Cuando al día le quedaron solo ciento diez
minutos, los individuos, al amparo de la música tradicional, que de a ratos se
mezclaba con las voces y pasos en el exterior, tomaron el único divertimento
que pasara inadvertido hasta ese momento: los naipes. Un mazo tradicional, muy
antiguo, en el que las ciento ochenta y siete piezas estaban divididas en
partes iguales en media catorcena de símbolos, habiendo además cinco comodines.
El artesano-escultor, gran y ávido jugador de naipes, pronto estuvo mezclando con
veloces movimientos los corazones, rectángulos, gotas, círculos, la flor con
cinco pétalos, la estrella con cuatro puntas y el rombo con un círculo en el
interior (los siete símbolos, con cartas numeradas del uno al veintisiete),
separando los comodines y dejándolos en l caja. Podían hacer una docena y media
de juegos, y de la sugerencia común optaron por aquel en que debían eliminarse
uno a uno los participantes reuniendo las cartas de un mismo número.
_Es bastante fácil – explicaba Kevin a
Eduardo, repartiendo ocho cartas a cada jugador y reservando otras ocho para el
–. Hay que reunir las siete piezas de un mismo número antes que los demás, algo
complejo tomando en cuenta el movimiento constante de cartas, e ignorando que
números están reuniendo los demás. Tenés esas ocho cartas en las manos para
empezar, otras cuatro que son estas – dejó dos pares en el centro de la mesa –
y el mazo. Vas eligiendo de estos dos pares por turno hasta que llegás al objetivo
de las siete piezas. Cuando todos los participantes concluyen su turno, dejando
las cartas que no necesitan sobre la mesa y boca arriba, se detiene el juego
para mezclar todas las piezas una vez más. Ese paso se puede repetir varias
veces.
_De acuerdo – aceptó Eduardo, captando las
instrucciones y reconociendo que era un juego sencillo – Reunir los siete
números antes que los demás jugadores. ¿Solo eso y ya?, ¿así termina el juego?.
_No – contestó Cristal. Las hadas ya tenían las
ocho cartas en sus manos. Teniendo cada individuo las piezas requeridas,
deberían cubrir con la restante los naipes descartados –. La ronda se repite
tantas veces como sea necesario hasta que solo quede una persona, y en cada
nueva ronda los jugadores tienen que elegir un número diferente. Como alrededor
de esta mesa somos ocho personas, las rondas van a ser siete. Al final de la
séptima, si, el juego termina.
Completaron la ilustración diciendo que
cuando cada uno hubiera desechado ya las cuatro cartas sacarían de a una las
que quedaran en el pilón y que luego se repetiría ese procedimiento – mezclar
las ciento veintitrés cartas, dejando cuatro boca arriba y las demás boca abajo
– en un nuevo pilón hasta que cada ronda hubiese finalizado.
_Entiendo – dijo Eduardo, desviando la vista
hacia el musiquero. Había empezado a oírse el segundo tema de ese cilindro, una
pieza antigua que elogiaba las reuniones familiares en el fin de año. Volvió a
concentrarse en sus naipes y llamó, sin dirigirse a nadie en particular –. ¿Por
qué no hacemos este juego más interesante?. El ganador de la ronda recibe… no
se, cien soles por parte de cada uno de los demás jugadores. El premio máximo
de setecientos por ronda suena tentador. Y siempre cabe la posibilidad de que
uno de nosotros atraviese… ¿cuántas?, ¿veintiocho rondas?... y gane ocho mil
cuatrocientos soles antes que este día haya terminado. ¿Ustedes qué opinan?.
Expusieron los demás su visto bueno haciendo
gestos faciales y dejando las primeras monedas, una de quinientos y otra de
doscientos, en la mesa, a un lado del mazo con las ciento veintitrés naipes.
“Empieza el juego”, anunció entonces Isabel,
y los individuos empezaron a ordenar las cartas que tenían en las manos,
fijándose cual número se repetía más veces.
“Parece un calco de la época de la
prohibición”, comparó rápidamente Eduardo, y cuando los demás le preguntaron
sobre el significado de aquello, les habló de la época en la historia
estadounidense en que, como consecuencia de la “Ley Seca”, proliferaron en las
ciudades de ese país todo tipo de locales clandestinos, en los que el consumo
de alcohol, el de tabaco y el juego eran moneda corriente, siempre con el
riesgo que representaban las redadas. La escena en la sala era un calco de esos
garitos y clubes clandestinos: las ocho personas, en tanto con una mano
sostenían ocho cartas, con la otra alternaban un vaso con cerveza y un
cigarrillo, y no hablaban demasiado, procurando concentrarse, y deseando uno
que los otros estuvieran juntando otro número que no fuera el propio. La
primera ronda concluyó al cabo de tres minutos en los que hubo movimientos
permanentes en el centro de la mesa, dejando los jugadores unas cartas y
tomando otras. El cumpleañero fue el primer ganador, enseñando orgulloso las
cartas con el número nueve. “No estuvo mal”, dijo, sabiendo que esta había sido
una de esas escasas veces en que lograba un triunfo con estos juegos, porque
los naipes de las hadas no habían sido jamás su fuerte. Aprovechando que
estaría libre algunos minutos, fue al exterior de la vivienda y se quedó parado
junto a la puerta, observando primero el
letrero que indicaba la dirección (La Fragua, 5-16-7) y luego el entorno
tan característico, buscando otra fuente de inspiración que le permitiera hacer
un nuevo repaso, uno breve, considerando que no estaría allí por mucho tiempo,
de lo que había sido la jornada. “Mi primer cumpleaños aquí, fue un éxito”,
pensó haciéndose a un lado, al escuchar como se abría la puerta y hacía Iulí su
aparición, con el mismo gesto de satisfacción que el.
Ese mismo tema se extendió durante todas las
rondas, aunque no exclusivamente con las sensaciones y experiencias que tuvo el
arqueólogo submarino. Los cumpleañeros tomados de la mano en el sofá, que
estuvieron aguardando, tal era la costumbre de las hadas, la llegada de este
día haciendo balances y repasos de lo que fuera el año diez mil doscientos
cuatro para ambos y lo que hicieran en los trescientos sesenta y tres días
transcurridos hasta ese instante; los temores y las preocupaciones de Eduardo,
durante y después del desayuno, porque algo fuera a salir no como el y su
prometida lo planificaran cinco días antes, las palabras y gestos con que la
hija mayor de Iulí y Wilson buscó tranquilizarlo, asegurando que nada iba a
salir mal ni quedar fuera de lugar; la llegada de los seis invitados, y la
apertura de los obsequios de cada uno por parte de los cumpleañeros, las
palabras de estos para agradecerlos,
tanto como el sencillo gesto de entregar un presente y, más aún, así lo sostuvieron
Eduardo e Isabel, el hecho de que hubiesen estado en la vivienda para asistir a
la ceremonia – las palabras y explicaciones de Zümsar acerca de sus viajes al
norte y al oeste de Insulandia no volvieron a mencionarse en ningún momento del
día –, el almuerzo tan opíparo, el repaso de las fotografías, algo que era uno
de los instantes más esperados por las hadas en sus cumpleaños, ese
divertimento que se procuraron a la tarde durante casi tres horas, volando sin
un rumbo particular, moviéndose los hombres al norte y las mujeres al sur,
confluyendo ambos grupos en la periferia de la ciudad; el momento cumbre de los
cumpleaños, que significó ese imponente pastel de tres pisos, el pedido de los
deseos e incluyó los tortazos en la cara a los homenajeados; el momento de los
bailes, el paseo local por los alrededores, las estancias en los jardines
traseros de la propiedad, la conversación sobre la actualidad de la capital…
“¿Viste que nada salió mal?”, repitió Iris, que junto con el cumpleañero eran
los únicos que continuaban en el juego de naipes, conscientes ambos de que
cualquiera de los dos podría ganar ocho mil cuatrocientos soles.
_Tengo que admitir que me equivoqué.,
reconoció el arqueólogo, mirando sus cartas, y concentrándose en el número dos.
En otro rincón de la sala, con las cortinas
abiertas de par en par, Isabel, Iulí, Wilson, Cristal, Kevin y Zümsar
observaban el exterior, desviando de a ratos la vista hacia los jugadores. El
movimiento allí era muy superior al de cualquier otro día para este horario. Le
quedaban nada más que veinticinco minutos al treinta de Diciembre /Nios número
veintinueve y tanto el suelo como el cielo tenían un fuerte movimiento de seres
feéricos y elementales que iban de un lado a otro, teniendo como algunos de los
denominadores comunes las risas y palabras alegres. “¡Lo que va a ser mañana!”,
exclamaron todos los individuos en la sala.
_Buena admisión – observó Iris, tan cerca del
triunfo que se esforzaba por no delatar esa cercanía. Solo le faltaban dos
cartas, las estrella y la flor, con el número cinco. A su rival, en cambio, le
faltaba el doble –. Fue tu primea experiencia y nada más. A eso y solo a eso se
debieron tus preocupaciones y temores.
_Puede ser – empezó a reconocer Eduardo, cambiando
una carta al mismo tiempo que Iris – me va a servir de experiencia para el año que viene. No solo
esto, no solo mi cumpleaños. Hablo de todo. De cada cosa que hice este año,
cada ceremonia en la que participé como protagonista o testigo.
En ese momento volvió para el a cobrar fuerza
otro momento que estaba cerca; el de su primer aniversario en este planeta.
Cuando llegara ese día, el trece de Enero /Baui número trece, haría un repaso a
fondo. En un año había podido empezar su vida desde cero y conseguido, como ya
lo viera en numerosas oportunidades, todo aquello que por una u otra razón
había dejado de tener.
_Estoy de acuerdo con eso, excepto con lo del
“puede ser” – coincidió Iris en parte, sin despegar los ojos de su manojo de
ocho cartas. Tenía seis cincos y estaba deseosa por obtener el faltante, el de
la estrella de cuatro picos, antes que Eduardo usara la octava carta para
cubrir las que estaban sobre la mesa – La expresión correcta hubiera sido “Es”.
Le pasa a todo el mundo. Los temores y las preocupaciones son una parte que
siempre van a acompañar a la gente a la hora de estar cara a cara con algo nuevo,
con una primera experiencia en algo que es desconocido en todo o en parte.
En tanto Eduardo hizo su siguiente
movimiento, Isabel fue hasta el ambiente de junto, el taller-almacén, en busca de los obsequios que
habían ella y su compañero dejado allí cuando estuvieron de compras los días
anteriores, para Iris y Zümsar. Eran sus regalos de fin de año – otra costumbre
muy antigua de las hadas –; ambos habían acordado dárselos en los últimos
momentos de ambos en su casa, antes de la llegada del nuevo día.
_Y ese fue mi caso., aceptó finalmente el
arqueólogo.
_Eso – dijo Iris, tomando otra carta, y
acompañando las palabras con otra sonrisa –. La experiencia y el conocimiento
se adquieren con el tiempo, ya sea o no algo importante. Incluso en las cosas
triviales. Tenés que estar atento a todo, para procurarte el aprendizaje.
_¿En qué, por ejemplo?.
Iris volvió a sonreír.
_En que esas monedas son mías – señaló las
ocho piezas de mil soles y el par de doscientos –… o, lo que es lo mismo, ¡en
esto!.
Expuso sobre la mesa las siete cartas con el
número cinco, alzando los brazos en señal de triunfo, y estirando las manos a
un lado de su juego, dispuestas las cartas en forma de abanico, diciendo
“Ingresos adicionales… no vienen mal”.
_Eso quisieras., dijo Eduardo entre risas,
exhibiendo ante su rival la media catorcena de cartas con el número dos.
“¿Un
empate?”, reaccionaron los demás.
En efecto, había sido tal cosa.
Ambos finalistas de los “siete iguales”, así
se llamaba el juego, concluyeron la última de las rondas habiendo alcanzado su
objetivo, y se convirtieron en acreedores de ovaciones y aplausos por parte de
los espectadores de ambos sexos. Al final, Eduardo e Iris se repartieron en
partes iguales las monedas, cuatro mil cien soles cada uno, y al hacerlo le
pusieron fin al juego de naipes, momento en el que las agujas señalaron las
veintitrés cuarenta y cinco.
_Esto es para ustedes., anunció Isabel a
Zümsar e Iris unos pocos segundos más tarde, ya en el ocaso del cumpleaños
doble, señalando con la vista los obsequios que había dejado sobre la mesa
pequeña, y con el mismo sentimiento que tuvieran ella y Eduardo al recibir los
suyos.
