de ser
amables. Y no se quejen, porque la mayoría de las veces los llevamos nosotras,
en la mochila, el moisés o el cochecito.
_Muy
cierto, muy cierto - convalidó Iulí, aplaudiendo a su hija, y agregando -. No
prometo nada, pero si los llevan ustedes les vamos a dar una sorpresa en algún
momento de este día.
_Una
de las dos se va a disfrazar de la Princesa de Rosa y la otra de la Dama
Oscura!,
deseó
Eduardo, esperanzado.
La
Dama Oscura, así llamada por el color monopólico y dominante en su atuendo (un
traje entero con mangas largas, muy ajustado) y esas botas que le llegaban
hasta las rodillas, era la rival eterna de la Princesa de Rosa en las batallas
y, por supuesto, en el amor, aunque no fueron pocas las veces en que hicieron
causa común, al encontrarse frente a un reto que fuera superior a sus
capacidades. Como la heroína, la Dama Oscura, era joven, atractiva, muy
agradable al ojo masculino e igual de curvilínea.
_No
tienen cura, par de calentones!., protestó Iulí con un gruñido, a la vez que,
en respuesta a los pellizcos, los hombres exclamaban la onomatopeya
"ay".
Madre
e hija debían estar ya acostumbradas a esos comentarios. Lo estaban, de hecho,
porque las mejillas de una y otra apenas adquirieron un tono rosáceo muy leve.
Pasado el primer cuarto de las cinco, en tanto se sumergían de nuevo en un tema
breve sobre esos "estimulantes" amorosos, fueron dejando la sala, y
al hacerlo se encontraron con el típico paisaje periférico. Eduardo comentó y
dijo que era el mismo del fin de todas las madrugadas anteriores, especialmente
las de esta estación climática. Recién estaba amaneciendo y las vocalizaciones
de los pájaros eran el sonido que más se escuchaba entre la fauna, apenas
estaba soplando una leve brisa, tan característica de las mañanas, y entre las
hadas que había por allí los transportistas eran la mayoría, de compañías
privadas y la estatal CIIT (Compañía Insular de Transportes Terrestres), de
cerca seguidos en número por los individuos que tenían su trabajo en horas de
la madrugada. "Para ellos, en cambio, llega el momento de descansar",
advirtió Isabel, notando como un nutrido grupo de gnomos que a avanzaban en
fila a un lado de la calle, hablando en un idioma que a su compañero le
continuaban pareciendo vocalizaciones, y a cinco vampiros volando bajo, casi
planeando, en dirección al sur. Caminando a paso normal, los cuatro se dieron
cuenta que aún quedaban vestigios de la gloriosa jornada de la Transición, unas
pocas botellas y papeles, restos de pirotecnia usada, envoltorios de algún que
otro obsequio y cajas vacías que abundaban en los contenedores instalados por
la empresa CONLISE (Conserve Limpio Insulandia, Sociedad del Estado) a un lado
de los caminos y una parte del alumbrado artificial instalado específicamente
para la ceremonia. "Van a terminar entre hoy y mañana", apostó Iulí,
algo convalidado por su compañero con la frase "Igual que en Enero del año
pasado". Unos minutos después, hallaron en torno a la puerta espacial un
escenario que no cambiaba porque fuera el fin de semana, ni tampoco porque
algunas hadas aún continuaban celebrando, aunque no con la intensidad de dos o
tres días atrás, la llegada del nuevo año. El siempre imponente marco de oro,
con un cántaro repleto de monedas a un lado y el guardia del regimiento de
lanceros al otro, tenía individuos apareciendo y desapareciendo con el mismo
ritmo de todos los días en la madrugada, y muchos de esos hombres y mujeres
siendo los primeros seres feéricos que iniciaban su jornada laboral, los que ya
tuvieron su período de vacaciones o aquellos que todavía no las tomaban y otros
que volvían a sus casas habiendo concluido ya esas jornadas. "Así es como
tendrían que ser todos los días" - se maravilló Isabel, en lo que ella y
su grupo echaban algunas monedas al cántaro -, "empezar, continuar y
terminar de esta manera". Algo en lo que coincidían los cuatro, como lo
hacían todas las hadas, era que el año diez mil doscientos seis había empezado
de la manera en que se suponía, a lo grande; parecía, concluyeron, mientras se
preparaban para cubrir en un instante los casi cinco largos hasta el balneario,
que de momento no había preocupaciones en la mente y los pensamientos de nadie.
Ni siquiera el ataque de los mint-hu contra uno de los lugares grandiosos era
motivo de preocupación, porque no hubo otros incidentes después de ese, al cual
se seguía investigando desde el Estado. Las hadas y otros seres elementales
pudieron disfrutar de la paz, la calma y la quietud que rara vez se veían
interrumpidas y alteradas, y desde ese inusual día ni tuvieron motivo alguno
para preocuparse ni mantenerse en alerta; los catastrofistas, en tanto, vieron
en ese ataque una oportunidad ideal para reforzar sus postulados y, por más que
no hubiera un solo indicio que apuntara a la participación directa o indirecta
de los ilios, estos se convirtieron en el blanco de decenas de comentarios en
voz alta o por lo bajo y miradas de desconfianza. Sin embargo, tal vez por
prudencia y por expreso pedido de los funcionarios, entre estos los reyes de y
los miembros del CSP, nadie quiso pasar de las palabras a los hechos.
_Y sabemos bien por qué las cosas tienen que
ser así., recordó Isabel.
Habiendo
aparecido al otro lado de la puerta espacial, volvieron a caminar, teniendo un
trayecto de poco más de dos kilómetros hasta los límites del balneario, y
creyeron que era, aunque no algo agradable para tratar, considerando que aún
los envolvían la alegría y el clima festivo, el momento para hablar acerca de
ese tipo de peligros, tal vez los más esporádicos e infrecuentes, y de los
cuales no tenían mayores referencias que aquellas que pudieran encontrar en los
libros de historia o el Archivo Histórico Real. "Los postulados del
catastrofismo lo ameritan", apuntó con atino Wilson, que el uno de
Diciembre había tenido su primera experiencia en un combate de verdad, al
salvar a su hija mayor del que pudo haber sido su prematuro final, cuando
quedara expuesta e indefensa ante uno de los monstruos más poderosos y, a causa
de eso, más peligrosos. "La guerra, tal vez la mayor diferencia entre las
hadas y los humanos", apreció el Cuidador del Templo del Agua quien varias
veces estuvo hablando sobre eso a los seres feéricos y elementales, explicando
que podían darse un año si y uno no, a veces más de un conflicto armado cada
doce meses; y cuando le preguntaban como la raza humana lograba superar esos
pésimos momentos y recuperarse, Eduardo simplemente se encogía de hombros, no
sabiendo que ni cómo responder. "Hay que agregarlo a la larga lista de
misterios sin resolver, porque con la voluntad y esfuerzos de posguerra no
alcanza", era una de sus contestaciones frecuentes. Las hadas siempre
confiaban en que la diplomacia pudiera resolver todos los conflictos, eso había
sido una constante antes y después del Primer Encuentro, el más importante de
los eventos históricos, y la Guerra de los Veintiocho, y con ese catastrófico acontecimiento
no hicieron más que reafirmarlo. Una quinta parte de la población feérica
perdida, los graves problemas de fertilidad que todavía persistían, los
trastornos en el medio ambiente, especies elementales que directamente se
extinguieron, los daños ecológicos más grandes de todos los tiempos, cientos de
lugares simbólicos (edificaciones, monumentos, formaciones geológicas,
parques...) destruidos o gravemente dañados como consecuencia directa o
indirecta de las batallas y todo tipo de pérdidas que demoraron años en
subsanarse eran razones más que suficientes para buscar evitar los conflictos a
cualquier costo. "Insulandia apenas estuvo tres veces en guerra en los
últimos cinco mil noventa y nueve años, una cada mil seiscientos noventa y
nueve años y doscientos cuarenta y tres días", informó Wilson a su yerno,
caminando a paso normal a la vera de un camino empedrado, un sendero compuesto
por una infinidad de piedras de canto rodado que unía la puerta espacial con el
balneario. "Lo sé, leí los textos históricos", contestó Eduardo,
recordando que en una de esas sesiones de lectura, en los ya lejanos días de
Abril y Mayo de diez mil doscientos cuatro, había conocido que la última guerra
en que participara Insulandia había pasado entre el nueve de Abril / Llol
número once y el dos de Junio / Tnirta número trece, apenas cinco años después
del ascenso al trono de la reina Lili, cuando está transitara sus veinticuatro
años de edad. "Linda manera de empezar a gobernar", aportó Isabel con
sorna, a quien la soberana en persona le había hablado algunas veces sobre
aquel período de cincuenta y cinco días que le costara la vida a trece mil
doscientos cincuenta y dos combatientes insulares y catorce mil ochocientos
setenta y nueve del país rival. "Siempre se busca evitar la guerra, por
esas vidas que se pierden. Todo lo demás puede recuperarse, pero eso no",
indicó Iulí, quien al mismo tiempo sostenía que una victoria militar podía
significar una gloria enorme para los vendedores, tanto para los líderes
políticos como para los militares y el pueblo como un todo. Esa última guerra
había terminado al mediodía del dos de Junio /Tnirta número trece, cuando un
regimiento de los mejores agentes de las fuerzas especiales irrumpieran en el
castillo del país rival y, tras un combate que se prolongara por una hora,
llegaran a la oficina principal y obligaran a la reina a firmar la rendición.
"Digamos que fue una mentira necesaria", planteó Eduardo, porque esos
agentes Qar'u insulares le habían hecho creer a ella y sus asesores militares
que el rey estaba herido de gravedad, después de haber sosteniendo una batalla
en el ala este del castillo, cuando en realidad fuera hecho prisionero en un
arsenal, tratando de salvarle la vida a uno de sus soldados. El registro
histórico indicaba que la reina había exclamado "Que cretino, no lo puedo
creer!", cuando se reencontrara con su compañero minutos más tarde. En el
curso de la primera quincena posterior al fin de la guerra, mientras la mayoría
de los combatientes insulares se retiraban del país vencido, quedando tan solo
unos doscientos, ingenieros y médicos quienes recibieron la orden de ayudar en
los esfuerzos para reconstruir la infraestructura dañada o destruida y atender
a los heridos, fueron reanudándose las comerciales, diplomáticas, culturales y
otras relaciones entre ambos reinos, y la guerra no fue otra cosa que un
recuerdo, uno malo, en los textos, los archivos históricos y la memoria de los
individuos feéricos y elementales. "Si es algo diferente", reafirmó
el Cuidador, cuando se redujo a mil metros la distancia que había entre los
cuatro y el balneario, un letrero así lo indicaba, cuando los otros tres y el
dieran por terminado ese tema, sobre la más reciente guerra que involucrara a
Insulandia. Con eso y las lecturas había descubierto que ni la población civil
ni los prisioneros de guerra eran objeto de ninguna clase de maltrato, que no
se iba a la guerra para derrocar a ningún gobierno e instalar títeres ni se lo
hacía para saquear los energéticos y naturales u otros recursos, que las
fuerzas de ocupación eran realmente escasas y tenían funciones que no iban más
allá de la asistencia de posguerra, que las reparaciones (resarcimientos y
compensaciones) eran, sino inexistentes, tan inferiores que las arcas del país
vencido prácticamente no sentían efecto alguno, que a los nativos de un país
que vivían en el otro tampoco eran blanco de humillaciones y maltratos, que los
símbolos patrios - bandera, escudo, himno y Constitución - de uno de los países
no eran mancillados por los civiles y militares del otro y que en
circunstancias excepcionales se permitía el envío de correspondencia.
