lunes, 23 de abril de 2018

16) Las dos celebraciones, parte 2

Cuando al día le quedaron solo ciento diez minutos, los individuos, al amparo de la música tradicional, que de a ratos se mezclaba con las voces y pasos en el exterior, tomaron el único divertimento que pasara inadvertido hasta ese momento: los naipes. Un mazo tradicional, muy antiguo, en el que las ciento ochenta y siete piezas estaban divididas en partes iguales en media catorcena de símbolos, habiendo además cinco comodines. El artesano-escultor, gran y ávido jugador de naipes, pronto estuvo mezclando con veloces movimientos los corazones, rectángulos, gotas, círculos, la flor con cinco pétalos, la estrella con cuatro puntas y el rombo con un círculo en el interior (los siete símbolos, con cartas numeradas del uno al veintisiete), separando los comodines y dejándolos en l caja. Podían hacer una docena y media de juegos, y de la sugerencia común optaron por aquel en que debían eliminarse uno a uno los participantes reuniendo las cartas de un mismo número.

_Es bastante fácil – explicaba Kevin a Eduardo, repartiendo ocho cartas a cada jugador y reservando otras ocho para el –. Hay que reunir las siete piezas de un mismo número antes que los demás, algo complejo tomando en cuenta el movimiento constante de cartas, e ignorando que números están reuniendo los demás. Tenés esas ocho cartas en las manos para empezar, otras cuatro que son estas – dejó dos pares en el centro de la mesa – y el mazo. Vas eligiendo de estos dos pares por turno hasta que llegás al objetivo de las siete piezas. Cuando todos los participantes concluyen su turno, dejando las cartas que no necesitan sobre la mesa y boca arriba, se detiene el juego para mezclar todas las piezas una vez más. Ese paso se puede repetir varias veces.
_De acuerdo – aceptó Eduardo, captando las instrucciones y reconociendo que era un juego sencillo – Reunir los siete números antes que los demás jugadores. ¿Solo eso y ya?, ¿así termina el juego?.
_No – contestó Cristal. Las hadas ya tenían las ocho cartas en sus manos. Teniendo cada individuo las piezas requeridas, deberían cubrir con la restante los naipes descartados –. La ronda se repite tantas veces como sea necesario hasta que solo quede una persona, y en cada nueva ronda los jugadores tienen que elegir un número diferente. Como alrededor de esta mesa somos ocho personas, las rondas van a ser siete. Al final de la séptima, si, el juego termina.

Completaron la ilustración diciendo que cuando cada uno hubiera desechado ya las cuatro cartas sacarían de a una las que quedaran en el pilón y que luego se repetiría ese procedimiento – mezclar las ciento veintitrés cartas, dejando cuatro boca arriba y las demás boca abajo – en un nuevo pilón hasta que cada ronda hubiese finalizado.
_Entiendo – dijo Eduardo, desviando la vista hacia el musiquero. Había empezado a oírse el segundo tema de ese cilindro, una pieza antigua que elogiaba las reuniones familiares en el fin de año. Volvió a concentrarse en sus naipes y llamó, sin dirigirse a nadie en particular –. ¿Por qué no hacemos este juego más interesante?. El ganador de la ronda recibe… no se, cien soles por parte de cada uno de los demás jugadores. El premio máximo de setecientos por ronda suena tentador. Y siempre cabe la posibilidad de que uno de nosotros atraviese… ¿cuántas?, ¿veintiocho rondas?... y gane ocho mil cuatrocientos soles antes que este día haya terminado. ¿Ustedes qué opinan?.
Expusieron los demás su visto bueno haciendo gestos faciales y dejando las primeras monedas, una de quinientos y otra de doscientos, en la mesa, a un lado del mazo con las ciento veintitrés naipes.

“Empieza el juego”, anunció entonces Isabel, y los individuos empezaron a ordenar las cartas que tenían en las manos, fijándose cual número se repetía más veces.