Estaban envueltos tan pulcramente con ese
bello papel que sería una pena rasgarlo y ver el contenido. “Las damas
primero”, dijo Isabel, tomando uno de los obsequios, en cuyo envoltorio
destacaban el color rosa y el símbolo del intelecto, siendo ese el don o atributo
de Iris. La acreedora desenvolvió el paquete con todo el cuidado que pudo, y al
hacerlo descubrió una pieza de vestir femenina tradicional (“Medieval”, comparó
Eduardo en silencio, al ver la prenda), de seda y colores discretos, aunque
alegres, de esas que tanto amaba la beneficiaria. Esta lo sostuvo desde los
hombros, en lo alto, para observarlo con detenimiento, dejándolo visible para
todos los presentes en la sala. Era una túnica de mangas largas que combinaba
los sobrios tonos de verde y rojo, y con solo verla, Iris se dio cuenta que era
de su talla, y del mismo estilo de la prenda que ahora estaba usando. “Es
perfecta”, opinó, tentada de probársela allí mismo solo para ver como le
quedaba. “¡Levanten la mano los que quieran que se cambie aquí y ahora!”, llamó
Zümsar, y al mostrar su aprobación los hombres se produjo la ya clásica tanda
de pellizcos y codazos por parte de Cristal, Isabel e Iulí, en tanto Iris
experimentaba el rubor en las mejillas y guardaba la túnica, pulcramente
doblada, en la caja. “No cambian, eh”, fue su respuesta, entre gruñidos y
risas, en relación a la propuesta del hada del rayo y la aceptación de los
demás hombres. “Ahora tu turno”, anunció Eduardo, dirigiéndose al arqueólogo
urbano. Zümsar tomó el paquete, lo desenvolvió con el mismo cuidado y descubrió
una túnica para hombres, también de colores discretos, que combinaban la
tonalidad oliva de su aura, y confeccionada con materiales igual de finos.
“¡Excelente!”, opinó con solo verla, advirtiendo que tampoco tendría problemas
con el talle. Como su compañera antes que el, Zümsar agradeció a los
anfitriones el gesto, habiéndole importado eso tanto como el obsequio, y su
caso quizás haya sido, de los dos, el más efusivo en cuento a las
demostraciones y las sorpresas, porque era un amante de todo lo antiguo,
incluida la indumentaria, y lo tradicional, y esta túnica, aunque no tenía más
de una quincena desde que fuera confeccionada en el Mercado Central Textil, era
una réplica totalmente fiel a la que estuviera de moda entre los hombres en el
continente centrálico hasta mediados del séptimo milenio posterior al Primer
Encuentro. “La moda pasa, pero siempre hay lugar para lo viejo en nuestra
sociedad”, fueron las palabras de Zümsar, sabiendo el y los otros que hoy día
incluso había seres feéricos que usaban ropa y calzado que eran previos al
máximo evento histórico. “Gracias de nuevo, es bueno que lo tradicional no se
pierda”, dijo, al tiempo que Iris hubo se situarse a su lado.
_¿Van
a estar en el Castillo Real?., les preguntó la cumpleañera, en referencia a los
días de la Transición.
_Si – aseguró Iris, ya preparándose para
abandonar la casa. Habían incorporado un último obsequio para llevarse con
ellos, una bebida alcohólica muy fina para compartir esa noche solemne con la
reina Lili, Oliverio, el príncipe Elías y la princesa Elvia, junto a una
tarjeta de felicitación de los cumpleañeros, escrita en el idioma antiguo –, no
podríamos elegir ni por equivocación otro lugar para estar mañana a la noche.
Para mi va a ser raro, desde luego. Es mi primera ceremonia de fin de año allí
en más de cinco milenios. No, no es un caso idéntico al tuyo. Cuando mucho
parecido y nada más – añadió, dirigiéndose a Eduardo, anticipándose a las
palabras de este –. Yo estuve ausente en parte, imposibilitada para estar fuera
del Banco Real de Insulandia por períodos prolongados de tiempo, pero siempre
estuve al corriente de todo lo que pasaba en la sociedad feérica, y de los
cambios culturales que fueron ocurriendo. Quiero decir que se lo que tengo por
delante – su aura turquesa manifestaba un brillo errático, similar al que
experimentara ese halo de dos colores de Eduardo al estar frente a cada nuevo y
desconocido desafío –, y eso me va a ser de ayuda. Ahora nos vamos a su casa –
señaló con la vista a su alma gemela, que disfrutaba con los otros hombres, en
la calle, de lanzar hacia el cielo las piezas pirotécnicas que formaban esas
magníficas luces multicolores. No eran los únicos, porque desde allí podían ver
y escuchar como varias hadas más continuaban con ese mismo divertimento –.
Vamos a pasar la noche allí, t mañana a la mañana, después del desayuno, nos
vamos directo al castillo.
Los ojos le brillaron y una amplia sonrisa se
dibujó en su cara, de esas que solían aparecer en los seres feéricos cuando
también lo hacía el enamoramiento. Iris estaba loca de contenta desde que
empezara el noviazgo (compañerismo sentimental, lo llamaban las hadas) con
Zümsar, a principios de este mes. Por haberse encontrado con el hada del rayo
en aquel momento, los primeros en enterarse de que algo estaba iniciando fueron
Nadia y Eduardo, cuando este último estuvo recibiendo el alta médica luego de
la batalla, su primera experiencia en combate en este mundo, y en el instante
en que ambos dejaran la habitación, el experto en arqueología urbana,
exhibiendo dolencias y heridas más complejas, les había pedido que buscaran a
la “princesa de antaño”, una de las formas con que las hadas y los elementales
se referían a la antigua lideresa del MEU, uno de los bandos enfrentados en la
Guerra de los Veintiocho, y solicitaran su presencia. Esa misma tarde, mientras
el otro paciente de ese dormitorio, Eduardo, e Isabel hacían constar el
desconcierto sobre el cambio en el don o atributo y en el color del aura de la
dama, Zümsar e Iris, el primero bastante animado por la presencia de la
segunda, descubrieron que no solamente tenían en común el sentimiento confeso
anti-ilio. Hubo química entre ellos desde el primer momento, y en tanto estuvo
el hombre internado en el prestigioso centro de salud no fueron pocas las veces
en que las visitas que tuvo Zümsar y el personal médico, también los agentes de
la DM, los encontraron abrazándose, tomados de la mano e incluso besándose, sin
preocuparse uno y otro porque los vieran en esas situaciones ni que, por
consiguiente, se enteraran de la relación recién nacida. Hoy, los dos formaban
una pareja consolidada que nadaba en la felicidad absoluta que estaba dando sus
primeros pasos, poniendo énfasis en los gustos y preferencias comunes para
seguir avanzando.
_Hacen un lindo dúo., opinó Cristal, viendo a
las almas gemelas en la mitad de la calle, aun divirtiéndose con la pirotecnia.
En el
despejado cielo, las luces multicolores de los fuegos artificiales se
confundían con las estrellas y auras de las hadas, que volaban en una altura
que las tuviera a resguardo de ese peligro potencial. Desde allí era complicado
distinguir unas luces de las otras, apenas unas pocas que cambiaban de
dirección eran indicativo de la presencia de seres feéricos en el cielo.
_Y tienen muchos puntos en común., agregó
Iulí, sin poder culpar a ninguno de los hombres allí, especialmente a su marido.
Aunque su caso fue una parte insignificante
del tiempo que transcurriera siendo un alma solitaria, en comparación con Iris,
Wilson había pasado siendo tal cosa alrededor de dieciocho años, y durante ese
período se vio obligado, tanto como su compañera y la economista, a llevar una
vida bastante limitada, en todos los aspectos. Como todas las almas solitarias
en el mundo, tampoco el se pudo ausentar por períodos prolongados del lugar en
el que hubieran quedado sus últimos vestigios físicos (aquel “momento personal”
con Iulí), al destruirse su cuerpo cuando quiso llevar de la teoría a la
práctica la “magia imposible”, como muchos la llamaban. Durante esos años,
Wilson tuvo que contentarse con presenciar todos los bellos momentos y las
festividades desde la seguridad que le proporcionaban las instalaciones del
Banco Real, y desde que recuperara su antiguo ser (cuerpo, aura, energía vital
y habilidades), gracias a la actuación de su futuro yerno, había procurado
recuperar todos y cada uno de los aspectos de su antigua vida. En este caso, la
social en relación a las festividades del fin de año. Tampoco podía decir una
palabra Iulí respecto de los otros hombres: los tres habían tenido un año
cargado de trabajo, y cada uno tuvo además sus propios problemas; Eduardo el
viaje entre planetas que le trajo como consecuencia cincuenta días sin
conocimiento, y después el descubrimiento que lo colmara de dicha; Kevin una
fiebre tropical que hubo de dejarlo, durante varios días de Agosto, en una cama
del Hospital Real, en el sector de terapia intermedia, y Zümsar esa
experiencia, el control ejercido sobre su persona a la que ningún hada quería
enfrentarse, si podía evitarlo. “Que se diviertan todo cuanto quieran”, pensó,
alegre y complacida.
_¿Pasa algo?., llamó Cristal, viendo a Iris,
esta estando en silencio, con el aura casi inmóvil y la cierta expresión de
nostalgia triste en la cara.
_Un recuerdo bonito, solo eso – contestó iris
– va y viene desde el momento en que Eduardo logró restaurarme. El conde Báqe.
Su cara llega a mi mente, permanece y desaparece. Es lo único que me hace dudar
sobre mis sentimientos actuales con Zümsar. Todavía queda bastante de aquello.
Báqe había sido un miembro de la familia real
de Nimhu, uno de los “países vecinos” de Insulandia, y las excelentes
relaciones entre ambos hicieron que el conde nimhuit y la princesa insular se
conocieran e interactuaran prácticamente desde su nacimiento, y que dieran
inicio al compañerismo sentimental al mismo tiempo que para uno y otro la
adolescencia le iba cediendo su espacio a la adultez. Esa unión se mantuvo en
el tiempo aun cuando empezara la Guerra de los Veintiocho, y continuó hasta la
caída en acción del conde, un mes antes del final de la contienda. Hoy, el
sarcófago con los restos mortales de Báqe, hermano de la reina de Nimhu en
aquellos tiempos, descansaba en un mausoleo en una isla en aguas internacionales,
a seis kilómetros al norte de las aguas territoriales de su patria, en el mismo
lugar donde hubo de perder la vida. Desde su vuelta, Iris estuvo en aquel lugar
el décimo sexto día de cada mes en el neo calendario – Iiade número treinta,
Sefht número tres, Clel número diez, Norg número doce, Chern número quince y
Nios número quince –, para rendir tributo y homenajes al que fuera su gran y
único amor, hasta iniciado este mes, y reafirmado ante el sarcófago que Báqe
había muerto como un auténtico héroe, batiéndose en un combate mortal contra
esa decena de setwes que intentara ocupar esa isla, en preparación para un
ataque a gran escala sobre Nimhu.
_Por más que trato no puedo dejar de pensar
en el, y eso hace entre otras cosas que quiera ir al mausoleo una vez cada mes,
a rendirle honores. No es que no quiera, pero hacerlo con esa intensidad evita
que, por ejemplo, que le pueda poner orden a mi vida personal, específicamente
a mi vínculo con Zümsar – describió Iris. Los sentimientos que tuvo para con el
conde, que sobrevivieron al paso de los milenios, estaban siendo por primera
vez un impedimento para ella –. Le creo cuando dice que no le importa, porque
el vivió algo parecido y por lo tanto sabe cómo es. La que no está cómoda soy
yo, Fui además la última en verlo con vida – recordó con tristeza. Báqe había,
literalmente, fallecido en sus brazos –, y eso me marcó para siempre. Ya se lo
que tengo que hacer. Mirar para adelante y no vivir atada a los recuerdos, no
seguir alimentándolos para que no crezcan ni permanezcan en mi mente con mayor
o menos frecuencia. Pero no me es eso fácil – y pidió a Cristal, Isabel e Iulí,
sin dirigirse a ninguna en particular –. ¿Ustedes qué opinan?, ¿qué sugieren o
recomiendan que haga con eso?.
Las hermanas y su madre se miraron entre si,
sin saber que contestarle y optando por el intercambio de miradas y un silencio
de desconcierto. Ninguna había vivido esa situación y el de Iris era un caso único no solo en el
mundo, sino también en la historia. Nadie podría decir que se sentiría ser el
protagonista de una experiencia así, porque no se tenían precedentes. Con eso,
Iris estaba sola y a la búsqueda de cualquier cosa que le pudiera resultar de
alguna ayuda. Al final, estando a menos de cinco minutos de la llegada del
último día del año, Isabel le dijo, sabiendo que no era una respuesta.