"Pero aún con todo eso sigue siendo una guerra" - añadió Isabel,
traspasando el umbral de acceso al balneario, donde ya estaban disfrutando unos
pocos campistas, y los seres sirénidos moviéndose cerca de la orilla, con la
cabeza fuera del agua -, "y por todo lo malo que representa e implica
tratamos de evitarla". Con esa frase, ella, su marido y sus padres
pusieron el punto final, o por lo menos dejaron en suspenso, el tema de los
conflictos bélicos entre dos o más países, creyendo que este debía ser un
período de cuaresma y ocho horas, pues estarían en el balneario hasta el fin
del primer cuarto del lunes - ya habían decidido extender el tiempo dedicado al
campamento, mientras iban a la puerta espacial en Barraca Sola - para
divertirse y disf6 de ese merecido descanso. "La continuación de la
ceremonia", dijo Iulí, señalando con la vista un punto cercano, queriendo
instalarse allí. El trío que la
acompañaba estuvo de acuerdo y, apenas apurando el paso, no más de dos minutos
después de haber traspasado el umbral, se detuvieron en el que consideraron un
lugar ideal, cerca de la orilla, de los vestuarios y de la oficina
administrativa del Consejo de Turismo, Recreación y Esparcimiento (TRE).
"Vamos a buscar las cosas", quiso Wilson, desprendiéndose el y su
yerno de las pesadas y preciosas mochilas (no por los materiales con que fueran
diseñadas, sino por su contenido) y dejándoselas a las mujeres, quienes ya
habían sacado el par de cochecitos del cilindro mágico. Los hombres se fueron y
tanto la madre como la hija dispusieron el resto de los elementos sobre la
arena, empezando con un mantel de colores discretos. En esos cinco minutos,
otra decena de individuos feéricos fueron llegando al balneario, un único grupo
familiar particularmente numeroso, y se instaló en las cercanías de la costa,
donde una pareja de sirénidos, al verlos aparecer, emergió de la cristalina
agua y transformó sus colas en piernas, conservando en estas las escamas, lo
que indicó a todos cuantos presenciaron la escena que se conocían, eran amigos
y habían pactado ese encuentro; la sonora campanada anunció las seis de la
mañana, lejanas se advirtiera las siluetas de tres embarcación de la Armada de Insulandia,
que se dirigían al este para las maniobras y ejercicios conjuntos con los otros
reinos del continente, algo que se informara en la última edición del año
pasado de El Heraldo Insular, y, fuera del balneario, buscando como entrar, los
nagas. "Terminó la espera", se emocionó el Cuidador del Vinhäe,
desviando la vista hacia los enormes seres elementales, sabiendo tanto como sus
suegros e Isabel que los cuatro irían allí. "Se terminó", repitió su
compañera, que, dejando los elementos dispuestos encima de la manta y tomando
con delicadeza a su hija, lo mismo que hiciera su madre con Ibequgi,
rápidamente fue a presenciar la escena. Y estos cuatro no fueron los únicos,
porque todos los indicadores feéricos y el par de sirénidos que se hallaban en
el balneario se acercaron a los tres nagas, dos machos y una hembra, a quienes
en un instante se les unieron otros seis individuos de su especie, en paridad
sexual. Al final, resultó que los nagas no querían entrar al balneario, sino
que se habían arremolinado en torno a un pequeño espacio contra la línea de
arbustos frondosos que conformaban sus límites, expectantes, con los brazos
cruzados y observando sin pestañear, con esos atemorizantes ojos de pupilas
verticales, el reducido espacio. "Ahora es cuando", advirtió uno de
los nagas, a lo que el y sus congéneres descruzaron los brazos, bajando sus
voluminosos cuerpos y preparando las hembras de la especie esas afiladas
garras, para empezar a excavar.
"Huevos",
advirtieron las hadas y demás espectadores, unos sobre arbustos, otros entre
ellos y unos más, taller vez los más jóvenes, fuera del balneario, casi junto a
los enormes seres que como mínimo les triplican la altura, y eso sin estar
completamente erguidos. Las hembras nagas introdujeron sus largas garras en los
bordes del reducido espacio, no mayor su radio a los dos metros, y empezaron a
excavar sacando la tierra a un ritmo acelerado y de a cantidades, volcándola en
cuatro direcciones DIF, y al cabo de dos o tres minutos, habiendo excavado
hasta una profundidad de alrededor de un metro, quedaron visibles los cuatro
huevos. Piezas de una tonalidad opaca de blanco con rastros evidentes de
tierra, raíces y algún que otro insecto trepando por su porosa superficie
(Eduardo sonrió al pensar como reaccionarían Kuza y Lidia al ver allí esos
"aperitivos"). "Vamos a hacer espacio", proclamaron dos de
los machos a los suyos y los espectadores, y, alejándose todos unos cuantos
centímetros, observaron a las hembras agitar sus gruesas y escamosas colas
hacia adelante e introducirlas en el nido, agarrando suavemente los huevos,
exhibiéndolos brevemente en el aire y depositándolos nuevamente en el suelo,
allí donde los encontraron, explicando una de las hembras que la primera prueba
de valor que las crías debían superar era justamente esa, ser capaces de salir
del nido por sus propios medios y sin la ayuda de los adultos de la especie ni
de nadie más. Al final, luego de los que parecieron cinco minutos, el primero
de los cuatro huevos empezó a estremecerse, un movimiento leve de esa esfera
blanca opaca y porosa del tamaño de una pelota de fútbol, esa fue la
comparación rápida del Cuidador del Vinhäe, y una de las hembras nagas se
adelantó a los individuos de ambos sexos de su especie, revelándose con ese
acto como la progenitora de una cría cuyas minúsculas manos estaban ya
ejerciendo presión sobre un punto del cascarón rugoso. "Allí se preparan
los otros", advirtió uno de los espectadores feéricos, señalando el nido
con la vista. En efecto, todas las crías emergieron casi al mismo tiempo de
entre los fragmentos del cascarón, con movimientos coreográficos y sincrónicos.
"Por fin una buena noticia, nacieron todos", se alegraron las
hembras, mientras sus crías, apenas más de la vigésima parte de la altura y las
dimensiones de los adjuntos, reptaban torpemente por los bordes del nido,
ayudándose con las extremidades, clavando las uñas en la tierra y dando agudos
chillidos - los nagas recién desarrollaban las cuerdas vocales entre los diez y
doce meses después de la eclosión -, a los que los adultos respondieron con un
sonido un tanto más fuerte, y exhibiendo sus bífidas y largas lenguas. Las
crías identificaron así a sus respectivas padres, a quienes se les unieron
arrastrándose torpe y lentamente por la tierra y el césped, en tanto el macho
restante pareció comprender que se habían terminado sus funciones como escolta,
despidiéndose de sus congéneres, incluidos los recién nacidos y los
espectadores que ya se acercaban a las crías, las que, al tenerlos tan solo a
centímetros, reaccionaron con cautela. Resultó evidente que los nagas recién
nacidos comprendieron que esos individuos no representaban amenaza alguna (no
podían serlo de ninguna manera, habiendo allí ocho nagas adultos, en plena
juventud todos y estando armados los machos), pero eso no les impidió
retroceder y buscar tranquilidad entre sus enormes padres, cuando las mujeres,
Iulí e Isabel entre estas, se acercaron lo suficiente queriendo no hacerles más
que una caricia en la cabeza. "Solo necesitan tiempo", aseguró una de
las hembras, en tanto ella y su grupo se preparaban para marcharse. Tanto las
hembras como los machos, despidiéndose de los espectadores, sabían que estás
crías crecerían y vivirían compartiendo su hábitat no solo con los individuos
mayores de su especie, sino también con las hadas, vampiros, liuqis, gnomos,
sirénidos, ornímodos y todos los seres elementales, y que en muy poco tiempo no
tendrían que retroceder ni mostrar temores al estar cerca de alguien ajeno a su
raza. Viendo a las cuatro parejas adultas y las crías, habiendo disfrutado
estas de su primer alimento, los fragmentos de los cascarones y el líquido
viscoso del interior eran muy nutritivos para los nagas. Eduardo, Isabel,
Wilson e Iulí volvieron a su lugar en el balneario, coincidiendo en lo atípico
que fuera para ellos esa situación, porque ninguno, mucho menos el Cuidador,
había visto alguna vez un evento así.
-------
_Por
esto es que el balneario tiene el nombre que tiene – comunicó a su marido
Isabel, sosteniendo con la diestra a Melisa y con la zurda un folleto que
ilustraba acerca de la historia. “Un complemento”, pensó – desde antes incluso
que se planeara construirlo. De hecho, se lo pensó para proteger la estatua,
hace muchos años. El balneario de Qumi.
Había
transcurrido un tercio de hora desde que ambos concluyeran el almuerzo y,
mientras Wilson e Iulí estaban distraídos y entretenidos con un grupo de amigos
de la infancia de ambos entre la multitud que significaba un lleno
prácticamente total en este lugar de esparcimiento, la pareja al frente del
Templo del Agua había hecho lo que cualquiera en el balneario. Acercarse un punto a menos de un metro de la costa,
donde, con las manos apoyadas sobre una pared que se extendía de lado a lado
por doscientos cincuenta metros y tenía un alto de ciento cincuenta
centímetros, lo que quedaba de un antiguo rompeolas que fuera destruido durante
los días de la Máxima Catástrofe, aquel desastre natural tan devastador de
hacía más de un siglo, estaba una figura de piedra de un metro setenta y seis
de altura, así se lo hizo saber Isabel a su marido, que representaba a una
mujer mirando con tristeza en dirección al mar, firme, aunque con una leve
inclinación hacia adelante.
_No
lo puedo creer, ¿ella es una de las mías, cierto?., reaccionó Eduardo, sintiendo
la intermitencia, ese símbolo en la frente que indicaba la cercanía de otro
Cuidador.
Había
escuchado y leído la historia de Qumi, la Cuidadora del JuSe, otro de los
lugares grandiosos, en el reino de Austronesia, un país que, aun estando en
otro continente, Florentina, compartía una frontera acuática de cincuenta
kilómetros con Insulandia. De como, sin creer lo que le contaran acerca de la
trágica suerte que corriera su prometido, había decidido esperarlo, confiada en
que aquello que escuchara había sido no más que una broma de pésimo gusto, y
que su alma gemela continuaba con vida y haciendo aquello que tanto lo había
apasionado desde la infancia, la navegación. “¿y dicen que no es una estatua de
vulcanita, sino una persona?, ¿una mujer que se halla en una especie de…
letargo voluntario?”, había sido la primera e inmediata reacción de Eduardo, al
escuchar la historia hace casi un año, a poco de haberse descubierto su
condición como el heredero de Biqeok, evento que estaba a pocas horas de
cumplir el primer aniversario.
_Es
una historia muy triste – ratificó Isabel, observando la expresión facial y los
ojos de Qumi, que tenía la vista fija en la línea del horizonte –, y
casualmente hoy se cumplen doscientos años desde que decidiera transformarse,
van a cumplirse, para ser específica, dentro de un cuarto de hora, a las
catorce horas con veinticuatro minutos.
_¿Y
va a quedarse así por mucho tiempo después que cualquiera de los seres feéricos
y elementales que hoy vivimos en el mundo hayamos desaparecido? – dijo Eduardo,
contemplando la figura. Había escuchado y sabido que Qumi estuvo al frente del
JuSe, el “Hogar de la Tierra”, durante exactos dos mil quinientos setenta y
ocho días, entre el uno de Diciembre / Chern número treinta de nueve mil
novecientos noventa y nueve, aunque fuera designada como Cuidadora catorce días
antes, y el tres de Enero / Baui número tres de diez mil seis – Eso es sin
dudas otro de los grandes misterios de la historia de antes y después del
Primer Encuentro, ¿no es así?.