“Parece un calco de la época de la prohibición”, comparó rápidamente Eduardo, y cuando los demás le preguntaron sobre el significado de aquello, les habló de la época en la historia estadounidense en que, como consecuencia de la “Ley Seca”, proliferaron en las ciudades de ese país todo tipo de locales clandestinos, en los que el consumo de alcohol, el de tabaco y el juego eran moneda corriente, siempre con el riesgo que representaban las redadas. La escena en la sala era un calco de esos garitos y clubes clandestinos: las ocho personas, en tanto con una mano sostenían ocho cartas, con la otra alternaban un vaso con cerveza y un cigarrillo, y no hablaban demasiado, procurando concentrarse, y deseando uno que los otros estuvieran juntando otro número que no fuera el propio. La primera ronda concluyó al cabo de tres minutos en los que hubo movimientos permanentes en el centro de la mesa, dejando los jugadores unas cartas y tomando otras. El cumpleañero fue el primer ganador, enseñando orgulloso las cartas con el número nueve. “No estuvo mal”, dijo, sabiendo que esta había sido una de esas escasas veces en que lograba un triunfo con estos juegos, porque los naipes de las hadas no habían sido jamás su fuerte. Aprovechando que estaría libre algunos minutos, fue al exterior de la vivienda y se quedó parado junto a la puerta, observando primero el  letrero que indicaba la dirección (La Fragua, 5-16-7) y luego el entorno tan característico, buscando otra fuente de inspiración que le permitiera hacer un nuevo repaso, uno breve, considerando que no estaría allí por mucho tiempo, de lo que había sido la jornada. “Mi primer cumpleaños aquí, fue un éxito”, pensó haciéndose a un lado, al escuchar como se abría la puerta y hacía Iulí su aparición, con el mismo gesto de satisfacción que el.
Ese mismo tema se extendió durante todas las rondas, aunque no exclusivamente con las sensaciones y experiencias que tuvo el arqueólogo submarino. Los cumpleañeros tomados de la mano en el sofá, que estuvieron aguardando, tal era la costumbre de las hadas, la llegada de este día haciendo balances y repasos de lo que fuera el año diez mil doscientos cuatro para ambos y lo que hicieran en los trescientos sesenta y tres días transcurridos hasta ese instante; los temores y las preocupaciones de Eduardo, durante y después del desayuno, porque algo fuera a salir no como el y su prometida lo planificaran cinco días antes, las palabras y gestos con que la hija mayor de Iulí y Wilson buscó tranquilizarlo, asegurando que nada iba a salir mal ni quedar fuera de lugar; la llegada de los seis invitados, y la apertura de los obsequios de cada uno por parte de los cumpleañeros, las palabras de estos para  agradecerlos, tanto como el sencillo gesto de entregar un presente y, más aún, así lo sostuvieron Eduardo e Isabel, el hecho de que hubiesen estado en la vivienda para asistir a la ceremonia – las palabras y explicaciones de Zümsar acerca de sus viajes al norte y al oeste de Insulandia no volvieron a mencionarse en ningún momento del día –, el almuerzo tan opíparo, el repaso de las fotografías, algo que era uno de los instantes más esperados por las hadas en sus cumpleaños, ese divertimento que se procuraron a la tarde durante casi tres horas, volando sin un rumbo particular, moviéndose los hombres al norte y las mujeres al sur, confluyendo ambos grupos en la periferia de la ciudad; el momento cumbre de los cumpleaños, que significó ese imponente pastel de tres pisos, el pedido de los deseos e incluyó los tortazos en la cara a los homenajeados; el momento de los bailes, el paseo local por los alrededores, las estancias en los jardines traseros de la propiedad, la conversación sobre la actualidad de la capital… “¿Viste que nada salió mal?”, repitió Iris, que junto con el cumpleañero eran los únicos que continuaban en el juego de naipes, conscientes ambos de que cualquiera de los dos podría ganar ocho mil cuatrocientos soles.
_Tengo que admitir que me equivoqué., reconoció el arqueólogo, mirando sus cartas, y concentrándose en el número dos.