_¿Recordás los últimos instantes con el conde
Báqe? – como todas, quedó deslumbrada con el lanzamiento de la más reciente
pieza pirotécnica, que produjo a grandes alturas una lluvia de chispas rojas y
azules, acompañada por una sonora explosión –. ¿Qué fue lo último que hizo o
dijo?. A lo mejor eso puede ayudarte. Una sola palabra o un solo gesto serían
de utilidad.
_Me acuerdo de todo – aseguró iris –. Fue el
año cinco mil ciento siete, el Nint número quince a la mañana, entre las once y
diez y las once y veintidós. Fueron sus últimos doce minutos en este mundo… y
los pasó conmigo, en mis brazos en el suelo de piedra de esa estructura abandonada.
Ese recuerdo, no importa lo que pase ni cuanto me esfuerce, va a permanecer
conmigo en tanto viva.
Aquella mañana soleada en esa parte del
continente – había empezado a relatar Iris, olvidándose por un momento del
enormísimo clima festivo –, el conde Báqe, a quien nunca le quitaron el título
nobiliario pese a formar parte de la plana mayor del MEU, siendo de este grupo
el segundo al mando, estuvo solo en aquella isla distante seis kilómetros de su
patria, buscando un lugar que sirviera como refugio temporal para los pocos
combatientes que continuaban con vida, unos veinte mil a nivel planetario, poco
más del uno por ciento de los iniciales. Desafortunadamente para el, nunca le
había llegado la advertencia de un ataque inminente de los setwes en la zona,
esa pequeña porción de tierra incluida, porque le mensajero había caído en
batalla el día anterior junto a once de sus compañeros, al ser emboscados por
el bando rival, un pelotón del ejército nimhuit. Ocultos en la estructura
abandonada, la única construcción en esa isla, unos diez setwes empezaron los
preparativos para un ataque a gran escala sobre las costas de Nimhu e
Insulandia, pero esos planes cambiaron abruptamente al ver aparecer al conde
Báqe, quien, desprevenido e ignorante del peligro, posó sus pies en la arena y
emprendió la corta caminata. Los setwes sabían que con una sola baja no
suplirían las del pueblo ilio, porque la diferencia era astronómica, pero
comprendieron que si eliminaban al conde nimhuit sería un durísimo golpe anímico
y moral para el MEU, uno que podría, además, dejarlos al borde de la rendición.
Ocultos y sin hacer ruido, los setwes esperaron a que Báqe estuviera dentro de
la deteriorada antesala, otrora un templo religioso de las hadas destruido por
los ilios una década atrás…
El segundo al mando del MEU estuvo solo aquel
momento, pero no era un oponente cualquiera. Siendo un hada del rayo, era muy
poderoso y sus habilidades estaban ubicadas por encima de las de la mayoría de
sus congéneres y, desde luego, de los ilios. Esos diez setwes le cayeron encima
violenta y velozmente, pero al conde Báqe le bastó una pequeña descarga de su energía para catapultar a todos los
atacantes a varios metros de distancia, muriendo uno de ellos al romperse el
cuello en ese fuerte impacto contra el suelo. El nimhuit no perdió un instante
y se lanzó de lleno a la batalla, enviando al otro lado de la puerta a dos
setwes, carbonizándolos con una única y fulminante descarga eléctrica. “El que
sigue”, dijo a los sobrevivientes, con una sonrisa provocadora, y los setwes,
lejos de acobardarse, hicieron su movimiento. Pero solo atacaron seis de los
siete individuos, habiéndose quedado el séptimo apartado de sus congéneres y
del hada, concentrado en unos pocos elementos y un pocillo que tenía frente a
si. Con odio y movimientos descoordinados, producto del temor y el hecho de
saber que tenían como oponente al segundo al mando del Movimiento Elemental
Unido y miembro de una familia real, los setwes, ahora transformados y con
plumas en las rodillas tobillos y la mitad de los brazos, continuaron atacando,
golpeando con enorme presión y escupiendo su veneno mortal, pero sin causarle
daño alguno a Báqe. Este sencillamente era muy hábil, y al cabo de varios
intentos apenas le hicieron un corte muy leve en una mano. “mi turno”, dijo el
conde, esta vez sin sonreír ni burlarse, acabando en menos de diez segundos,
con otro rayo, con la media docena de atacantes, y enfocando entonces su
atención en el último, aquel que permanecía apartado… y concentrado en la
creación de un monstruo, un uc-nuq. “Así que los ilios usan la magia” – dijo,
satisfecho por haberlo descubierto –, “Iris y yo siempre tuvimos razón”.
Y se lanzó al ataque, ignorando los riesgos,
sabiendo que el setwe podría usar al monstruo como distracción, dándole el
tiempo necesario para inyectarle el veneno mortal al conde nimhuit, o como
oponente mucho mejor capacitado y preparado. Siendo este un monstruo de piedra,
Báqe se vería obligado a usar grandes cantidades de energía en un único punto
para destruirlo. “Por fin un enemigo que vale la pena”, se alegró el segundo al
mando del MEU, transformándose en un varano, de tres metros de longitud, y
arremetiendo velozmente contra el monstruo, dándole un coletazo tan fuerte que
lo tumbó al suelo, la reacción por el esperada para lanzarle una descarga en el
centro del pecho. El ataque no le hizo mella al monstruo, que se incorporó y
obligó al conde a replantear su estrategia y ejecutar su segunda y última
transformación. Uno y otro oponente quedaron entonces igualados en altura, y la
batalla, aunque breve, llegó a un nuevo nivel de ferocidad. Con movimientos
increíbles, Báqe se dio cuenta de que no haría falta la energía eléctrica para
el triunfo. Le bastaba solo con su fuerza física y musculatura, y, en tanto
zarandeaba al monstruo de piedra, agrietándolo en los hombros y parte de los
brazos, el setwe, entre el temor por ver que el monstruo no era suficiente y el
deseo de venganza, viendo como sus nueve camaradas fueron eliminados en un
instante, advirtió que no tendría una oportunidad como esta otra vez. Se lanzó a la carga, armándose del suficiente
valor, viendo a Báqe absolutamente concentrado en el uc-nuq, al que destruyó,
volviéndolo escombros, al mismo tiempo que sentía esa punzada filosa en el
costado derecho de la cintura. “¡Cretino!2, exclamó, dando al atacante un golpe
tan fuerte que lo catapultó, ya muerto y con numerosos huesos destrozados,
contra un muro, en este incrustándolo. El conde sabía que estaba viendo sus
últimos momentos en este mundo, no teniendo consigo el antídoto contra ese
veneno, que actuaba rápidamente en el organismo, y antes que se hubiera
cumplido un minuto de la inyección sus piernas se aflojaron y se desplomó,
quedando tendido boca arriba, resignado a su final.
_Esa fue la descripción que el hizo de lo
ocurrido, y murió casi al instante – finalizó Iris su historia, con una
expresión melancólica y lágrimas solitarias –. Yo estaba en ese momento en la
costa este de Uzeqü – otro de los reinos centrálicos, junto a los remanentes
locales de mi grupo, resistiendo como podíamos una ofensiva del otro bando.
Supe lo que había pasado porque Báqe y yo aprendimos a comunicarnos
mentalmente. Otro recurso para la guerra, si uno estuviera en algún peligro el
otro lo podía ayudar. El me dijo que su momento de cruzar al otro lado de la
puerta había llegado. No lo dudé ni por un instante. Ordené la retirada del
grupo que estaba conmigo, esos seres feéricos se dispersaron y yo fui directo
al templo en ruinas donde Báqe estuvo luchando. Vivió lo suficiente para
describir la batalla, y que por fin habíamos podido descubrir que los ilios,
los setwes al menos, sabían hacer magia y la usaban, aunque no lo pudimos
probar – Iris calló. Pareció también cerrar todos sus sentidos, buscando concentrarse
en ese instante de su remotísimo pasado. De sobra sabía que lo peor que podía
pasarle a una mujer era ver morir a su hombre, y viceversa; las consecuencias
de eso eran muy tristes y desalentadoras –. Me sorprendió ese semblante tan
sereno que tuvo, lo contrario a lo que podría esperarse en alguien que sabe que
va a morir. Pero lo estuvo, ¿saben?. No dejó de mostrarse alegre y de buen
ánimo hasta el final, y cuando dejó de moverse su sonrisa continuó estando
allí. Una hora después lo terminé de cubrir, algo improvisado, claro, con las
piedras del uc-nuq destruido. Un mes luego, cuando se cumplieron ciento veinte
minutos del fin de la Guerra de los Veintiocho, se construyó el sepulcro y a
Báqe le hicieron un funeral con todos los honores. Cada uno de los que
estuvieron allí, de un bando y del otro… bueno, no hubo grupos. Todo el mundo
lo despidió como un héroe. Incluso yo estuve ahí, aun en mi estado tan
calamitoso pude reunir las fuerzas suficientes como para hacer ese viaje y…
¡ay, ya lo se!.
Iris pareció haberse acordado de algo más.
_¿Qué cosa?., quiso saber Iulí, conmovida por
la historia, tanto como sus hijas.
Era la primera vez que la escuchaban.
_De las últimas palabras de Báqe, siempre
conservando ese semblante tranquilo – contestó el hada de los sentidos, cuya
aura turquesa era el mejor indicativo de que su estado de ánimos empezaba a
cambiar. Este recuerdo era, al parecer, el origen de ese incipiente cambio –.
Le pedí que no hablara, que no se esforzara, aunque nada hubiera podido cambiar
esa fatalidad, impedir que ocurriera – Iris sonrió, pensando en que el conde
nimhuit había dado palabras de ánimos y esperanzas para el futuro –. Me dijo
que fuera feliz y que bajo ninguna circunstancia me dejara atrapar por loe
sentimientos y emociones negativas, que ya iba, algún día, a encontrar yo a
otra persona, a un hombre con el que pasar el resto de mis días. Y es obvio que
ese hombre ya llegó. Zümsar me lo recuerda mucho, y no solo por el don del rayo
o la transformación en un reptil cuadrúpedo. También el carácter, la
personalidad… incluso en el aspecto físico son muy parecidos.
“Son
familia, después de todo”, pensó.
Esas lagunas en la memoria de Iris eran
consecuencia tanto de las malas impresiones y experiencias vividas durante la
Guerra de los Veintiocho y del hechizo fallido con el que intentara recuperarse
de las heridas recibidas durante la última batalla, cuando fuera ella el último
miembro del Movimiento Elemental Unido que continuaba peleando. Loe recuerdos
perdidos iban volviendo de a poco desde que el prometido de Isabel la
“restaurara”.
_Entonces no esperes un momento más. Andá a
su lado ahora – la alentó Cristal, acompañando con gestos las palabras, viendo
al cuarteto masculino junto a la casa al otro lado de la calle, divirtiéndose
con la pirotecnia. No habían hecho otra cosa desde que salieran a la calle, y,
como las damas advirtieran, era un ensayo de lo que vendría mañana –. De hecho,
¿por qué no vamos las cuatro?. Si los dejamos solos un momento más seguro que
van… que se yo, se van a El Tráfico, que ahora debe estar abierto.
“Vayamos”,
coincidieron Isabel, iris e Iulí, cruzando las cuatro la calle, Iris cargando
los obsequios para Zümsar y ella y la bebida alcohólica fina, para la noche de
mañana, en el brindis de la familia real insular.
_¿Se divierten?., llamó la cumpleañera,
echando los brazos alrededor de Eduardo, sonriente a causa de esta inolvidable
y grandiosa jornada.
Pasarían los últimos tres minutos del treinta
de diciembre /Nios número veintinueve en la vereda de “La Fragua, 5-11-8”.
_La verdad es que si – contestó su compañero
de amores, dándole un beso –. Este día no podía estar terminando de mejor
manera, ni tampoco empezando de mejor manera las cuarenta y ocho horas de la
Transición. Tendríamos que brindar de nuevo, me parece. Motivos no nos van a
faltar. Yo, por lo pronto, los tengo de sobra, por lo que ya es de conocimiento
de todos ustedes. Y ahora que puedo mirar hacia atrás no me equivoco al decir
que este fue el mejor cumpleaños que tuve hasta ahora. Es cierto que todos
fueron iguales o muy parecidos, pero el de hoy fue un caso atípico.