_Tal
cual., corroboró Isabel, observando el suelo junto a los pies de la Cuidadora,
donde una placa, también de vulcanita, tenía grabada una inscripción en el
idioma actual de las hadas.
“Resalto
lo importante que es el amor, la más poderosa de todas las fuerzas, y de que
manera puede influir en nuestras emociones, sentimientos y pensamientos”,
agregó, recitando en voz alta la inscripción.
Qumi,
quien demostrara excelentes cualidades para el dominio sobre el elemento tierra
desde los mismos instantes en que aprendiera a caminar y hablar, algo que
dejara asombrados y boquiabiertos a sus padres y demás familiares, había hecho
lo que la aplastante mayoría de las hadas con su mismo atributo o don, por no
decir todas: presentarse en el JuSe y hacer su intento de abrir una puerta que
llevaba siglos cerrada, desde que a Qïma, el último Cuidador, le llegara el
momento de “continuar el camino”, otra de las expresiones con que los seres
feéricos se referían a la muerte. No había sido la de ese día su primera visita
al lugar grandioso, a novecientos kilómetros al norte de la capital de su país,
pero si la primera en intentar acceder a la oficina principal, como miles y
miles lo intentaran antes que ella, incluso sus padres, funcionarios públicos
del Consejo de Cultura de Austronesia, y su hermano, el representante
diplomático de ese país en Insulandia. Las reacciones, impresiones y
demostraciones de Qumi al ver como aparecía el picaporte primero y una cerradura
con la llave puesta después, no fueron nada diferentes a como hubieron de ser
las de cualquier individuo feérico que antes que ella hubiese conseguido abrir
la puerta, en ese lugar grandioso y los otros, y descubrirse como Cuidador o
Cuidadora. Estando en la oficina, encontró el remanente de la energía de Qïma,
el anterior Cuidador, una brillante esfera de color celeste que flotaba a
escasos centímetros del escritorio, quien le dijo lo que Qumi ya sabía: ella
era la persona que estuvo esperando durante tanto tiempo para que lo relevase
en esta responsabilidad en extremo importante. Lo que ocurriera inmediatamente
después no fue diferente a lo vivido por QÏma, de este sus antecesores y los
Cuidadores de uno y otro sexo en los demás lugares grandiosos. El hada
recientemente nominada buscando los atributos de mando, el bastón y la cinta
que se llevaba por costumbre en el antebrazo izquierdo, después que Qïma
concluyera su explicación sobre el motivo por el cual la había elegido –
solvencia moral, valor, honor, un alma purísima, el excelente dominio sobre el
elemento tierra… – y se transformara en ese deslumbrante y descomunal rayo que
saliera disparado desde el punto más alto del techo a toda velocidad y al
llegar a determinada altura en el cielo, diera paso al símbolo de la tierra.
Habiendo hallado los atributos de mando, echó un último vistazo a la oficina,
aun conmocionada por la revelación e imposibilitada para moverse y pensar con
normalidad, y decidió abandonarla, con la intención de encontrar al equipo de
notables que día a día continuaban cumpliendo sus obligaciones y contarles todo
cuanto había ocurrido y se había hablado allí. Sabiendo que no tendría que
esperar ni buscarlos, porque de seguro los notables ya deberían estar
dirigiéndose a la oficina instalada en el centro geográfico del JuSe, sobre una
colosal columna de setenta metros de altura por quince de diámetro, construida
con los materiales y rocas más resistentes, pasó el umbral y halló no solo a
los notables, sino también a más de cinco centenas de seres feéricos rodeando
la torre, la mayoría en vuelo estacionario ubicados en posiciones que les
posibilitaran la vista del frente de la oficina y de la figura femenina que
había conseguido entrar. “¡Hemes fewo me sefufeoda mit JuSe!” - ¡Larga vida a
la Cuidadora del Hogar de la Tierra! –, fue la expresión que se oyó al unísono
y con voz clara, de boca de las hadas que rodeaban la columna. “¿Y ahora qué
hago?”, fue la respuesta a esa exclamación de bienvenida, en tanto observaba a
sus congéneres, buscando ayuda entre ellos, esa siendo la misma reacción de
cualquiera que de pronto, de un momento a otro, se descubriera al frente de los
lugares grandiosos. Porque, a sus veintiséis, no tenía otros planes más allá de
continuar dedicándose a su gran pasión, que era la vulcanología, una de las
ramas de las ciencias geológicas, dirigiendo su propio equipo de expertos, y,
como toda mujer, hallar a una persona del sexo opuesto con la que pudiera pasar
todos los días que le quedaran por delante. Trece días pasaron desde ese
trascendental acontecimiento, y para cuando hubo de llegar el alba, los
primeros rayos solares del primer día de
Diciembre (Chern número treinta), Qumi estuvo lista para empezar con esta
enorme y vitalicia responsabilidad. Trece días en los que tuvo que resignar
casi todas sus obligaciones laborales, decidiendo no desconectarse del todo de
la vulcanología, y adaptar cada uno de los aspectos de su vida a esta nueva e
inesperada situación, además de aprender e interiorizarse acerca del estado del
JuSe, conocerlo a fondo – el aspecto financiero y el legal, las condiciones
estructurales, la nómina – y la historia desde su fundación antes del Primer
Encuentro, al menos los puntos más sobresalientes. Había hecho el riguroso y
acostumbrado juramento de fidelidad, posado con sus mejores galas para la
fotografía oficial y participado de una rueda periodística para darse a conocer
ella misma y su historia desde que lograra abrir la puerta de la oficina antes
ocupada por Qïma, consciente plenamente de que en menos de un día se haría
famosa a nivel mundial. “Y eso sin contar el rayo celeste…”, dijo entre risas.
Aquella descarga que saliera desde el techo a toda velocidad habría actuado
como un anticipo, advirtiendo a las hadas y elementales, que reaccionaron con
una enorme gama de demostraciones ante la idea de tener un nuevo Cuidador. Qumi
empezó a cumplir sus obligaciones y
desde el primer momento evidenció todo aquello que se esperaba de una persona
en su posición: vocación, liderazgo, buena predisposición, capacidad para
escuchar y resolver los problemas, esos pocos e insignificantes que persistían
en el JuSe, y una enorme responsabilidad. Había elegido como segunda al mando a
una de sus mejores amigas, a la que conocía desde la infancia, un hada que también
dominaba el elemento tierra, y en muy poco tiempo resultó evidente que la
presencia de estas dos figuras de autoridad eran lo que necesitaban tanto el
lugar grandioso como su personal (maestranza, seguridad, administrativos,
científicos…), que de inmediato recuperaron ese escaso porcentaje de gloria que
les faltaba. Respecto del aspecto físico y la personalidad de Qumi, sus gustos
y su historia, se hicieron rápidamente conocidos a nivel mundial. Su larga y lacia cabellera pelirroja, los
bellos rasgos faciales y las medidas de noventa y cuatro – sesenta – noventa y
uno hacían que fuera blanco de cuando par de ojos masculinos hubiera cerca suyo – pasarían más de cinco años para que
una de esas miradas fuera correspondida en igual forma –, era muy respetuosa de
la cultura, las tradiciones y las costumbres de las hadas, tenía un aura rosa y
podía transformarse en un antílope, un animal de sorprendentes agilidad y
velocidad, cualidades heredadas de su madre y padre, respectivamente. Tal cual
Qumi misma lo prometiera, nunca abandonó del todo la vulcanología (tres
volcanes activos eran un problema latente para los habitantes de Austronesia,
quienes vivían con esa espada pendiendo sobre sus cabezas), y con regularidad
le hacían llegar sus compañeros de trabajo los reportes de las investigaciones
que se desarrollaban en el reino y el mundo en esa disciplina.
Los
días de la nueva Cuidadora en el Hogar de la Tierra (JuSe, en el idioma antiguo
de las hadas) fueron pasando uno atrás de otro sin que ocurriera un solo
evento, uno mínimo por lo menos, que alterara una vida que, además de cotidiana
y rutinaria, se había vuelto aburrida. Igual que con los otros, este lugar
grandioso tenía como propósitos la ampliación del conocimiento acerca de uno de
los principales elementos componentes de la naturaleza, su comprensión, estudio
y análisis, demostrando con ello que la ciencia era uno de los propósitos
fundamentales de estas importantísimas instituciones, tanto como antes lo fuera
la religión, hasta la entrada en vigencia del Edicto Once, siendo el aspecto
científico lo que representaba la mitad de los ingresos económicos del JuSe, en
tanto que el turismo, un flujo permanente de visitantes cada día, implicaba
otro cuarenta y cuatro, dejando los seis puntos porcentuales restantes a la
producción, porque el lugar grandioso, además de contar con cierto
autoabastecimiento en algunas áreas e industrias, comercializaba una parte de
esas manufacturas en las aldeas, caseríos y parajes cercanos. Fue recién el
siete de Enero / Baui número siete del año diez mil cinco, mil ochocientos
setenta y seis días después (más de cinco años) de que consiguiera ingresar a
la oficina principal del Hogar de la Tierra, que hubo un acontecimiento al que
la Cuidadora vio y consideró, sin dudarlo, como el hecho que acabó con buena
parte de la rutina y el aburrimiento. En la mañana de ese día, hallándose ella
en la frontera de su patria con el reino insular, porque no pudo resistirse a
hacer una visita social a sus antiguos colegas vulcanólogos, quienes se
preparaban para llevar a cabo una exhaustiva prospección en la cordillera
submarina que unía ambos países, dio su respuesta a uno de los tantos piropos y
comentarios halagadores que recibía a diario. Un marino insular de veinticuatro
años que era el segundo al mando de ese buque de cargas que cubría una ruta
comercial entre los dos países todos los días, transportando productos
manufacturados de la siempre poderosa industria metalúrgica de la patria de
Qumi, de nombre Akduqu, que en esa oportunidad había desembarcado para ocuparse
de los trámites legales con los empleados aduaneros locales, en tanto los
tripulantes ya se preparaban para subir la centena de enormes contenedores. El
destino fue el responsable de cruzar a Akduqu y Qumi en el punto de ingreso a
la oficina de la aduana, porque en tanto ese navegante firmaba parte de los
documentos, la Cuidadora se había acercado al detectar cerca a uno de los
notables con los que trabajaba, quien estaba supervisando, a su vez, la llegada
de otra embarcación, de materias primas provenientes de Ártica, que en el JuSe
usaban para producir una parte de las herramientas e instrumentos que usaban en
sus investigaciones. Por distracción o lo que fuere, Qumi y Akduqu chocaron
entre si en el acceso a la oficina y cayeron al suelo, la dama sentada y el
marino dándose la nuca contra una baldosa. “¡Ay, mi cráneo!”, había exclamado,
incorporándose, frotándose la nuca, y preocupado por el estado de la Cuidadora,
quien hacía lo mismo en la parte donde terminada su espalda. “¿Estás bien?”, le
preguntó, casi advirtiendo cual sería la respuesta, adivinando. Conocía a Qumi
desde hacía casi cinco años, desde que Qïma decidiera legarle su enormísima
responsabilidad, por primera vez la tenía frente a el y, sin no estaba cometiendo
una equivocación, detectó que la expresión con que la Cuidadora lo miraba era
la misma con que la miraba el. “Quisiera”, contestó la dama, mientras Akduqu la
ayudaba a ponerse de pie y todas las hadas que había allí se mostraban
preocupadas por el incidente. Al final, no sin dificultad, Qumi logró
incorporarse y, tras unos pocos pasos en los que temiera tropezar, pudo
recuperar la normalidad en el caminar. Quizás ese hubiera sido el final de la
historia, o quizás no, pero lo cierto era que la herida cortante y la sangre
que brotaba a gotitas en la nuca del navegante ameritaban una visita rápida a
la sala médica, en una estructura contigua a la oficina de la aduana, y la
Cuidadora, sintiendo que pudo ser (en parte) por causa suya esa herida, le hizo
el ofrecimiento de acompañarlo. “Te lo agradezco”, correspondió Akduqu el
gesto, sujetándose una tela, parte de su camisa, con fuerza para contener la
pérdida de sangre. “Suerte que no haya vampiros en este lugar”, se alegró la
Cuidadora, queriendo agregar una cuota de humor, para alegrar el momento,
porque el rastro rojizo aún era visible en gran parte del trayecto desde el
lugar del incidente hasta la recepción de la sala médica. Allí, mientras Akduqu
se sometía a la curación con un método por entonces novedoso, los puntos de
sutura, y los médicos le colocaban una venda, surgió la amistad entre ambos,
conscientes plenamente de que en un plazo fenomenalmente corto ese sentimiento
saltaría al siguiente paso, y, como el marino iba a quedarse por cuatro días en
el reino austronésico antes de zarpar nuevamente, ninguno tuvo problemas en
reunirse todas las jornadas, empezando por hacerlo mañana en el Hogar de la
Tierra al amanecer, buscando afianzar aquello que, de todas maneras,
advirtieron, ya había empezado. Como no pudo haber sido de otra manera, el
primer tema de conversación que surgió entre ellos, mientras Qumi actuaba como
guía de turismo y le mostraba una parte del JuSe, los frondosos y grandes
árboles que rodeaban a la columna, a veinte metros de esta, sobre la que se
hallaba la oficina de dirección, fue el de las preferencias y gustos
personales, con lo que descubrieron que las coincidencias eran infinitamente
superiores a las diferencias, entre los dos, lo cual facilitó el entendimiento
desde el inicio. Compartían la misma pasión por sus respectivas obligaciones
y consideraban que las del otro era
interesante, aunque no dejaron de exponer sus opiniones acerca de los
eventuales peligros que implicaban la navegación en condiciones atmosféricas
desfavorables, como esas tormentas feroces que par los insulares eran parte de
su vida casi a diario, y el aventurarse en el interior de un volcán para
extraer los recursos u otros materiales para llevar a cabo las investigaciones.
Ninguno de los dos tenía compromiso sentimental alguno, así que eso los alentó
a, el segundo día de permanencia de Akduqu en Austronesia, a dar el siguiente
paso, mientras recorrían otra área del JuSe, destinada a las bibliotecas,
museos, salones para exposiciones, auditorios y salas para ensayos. Uno y otro
concluyeron, como bien sabían, que el momento de la separación, cuando el
marino tuviera que volver a Insulandia, no iba a ser bueno ni grato, lo que los
llevó a afirmar que tenían que aprovechar todo cuanto pudieran este tiempo que
les quedaba juntos, aun con esa gigantesca tarea que recaía sobre los hombros
de Qumi. “Vamos, entonces, a empezar con esto”, quiso Akduqu, ya habiendo
acercado su boca a la de ella. “Empecemos”, quiso Qumi, no pudiendo ni
queriendo resistirse al primer beso (una demostración que rara o muy rara vez
se hacía en público), lo que marcara el inicio del compañerismo sentimental
entre el navegante y la geóloga,
conscientes ambos de que no eran contados ni pocos los pares de ojos que en
ellos se hubieron de enfocar, en esta pareja que tendría en la distancia y las
obligaciones laborales sus principales obstáculos, cuando no los únicos. Las
auras, rosa la de la Cuidadora y lila la del marino, tuvieron repentinos
estallidos, que les indicó a todos cuantos presenciaron la escena (porque a las
hadas no les gustaba entrometerse cuando
veían a una pareja o u matrimonio haciendo esas demostraciones en público…
excepto tal vez a los chimenteros) lo completamente a gusto que se hallaban
aquellos individuos. Ya pensarían en una o más maneras para que esta relación
no quedara en el olvido y como un bonito recuerdo, algo que afirmaron con la
aplicación de un convenio de sangre.
La
última frase que pronunciaron, al unísono, mientras embarcaba Akduqu, fue “Nos
vamos a ver pronto, no lo dudes”, saludándose además agitando los brazos en lo
alto desde la cubierta, siendo uno de los últimos tripulantes en abandonarla,
cuando se perdiera de vista la tierra firme, y ella desde el muelle, hasta el
instante en que dejara de ver la embarcación. “que Diciembre llegue pronto”, se
esperanzó Qumi, volviendo a su casa un rato más tarde, en la compañía de sus
padres y su hermano, quienes no pusieron peros ni objeciones a la relación
(Qumi los había presentado al mediodía de la tercera jornada), y planeando
pasar sus primeras vacaciones en el extranjero, en territorio insular. Por supuesto que en los días que siguieron a
ese, no dejaron de mantenerse en contacto, con el servicio postal entre ambos
países, a la vez que seguían con sus demandantes obligaciones laborales, los
demás aspectos de sus vidas fuera de ese y el romance, debido al periodismo
amarillo y el sensacionalismo, tomaba estado público. En los días que
transcurrieron hasta el último del undécimo mes (neo calendario, Chern número
veintinueve en el antiguo) se encontraron dos veces cada treinta días, siempre
en suelo austronésico, debido a los viajes regulares de Akduqu por la
transitada ruta comercial, y cada una de esas jornadas que estuvieron juntos no
hicieron sino intensificar ese sentimiento que venía siendo enorme desde el
inicio, aun desde antes del primer beso. A más tardar en la tercera semana del
año que viene, el marinero tendría que trasladarse, quizás en forma permanente,
al reino vecino al suyo, porque la
compañía naviera para la que trabajaba planeaba llevar a cabo una inversión en
Austronesia y requería de personal altamente calificado para que se hiciera
cargo de ella. Quienes estuvieron presenciando ese encuentro, el más reciente,
contaron que el aura rosa de la Cuidadora tuvo una manifestación tan intensa,
producto de la alegría que experimentara, que los que se hallaron más cerca
amagaron con cubrirse los ojos, temiendo que el brillo les afectara la vista.
Ese fue justamente el caso de Akduqu, quien estuvo pestañeando alrededor de un
minuto antes de poder volver a la normalidad. Continuando con el gratificante,
emotivo y estimulante encuentro, el le hizo saber que tendría un último viaje,
esta vez en una ruta comercial diferente, desde el extremo sureste insular
hasta Mibiroq, uno de los cinco países que conformaban el continente Alba del
Oeste; iba a ser la primera vez que pasara las festividades del verano y de la
Transición en altamar, puesto que el buque carguero zarpaba del puerto en
Insulandia en mitad de la tarde del diecisiete de Diciembre / Nios número
dieciséis, confiando en llegar al muelle de destino en las primeras horas de
Sol del siete de Enero / Baui número siete. “Hagamos entonces todo lo memorable
que podamos este encuentro”, quiso Qumi, sabiendo que no se verían las caras
nuevamente sino hasta que Akduqu estuviera instalado en el reino de
Austronesia, con el inicio de las inversiones de la empresa para la que
trabajaba, y que hasta ese momento mantendrían el contacto con el servicio
postal. Así, anduvieron juntos todo el día, dando uno de esos gratos paseos por
el predio tan bello del JuSe, sonrientes y tomados de la mano, hablando de todo
aquello que les gustaba, de sus trabajos y su vida en general, de sus planes a
futuro (dejaron escapar incluso las primeras palabras referidas al enlace
matrimonial), de las relaciones siempre excelentes con su familia, amistades y
vecinos y, claro, de esas cosas que aún quedaban por explicar y hablar acerca
de sus vidas. Ya desde el inicio, cuando tropezaran en el acceso a la oficina
de la aduana, advirtieron que soltar toda la información de golpe podría no ser
bueno, que era mejor hacerlo de manera gradual, con las cartas que se enviaban
cada semana y los encuentros cara a cara. Esa noche, en la cena familiar en la
casa de la Cuidadora (Qumi vivía sola desde que Qïma le legara su
responsabilidad, la casa había sido un regalo de sus padres y su hermano)
hicieron una fiesta a lo grande, como solo las hadas sabían hacerlo, una forma
de darle la bienvenida formal y definitiva al grupo a este marino que le había
caído tan bien a los otros componentes de la familia desde el inicio, al
empezar el tercer trimestre del año. Transcurridos los días desde ese momento
hasta la partida de Akduqu, no dejaron de mantener el contacto permanente, y,
al mediodía del veintisiete de Diciembre, porque la fecha se había pospuesto
diez días a consecuencia de problemas en el papeleo, esos vestigios de la
burocracia que todavía subsistían, Qumi y sus parientes se encontraron en el
sureste de Insulandia, en la sala de espera del puerto, despidiéndose de
Akduqu, lo miso que estaban haciendo alrededor de dos centenas de
individuos de ambos sexos con los otros
tripulantes de la embarcación. “Va a ser un viaje de veintidós días”, comunicó
a Qumi su alma gemela, lamentando que con ello se corriera también su fecha de
llegada definitiva a Austronesia, y aclarando que usaría las puertas espaciales
para el viaje de vuelta, ya que no solo la carga iba a quedar en el puerto de
destino, sino también el buque, el cual había sido vendido a la flota mercante
de Mibiroq a mediados del mes. “Ojalá que ese tiempo pase pronto”, deseó la
Cuidadora del Hogar de la Tierra, en el instante en que se abrazaran y besaran,
al escuchar la última llamaba para el abordaje. El momento de la despedida
final, Qumi y Akduqu saludando agitando los brazos desde el muelle y la
cubierta fue particularmente emotivo y, como era de esperare, se prolongó hasta
que dejaron de verse. Ninguno pudo advertir, porque no tenían como saberlo, no
eran clarividentes, que esa sería la última vez en que se vieran las caras, y
tuviera noticias del otro, porque la fatalidad les llegó dos días más tarde, el
veintinueve de Diciembre / Nios número veintiocho, cuando, envuelto en un
fuerte oleaje a más de dos largos de la costa insular, exactamente a dos mil
trescientos cincuenta y dos kilómetros, el buque sufriera severísimos daños en
la cubierta, concretamente una enorme boca por la que se colaba el agua
oceánica a raudales, inundando algunos de los compartimentos, uno de los cuales
era la bodega donde los tripulantes almacenaban materiales inflamables, y
dañando la sala de máquinas. Estos accidentes, en conjunto, provocaron
chispazos, y fue suficiente con que unos pocos de tales alcanzaran una línea de
transmisión por la que esos marineros particularmente musculosos transportaban
el combustible (madera e inflamables) desde la bodega hasta las calderas,
provocando al instante un desastre de proporciones infinitamente mayores. En
cuestión de segundos, una enorme llamarada se extendió desde este punto a gran
parte del buque, atrapando a la mayoría de los tripulantes, que sus esfuerzos
estuvieron haciendo por dormir, pues era la noche y estaban a oscuras. Para
cuando se dieron cuenta de que los gritos pidiendo ayuda y los pasos tan
acelerados en los pasillos no eran producto de la tormenta, sino de algo mucho
peor, ya era tarde, porque el fuego se había extendido a casi la totalidad del
buque. No había abordo hadas del elemento agua, que pudieran usar sus poderes y
habilidades para beneficio y supervivencia de todos, y el incendio era tan
fuerte e intenso que la tormenta no lo podía sofocar.