“Por
supuesto que fue atípico”, pensó inmediatamente. Todo cuanto pasara en esta jornada era la concreción de sus deseos,
algo que se formulara a menudo, en voz alta o en silencio, de esas cosas que
había perdido, por una u otra razón, o que creyó haber perdido. A mediados del
primer mes del año llegó a pensar que incluso su existencia, el último
testimonio físico de aquel prolífico grupo familiar, estuvo a punto de
finalizar, al saltar desde una gran altura y caer de lleno en el océano. En un
breve lapso de tiempo pudo rehacer su vida, de esta cada uno de sus aspectos,
y, por lo tanto, ver como esos anhelos y deseos se iban cumpliendo. Era por eso
que cada noche, sin excepciones, se acostaba con una enorme sensación de
felicidad en la cara.
_Todos tenemos motivos para sonreír, Eduardo,
y diría que ahora más que cualquier otro fin de año – agregó Isabel, accediendo
a los gestos de los hombres de unirse al uso de la pirotecnia. Tomó una pieza y
al instante se transformó en las alturas en una deslumbrante y abundante
cantidad de chispas rojas –. Y el nuestro es un caso por demás llamativo, más
quizás que el de cualquier otra hada en el mundo. Y vos y yo, todos, sabemos la
razón.
Para ella también fue este un año grandioso.
Su paso en el museo había sido excelente, su vida social estaba consolidada y
mejorando, y, quizás lo más importante y emotivo, su familia estaba allí. Sus padres, Wilson e
Iulí, su hermana, Cristal, el compañero sentimental y prometido de esta, Kevin,
y el suyo, Eduardo. Y en este momento estaban a su lado dos de sus mejores
amistades, Iris y Zümsar. Isabel también era una persona famosa, a causa del
hombre que había llegado a su vida a mediados de Enero y las acciones de aquel,
el regreso de sus padres, hecho que además sirvió para revalidar el nombre de
Mücqeu, y los cambios en su atributo y en su aura, habiéndose debido esto a la
vuelta de su padre. Por esas mismas razones también se había vuelto una persona
famosa su hermana.
_No hay, creo, un solo motivo por el que uno
o más de nosotros ocho termine de manera no agradable este año. En este tuvimos
éxito en todos los aspectos de nuestro día a día, ¿estoy equivocado?... no lo
creo – planteó el artesano-escultor, mirando hacia arriba. Las luces pirotécnicas
continuaban siendo una constante –. Por eso mismo es que vamos a empezar el
siguiente como se supone que lo empecemos.
_Incluso las demás especies tienen motivos
para finalizar bien este año, todas y sin excepciones – agregó Cristal,
quedando demostrado que no estuvo incluyendo a los ilios al decir “todas” –.
Aún con la Gran Catástrofe, nadie pudo dejar de sentirse feliz y animado en los
días posteriores, ni van a dejar de estarlo mañana ni el primer día del año que
viene. Las hadas, sobre todo.
Eduardo pensó que esas palabras estaban
cargadas de veracidad, sabiendo y habiendo visto, desde aquella tarde de Marzo,
que las hadas no modificaban su personalidad, su carácter ni su semblante ante
esas eventualidades y hechos que, para los seres humanos, comparaba el, serían
causantes de una merma en su estado anímico, esperanzas, sueños para el futuro
y deseos. Textuales las palabras de su futura cuñada, ni siquiera el evento
natural más destructivo de los últimos cien años había alterado su forma de
ser. Las hadas hicieron su parte en las arduas tareas de reconstrucción de la
infraestructura dañada o destruida, y, lo que era más importante, consecuencia
de aquello, la de su sociedad. No hubo sector que no estuviese involucrado en
dichas tareas – medicina, ingeniería, comercio… – y como resultado
prácticamente inmediato se vio a los reinos afectados por el desastre, el cual
trascendió a las fronteras del continente centrálico, empezar la deseada
restauración. Más que nunca hubieron de ponerse de manifiesto la hermandad, la
solidaridad, la fraternidad y todo aquello que caracterizaba a las hadas desde
hacía varios milenios, casi desde el “Período de Organización”, cuando
surgieran las primeras poblaciones en grupo y, a causa de eso, las sociedades
primitivas. Sin importar su alcance, cada una de las festividades, ceremonias y celebraciones que
tuvieron lugar desde el veintiséis de Marzo /Nint número veinticinco fueron tan
monumentales como de costumbre, habiendo sido las más esplendorosas las hechas
por el cambio de una estación climática por otra y, en el particular caso de la
Ciudad Del Sol, su transformación en la novena región del reino, que,
modificaciones mediante, fue establecida el veintinueve de Agosto /Sefht numero
dieciséis. A medida que se interiorizaba sobre su cultura, Eduardo descubría
como las hadas siempre encontraban uno o más motivos para sonreír: una obra de
teatro que se estrenaba, el aniversario de algo, una fábrica o un comercio que
por primera vez abrían sus puertas, un evento deportivo, un descubrimiento
científico, la invención de algún objeto o lo que fuere, las sonrisas alegres
estaban allí. Ni siquiera la presencia de los ilios en el oeste-noroeste de
Centralia, en esa región de más de quinientos cuarenta mil kilómetros cuadrados
conocida como Iluria, para la que cada especie tenía su propia etimología,
podía arrojar oscuridad y malos pensamientos sobre las hadas como grupos ni
como individuos.
En ningún país del mundo, en realidad, se
carecía de motivos para celebrar a lo grande el fin de año y el inicio del
siguiente. A lo largo de las últimas dos a tres décadas, la tecnología y la
ciencia avanzaron tanto como en los dos siglos anteriores e incluso más, y eso
trajo beneficios de todo tipo para los seres feéricos. Eduardo ya había visto
como, en esos dos aspectos, la sociedad local avanzaba a un ritmo más lento que
el de los humanos, debido a que la tecnología y los implementos, comparaba el,
eran rudimentarios. Lo serían para cualquiera que no se hallara en conocimiento
de la sociedad e individuos locales, pero para estos se trataba de lo más
puntero. Y, llegado un punto en el pasado, dos a tres décadas atrás, esos
avances se hicieron tan novedosos, evidentes y punteros que ofrecieron la
posibilidad del desarrollo y la innovación en un tiempo decididamente menor.
Esos logros y avances hicieron progresos fenomenales en todos los aspectos de la
sociedad, particularmente en una decena que les eran sumamente importantes:
transportes terrestres y navales, comunicación postal, ingeniería, medicina, la
industria editorial, las comodidades hogareñas, el entretenimiento, el cuidado
ambiental (una de las banderas irrenunciables de las hadas), incluido el
tratamiento de los residuos no orgánicos y su clasificación o destrucción, y la
conservación de productos perecederos. En esos y los otros rubros, los tres
sectores – público, privado y mixto – en cada uno de los países habían
desarrollado esos avances y logros luego de años de investigaciones y
planeamientos, habiendo diez que se ajustaban a esos rubros que destacaban por
si solos. Los de la medicina fueron sin dudas los principales, existiendo hoy
día nuevos tratamientos de fertilidad, un problema que azotaba principalmente
al sexo femenino – los seres feéricos empezaron a tener la esperanza de que
fuera esto el principio del fin de un problema que se remontaba a la Guerra de
los Veintiocho –; la cura total de la ceguera, ya que hasta el día de su
invención únicamente existía una parcial, con lo que el casi medio millón de
personas no videntes o con visión reducida pudieron volver a disfrutar de ese
sentido a toda su capacidad; los tratamientos y medicamentos más avanzados para
tratar, e incluso curar, los problemas característicos de los ancianos, como el
reuma y la artrosis; la reconstrucción dérmica (“cirugía reparadora”, había
Eduardo comparado) total allí donde la piel hubiese sido afectada por quemaduras,
corte u otros accidentes; y, en líneas más amplias, medicamentos y pociones más
efectivas y potentes contra todas las dolencias y enfermedades que aún
persistían entre la comunidad feérica. El sistema sanitario implicaba además
miles de instalaciones médicas desperdigadas en todos los rincones del planeta
y presupuestos e inversiones astronómicas por parte del sector público y del
privado.
La ingeniería era otro de los aspectos que
había dado pasos gigantescos con el correr de las últimas tres décadas, con la
invención por un lado de nuevos elementos para el diseño de los planos, por
otro las nuevas técnicas y estilos y por otro más el desarrollo de nuevos y
mejores materiales, también más resistentes a esos dos factores que siempre
eran tenidos en cuenta a la hora de levantar alguna estructura (el paso del
tiempo y los daños eventuales), herramientas e implementos usados en las obras.
En el particular caso de Insulandia, esas obras habían sido visualizadas y
puestas en marcha por vez primera por el rey Sizaq y la reina Uqelu, los
abuelos de la actual monarca, quienes
con ello dieron el puntapié inicial para un período que se extendía
hasta la actualidad, conocido como “Período de la Construcciones Grandiosas”,
caracterizado este por obras monumentales en cuanto a sus dimensiones (frente,
fondo, altura e incluso profundidad), plazo de ejecución, cantidad de
materiales e insumos empleados y la nómina de todos cuantos estuvieron
implicados en las construcciones. A lo largo de ese período fueron surgiendo
obras que, si bien despertaron escepticismo y rechazo en sus inicios, no
tardaron en replicarse más allá de las fronteras insulares y pasar a contar con
el visto bueno e impresiones excelentes por el común de las hadas y las demás
especies elementales. Hoy, eran parte del paisaje los empalmes de tres o más
rutas, una o más saltando sobre las otras con puentes; los caminos que corrían
por debajo de la superficie y dentro de cerros y montañas, estructuras que
superaban los cien metros de altura, embarcaciones de mayores dimensiones y más
rápidas, la producción en serie en decenas de fábricas, puentes móviles,
represas, materiales más resistentes diseñados específicamente para resistir
grandes presiones sin sufrir daño alguno, monumentos y estatuas imponentes de
más de treinta metros de alto y diez toneladas de peso, estadios para todo tipo
de eventos (deportivos, culturales, artísticos…) y un sinfín de obras que en un
principio dejaron boquiabiertos a todos los individuos. Conforme ese tipo de
obras fueron apareciendo también se hizo más evidente un ambicioso proyecto
urbanizador de escala masiva, siempre teniendo en mente que debían causar el
menor impacto ecológico y ambiental que fuera posible, que jamás hubiera podido
llevarse a cabo antes del inicio del “Período de las Construcciones
Grandiosas”.
El momento de las despedidas se produjo en
los últimos noventa segundos del anteúltimo día del año, aunque había empezado
en realidad en el mismo instante en que las mujeres se sumaran a los hombres,
allí donde estos se divertían con la pirotecnia. Apretones de manos entre los
hombres, besos en las mejillas entre las mujeres y abrazos entre uno y otro
sexo, conservando las sonrisas y gestos alegres, Iris y Zümsar batieron
velozmente sus alas, remontando el vuelo en dirección al centro de la ciudad.
Su punto de destino era la casa del arqueólogo urbano (avenida 29, 17-22-5), y
luego, tras el desayuno con la salida del astro rey, el Castillo Real (avenida
de Circunvalación, 17-2-1), donde participarían de la ceremonia de fin de año y
año nuevo con la realeza insular: la reina Lili, la princesa Elvia, Oliverio y
el príncipe Elías, que a menos de una quincena de su llegada a Insulandia se
había adaptado a las costumbres y modos locales. Muy pronto, la pareja en viaje
no fue más que esferas brillantes, una de color turquesa y la otra verde oliva,
perdiéndose en las alturas y quedando ocultas por la gran variedad de luces
pirotécnicas. Fue recién cuando restó un minuto exacto para el final del día
que ambos cumpleañeros, Cristal, Kevin, Iulí y Wilson volvieron al interior de
La Fragua, 5-16-7.
_Que todo esto quede para mañana., quiso
Isabel, observando el desorden imperante en la sala central.
Platos y utensilios con restos de comida,
botellas vacías, el cenicero repleto de colillas y envoltorios de los obsequios
eran solo algunos de los vestigios, evidentes por si solos, de la jornada tan
emocionante y divertida que se había vivido en esa casa desde antes que
llegaran los primeros invitados.
_Coincido., estuvo Eduardo de acuerdo,
entrecerrando los ojos por primera vez desde la noche anterior.
Era cierto que la fisiología y la biología de
las hadas era superior a la de los seres humanos, y que esa condición
implicaba, entre otros factores favorables, que tardaran más tiempo en sentir
el cansancio y el sueño, hubieran estado en movimiento o no por lapsos más
prolongados o menos, pero esta era una excepción para el individuo cuya aura de
dos colores estuvo durante todo este treinta de Diciembre /Nios número
veintinueve teniendo esos repentinos “estallidos” que evidenciaron su enorme
felicidad. Desde que el e Isabel empezaran con los preparativos a mediados de
la tarde del veinticinco de Diciembre /Nios número veinticuatro, había Eduardo
estado ante la tensión y el suspenso por la idea de tener que lidiar con este
par de experiencias solo conocidas en lo teórico, su primer cumpleaños y su
primera ceremonia de fin de año-año nuevo en el mundo de los seres feéricos.