Entonces hubo una explosión, a menos de cinco minutos de
iniciado el fuego, que voló literalmente en cientos de fragmento, cuando no en
miles, al barco de cien metros de longitud, con la totalidad de la tripulación
no ya haciendo los denodados esfuerzos por salvarlo, ni tampoco las mercancías
que transportaban. Ahora lo urgente era salvarse ellos, aunar esfuerzos como
nunca lo hubieran hecho y abriese camino como pudieran entre todos los
compartimentos y corredores envueltos por las llamas. Ya se preocuparían
después de averiguar cómo había sido posible un desastre de semejante magnitud,
si abordo no llevaban más que la cantidad mínima e indispensable de elementos
inflamables, los suficientes como para cubrir la distancia entre Insulandia y
Mibiroq en veintidós días. Desafortunadamente, ni uno solo de los ciento
veintitrés hombres vivió para ver otro día ni dar su testimonio al personal de
la Armada insular, el primer organismo en responder a ese único y débil llamado
proveniente del lugar del siniestro, un rayo de color lila que viajara sin
rumbo y ganara altura. Cuando los rescatistas llegaron, apenas hallaron un
sobreviviente, quien falleció después de pedirle a uno de ellos que le dijera a
su compañera que la quería y que lamentaba el que no pudieran reunirse
nuevamente. Había, flotando en la cristalina agua, al menos sesenta cadáveres,
todos con quemaduras que iban de intermedias a muy graves, casi totales, e
incontables fragmentos del buque y todo cuanto hubiera contenido, incluída una
ínfima parte de las mercancías que tenían como destino Mibiroq. Entre los
primeros rescatistas que llegaron y quiénes lo hicieron luego, en las ocho
horas siguientes, quedaron consternados por tamaña destrucción y la
inexistencia de sobrevivientes, preguntándose, igual a como lo hicieran los
tripulantes, como pudo el fuego propagarse tan rápido y cuál había sido el
orígen de la explosión que, en definitiva, había segado la mayoría de las vidas
y destruido completamente el buque. La noticia tomó estado público a nivel mundial
en menos de dos días, enlutado la ceremonia de Transición, particularmente en
el reino insular, de dónde procedían tanto la embarcación como las mercancías
que se exportaban y, principalmente, lo único que no se podía recuperar, los
hombres que conformaron la tripulación, y al trágico evento rápidamente se lo
ubicó como uno de los peores desastres navales de todos los tiempos. Los
rescatistas trabajaron durante una semana sin descanso, recuperando los cuerpos
y fragmentos, y para cuándo llegara el cuatro de Enero / Baui número cuatro de
diez mil siete, habiendo concluido tales tareas, dio inicio la parte difícil,
al tener que hacer las autopsias y la identificación de los cuerpos que se
pudieron recuperar, de todo lo más complejo, emocionalmente hablando, y hacer
una investigación exhaustiva, una ardua tarea encomendada a la División de
Misterios, la DM, para determinar las causas del desastre. En Insulandia no se
habló de otra cosa durante días y los familiares de las víctimas advirtieron
que les tomaría mucho tiempo, quizás años, 6 la ayuda profesional adecuada
poder recuperarse y superar la enorme tristeza que surgiera no bien el personal
de la Armada les fuera dando la mala noticia, con pesar, y explicando lo
ocurrido.
En el caso de la Cuidadora del Hogar de la Tierra, la noticia fue
particularmente triste, y, más que eso, dolorosa y catastrófica, tanto como el
incidente mismo, porque el único cuerpo que no se pudo recuperar había sido el
de Akduqu. Con los demás fallecidos, hubo casos en los que se recuperaran
enteros, o partes, cuya identificación no demorarían más de una quincena - los
marineros llevaban tatuajes y otras identificaciones, previendo esa clase de
desastres -, pero con este el misterio fue mayor, porque siquiera el mínimo
resto pudo hallarse, los rescatistas buscaron intensa e incansablemente en
varias decenas de kilómetros a la redonda, pero con resultados infructuosos.
"Se que vive", quiso creer Qumi, que, junto a sus parientes, estaban
aún en Insulandia, cuando le dieron la mala noticia, pues decidieron quedarse
en el reino vecino al suyo para pasar la Transición. La mente de la Cuidadora,
advirtieron las hadas, ya estaba dando los primeros indicios de incoherencia y
extravío, porque durante la mañana del tres de Enero, estando cerca del lugar
adonde pasaran su hermano, sus padres y ella misma la ceremonia, a casi cuatro
mil quinientos kilómetros de la capital insular, insistió con la teoría de que
su alma gemela estaba todavía en este mundo, determinado a no cruzar al otro
lado de la puerta. "Es qué no lo oyen?", decía, con la expresión más
triste en la cara y el mismo tono en la voz. Pero no era solamente tristeza,
sino también esperanza, explicando que podía escuchar a Akduqu diciendo
palabras acerca de que un día volverían a estar juntos, que no desesperara ni
se entristeciera, pues el no la abandonaría. "Hasta que ese momento
llegue...", dijo entonces Qumi, apoyando las manos sobre el rompeolas,
mirando fijo la línea del horizonte, confiando en lo que creía, fuera la realidad
o producto de la fantasía, y sus parientes y la gente que estuvo cerca no
entendieron que quiso decir sino hasta que lo llevó de la teoría a la práctica,
exactamente a las catorce horas con veinticuatro minutos de ese soleado día.
Inflando el (exhuberante) pecho y soltando el aire de golpe, decidió aplicar
sobre su persona una de sus tantas habilidades, algo que únicamente los seres
feéricos más poderosos que dominaran el elemento tierra podían lograr, y Qumi
había aprendido y dominado esa técnica cuando tenía ocho años, lo que dio
cuenta de lo poderosa que habría de volverse con el paso del tiempo. Tomó
algunos minutos a las hadas y los seres elementales darse cuenta de y
comprender lo ocurrido en ese punto del rompeolas, en especial los familiares
de la Cuidadora del JuSe, y cuando por fin lo hicieron empezaron a advertir las
implicancias de esa inesperada e irreversible, porque eso era, decisión, siendo
lo principal, indudablemente, la suerte del lugar grandioso, que quedaría en
manos de la segunda al mando hasta que a esta le llegara su último día, el
destino de Qumi, si llegado un momento desaparecería o se mantendrá allí -
"Hasta que el Sol se haya extinguido e incluso después?", aventuraron
algunas voces - por mucho después que esta y las generaciones futuras hubieran
visto finalizados sus problemas, y el de su familia, cuánto les demandaría, y
no solo en tiempo, aprender a convivir con la idea de que Qumi era ahora una
estatua de vulcanita de un metro setenta y seis a casi cinco largos del poblado
principal de este país vecino al suyo. Era una situación difícil y compleja por
donde se lo mirara que no tendría respuestas ni un buen final, porque, sabían,
esta clase de hechizos solo podían anularse por acción del individuo que los
hubiera creado. Y así, desde esa tarde de principios del año, en tanto
continuaban las investigaciones sobre los restos del buque y la identificación
de los cadáveres, y continuando el misterio de Akduqu, la estatua de vulcanita
en que se convirtiera Qumi pasó a ser parte de ese paisaje costero insular.
Un recordatorio del poder del amor, como dijeran muchos.
_Hoy se cumplen doscientos años, como dije - repitió Isabel, mirando la
figura de piedra, cuyos ojos expresaban tristeza y esperanza al mismo tiempo -.
El balneario se construyó poco tiempo después, pero tuvo poca relación con la
Cuidadora. En cambio, tuvo mucha esa placa a sus pies, el recordatorio.
_Los parientes de Qumi siguen viniendo cada nueve de Agosto, la fecha de
su cumpleaños, y la segunda al mando del JuSe lo hizo hasta su muerte, once
años atrás - habló Eduardo, recibiendo a Melisa de manos de su madre, y
reparando en que ni la erosión, las condiciones climáticas y atmosféricas, ni
los desastres naturales más o menos destructivos habían causado daño alguno en
la estructura de Vilca, que presentaba un inmaculadísimo estado de conservación
-. No les resultó fácil adaptarse y superarlo, eso lo sé, pero... bueno, no sé
si les llevó mucho tiempo o poco.
Otra pregunta cuya respuesta era obvia.
_Nunca lo superaron del todo, ni tampoco se acostumbraron del todo a la
idea de tener a Qumi transformada en una estatua - comunicó Isabel, reparando
en lo mismo que su marido. El estado impecable y pulcro de la figura de
vulcanita se debía a la propia energía vital, que las hadas llamaban "woga",
que emanaba desde lo más profundo de Qumi, la mantenía así -. Eso lo podemos
ver el nueve de Agosto / Liur número veintidós, cuando vienen a visitarla. A
los familiares les cuesta hoy, como les costó ayer, más que a los demás, porque
presenciaron el momento de la transformación. Realmente no les queda otra,
porque Qumi va a permanecer en este estado por siempre, va a sobrevivir hasta
el último de los días en que en este planeta haya vida.
La estatua se había confirmado y convertido, con el paso de los años, en
un símbolo para los enamorados, en ese recordatorio con el que reafirmaran cuan
poderoso era el amor y cuánto podía influir en los individuos. Hombres y
mujeres tomaban la costumbre, antes de que se hubiera cumplido el primer
aniversario de la transformación, de hacer una reverencia ante ella cuando
decidían permanecer en este lugar.
_Y en el lugar grandioso lo vivieron como un golpe moral sin precedentes
- apuntó Eduardo, que seguía concentrado en la expresión de la Cuidadora. Esa
mirada era la prueba del enorme convencimiento que tenía Qumi de que su
compañero continuaba vivo y le había dicho que un día estarían juntos
nuevamente -. Hoy están como antes de que Qïma encontrara a su reemplazo. No
tienen una Cuidadora, aunque esta se encuentre, de hecho, con vida.
_Tal cual. Eso de por si es bastante complejo.
La segunda al mando del Hogar de la Tierra, o JuSe, lo había hecho
majestuosamente hasta el último de sus días, sin haber visto jamás algo que
pusiera en peligro la existencia misma de la institución ni las vidas de
cuantos trabajaban en ella, a excepción de la Máxima Catástrofe, que azotara a
todo Insulandia. Básicamente, había hecho todo lo que se hubo de esperar de
ella, tanto como de Qumi, pero al fallecer se estuvo ante un problema, porque aquella
hada podía estar al frente de todo en el JuSe, pero no era su Cuidadora, y al
morir no existió otra manera para establecer el liderazgo central, con lo cual
el lugar grandioso volvió a quedar en la misma y previa situación a cuando la
vulcanóloga lograra abrir la puerta de la oficina principal, y la institución
volvio a quedar bajo la supervisión de los notables.
_Y de Akduqu no se supo más nada, desde el momento del accidente? -
llamó Eduardo. Ese marino había lanzado, como pudo, la señal pidiendo ayuda.
Era el único individuo abordo con un aura lila -. Eso lo supe cuando me
contaron la historia.
_Ese es otro de los Gea misterios - corroboró Isabel, elevando un poco
el tono de voz, porque el ajetreo, las conversaciones que se mezclaban unas con
otras, los pasos y las risas eran constantes -. No se supo nada más de el. Aún
habiendo rastreado varias decenas de kilómetros a la redonda sin descanso,
durante días, y contando con la ayuda de los seres sirénidos, no se pudo hallar
rastro alguno de el. Además, ninguna de sus pertenencias, de lo que tuvo
consigo abordo del buque, y eso es más llamativo todavía. Con los otros
tripulantes si se recuperaron... qué se yo, un zapato, una foto familiar, una
carta personal, una joya... pero con Akduqu no. Es, así lo definieron muchos,
como si no hubiese estado en el barco. Y cuando intentaron hallar a su familia,
lo mismo. Encontraron su casa en Barraca Sola intacta, pero el único indicio de
su existencia no estuvo allí, sino en la Dirección de Identidades. Quiero decir
que la vida y obra del novio de Qumi se convirtieron desde ese momento en un
misterio. Por un lado, sus amigos, vecinos y compañeros de trabajo tenían
excelentes referencia e impresiones de el, pero por otro no hubo otra pista,
otro indicio, de que hubiera existido, más allá del acta de nacimiento, como
dije. Resumiendo, es un misterio absoluto y sin resolver en el que todavía
trabajan los mejores agentes de la DM.
Aunque las hadas tuvieran las mejores opiniones de el, tuvieron que
admitir que había varias cosas acerca suyo que les eran desconocidas, como sus
antecedentes familiares, porque Akduqu no tenía fotos de ellos y rara vez se
extendía con las conversaciones al respecto, por qué era diestro en el dominio
de habilidades que solo las hadas de fuego más experimentadas dominaban,
teniendo nada más que veinticuatro (unos pocos dudaron de esa edad, aunque les
resultara increíble) y, que se hubiera sabido, no hubo de el otro registro
escrito más allá del acta de nacimiento. Con el tiempo, desaparecieron incluso
los rasgos físicos del marinero, prevaleciendo los sobresalientes, incluida el
aura lila, el dominio sobre el elemento fuego y un tatuaje en el antebrazo
derecho que por su forma asemejaba más bien a una quemadura.
_Respecto del nombre - retomó Eduardo, apartando la vista de su
"colega", pues Melisa estaba llamando su atención -... es tu momento
- dijo a su compañera, quien empezó a desviar la vista y ver fugazmente el
entorno, apaciguando a su hija con rítmicos y suaves movimientos -. Iulí y
Wilson me contaron que pensaron en llamarte Akduqu si hubieras nacido hombre...
_Si, es cierto - confirmó Isabel. Amamantar en público era una costumbre
que muy gradualmente iba ganando terreno entre las mujeres. Pero aún las más
liberales y sin inhibiciones mostraban sus reservas, y la segunda al mando del
Vinhäe estaba entre estas, por lo cual buscaba ahora un emplazamiento apartado.
Creyó que el vestidor femenino podría ser un lugar apropiado, lejos de la vista
de la mayoría -. Si yo hubiera nacido hombre, mí mamá y mí papá me hubieran
puesto Akduqu, que también es uno de los grandes nombres de la historia
insular.
Un general del Ejército que, armado solamente con un cuchillo y estando
herido, se enfrentó solo, en la Guerra de los Veintiocho, a diez combatientes
del MEU armados hasta los dientes y en excelente estado, matando a seis antes
de caer el mismo a manos de los otros.
_Confirmo de nuevo, no se cuantas veces lo habré hecho, eso de que las
hadas sienten mucho aprecio por y valoran enormemente la historia - apuntó
Eduardo, dándose cuenta de que la tarea de madre de Isabel se podría posponer
unos minutos, pues Melisa pareció considerar que otro poco de sueño no salía
sobrando -. Y lo del trágico episodio... para ir cerrando este tema... porque,
y esto lo fui aprendiendo desde que me convertí en el Cuidador del Vinhäe, la
División de Misterios concluyó que un animal de enormes dimensiones, tal vez un
megalodón o un humuvom, pudieron golpear el casco e iniciar, o desencadenar, el
desastre.
Humuvom era el nombre con que las hadas se referían a un reptil marino
de cuello largo y aletas que en la Tierra era conocido como plesiosaurio. Los
que habían en este mundo, unos tres mil ejemplares de acuerdo a las
investigaciones más recientes, podían alcanzar los veinte a veintiún metros de
longitud y pesos que rondaban las cinco toneladas. Era una de las pocas especies de océano
abierto capaz, por su destacada maniobrabilidad, de rivalizar con el megalodón.
_Si, eso lo empezó - confirmó Isabel, ya sentándose suave y femeninamente
en la reposera, detectando a sus padres haciendo una reverencia a Qumi. Había
tanta gente en el balneario que apenas los podía ver -. Descubrieron que fue
uno de esos reptiles, porque encontraron algunas escamas y dientes entre los
restos. A lo mejor el humuvom pensó que era otro animal, una presa, y decidió
atacarlo; esa era además, como lo es hoy, su temporada de apareamiento, así que
de todos modos pudo ver en el buque una amenaza. Eso explicó los daños en el
casco, el interior y los primeros daños, pero no el incendio ni la explosión -
hizo una pausa, pues ahora si era el momento de cumplir con su tarea de madre.
Olvidándose de la discreción, porque veía a media docena de mujeres haciendo lo
mismo en diferentes ubicaciones en el balneario; se quitó la copa izquierda y
arrimó a su hija -. Eso lo atribuyeron a una fatalidad involuntaria. Y tenés
una muestra de eso en mis primeros días como hada de fuego.
_Si., contestó su marido.
_Estando yo dormida - prosiguió Isabel -, casi provoco un incendio en la
habitación. No pude controlarlo, y si no fuera porque me desperté en ese
momento nos habríamos quedado sin casa.
Pudo ser una tragedia. Bueno, eso fue lo que pasó en el buque, esa fue
la conclusión a la que llegaron los investigadores. Ocho de los marineros eran
hadas de fuego, Akduqu entre ellos, y uno de todos, estando dormido, pudo
iniciar esa fatalidad involuntaria. Esos casos son muy raros, pero pasan. Uno
de esos hombres, estando dormido, pudo... no se, aumentar la llama de una vela
y eso empezó el incendio. La explosión la atribuyeron a que el fuego hubiera
llegado a la bodega donde almacenaban los materiales inflamables. Con eso, el
caso se cerró.
_Y Akduqu quedó como el único misterio., intervino Wilson, que había
vuelto al sector que apartaran tras su llegada, cargando en brazos a su hijo.
_Ya lo dije e insisto - afirmó Isabel -. Una historia compleja y triste
por donde se la mire que no es nada agradables - su madre llegó en ese momento,
y Wilson le arrimó la reposeras -, que además trae un adicional, respecto del
JuSe. El lugar grandioso va a quedar en una especie de limbo para siempre.
Eduardo volvió a mirar la figura de vulcanita, más o menos a medio
kilómetro de distancia. Aún sentía el símbolo del agua horadando levemente en
su cabeza, pensando que podrían el o cualquiera recurrir a las piedras oculares
para revertir los efectos de ese hechizo y traer de vuelta a Qumi. Así se lo
comentó a su compañera y a sus suegros, quienes descartaron esa posibilidad,
porque ya lo habían intentado varias veces, recurriendo también a las
contramedidas que en otro tiempo se usaron para revertir las habilidades de las
hadas que dominaban el elemento tierra. "Qumi se aseguró que nada la
molestara", comunicó Isabel, cubriéndose nuevamente la copa izquierda y descubriendo
la otra, llevando hacia allí a Melisa.
Los mejores científicos y médicos habían trabajado casi desde el mismo
instante en que Qumi decidiera aplicar sobre su persona ese hechizo, pero a la
fecha no habían tenido ningún éxito. "Eso podemos verlo", comentó
Iulí, observando la figura de vulcanita, presintiendo que también para Ibequgi
era el momento de alimentarse. Los expertos concluyeron que la Cuidadora del
Hogar de la Tierra no había dicho aquella frase "Hasta que ese momento
llegue..." motivada únicamente por la esperanza y el profundo deseo de ver
otra vez a su alma gemela con ella, sino que también como una forma de reforzar
el hecho de haberse transformado en una estatua de vulcanita.
_Los expertos concluyeron que la única persona que puede revertir eso no
es otra que Qumi, y sabemos lo que eso significa - finalizó Wilson -. Nunca va
a pasar. Si ella proclamó que va a volver a la normalidad cuando Akduqu
aparezca de nuevo... por quienes más lo siento es por sus parientes, que vienen
a Insulandia cada año en la fecha de su cumpleaños. El archivo histórico del
reino lo ubica como uno de los eventos más tristes de todos. Más que eso, como
dijimos, triste y complicado.
La conversación sobre el Hogar de la Tierra, su Cuidadora, la misteriosa
vida e igual suerte de Akduqu estaba llegando a su fin. A los cuatro les fue
imposible, especialmente a Eduardo, no poder hacerlo, porque era un hábito cada
vez que alguien ponía los pies en el balneario y tenía al alcance la figura de
vulcanita, destinada a permanecer allí por mucho tiempo después que toda la
vida se hubiera extinguido y quizás, como se sostuviera, hasta que el astro rey
se transformara en una gigante roja (los conocimientos de las hadas en materia
de astronomía eran enormes) y "devorara" todo a su paso, incluido
este planeta.
_La suerte del JuSe también es un desastre - apuntó Isabel, concluyendo
su tarea y volviendo a cubrirse. Más que satisfecha, plegando y desplegando sus
minúsculos dedos, Melisa no demoró mucho en dormirse nuevamente. Lo propio hizo
Ibequgi, en brazos de Iulí -. De acá hasta el último día, los notables van a
tener que hacerse cargo del lugar grandioso, y reemplazarse a medida que les
toque el momento de cruzar al otro lado de la puerta.
Completaron la conversación hablando unas pocas palabras acerca de los
otros tripulantes de la embarcación, de cuanto sufrieron y se entristecieron
sus familiares y amigos a medida que les fueron dando la mala noticia y de lo
mucho que les costó sobreponerse de la tragedia, del luto que guardaron por
bastante tiempo y de como esos individuos, cada vez que se cumplía otro
aniversario del desastre, cada veintinueve de Diciembre / Nios número
veintiocho, viajaban juntos al lugar de la explosiva para rendir homenaje,
arrojando cada uno una flor al océano. "Los parientes de Qumi lo hacen por
Akduqu", dijo Isabel, dando por concluida, ahora si, la conversación, tras
lo que sus padres, su marido y ella misma se incorporaron nuevamente de las
reposeras, decidiendo dar una caminata a paso normal por el balneario.
"Empecemos por la estatua de vulcanita", quiso Wilson, señalando con
la vista aquel punto, donde algunas hadas se habían congregado para hacer una
reverencia. "Por qué?", quiso saber Iulí, a lo que su compañero
contestó "Quiero ver de nuevo esas tetas, son gigantescas", y tanto
el por decirlo, como su yerno, por celebrarlo con aplausos, sintieron los
pellizcos (ya acostumbradas estas reacciones para esa clase de comentarios) en
las orejas, entre risas y gruñidos. Las damas sabían que la fidelidad de Wilson
y Eduardo eran absolutas, y que ambos hacían esos comentarios para arrancarles
una sonrisa a Iulí e Isabel, pero no evitaban que ellas reaccionaran con
pellizcos, codazos y gruñidos. "No cambian, dúo de calentones!", se
quejó Iulí, aunque conservando la sonrisa. "Me parece que esta noche los
dos van a dormir en el piso", empezó a considerar Isabel, a lo que su
marido y su padre también sonrieron. El humor había conseguido evadirlas de la
pena que surgiera en ambas al haber hablado acerca de Qumi. Y los cuatro, entre
risas, continuaron el paseo, todos disfrutando de una atmósfera festiva tan
intensa que les hizo afirmar que ellos no eran los únicos que buscaron
continuar con la ceremonia de Transición.
Pasadas las diecisiete en punto, ambos matrimonios, llevando los padres
a los bebés, volvieron a su espacio, habiendo estado durante alrededor de dos
horas caminando, socializando con buena parte de los paseantes y mirando los
artículos que había en ese quinteto de puestos instalados cerca de los vestidores.