Eso había implicado que permaneciera alerta ante cualquier cosa, revisándolo
todo varias veces, verificando que nada fuera a salir mal, que no hubiera nada
librado al azar, y durmió menos de dieciséis horas en los últimos cinco días,
no pensando en otra cosa, prácticamente, que en los dos últimos días del año y
el primero del siguiente. En menor medida, también sentían el cansancio su
compañera de amores y los invitados que aún permanecían en La Fragua, 5-16-7.
Ninguno había vivido lo que Eduardo, y ya conocían a la perfección lo que eran
ambas festividades, la del cumpleaños y la de la Transición, y el
comportamiento en ellas (lo que los participantes acostumbraban hacer), por lo
que ahora, a pocos segundos de la llegada del último día de diez mil doscientos
cuatro, podían evadirse, o por lo menos disimular, de esos síntomas de agotamiento. Coincidieron
en que se ocuparían de lo mínimo e indispensable, puesto que quedaba la
ceremonia de la Transición, que empezaría de un momento a otro y terminaría
recién, calcularon, cuando se estuviera ocultando el Sol del primer día de diez
mil doscientos cinco. “Un descanso de verdad, no nos vendría mal”, dijeron seis
en la sala.
---
Una sonora campanada en la distancia.
Había arribado el Martes treinta y uno de
Diciembre /Nios número treinta, el último día del año.
Al cumplirse los primeros y exactos veinte
minutos, fue aquella conformada por la médica y el artesano-escultor la segunda
pareja en salir de la casa, y, a la una menos cinco, lo hicieron Wilson e Iulí.
En ambos casos, las despedidas fueron cálidas y efusivas, no habiéndose
prolongado menos de un cuarto de hora. “Vamos a estar los cuatro al mediodía”,
prometió el padre de las hermanas, a lo que la madre, dirigiendo la vista a la
casa al otro lado de la calle, coincidió haciendo el gesto de afirmación con la
cabeza. Kevin y Cristal, tan contentos como los demás por la jornada tan bella,
también hicieron la misma promesa, antes de emprender con los otros dos esa corta
caminata. “Los esperamos”, respondieron los anfitriones, despidiendo al par de
parejas moviendo los brazos en lo alto, pese a que solo iban a la vereda
opuesta.
_Menos mal que fuimos previsores, ¿no te
parece?., comentó Eduardo, observando sin ganas como casi todas las velas allí
prácticamente se habían consumido.
Isabel estaba recostaba sobre su hombro
izquierdo, con los brazos cruzados, las piernas estiradas y un pie superpuesto
al sobre otro. Evidentemente, estaba agotada a causa de la jornada del
cumpleaños doble, y quiso esperar a estar sola para exteriorizarlo. Con unos
pocos parpadeos fue apagando una a una las velas, una de las habilidades de las
hadas con su atributo o don (manipular el fuego… ¿e incluso crearlo?), hasta
dejar encendida aquella sobre el reloj cucú, que no continuaría ardiendo por
mucho tiempo.
_¿Es por todo esto? – preguntó Isabel,
sabiendo la respuesta. Con los ojos señaló las provisiones que habían
“sobrevivido” a la fiesta. Una cantidad de botellas y sobres con polvo para
preparar jugo aún estaban sin abrir. Ya calcularía en unas horas si alcanzarían
para la ceremonia de la Transición –. Si, con eso tuvimos suerte. Es otro componente
de los cumpleaños de las hadas, si se quiere; se come y se bebe opíparamente –
dio un sutil sobresalto, a causa del estallido repentino de otra pieza de
pirotecnia en el exterior –, y eso es a su vez el otro motivo por el que vos y
yo terminamos agotados.
_Bebimos y comimos a reventar durante la
mayor parte del día de ayer – advirtió Eduardo, consciente de que, en ese
aspecto, sería idéntica la ceremonia restante –. No solo con eso nos excedimos,
sino también con la pirotecnia. Los
estallidos que hubo ayer… bueno, fueron aislados e intermitentes hasta los
últimos instantes de la tarde, pero continuos desde que se hizo de noche. Desde
esta casa debo haber escuchado no menos de diez explosiones por minuto. ¡Lo que
va a ser hoy, entonces!.
_Los de la FPISE deben estar contentos –
agregó Isabel, haciendo una serie de movimientos corporales, tal vez sin
advertirlos ella misma, con los que dio a entender que se dormiría allí mismo,
en cualquier momento. La última vela no duraría encendida más de uno o dos
minutos –, porque nunca facturan más que para este período.
FPISE
era la “Fábrica Pirotécnica Insular, Sociedad del Estado”. Una empresa estatal
ubicada a mil cuatrocientos cincuenta y nueve punto tres kilómetros al oeste de
Del Sol con más de mil quinientos empleados que operaba durante casi todo el
año, y que por el peligro que revestía su rubro, la pirotecnia, estaba en un
lugar apartado de cualquier población feérica y elemental. Era una de las
empresas del sector público más formidables, ya que los fuegos artificiales
nunca dejaban de formar parte de cada una de las festividades y eventos del
país. En este caso, la ceremonia por excelencia: el fin de año y el año nuevo.
Se decía que únicamente con esta, sus ingresos eran iguales a los de todo el
semestre.
_¿Siempre fue sí, en la Transición?., quiso
saber Eduardo, ya habiendo cerrado los ojos, y procurando ignorar los
estallidos en el exterior.
Tampoco el tuvo problemas con quedarse a
dormir en el sofá, aunque para ambos resultara, quizás, incómodo. Con el brazo
derecho rodeó a Isabel, delicadamente, y la instó a conciliar ese sueño que los
dos necesitaban. El hada de fuego no objetó, cerrando también los ojos, al
mismo tiempo que se apagaba la última vela. Otros pocos movimientos les
resultaron suficientes para acomodarse del todo.
_Cada año. Ese espectáculo de luces y sonido
también es parte de la cultura feérica – aseguró Isabel, dando un bostezo poco
pronunciado – Pero dejemos ese y cualquier otro tema para mañana, ¿puede ser?.
Estoy agotada y no doy más.
_Me parece perfecto., coincidió su novio, y
ambos quedaron en silencio.
Las explosiones y luces pirotécnicas, las
voces y los cánticos en la calle los acompañaron durante ese breve instante que
demoraron en conciliar ese necesario sueño. Acurrucados entre si, el hombre abrazando
con la diestra a la mujer, no demoraron mucho en dormirse, concentrados aun en
la jornada tan esplendorosa que terminara al ocupar ese sofá en la sala, y que
los encontrara allí al empezarla en la medianoche anterior, tal era la
costumbre de las hadas, en silencio y tomados de la mano. Para los dos fue, sin
dudas, y por todo lo que plantearan, el mejor cumpleaños de su vida, por lo
vivido y sentido. Atrás quedaron sus dudas sobre la organización y la fiesta en
su, incluidas las principales, en el caso de Eduardo, que nada fuera a salir
mal este día tan especial y simbólico para el, su primer cumpleaños en este
planeta, y en el de la atractiva hada, una condición que conservó con el cambio
de su don, volver a pasar esa jornada tan imp0ortante para ella (lo era para
todas las hadas) con su familia en pleno. Allí estuvieron nuevamente sus
padres, “!recuperados”, igual que Iris, a mediados del año, en un evento que a
nadie le cupieron dudas de que en el corto plazo habría de transformarse en uno
de los más importantes de la sociedad de las hadas desde el Primer Encuentro,
coincidiendo millones en que podría ser la “recuperación” de las almas
solitarias, un evento que por lo pronto ya figuraba en Ecumenia, uno de los
acontecimientos más importantes de la historia de la raza feérica. Ya durante
la semana previa habían planeado algo grande también para la Transición, no
solo para el cumpleaños doble. “Que una ceremonia sea tan grandiosa como la
otra”, se dijeron al empezar con las compras, a medida que se iba acercando la
primera de ellas. A esta habían “Sobrevivido” alrededor de la mitad de tales
compras, dispersas en la sala, el taller-almacén y la cocina-comedor diario. De
ese conjunto de bolsitas con el polvo para preparar jugo aún les quedaban
cincuenta y dos, para diez sabores diferentes; en una alacena en la cocina,
aguardaban las diecisiete botellas de seis tipos distintos de bebidas
alcohólicas; y además conservaban cinco kilogramos y quinto de las diversas
amenidades, otros dos de café, uno de té en hebras, otro tanto de ingredientes
para los platos típicos de esta época, una variedad de frutas tropicales y la
suficiente comida en cada rincón de la cocina. “Alimento no nos va a faltar, y
tampoco bebidas”, se alegraron, en la que fuera una de las últimas frases antes
de estar nuevamente en el sofá. Tampoco iba a escasear el entretenimiento,
teniendo una decena de juegos de mesa, seis cajas repletas de fuegos
artificiales, apiladas y a resguardo en el taller-almacén y los cilindros para
el musiquero. Tampoco los temas de conversación, tan interesantes unos como
otros y variados, ni los planes para el siguiente año a todos los plazos.
Pasaron los minutos hasta las seis de la
mañana, y fue allí que ambos, que se despertaron alrededor de media hora antes,
al dar en su cara un rayo solar que se colara por las rendijas de la persiana,
dejaron el sofá y dieron inicio a la jornada. “¿Qué hacemos primero?”, se
plantearon entonces, terminando de desperezarse, con sus auras estáticas, la
ropa arrugada y, en el caso de Isabel, el cabello revuelto. Al final, optaron
por lo básico. En tanto el hada de fuego estuvo preparando el desayuno en el
ambiente de junto, Eduardo, esperando lograr un buen trabajo, se dedicó a
reunir todos los desperdicios presentes en la sala principal. Usando la
telequinesia, condujo a tres enormes cajas todos los envases vacíos, papeles,
las colillas y las cenizas, tapas, servilletas y todo aquello que carecía de
utilidad. Llevó las cajas al taller-almacén (mañana se las llevarían los
empleados de la CONLISE, o tal vez el segundo día del año nuevo) y, habiendo
vuelto a la sala, transformó los restos de comida, toda cuanto había en la
mesa, en el polvillo fertilizante, al que esparció en el exterior haciéndolo
levitar a través de la ventana. Vio con esa acción que poco era distinto de la
noche anterior. Allí afuera, las hadas continuaban con las celebraciones. Iban
y venían caminando, planeando o volando, y entre las que pasaban cerca, a los
lados de la calle, pudo escuchar los cánticos y voces alegres, individuos de
edades varias y ambos sexos que no pensaban en otra cosa que en divertirse a lo
grande en este día y el siguiente. “Eduardo, esto ya está”, anunció Isabel,
volviendo a la sala con una bandeja en sus manos, donde estaban el par de
tazas, dos cucharas, un recipiente con el té en hebras y la tetera. “Que bien”,
se entusiasmó el hombre, corriendo a ayudarla, haciendo espacio sobre la mesa.
Isabel puso allí la bandeja y ambos ocuparon uno de los laterales, todavía
regocijándose por la festividad del cumpleaños doble, combinando esos recuerdos
flamantísimos con los planes diseñados para hoy. La hermana de Cristal, por
supuesto, revolviendo en la taza el agua con las hebras, dio sus opiniones
acerca del estado en que quedara la sala tras la limpieza hecha por su alma
gemela.
_Mis felicitaciones – dijo, acompañando las
palabras con una sonrisa. Rara vez, menos de una veintena desde Marzo, su
compañeros de amores había participado de esa clase de tareas hogareñas –. La
sala quedó presentable en un momento. ¿Viste que no es tan complicado? –
Eduardo silbó y miró en otra dirección –. Quedan detalles, pero son menores,
como poner velas nuevas en los candeleros. Supongo que si trabajamos los dos
juntos, nos va a alcanzar con otros treinta minutos para que el estado ascienda
de presentable a impecable.
_Hagámoslo
después del desayuno., propuso Eduardo.
_Tal
vez más tarde – prefirió Isabel, examinando el estado de su vestido, que no era
lo que se dice óptimo. Tenía la pieza incluso rastros de tierra y polvo, de
cuando estuvo el hada en la calle en la noche anterior –. Me gustaría primero
darme un baño y cambiarme. Esta ropa y los zapatos quedaron hechos un desastre,
y vos deberías hacer lo mismo.
Su novio y colega aceptó, sabiendo que otros
de los aspectos más respetados entre los seres feéricos eran la higiene
personal y el andar bien vestido en todo momento, especialmente en las
ocasiones importantes. En la de esta noche no era necesario lo tradicional,
como le explicara el hada de fuego, pero si algo que combinara formalidad con
sobriedad y sencillez.