"Artesanías regionales", informó Isabel a su marido, leyendo las
etiquetas con los precios (uno a veinticinco soles) y compra tres de los
artículos. También vieron caras conocidas en el balneario, algunos de los
empleados de ambos sexos del Templo del Agua y antiguos compañeros de trabajo
del museo y vecinos de Barraca Sola a quienes veían a diario. En otro mundo del
paseo, promediando este, detectaron una guarderías en el balneario, que fuera
inaugurada a mediados de Noviembre pasado, donde descansaban y practicaban sus
primeros movimientos unos diez menores de edad que no tenían más de tres años,
bajo la supervisión de los guardavidas. La diversidad multirracial tampoco
pasaba sin advertirse en el balneario, habiendo no solo seres feéricos, que por
si solos daban forma a la amplia gama de etnias, sino también sirenas y
tritones, algunos entrando al o saliendo del agua con esos grandes saltos y
otros descansando sobre la arena o divirtiéndose, fácilmente detectables a
causa de las escamas que cubrían sus pies y piernas - practicando regularmente,
los seres sirénidos podían adquirir la facultad de transformar sus colas en las
extremidades, lo que les permitía moverse fuera del agua -, y un grupo reducido
de vampiros, individuos adultos a quienes se los reconoció porque llevaban
anteojos oscuros, para protegerla de los rayos solares; los liuqis, un grupo
particularmente numeroso que serpenteaba veloz y ágilmente entre los arbustos
que formaban el perímetro del balneario; y los faunos, individuos elementales
que rondaban el metro setenta de alto y los cincuenta a sesenta kilos de peso.
Tenían el cuerpo de una persona de la cintura para arriba, mientras que bajo
esta las patas de una cabra, peludas y con grandes pezuñas, un par de
prominencias a los lados de la frente (cuernos), siendo rectas las puntas de
aquellos en los hombres y curvas en las mujeres. "Seguro que no los habías
visto antes", dijo Isabel a su marido, quien le contestó que no. El
Cuidador del Vinhäe había leído sobre estos seres fabulosos en los libros de
historia y mitos antiguos, y no halló diferencias entre aquellos y estos que
tenía frente a sí, quienes hablaban animadamente con los individuos de otras
razas, más allá de la altura en los faunos de uno y otro sexo. "En verdad
son altos", comparó Eduardo, observando fugazmente a los faunos, unos
veinte que estaban llegando al balneario, sabiendo que unos trescientos quince
mil de ellos, el nueve por ciento del total mundial, vivían en Insulandia, en
aldeas cuya población oscilaba entre los novecientos y los mil habitantes.
"También son parecidos a nosotros", le señaló con la vista Wilson a
uno de los faunos machos, cuyas piernas caprinas adquirieron la misma forma que
las de las hadas, aunque conservando el pelaje oscuro. Observaron como lo
aplaudieron sus congéneres, porque el individuo, ramo en mano, se había
acercado a una rubia que lo esperaba junto al muelle (los seres feéricos lo
usaban para practicar clavados), y continuaron el viaje, no queriendo ser
indiscretos. "También ellos participan en la creación de los híbridos,
aunque no son tan numerosos", informó Isabel a Eduardo, sintiendo un
ligero rubor en las mejillas. Avanzado el paseo, a paso siempre normal,
experimentando hasta por los poros lo maravilloso del paisaje natural, un orden
increíble a pesar de la multitud que lo colmaba, no dejaron de reiterar uno
para los otros tres en cuanto hubieron de acertar con aquella decisión de pasar
este fin de semana como una continuación de la gloriosa reunión familiar en La
Fragua 5-11-8, para la Transmisión. "Ojalá lo pudiéramos hacer más
seguido", deseó el Cuidador del Vinhäe, ocupando nuevamente una de las
reposeras.
Avanzando las últimas horas con los rayos solares formando parte del
espléndido paisaje, apenas un número muy reducido e inferior de seres feéricos
y elementales habían dado por concluida esta jornada de entretenimiento en el
balneario de Qumi. La inmensa mayoría,
tales los casos de los matrimonios de La Fragua y sus recientes descendencias,
prefirió quedarse allí hasta que las estrellas, esos miles y miles de puntitos
que brillaban unos más que otros, y el satélite natural, un perfecto disco
igual de brillante, estuvieran ocupando su lugar. En las últimas dos horas y
cuarto del sábado, no quedaban más que una docena de paseantes que al ser tan
pocos decidieron reunirse en un único grupo en torno a una fogata que Wilson y
su hija hicieron en un sector del balneario no cubierto por la arena, usando
ramas y hojas secas que los hombres fueron recolectando en el perímetro. “Payadas”,
había propuesto Eduardo, sabiendo todo lo que este aspecto que introdujera a la
sociedad insular había significado y gustado. El ambiente, además, consideraron
el y los otros, era perfecto, acompañándolos una suave brisa nocturna, la
temperatura que debía estar rondando los veinte o veintiún grados, el agua que
daba suaves o muy suaves golpes en la orilla y el sonido de los insectos (y los
liuqis que iban tras ellos) en el perímetro. “Empiezo yo”, quiso el padre de
Ibequgi, tomando una guitarra que le cediera uno de los hombres del grupo,
quien ya había cosechado cierto éxito con este nuevo y reciente componente de
la cultura de las hadas, para lo cual el y sus congéneres no tuvieron más que
pensar en los elementos de su propio folclore. Así, el grupo fue pasando uno a tras
de otro los minutos incluso después de la medianoche – la llegada del domingo
fue anunciada con dos sonoros tañidos – y continuó hasta el momento en que el
propietario de la guitarra decidiera abandonar el balneario, pasada la primera
hora del día, pues era un transportista que a las doce horas se reincorporaba a
sus obligaciones tras el período de vacaciones. Hacia las dos y media, tan solo
quedaron en el balneario los residentes de La Fragua 5-16-7 y 5-11-8 quienes,
apenas sintiendo los primeros indicios de cansancio y sueño, decidieron también
marcharse. Las mujeres, sosteniendo los bebés con un brazo, y Wilson recurriendo
a la telequinesia para reunir sus pertenencias y guardarlas en el cilindro
mágico, y Eduardo, demostrando un excelente dominio de sus poderes, desvió una
pequeña cantidad de agua para apagar la fogata. “Nada más sencillo”, celebró,
frotando las palmas, reuniéndose con sus suegros y su compañera (por
consiguiente, con su hija y su “cuñado”). Hicieron una última reverencia a los
pies de la figura de vulcanita, donde a consecuencia de ese movimiento de Iulí,
una de las diminutísimas manos de Ibequgi rozó el hombro izquierdo de Qumi, y,
mientras se alegraban de que no hubiese sido más que ese suave roce, porque el
bebé ni siquiera se despertó, dejaron el balneario. Descansarían unas pocas
horas en el caserío cercano, en el que había una pequeña hostería, y volverían
temprano por la mañana, no después de las diez. “Volando a velocidad normal
podemos llegar en cinco o seis minutos”, propuso Eduardo, y tanto el como los
otros tres desplegaron sus alas, elevándose a un metro del suelo.
Casi
flotando, los cuatro adultos, apenas distrayéndose con el paisaje de la madrugada,
en el que los gnomos y los vampiros eran la aplastante mayoría de los seres
elementales en movimiento, los individuos de ambas razas buscando alimento, hicieron
un repaso de la jornada, no pudiendo definir ninguno de los cuatro cuál de los instantes
fue superior a los demás en cuanto al esplendor. “Toda la jornada fue excelente”
– declaró Isabel –, “no tenemos de que quejarnos”. Los otros tres hicieron
gestos faciales para mostrar su aprobación, y empezaron a pensar en que hacer
una vez que hubieran vuelto al balneario, cuando la madre de Melisa se detuvo
en seco y, dejando con delicadeza a su hija en los brazos de su abuelo, sacando
un anillo de uno de los bolsillos del pantalón, anuncio:
_Se
mueven.
Usó
el mismo tono que el que empleado en el Templo del Agua al pedir que activaran
la alarma, un tono de preocupación.
_¿Mï-nuct,
uc-nuqt o mint-hu?., inquirió Eduardo.
El
Cuidador había advertido que su compañera podía saber cuando estaba cerca un
peligro, y, aunque esta vez le parecía la situación no revestir la misma
gravedad que aquella del mes pasado, se preparó con decisión para la batalla.
_Uno
de cada clase – dijo Isabel, sintiendo como su woga, la fuerza vital de las
hadas, se incrementaba al colocarse el Impulsor en un dedo –. Al norte del
balneario, diría que a unos doscientos kilómetros. Esa es solo una referencia.
No pregunten como, pero loes veo, tal vez sea la clarividencia, el mismo don
que posee mi hermana. No se adonde estén yendo ni para qué, pero esos tres
monstruos allí sueltos, en la madrugada, podrían representar un peligro para
cualquiera.
_Hay que destruirlos – comprendió el Cuidador, dirigiéndose acto seguido
a sus suegros y pidiéndoles –. Va a ser mejor que se vayan a la hostería y nos
esperen allí. Si solamente son tres, y uno solo es un minhu, no vamos a tardar
mucho.
_Igual sigue siendo peligroso – puntualizó Iulí, en cuya cara había
aparecido una expresión de preocupación –, no importa que ustedes dos sean
poderosos. Creo que conviene distraer a los monstruos hasta que llegue la
ayuda. Y una batalla real nunca es algo que tenga que tomarse a la ligera.
_Podemos ir Iulí y yo a buscar a Lidia, si les parece bien. Se que debe
estar durmiendo en este momento, y que cuando lo hace es profundamente. Lara y
Kuza dijeron que nunca se despierta antes de las seis – propuso Wilson –. De todos
los Cuidadores, es quien está más cerca, y van a necesitar de su ayuda,
especialmente contra el minhu.
_¿Harían
eso por nosotros?., reaccionó su hija.
Isabel
y Eduardo consentirían en que Wilson e Iulí fueran hasta la casa de la
Cuidadora del Vinhuiga tan solo porque eso los iba a mantener alejados del
peligro que ese tipo de monstruos errantes suponía, a ellos y los bebés que
sostenían con ternura y suavidad en sus brazos – una de las principales causas,
cuando no la principal, de que Eduardo e Isabel hayan reaccionado como lo hicieron,
para que Melisa e Ibequgi pudieran vivir libres de peligro – y porque eso iba a
ocupar el tiempo suficiente como para que lo les impidieran lanzarse solos a la
batalla contra tres oponentes. A uno y otro no les era posible saber si los
padres de Isabel advirtieron sus dos razones, pero tanto si la respuesta era
afirmativa como negativa, estaban dispuestos a cubrir la enorme distancia desde
las cercanías del balneario de Qumi hasta el caserío vecino al Templo del
Fuego, donde vivían la híbrida, su hermana recién nacida (Suakeho), también una
híbrida, y sus padres, usando las puertas espaciales. No les demandaría más de
diez minutos el viaje. “Si”, contestó Iulí, sabiendo, creyendo haber adivinado,
lo que pensaba Isabel, sobre mantenerlos alejados, y al par de recién nacidos,
del peligro. Preguntándose cómo podrían reaccionar Lidia y sus padres al
enterarse de esta nueva amenaza (y si les costaría despertarlos, incluso a
Kuza), Wilson, en tanto se preparaba para dirigirse a la puerta espacial, les
pidió a los dos que se quedaba que los mantuvieran a raya hasta que estuvieran
de vuelta con la ayuda. “Y los guardias, tantos como podamos traer”, agregó
Iulí, llegado el momento de las despedidas, con apretones de manos, abrazos,
besos en las mejillas las mujeres, y besos en la frente y arrullos
particularmente tiernos de parte delos padres de Melisa para con esta. “Vamos a
volver”, fue la promesa del Cuidador, ya el par de matrimonios emprendiendo el
vuelo, uno a un ritmo veloz pero con cautela, al llevar esa preciosísima carga
que eran los bebés, y el otro a gran velocidad, perdiéndose en la distancia y
las alturas, decididos a pelear con todas sus fuerzas desde el principio, sin
olvidar las palabras de Wilson e Iulí
acerca de la precaución.