_Esto ya está listo – advirtió, ingiriendo el
primer sorbo, tras lo cual indicó –.También tendríamos que inventariar todas
las cosas que nos quedaron de ayer, para conocer lo que falta e ir a comprarlo.
En lo personal, quisiera traer dos o tres de esos panes con frutas, que son
exquisitos. Siempre me gustaron.
Artículo comestible de los más típicos en
esta época, aunque eso no impedía que se comercializara durante todo el año. A
diferencia de lo que se conocía en la Tierra como “pan dulce”, supo Eduardo al
conocer la existencia de este comestible, aquí llamado “pan con frutas”, los de
este mundo eran dos veces más grandes y tenían al menos el triple de frutas, en
variedad y en cantidad. Habiendo conocido su existencia y su consumo masivo en
esta época, Eduardo concluyó que solo faltaba el componente religioso para que
fuera prácticamente un calco de las celebraciones de Diciembre que el conocía.
_Y a mi – coincidió Isabel. Uno de esos panes
frutales había sido incorporado al desayuno, habiéndose terminado las
galletitas – Podría pedirle a mi mamá que venga un rato antes del mediodía,
para que nos de una mano con los preparativos para el almuerzo. Si, dije “nos”
y no “me”. Esta vez vas a colaborar, y esta vez no hay tono de broma en ello.
_Lo se – contestó Eduardo, aceptando las
palabras de su novia –. El treinta y uno de Diciembre es uno de esos pocos días
del año en el que los hombres aceptan voluntaria y desinteresadamente trabajar
lado a lado con las mujeres en los quehaceres domésticos, incluida la
preparación del almuerzo y de la cena.
Así pasaron los cinco minutos que demandó el
desayuno. Ambos estuvieron concentrados en el almuerzo y la cena, quizás los
dos momentos más importantes de esta jornada después del brindis a la
medianoche. Decidieron que el arroz con salsa roja fuera la comida del
mediodía, en tanto que para la noche optaron por ese ya conocido y clásico
plato tan parecido a los canelones (a Eduardo le brillaron los ojos), en ambos
casos la cantidad suficiente como para que ello dos, Cristal, Kevin, Iulí y
Wilson pudieran repetir al menos tres o cuatro veces.
_Una cosa es segura, vamos a comer a
reventar., vaticinó Eduardo, llevando los enseres a la cocina, al terminar el
desayuno.
_Entonces, va a ser este un día idéntico al
de ayer – comparó Isabel, poniendo esos utensilios en la pileta. Los lavaría
después de bañarse y cambiarse la ropa –. Yo todavía estoy pasando la comida de
anoche. En fin, mejor que sobre y no que falte. ¿Por qué no empezás con el
inventario, mientras yo me preparo?, así podríamos ganar un poco de tiempo. No
voy a demorar más de media hora.
_Está bien., accedió Eduardo, volviendo ambos
a la sala, desde donde se dedicaron a esas tareas.
“Con esto ya terminé”., se alegró un rato más
tarde, habiendo hecho media docena de caminatas por diferentes partes de la
casa.
Cuaderno y lápiz en mano, hizo el inventario
y determinado que cosas les harían falta para la festividad, las cuales
figuraban en otra lista, junto a la cantidad requerida. Supuso que a el y a su
novia les alcanzaría con un único viaje a los comercios del barrio para las
compras. Aprovechando el tiempo de que disponía, separó un lujoso juego de
media docena de platos de porcelana, seis juegos de cubiertos finísimos y la
misma cantidad de copas tan elegantes que, pensó, sería una pena tener que
usarlas. Ese era el mismo lote de artículos, obsequiados a Isabel por su
hermana con motivo de la llegada a la mayoría de edad legal, que la dueña de
casa y anfitriona usaba solamente en las ocasiones solemnes, y esta era una.
Eduardo puso las piezas sobre la mesa, al lado de otro tanto de utensilios para
el almuerzo, y volvió a la sala, a seguir con los preparativos. Básicamente,
acomodar algunas cosas, cambiar otras de lugar y llevarse otras más, procurando
ganar todo el espacio posible. “Espero que alcance”, deseó, al tiempo que el
cucú en la sala y la campanada en el exterior anunciaron las siete horas en
punto (diecisiete horas para el diez mil doscientos cinco). Habiendo finalizado
esas tareas, no tuvo más que cuatro o cinco minutos para sentarse a descansar
en el sofá, fumar el primer cigarrillo del día y echar esos rápidos vistazos a
la sección deportiva de El Heraldo Insular, pues Isabel había vuelto a aparecer
en la sala. “Más linda que dormir ocho horas”, opinó, a lo que la dama combinó
el enrojecimiento habitual en las mejillas con una burlona sonrisa motivada por
el cero romanticismo en esa comparación.
Allí estaba el hada de fuego, estrenando el
calzado y la ropa que comprara durante la semana. Tenía botas cortas con un
tono opaco de negro, con hebillas, un pantalón ajustado y una camisa, ambas
prendas fabricadas con tela de jean y de color azul oscuro. Bajo la camisa, de
mangas largas, a través de ese escote poco pronunciado, se advertía una
musculosa blanca, lo único que quebraba el monopolio de azul en la vestimenta.
No faltaba, por supuesto, el anillo de compromiso en una de sus manos, ni
tampoco el prendedor en el lado izquierdo de la camisa, con la forma del
símbolo del fuego un obsequio por parte del personal del Templo del Fuego, el “Vinhuiga”,
por las demostraciones a comienzos de este mes (también le habían regalado uno
a Cristal), cuando quiso descubrir el motivo por el que cambiaran su atributo y
su aura. “Y a propósito de eso, ¿y tu aura?”, llamó Eduardo, cambiando la
admiración al observar a su compañera, más atractiva que de costumbre, por la
extrañeza, al ver que no estaba ese halo violeta bordeándole su curvilíneo
cuerpo.-
Si vio, en cambio, algo que le sumó otro poco
de extrañeza, que ese color se había trasladado a los ojos de Isabel. El hada
de fuego dio una vuelta sobre su eje para dar a entender que quería una opinión
sobre su vestimenta y las botas cortas, aparentemente disfrutando ese
desconcierto aparecido en las facciones de Eduardo, cuya aura de dos colores
también manifestaba ese desconcierto. Isabel, en cambio, estaba relajada y
sonriente, algo con lo que hizo notar la falta de conocimiento de su novio a
este respecto.
_No pasa nada, no es algo para
intranquilizarse – explicó a Eduardo, que respiró aliviado con esas palabras –.
Es una de las habilidades que poseen las hadas que tienen el don o atributo del
fuego, el agua, la tierra, la luz y el agua, los cinco elementos principales de
la naturaleza. Si, también el agua. Vos podés ejecutar esa técnica, eso no es
complicado, ni tampoco su aprendizaje. “Te enseño después que hayas terminado
de asearte y cambiarte?. Podríamos ocupar con eso el lapso que nos demande
hacer las compras y volver., agregó, leyendo fugazmente aquella lista que
escribiera su novio.
_Está bien – contestó de buena manera Eduardo
–, si es algo que las personas como yo podemos hacer. ¿Segura que no es algo
malo?.
_Absolutamente. Es más, es un indicio del
alcance del poder de las hadas el que lo hagan correctamente con la menor
cantidad de intentos. Quiero decir que mientras más rápido lo consigamos es una
señal de lo poderosos que podríamos volvernos en el futuro.
|_De acuerdo – repitió el hombre, todavía con
el asombro ante esa desconocida (para el) habilidad –. En un momento estoy de
vuelta.
Se marchó dejando a su novia ocupándose de
otro poco de los preparativos y la última visión que tuvo de ella fue colocando
un blanquísimo e impecable mantel sobre la mesa y un florero con el par de
jazmines en el centro. Ese objeto no podría faltar allí, para dar alegría a los
intervinientes.
Un cuarto de hora más tarde, Eduardo estuvo
otra vez en la sala, hallando a Isabel sentada en el sofá, leyendo una copia de
la Cuadrícula de los Elementos. “Terminé”, anunció, a lo que el hada de fuego
cerró el libro, lo envió vía telequinesia a una repisa y se puso de pie.
“Excelente… y con la combinación perfecta” – dijo, observando –, “un punto
medio entre lo formal e informal y liviano”. Tenía los zapatos, tan lustrados e
impecables, y un pantalón elegante con esos característicos tonos opacos de
negro, y una camisa azul con cuello cerrado, de mangas largas. No faltaba su
acostumbrado reloj de bolsillo, prendido al cinturón en cuya hebilla estaba
grabado el símbolo del agua y guardado en el lado izquierdo del pantalón (la
camisa no tenía bolsillos). No llevaba más ornamentos que el anillo de
compromiso, también en el dedo anular izquierdo, y había quitado de su cara
todo rastro de patillas y barba, dejando únicamente el bigote, tan
característico de el. Su aura celeste y azul jacinto era una línea estática e
inmóvil, apenas alterado ese estado cuando, como respuesta a esas palabras,
levantara los brazos para celebrar el momento, una de las pocas veces en que
acertaba con la combinación de colores sin que Isabel tuviese que intervenir.
“Sabía que algún día lo iba a conseguir por mi cuenta”, se alegró, yendo junto
a Isabel, que ya había tomado la cartera y uno de los cilindros mágicos. “Gran
logro, publiquémoslo en El Heraldo Insular”, se burló la dama con una sonrisa,
y dejaron “La Fragua, 5-16-7”.
El paisaje en ese sector de la periferia de
la capital había variado muy poco o nada respecto de la mañana anterior, o de
cualquier momento del día de ayer. Aun siendo las primeras horas de la mañana,
todavía no eran las nueve, las masas feéricas y elementales habían ganado las
calles y ahora ocupaban numerosos espacios públicos y varios locales
comerciales que vendían toda clase de mercancías más o menos relacionadas con
la ceremonia de Transición. Grupos particularmente numerosos, tanto de amigos
como familiares, hacían los pic-nics, ese evento tan distintivo de la sociedad
feérica, con numerosas comidas y bebidas puestas sobre una manta, conversando
todos los individuos de uno y otro sexo de forma bastante animada. Había de
todo en esos grupos en cuanto a edades, etnias, nacionalidades y aspectos
físicos, y eso importaba poco o nada, porque el común denominador allí era el
entretenimiento, al cual complementaban con elementos como los naipes, los
juegos de mesa, dominando entre estos el ajedrez y las damas, algún que otro
libro, los instrumentos musi8cales y, en aquellos grupos en los que había
menores de edad de no más de diez u once años, los juguetes, acordes a las
edades de cada uno. Tampoco eran pocos los grupos que no estaban conformados
solo por las hadas. En uno de ellos, por ejemplo, seis adolescentes que no
tendrían más de catorce años descubrieron que únicamente formando una columna,
parándose uno sobre los hombros del otro, podían igualar en altura a un naga macho
en la plenitud de su vida que se irguiera para mostrar así sus más de diez
metros, mientras su compañera comparaba las cifras haciendo movimientos y
cálculos con las manos. “Aun las hembras tienen una voz atemorizante y eso no
ayuda”, comunicó Eduardo al pasar cerca de ella y ver al enorme ser sacar una
lengua bífida de treinta centímetros.
Había al menos otra decena de nagas por allí, hablando entre ellos y
decidiendo a cual grupo se unirían. “Solo son diez, con esa altura es imposible
que estén aquí y no verlos”, avisó Isabel, doblando ella y su novio al llegar a
una esquina y tomar por la calle “Granaderos” – el nombre era un homenaje a una
de la divisiones del Ejército insular –. En una construcción a medio terminar,
una obra detenida a causa de la festividad, vieron a sus propietarios, un
matrimonio joven, conversando animadamente con un enjambre de liuqis, a quienes
les estaban contando como esa obra se transformaría en uno y medio o dos meses
en su nueva casa, habiendo llegado ambos a Barraca Sola a inicios de este mes
desde el sur insular, atraídos por la demanda de mano de obra producto de las
restauraciones iniciadas en Abril, y ambos eran ingenieros muy calificados.
Unos metros más allá de esa obra, en una plaza delimitada por arbustos rebosantes
de flores blancas, otro grupo mixto estaba reunido alrededor de un recipiente
metálico, bebiendo del líquido cristalino (Agua) en su interior; eran ocho
hadas y la misma cantidad de vampiros entre los que sobresalían, por estar más
cerca del recipiente que los otros, un hombre con aura morada y el don del aire
– tenía el símbolo de ese elemento bordado en las mangas de la camisa –de etnia
blanca y cabello corto, y una vampiresa, de igual etnia y aparente edad, con un
larguísimo cabello tan negro como su ropa y calzado. “No tengo que explicar que
están haciendo, ¿o si?”, dijo Isabel a Eduardo, deteniéndose a observar por unos breves segundos y oyendo en ese
lapso como los individuos de una raza actuaban de intérpretes para los otros,
aquellos que no dominaban bien uno u otro idioma. Se estaban los individuos
comprometiendo, y a juzgar por los comentarios, los otros eran sus familiares
más cercanos. Allí estaban realizando el rito vampírico del compromiso, solo
que con otro líquido, uno que contentara a ambas especies. “¿Puede pasar?”, se
asombró Eduardo, notando que el y su prometida no eran los únicos que hacían
fugaces parates para mirar la bella escena. “Claro que pueda, basta con que
exista el amor”, contestó Isabel, que explicó que las hadas y vampiros eran física, biológica y
anatómicamente idénticos, y que las únicas diferencias radicaban en las
habilidades de cada especie y su alimentación (los vampiros no solo comían
materia vegetal). “Esos casos pasan, son matrimonios mixtos”, agregó, aclarando
que las parejas cuyos miembros pertenecían a esas especies, uno de cada una,
eran tratados como los demás, porque lo que importaba era la supervivencia de
las máximas instituciones. “El matrimonio y la familia”, tradujo Eduardo,
reanudando la caminata. Cruzando un puente curvo sobre un arroyo no muy
extenso, vieron que los Habitantes del Agua no eran la excepción con respecto a
la alegría, porque ese grupo, compuesto por una veintena de individuos de ambos sexos disfrutaba de estar nadando a
baja velocidad y hablar entre risas. “Eso ya lo viste”, remarcó Isabel, en
referencia a una pareja que aguardaba el paso del cardumen cerca del puente, a
lo que Eduardo contestó “Varias veces”. Resultó que esos individuos eran un
tritón y una sirena, quienes, al paso del cardumen, dieron un salto al agua y
transformaron sus piernas, en que los tobillos y pies estaban cubiertos por
escamas, en largas colas plateadas que emitían brillo gracias a los rayos
solares. Era una técnica que poseían los seres sirénidos más poderosos, la cual
les permitía moverse fuera del agua por diversos períodos de tiempo, algo que
dependía de cuan poderosos fuera el individuo que aplicara la técnica. “En
teoría, todos los sirénidos pueden ejecutarla”, completó la hermana de Cristal,
cuando el cardumen se perdiera de vista. “¿Y ellos?”, quiso saber Eduardo un
rato después, habiendo transformado ya la salida para hacer compras en un paseo
matutino, al ver una sombra volando a baja altura y detenerse en la orilla de
un río. “Ornímodos”, informó Isabel, en referencia a ese trío de aves que, el
momento de posar sus patas en el suelo de césped, cuyos cuatro dedos (tres
adelante y uno atrás), lanzaron una aguda vocalización al aire y cambiaron su
forma, pasando de ser esas enormes aves rapaces que doblaban en altura a las
hadas a individuos que tenían los brazos cubiertos de pluma, la piel muy clara,
atemorizantes garras en los dedos de las manos y los pies, y ojos el doble de
grandes que los de los seres feéricos. Estos seres, que llamaban la atención
tanto por su altura como por su aspecto físico y por el arnés que llevaban en
el torso y la cintura – tenían una varilla allí, y Eduardo supuso que esas eran
sus armas – se sentaron a la vera de otro arroyo, y de inmediato se les unió un
grupo variopinto compuesto por doce individuos, entre hadas, gnomos y
liuqis. Era la primera vez que el novio
de Isabel veía personalmente a estos seres, y su primera reacción, obviamente
había sido la de sobresaltarse al ver la sombra que formaron los miembros de
esta especie, un hijo (la cría) y sus padres.
Sabía que los ornímodos vivían en el extremo
sur de Centralia, unos cinco mil individuos, el dieciséis por ciento en el
territorio insular, unos ochocientos habitantes, en los picos más altos de una
cordillera, y que cada año venían a Del Sol para formar parte de la enorme masa
de elementales en las celebraciones por el cambio de estaciones y, por
supuesto, la Transición. Esos tres ornímodos disfrutaron desde el primer
momento del encuentro con los otros seres elementales, y no hubo duda alguna de
que estaban perfectamente integrados a la sociedad feérica e individuos
elementales, porque las risas y tonos alegres aparecieron al momento de
sentarse los seres a la vera del arroyo y unírseles. “Te dije que imágenes como
esa forman parte del acervo cultural de las especies”, le recordó Isabel a
Eduardo, dejando atrás a ese grupo y doblando en otra esquina, viendo ahora si
su punto de destino.
Un despacho de bebidas alcohólicas y no
alcohólicas fue su primera parada, y, aun antes de llegar, vieron que dicho
punto estaba lleno de compradores que pululaban en los pasillos, examinando los
artículos, cientos de ellos, dispuestos en las góndolas. “La parte que no me
gustó ayer ni me gusta hoy”, declaró Eduardo al entrar en el negocio y ver la
marea de personas. No era amigo ni por equivocación de hacer la fila en un
comercio u oficina cuando tenía que pagar algo, y bastaba con que delante suyo
hubieran diez personas o más para que empezara a consultar el reloj a cada
rato. Este sería uno de esos casos, por supuesto. Viendo desde la distancia, a
medida que seleccionaba las bebidas, vio como las doce cajas tenían un
movimiento constante. Las cajas registradoras se abrían y cerraban todo el
tiempo, las manos de las personas en los mostradores, hombres y mujeres de no
más de diecinueve años (ese tenía que ser su primer empleo) se movían
fenomenalmente rápido a medida que iban calculando lo que gastaba cada cliente
y a estos cuanto vuelto debían darles; los consumidores dejando atrás,
ordenados, los artículos, en ningún caso menos de siete u ocho, y un grupo de
empleados auxiliares colocando en cajas las compras, ordenadamente. El tiempo
que la pareja no estuvo entre las góndolas, tomando botellas de tal o cual
bebida, lo pasaron en una de las cajas, la séptima, donde luego de aguardar un
tercio de hora, un lapso que pareció eterno, dejaron los artículos en las manos
de una cajera, quien, con una fugaz observación, a los clientes les bastaba con
eso, hubiera este importante día preferido estar en su casa con su familia que
cumpliendo sus obligaciones laborales. “Nos pasa a todos”, dijo la cajera a la
pareja, antes de abordar el lado positivo, al señalar un letrero que indicaba
que el horario de atención finalizaba a las once horas con treinta minutos. No
bien guardaron todas las botellas en el recipiente cilíndrico, Isabel y Eduardo
abandonaron el comercio, viendo tanta gente afuera como adentro. El siguiente
punto en su itinerario fue otro expendio, uno de productos alimenticios, en el
que se encontraron con un panorama exactamente igual: decenas de hadas yendo y
viniendo entre los pasillos, con los canastos cada vez más llenos de artículos,
las interminables filas en las cajas y los empleados atareadísimos, moviéndose
tan rápido como podían. “Acá también van a cerrar antes del mediodía”, advirtió
Isabel, leyendo el letrero sobre el marco antes de salir del abarrotado
comercio de alimentos. Incluso los
vendedores móviles – hombres y mujeres que vendían sus mercancías yendo de un
lugar a otro, con sus enormes carretas atiborradas con un producto particular –
estaban trabajando como de costumbre, y en ellos, en tres que hubieorn por
allí, estuvo el último punto en el itinerario de Eduardo e Isabel, quienes se
aprovisionaron de golosinas, infaltables estas en las ceremonias de fin de año
y año nuevo, tabaco e infusiones. Para cuando concluyeron las compras, poco
después de las diez y cuarto (trece horas cuarenta y cinco para el nuevo año),
y emprendiendo la vuelta a La Fragua, 5-16-7, descubrieron que habían gastado
el ochenta por ciento del dinero con que salieron de su casa, quedándoles nada
más que trescientos soles. “La ceremonia bien vale y justifica el gasto que
hicimos”, pensó en voz alta Eduardo, asegurando el cilindro a la cintura, a lo
que su novia mostró su acuerdo moviendo la cabeza de arriba hacia abajo. Ambos
emprendieron la vuelta después del mediodía, y ninguno, como cada fin de año,
pasadas las quince treinta o las dieciséis. “La ceremonia más grandiosa”, dijo
nuevamente el hada de fuego, viendo otros dos ornímodos sumarse a la
muchedumbre, planeando a baja altura y posándose en la superficie.
En el viaje de regreso, caminando a paso
normal por una angosta calle donde no pasaba un solo transporte, encontraron
mucha más gente que cuando emprendieron la salida. Muchos de los grupos
familiares que estaban en las plazas y parques, se advertía, pensaban quedarse
allí hasta que los rayos solares hubieran empezado a ocultarse, antes de volver
a sus casas para la última cena del año. A medida que fuera avanzando la
segunda mitad de la tarde, los gnomos, sirénidos, ornímodos, liuqis, vampiros y
todos cuantos estaban allí desaparecerían para dedicarle el tiempo a los
festejos, incluida la cena. Al menos, los espacios públicos quedarían casi
vacíos, porque muchas familias habían decidido pasar la Transición al aire
libre, o en locales gastronómicos. Como fuere, lo cierto era que, pasado el
momento del brindis en los primeros instantes del uno de Enero m/Baui número
uno, las calles se llenarían de nuevo con esas masas dispuestas a continuar con
la celebración hasta quedar exhaustas. Eso mismo harían Isabel y Eduardo,
también su grupo, cuando la madrugada hubiera llegado y se hubieran aburrido,
si llegaran a hacerlo, de estar en la sala o en el patio con los juegos de
mesa, la música y el entretenimiento de la jornada anterior. “Yo no, no los
envidio”, dijo Eduardo unos minutos después, teniendo el nacimiento de la calle
La Fragua, a poca distancia, al ver a Lursi y Nadia hablando con un grupo de
colegas, dando a esos médicos las instrucciones para esta jornada. Todas las
instalaciones de salud (hospitales, postas sanitarias, dispensarios, salas de
primeros auxilios…), por un decreto que firmara Nadia el último día de trabajo,
a mediados del mes, tendrían una guardia total hasta las diecisiete horas en
unto del treinta y uno de diciembre y parcial desde ese momento hasta la
medianoche del siguiente. De la misma forma trabajaría la Guardia Real, cuyo
líder, se sabía, había pasado todo el día anterior ocupándose de la
organización y los preparativos para el día de hoy. Olaf había transmitido la
orden a los jefes del Ejército y la Armada, y estos a sus subordinados,
continuando así con la cadena de mando, de extremas las precauciones desde las
diecisiete horas en adelante, el horario en que la población en general solía
arrancar con el grueso de las celebraciones en sus casas, clubes sociales,
espacios al aire libre o donde fuere, porque siempre existía la posibilidad de
que hubiese heridos con, por ejemplo, los fuegos artificiales. “Otro aspecto común”,
había sostenido Eduardo. “Tenemos la suerte del clima, siempre a nuestro
favor”, había dicho Isabel, al momento de pasar por el acceso a la sala médica
(La Fragua, 5-33-1), donde las hadas, sin olvidarse de sus obligaciones, le
dedicaban este tiempo libre a celebrar. El hada de fuego hizo referencia con
sus palabras al clima benigno que acompañaba a los festejos a lo largo y a lo
ancho de Centralia. El clima tropical húmedo, monopólico y dominante todo el
año, no se mostraba adverso, no lo había hecho en más de un cuarto de milenio,
y las temperaturas se mantenían agradables en la noche y la madrugada. “Otro
aspecto para sentirme comodísimo y a total gusto en este lugar”, comentó
Eduardo, corriendo el picaporte, abriendo la puerta y permitiendo el paso a
Isabel. Desde su despertar, el hombre no le había encontrado un solo defecto a
la capital, ni a sus habitantes, y seguía sin verlos aun olvidándose de su
creencia previa en la existencia de las hadas. Había descubierto que esos
seres, su sociedad y su entorno eran tal cual se los describía en los cuentos y
leyendas del folclore antiguo y no podía estar más agradecido por eso. Su
adaptación e inserción en los aspectos sociales de las hadas nunca le demandó
mayores esfuerzos y hoy veía su “nueva vida” como una recompensa.