“Allí
están”, detectó la madre de Melisa, señalando con el índice derecho un punto en
la superficie, alrededor de diez minutos más tarde – desde la tierra,
cualquiera habría visto un borrón violeta y otro celeste-azul jacinto
moviéndose a una velocidad gigantesca – sospechando cual podría ser su
objetivo, o uno de estos. No lejos de allí estaba un enorme galpón
especialmente reforzado en que la empresa FPISE (Fábrica Pirotécnica Insular,
Sociedad del Estado) acopiaba cientos, cuando no miles, de piezas de fuegos
artificiales, y si llegara por cualquier motivo a haber la chispa más
insignificante allí dentro se estaría ante todo un desastre. Habría un incendio
enorme al que costaría trabajo sofocar, y, de eso a consecuencia, un grave daño
ecológico, pérdidas cuantiosas para la empresa, destrozos de todo tipo en los
alrededores, heridos y se terminarían los problemas para el sereno que, como
todas las noches, trabajaba en el galpón. “Ese es sin dudas su objetivo”,
afirmó Eduardo, viendo a los tres monstruos moverse en línea recta, agitando la
vegetación a su paso. Estando aquellos, calcularon los componentes del
matrimonio, a no más de tres kilómetros de su objetivo, y los individuos en
vuelo al doble de los atacantes, Eduardo fue el primero en entrar a la batalla,
lanzando una sucesión de veinte pequeñas esferas energéticas justo delante de
los enemigos, logrando que estos replantearan su prioridad – eliminar primero a
estos dos individuos aparecidos de pronto –, cambiando de dirección. “Mi turno”,
decidió Isabel, lanzando una descarga continua de fuego que al dar en el suelo
formó un remolino que pronto estuvo envolviendo a los monstruos. “¿Podrías
hacer ese ataque de nuevo?”, pidió su marido, lanzando otro tanto de descargas,
que traspasaron el torbellino. “¿Por qué?”, inquirió Isabel, dirigiendo las
llamas con ambas manos, a lo que Eduardo explicó “Me gustó esa pose, muy
sensual”. “¡Estamos en medio de una batalla, calentón!”, protestó la dama,
entre risas, al tiempo que el trío de monstruos conseguía traspasar las llamas,
por estas quedando apenas afectados. Los líderes del Templo del Agua
comprendieron entonces que, si el perpetrador era el mismo que el de inicios
del mes pasado, habría estado perfeccionando su técnica, porque estos enemigos
sencillamente evadieron las llamas, a las que Isabel hizo desaparecer con un
sutil movimiento de sus manos, y se lanzaron al ataque. “No podemos esperar a
que vengan a ayudarnos”, advirtió, viendo como la situación parecía complicarse,
porque el minhu arrancó de raíz un árbol, lanzándolo fuerte y violentamente al
aire y fallando por pocos centímetros. “Los vamos a destruir uno a la vez”,
decidió Eduardo, posándose ambos en el suelo, coincidiendo en que primero sería
el turno del mï-nuq. El problema radicaba en que los otros monstruos no se
quedarían inmóviles mientras eso ocurría, de manera que, mientras atacaran,
deberían continuar con la distracción. “¡Los dos juntos!”, exclamaron al
unísono, lanzando dos potentes descargas con la diestra, confiando en la
telequinesia para mantener ocupados al
uc-nuq y al minhu. Los rayos continuos lograron su cometido y, después de estar
impactando durante un minuto, o casi, contra el voluminoso cuerpo del mï-nuq,
este fue destruido, estallando en decenas de fragmentos que se dispersaron
violentamente en los alrededores. Sin poder ocultar el temor, vieron como el
minhu tomaba el árbol que arrancara momentos antes, aprovechando que el uc-nuq se
abalanzaba contra los seres feéricos, y lo lanzara nuevamente con fuerza… pero
esta vez contra la instalación de acopio de la FPISE. Evidentemente, pensó el
Cuidador, el minhu había pensado que si los dividía, los monstruos tendrían mayores
posibilidades d éxito. En la superficie, Isabel quedó momentáneamente sola en
la batalla, recurriendo a la primera transformación para igualar a sus rivales,
porque Eduardo había tenido que moverse a toda velocidad para interponerse,
recibiendo el impacto de lleno y siendo catapultado fuertemente contra el muro
frontal de la estructura reforzada. Eran dos combatientes en cada bando y
ninguno podría ayudar al otro, por el momento. A poca distancia, Isabel se
sentía animada, inspirándose en su triunfo de Diciembre contra dos mint-hu, y
usó otra de sus técnicas, los látigos de fuego, para envolver al uc-nuq,
aumentando la presión y temperatura, destruyéndolo al cabo de pocos segundos,
al tiempo que Eduardo, en un pestañeo, aplicaba la primera y segunda
transformación, sellando con ello el destino del minhu. Tomándolo por el
cuello, al enorme monstruo grisáceo no le demandó más que unos pocos
movimientos destruir a su enemigo, seccionándole primero los brazo y luego, si,
la cabeza. Eduardo e Isabel, contemplando su obra y celebrando esta nueva
victoria en batalla, volvieron a la normalidad, besándose y abrazándose al
estar uno frente a otro. “Se terminó”, se alegró el Cuidador, preparándose para
quedarse allí, pues el y su compañera tendrían que dar su testimonio a los
guardias cuando estos llegaran. “Ni tanto”, lamentó Isabel, enfocando y
entornando los ojos, transformándose nuevamente, primero en el monstruo vegetal
y acto seguido en la esbelta figura femenina con diversos tonos de verde en la
piel. “¿Más?”, llamó Eduardo (ya conociendo la respuesta) y haciendo lo mismo. “Cinco
mint-hu” – siguió lamentando el hada de fuego –, “con eso se debe completar el
cargamento de piedra caliza que les robaron a los ornímodos”. Como antes, uno y
otro atacaron con todo su poder desde el principio, pero así y todo eran dos
contra cinco y sus oponentes no eran mï-nuqt o uc-nuqt, sino mint-hu, aquellos
seres que causaran tantas bajas en la Guerra de los veintiocho. Valiéndose del
torbellino y los latigazos, Isabel intentó contener al quinteto para darle
tiempo a Eduardo a reunir una gran cantidad de energía y lanzarla en forma de
un único y descomunal rayo, procurando con eso destruirlos a todos al mismo
tiempo. “Tenía que intentarlo”, dijo, lamentando que esa técnica n hubiese
dador resultados, porque los mint-hu simplemente burlaron las tácticas de la
dama y se lanzaron de lleno contra el Cuidador, quien se valió de su agilidad para
no quedar aplastado bajo toneladas de rocas. “Estuvo cerca”, observó, con los
monstruos incorporándose. “Tenemos que eliminarlos pronto, antes de que esto se
complique”, convino Isabel, advirtiendo como los monstruos parecían estar
diseñando un plan de ataque – después de todo, eran seres semi inteligentes –.
De seguro estarían concluyendo que tres de ellos podrían con las hadas, y los
otros dos completar la misión que tuvieran los atacantes ya destruidos. En
tanto se lanzaban al ataque, las descargas intermitentes que daban contra
ellos, haciéndolos tropezar y trastabillar, pensaron en la identidad del
perpetrador de este ataque y el de Diciembre, en que estaría buscando, y que
relación podría haber, si la había, entre uno de los lugares grandiosos y esta
estructura reforzada. “¿O será solo causar daño sin que importen su magnitud ni
los heridos ni muertos que pudieran haber?”, pensó el Cuidador, esquivando por
poco a uno de los monstruos, tras lo cual asumió nuevamente su forma alterna
(La había abandonado para eludir un ataque previo, pues requirió de velocidad y
agilidad). Resultó evidente que los mint-hu eran monstruos semi inteligentes,
porque advertían que el trabajo en equipo era necesario y hacían movimientos y tácticas
que para los uc-nuqt y mï-nuqt eran imposibles. “¡A ver si esto te parece
divertido!”, exclamó Eduardo, tomando un enorme escombro, parte del mï-nuq
destruido, mirando a uno de los atacantes, que pareció esbozar una sonrisa al
haber acertado un ataque similar. Lanzó con fuerza el fragmento, tanta que
aquel se incrustó en la cara del minhu, al que acto seguido asió por la cabeza
y estrelló violentamente contra el suelo. “Uno menos”, dijo Isabel, envolviendo
al minhu – pensó que la facilidad con que hubieron de derrotar a este, al otro
y a los que atacaron el Templo del Agua se debía a la falta de conocimiento e
inexperiencia del o los creadores – con el remolino, para evitar que la
explosión tan intensa les causara heridas. “O peor”, completó. Los mint-hu
restantes no perdieron tiempo y se abalanzaron velozmente, demostrando tal
agilidad que, cuando el matrimonio se dio cuenta, estando los componentes
espalda con espalda, los tuvo formando un cerco en torno a ellos. “Estamos en
problemas”, advirtió Eduardo con una sonrisa, y, en el mismo tiempo en que el
cuarteto se disponía a atacar, pasó lo impensable. “¿Por qué se habrán
detenido?”, se extrañó el Cuidador, a lo que su compañera aclaró “No lo
hicieron, alguien los está deteniendo”. En efecto, los mint-hu estaban luchando
desesperadamente por liberarse de esa fuerza invisible que los mantenía sujetos
al suelo. En cuestión de segundos, el cuarteto quedó paralizado e inmóvil, y
cuatro descomunales descargas de energía de un rosa intenso emergieron desde un
punto en la distancia, impactando en los atacantes y haciéndolos estallar en
cientos de fragmentos, acción ante la cual Isabel usó el remolino para cubrirse
ella misma y a su marido, recuperando los dos la forma feérica. Cuando el
peligro quedó atrás, el hada de fuego alertó a su compañero sobre la aparición
en su frente del símbolo del agua. “Hay un Cuidador cerca”, informó,
recorriendo los alrededores con la vista, y notando destrozos de todo tipo. “Lidia
debe estar acercándose”, aportó Eduardo, no habiendo prestado atención al color de los rayos, pues estuvo
concentrado en proteger a Isabel, tanto como esta a el, y sabiendo que con el
ruido habrían puesto en alerta a cuanto ser feérico y elemental hubiese estado
a determinada distancia de la zona de la batalla. Ambos escudriñaros los
alrededores, agudizando los ojos y oídos, buscando la fuente de esos ataques, le
debían sus vidas a esta hada y querían agradecérselo. Más que eso, felicitarla
por haber destruido a cuatro de los monstruos más fuertes en menos de cinco
segundos y sin ayuda. “¿Ves a alguien?”, inquirió Isabel, a lo que su marido,
detectando una figura envuelta en las sombras, por la distancia que los
separaba de ella y la insuficiente luz natural, contestó “Creo que si”. En
efecto, una figura había aparecido andando a los tumbos sobre el camino de
tierra que serpenteaba entre la selva y desembocaba en el galpón de la FPISE. “Definitivamente,
no es Lidia” – advirtió el Cuidador del Templo del Agua –, “tampoco Marina, ni
mucho menos Kevin”. Solo cuando estuvo la figura a los que parecieron no más de
cien metros, pudieron advertir que se trataba de una mujer de piel morena y
cabello largo, que, se notaba, caminaba con dificultad extrema. “¿Ves lo que
yo?”, llamó Isabel, sin poder creer lo que veía, entornando los ojos para
fijarse en los detalles y rasgos físicos de la mujer. “Si, yo tampoco lo creo”,
coincidió Eduardo, reconociendo que se encontraban ante un evento que, con toda
seguridad, en unas pocas horas estaría siendo apuntado en Ecumenia. Era un acontecimiento
que sin dudas estaría en boca d todos y en los medios informativos por tiempo
indefinido. “Ahora somos cinco Cuidadores, tres mujeres y dos hombres”, agregó.
Con
la diestra hacia adelante, vieron acercarse a Qumi.
FIN
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CLAUDIO ---
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