A las diez y veinte (trece horas con cuarenta
minutos para el año nuevo) estuvieron de vuelta en la sala, después de haber
distribuido las compras en algunos de los ambientes. “Me gusta como quedó esto”,
volvió a opinar el hada de fuego, observando el estado en que ella y su
prometido dejaran la sala, impecable y sin rastros de la memorabilísima jornada
anterior. Para cualquiera que llegara ahora a esta casa, de hecho, allí no
había pasado algo, una reunión con motivo de dos cumpleaños, el anteúltimo día
del año. De momento, ni Eduardo ni Isabel tenían algo que hacer, y como
faltaban todavía más de sesenta minutos para que llegaran Cristal, Kevin, Iulí
y Wilson, quienes prometieron su presencia para los últimos instantes antes del
mediodía, la dama creyó que una buena
forma de emplear ese lapso en algo provechoso era enseñarle a su compañero
sentimental esa técnica que le era desconocida. “Ocultar el aura y trasladar su
color a los ojos es algo fácil”, dijo, para empezar, en tanto empezaban a
dirigirse al patio.
Isabel empezó la clase instructiva explicando
que el aura era una manifestación de la “woga”, la energía y fuerza vital que
poseían todas las hadas, y que sus oscilaciones no obedecían solo a las
emociones y los sentimientos de aquellas, sino también a cuan poderosas fueran,
lo que motivaba que el aura tuviera incrementos si ese poder se viera también
ampliado. Cuando eso ocurría, ese halo de uno o dos colores no modificaba su
grosor, sino que mostraba manifestaciones más intensas cada vez que un hada
exteriorizaba lo que sentía, pensaba y las emociones, tanto lo negativo como lo
positivo. “Lo entendí hasta allí”, aseguró Eduardo, demostrándolo; su aura
celeste y azul jacinto tuvo un repentino estallido cuando se concentró en ese
recuerdo tan grato para el, la noche del primer beso con Isabel, en el parque
La Bonita. “Muy bien, empecemos entonces a practicar”, anunció el hada de
fuego, mostrándole en primer lugar cuan sencillo era desaparecer y reaparecer
al aura, trasladando su tono, en su caso violeta, al iris en los ojos. Le dijo
a su novio que no necesitaba de otra cosa que no fuera su concentración y una
decisión firme de que lo lograría. No tendría problemas con la decisión, pero
concentrarse, así se lo hizo saber a su “instructora”, le sería complicado, con
el bullicio que reinaba. Reconoció que las voces, los cánticos, pasos casi
constantes y los estallidos de la pirotecnia serían un factor adverso, pero lo
intentaría. Procuró vaciar su mente de todo recuerdo y pensamiento, tal cual lo
hiciera cuando aprendiera a ejercer el dominio sobre la transformación, y
concentrarse en ese halo de dos colores que bordeaba su cuerpo. Basado en lo
que hiciera Isabel, un proceso tan fugaz como un parpadeo, trató de replicarlo,
aunque sin éxito en este primer intento. En los cinco que siguieron tuvo uno
parcial, logrando que su aura de dos colores se volviera más clara y
desapareciera solo en parte, sin que fuera alterado el color claro de sus ojos.
Fue recién en el séptimo intento, siempre oyendo las palabras de aliento y los
consejos de Isabel, que consiguió hacer desaparecer por completo su aura, sin
trasladar el cambio a los ojos, algo que ocurrió en el octavo intento. “¡Lo
conseguí!”, exclamó, acompañando la celebración con un gesto con ambas manos.
Isabel se acercó a el y, en efecto, vio que los dos colores se mezclaban ahora
en el iris de ambos ojos – el “premio” fue el de costumbre; un beso – Van a
permanecer allí el tiempo que quieras”, le dijo, explicando que el proceso para
reaparecer el aura era el mismo: concentración y decisión. Eduardo lo hizo tal
cual, y conociendo ya a lo que se enfrentaba, tuvo éxito en solo dos intentos,
tras los que repitió la habilidad unas cinco veces solo para demostrar que en
el futuro no habría inconvenientes con ella. Al final, en tanto volvían a la
sala, decidió que mantendría ese par de colores en los iris, tal como lo estaba
haciendo su compañera sentimental.
Un rato después de su vuelta al interior de
su hogar, apenas pasadas las once de la mañana (trece horas para el año nuevo),
los padres de Isabel, tan radiantes como el día anterior, o quizás más,
llamaron suavemente a la puerta, agitando la campana. Los anfitriones los
recibieron con los brazos abiertos, de la misma forma y calidez que en la
jornada anterior. Este matrimonio también había triunfado en eso de combinar la
sobriedad con la informalidad, luciendo Wilson un pantalón recto de tonos
opacos de gris, y una camisa blanca de mangas cortas que tenía estampado en el
bolsillo el escudo del club Seis de Mayo, llevando zapatos que combinaban con
la vestimenta. Iulí, por su parte, tenía un vestido sin mangas y con un cuello
cerrado que le llegaba hasta las rodillas, de color lila, el mismo que se
extendía a su calzado sin tacos, de al menos un número menos que el de su talla
(su marido estaba en las nubes), exponiendo su encanto femenino, aquel que la
convirtiera en una celebridad en el ámbito del modelaje y las pasarelas. Su
hija los invitó a ocupar dos de las sillas que rodeaban la mesa y Eduardo, a
quien aceptaran desde el primer día, viéndolo como el hombre ideal para Isabel,
les ofreció el primer aperitivo de la jornada , a la vez que entre los cuatro
hacían un repaso de sus planes para lo que quedaba de este día y el de mañana,
en lo referente a la ceremonia de la Transición. Menos de un cuarto de hora
después llegaron Kevin y Cristal, a quienes observaron cruzar la calle, y fue
Eduardo quien abrió y les cedió el paso, descubriendo que uno y otro estaban
calzados y vestidos como aquel par de jornadas en que los conociera, Cristal
llegando a la casa el día del despertar y Kevin en su primera visita al Banco
Real de Insulandia. Este último tenía lo que Eduardo no conocía en aquel
momento, la camisa que usaba el club Kilómetro Treinta y Ocho en los partidos
de balonmano, y Cristal el emblema de la belleza, también desconocido aquella
tarde, en los bolsillos del pantalón corto. Y, por supuesto, ninguno de los dos
estaba allí para otra cosa que no fuera entretenerse y divertirse todo cuanto
pudieran en tanto durara la ceremonia.
_Lleven esto a la mesa, así vamos ganando
tiempo.
_Y esto. Pero cuidado, el envase es de
vidrio.
_¿Dónde dejo estas cosas?.
_No va a ser suficiente, traigan otro poco.
_¿Cuánto tiempo al fuego lento?.
_¿Habremos calculado bien la cantidad?.
Frases y preguntas como esas salieron de la
boca de la media docena de intervinientes en el almuerzo no bien empezaron a
prepararlo, a eso de las once y media (diez horas y media para el año nuevo),
mezcladas todas las palabras con los sonidos y voces del exterior, sus propios
pasos y movimientos al caminar y la música desde la sala. Era quizás la única
vez en el año en que podía verse a los hombres colaborando voluntariamente con
las mujeres (la costumbre así lo indicaba) en la preparación del almuerzo, por
lo que la cocina era un hervidero de pasos y voces, cada uno de los presentes
allí ocupándose de una tarea en particular del proceso, siempre con entusiasmo
y habiendo estimado que cada uno repetiría dos o tres veces el plato principal.
Había tanta comida allí que los ingredientes – ajíes rojos y verdes, tomates,
cebollas y zanahorias vueltas trocitos –, para la salsa roja, que sencillamente
estaban cubriendo una tercera parte de la mesa, la enorme cantidad de granitos
de arroz otro tanto y la torta arcoíris que planearon para el postre (“U
enchastre que vale la pena”, coincidieron las damas entre ellas) la mitad de la
mesada. En un momento dos de las hornallas se encendieron, varios troncos en la
caldera alcanzados por una llama proyectada por la anfitriona, y a ellas fueron
a parar las dos cacerolas, una con los ingredientes para la salsa roja y otra
con el arroz. De inmediato, o casi, brotaron las primeras burbujas, producto
del agua que hervía. “Esto va a quedar
listo en quince minutos”, anunció Cristal a los otros cinco, echando por las
dudas otra pizca de condimentos a la salsa, y varias hojas de laurel, a la vez
que aquellos se ocupaban de las tareas restantes. Prepararon una generosa
cantidad de jugo de varios sabores y llevaron las seis botellas a la sala,
junto con las otras, repletas de bebidas alcohólicas; pusieron el suficiente
queso rallado, más de dos kilogramos, en un recipiente de vidrio, y varias
piezas de pan en una fuente, que también fueron llevadas a la mesa en la sala.
Pronto estuvo lito también el postre, la torta arcoíris que quedó de momento cubierta
por una tapa, y sobre una fuente, y numerosas amenidades, bebidas e infusiones
para ir consumiendo a lo largo de este y del siguiente día. Quedaron definidos
los lugares en la mesa, casi igual a como lo estuvieron ayer. Los anfitriones
tenían el honor de ocupar las cabeceras de la mesa, Wilson y Kevin el lateral
que daba al centro de la sala, y Cristal e Iulí el opuesto a ese. En los
lugares esperaban seis copas con vino tinto, ya que era costumbre de las hadas
el ingerir un sorbo de esa bebida el último día del año, antes de iniciar el
almuerzo y la cena. “Viene de la época del establecimiento del calendario
antiguo”, lustró Iulí a Eduardo, completando la información diciéndole que los
creadores brindaron con vino tinto tras
concluir su invención, y esa bebida era (lo fue al menos en esa época) un
obsequio de las hadas superiores, hijas de Vica y Aldem, en quienes se
inspiraran para dar un nombre a los treces meses del calendario. “Ustedes vayan
ocupando sus lugares” – pidió Isabel a los hombres, a las doce horas con diez
minutos (diez horas cincuenta para el año nuevo) –, “en un instante estamos
allí”. “Y apaguen los cigarrillos ustedes dos”, agregó Cristal, hablando a su
padre y a su novio. La dueña de casa cerró el flujo de la caldera a las
hornallas y cuando estas se apagaron puso el contenido de ambas cacerolas en un
tercer recipiente y revolvió el resultante durante dos o tres minutos. El
humeante arroz con salsa roja, sabrosísimo con solo mirarlo, por fin estuvo
listo, en esa preciosa fuente de porcelana, la misma que usaron en la jornada
de ayer, que Cristal e Iulí asieron con cuidado por los extremos, antes de
secundar a Isabel en el corto trayecto hasta la sala. Galantería y costumbre,
los hombres desocuparon sus lugares y permanecieron de pie junto a ellos, re
ocupándolos a la vez que el trío de mujeres iba a los suyos, dejando la fuente
en una mesa más pequeña.
_¿Cuál es el paso ahora?., inquirió Eduardo,
en tanto los comensales llenaban sus platos con raciones generosas, en
referencia a las copas llenas con vino.
_Algo parecido a lo que nosotros, Zümsar e
Iris hicimos ayer – le dijo su novia desde la otra cabecera, tomando cada
comensal su copa –. Las levantamos hasta que queden a la altura de los ojos. No
importa nuestra postura, y decimos con voz clara la frase “Disfrutemos
amenamente del almuerzo”, o “de la cena”, al final de este día, en cualquiera
de los dos idiomas. Todos los participantes tienen que decirla al mismo tiempo,
algo que se vuelve más complejo con la cantidad de aquellos. No va a serlo,
dado que en esta sala somos seis.
_Pronunciémosla en el idioma actual.,
prefirió Eduardo, por tratarse este de su debut al respecto.
“Hecho”, accedieron los otros comensales. El sexteto
ubicó correctamente las copas y, con una señal coordinada, exclamaron:
“¡Disfrutemos amenamente del almuerzo final
de este año!”.
Bebieron la totalidad del contenido, las volvieron
a llenar con otras bebidas y entonces, si, empezaron a almorzar, mezclándose
desde ese momento el tintineo de los cubiertos y copas, permanente, con las
canciones folclóricas, de las típicas en las festividades de la Transición, los
cánticos, voces y pasos que llegaban desde fuera de la casa, y las primeras
frases y palabras de los propios comensales, que estuvieron referidas a esa
delicia que habían preparado entre los seis. “Felicitémonos unos a otros”,
propuso Eduardo, tras el cuarto bocado del exquisito arroz, obteniendo la
aprobación inmediata por parte de los demás, con sonrisas, los pulgares
levantados y, claro, los aplausos. “¿Vieron que cocinar no es tan malo, ni
difícil?”, llamó Cristal burlonamente, dirigiendo esas palabras a los hombres,
quienes rara y esporádica vez daban su ayuda en ese tipo de tareas. Ella sabía
tanto como su hermana y su madre que si un individuo del sexo masculino
cocinaba era porque vivía solo, o porque no había mujeres con el al momento de
almorzar o cenar. “Y eso también es raro”, concluyó.
FIN
--- CLAUDIO ---
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