En otro rincón de la sala, con las cortinas abiertas de par en par, Isabel, Iulí, Wilson, Cristal, Kevin y Zümsar observaban el exterior, desviando de a ratos la vista hacia los jugadores. El movimiento allí era muy superior al de cualquier otro día para este horario. Le quedaban nada más que veinticinco minutos al treinta de Diciembre /Nios número veintinueve y tanto el suelo como el cielo tenían un fuerte movimiento de seres feéricos y elementales que iban de un lado a otro, teniendo como algunos de los denominadores comunes las risas y palabras alegres. “¡Lo que va a ser mañana!”, exclamaron todos los individuos en la sala.
_Buena admisión – observó Iris, tan cerca del triunfo que se esforzaba por no delatar esa cercanía. Solo le faltaban dos cartas, las estrella y la flor, con el número cinco. A su rival, en cambio, le faltaba el doble –. Fue tu primea experiencia y nada más. A eso y solo a eso se debieron tus preocupaciones y temores.
_Puede ser – empezó a reconocer Eduardo, cambiando una carta al mismo tiempo que Iris – me va a servir  de experiencia para el año que viene. No solo esto, no solo mi cumpleaños. Hablo de todo. De cada cosa que hice este año, cada ceremonia en la que participé como protagonista o testigo.
En ese momento volvió para el a cobrar fuerza otro momento que estaba cerca; el de su primer aniversario en este planeta. Cuando llegara ese día, el trece de Enero /Baui número trece, haría un repaso a fondo. En un año había podido empezar su vida desde cero y conseguido, como ya lo viera en numerosas oportunidades, todo aquello que por una u otra razón había dejado de tener.
_Estoy de acuerdo con eso, excepto con lo del “puede ser” – coincidió Iris en parte, sin despegar los ojos de su manojo de ocho cartas. Tenía seis cincos y estaba deseosa por obtener el faltante, el de la estrella de cuatro picos, antes que Eduardo usara la octava carta para cubrir las que estaban sobre la mesa – La expresión correcta hubiera sido “Es”. Le pasa a todo el mundo. Los temores y las preocupaciones son una parte que siempre van a acompañar a la gente a la hora de estar cara a cara con algo nuevo, con una primera experiencia en algo que es desconocido en todo o en parte.

En tanto Eduardo hizo su siguiente movimiento, Isabel fue hasta el ambiente de junto, el  taller-almacén, en busca de los obsequios que habían ella y su compañero dejado allí cuando estuvieron de compras los días anteriores, para Iris y Zümsar. Eran sus regalos de fin de año – otra costumbre muy antigua de las hadas –; ambos habían acordado dárselos en los últimos momentos de ambos en su casa, antes de la llegada del nuevo día.
_Y ese fue mi caso., aceptó finalmente el arqueólogo.
_Eso – dijo Iris, tomando otra carta, y acompañando las palabras con otra sonrisa –. La experiencia y el conocimiento se adquieren con el tiempo, ya sea o no algo importante. Incluso en las cosas triviales. Tenés que estar atento a todo, para procurarte el aprendizaje.
_¿En qué, por ejemplo?.
Iris volvió a sonreír.
_En que esas monedas son mías – señaló las ocho piezas de mil soles y el par de doscientos –… o, lo que es lo mismo, ¡en esto!.
Expuso sobre la mesa las siete cartas con el número cinco, alzando los brazos en señal de triunfo, y estirando las manos a un lado de su juego, dispuestas las cartas en forma de abanico, diciendo “Ingresos adicionales… no vienen mal”.
_Eso quisieras., dijo Eduardo entre risas, exhibiendo ante su rival la media catorcena de cartas con el número dos.
 “¿Un empate?”, reaccionaron los demás.

En efecto, había sido tal cosa.

Ambos finalistas de los “siete iguales”, así se llamaba el juego, concluyeron la última de las rondas habiendo alcanzado su objetivo, y se convirtieron en acreedores de ovaciones y aplausos por parte de los espectadores de ambos sexos. Al final, Eduardo e Iris se repartieron en partes iguales las monedas, cuatro mil cien soles cada uno, y al hacerlo le pusieron fin al juego de naipes, momento en el que las agujas señalaron las veintitrés cuarenta y cinco.
_Esto es para ustedes., anunció Isabel a Zümsar e Iris unos pocos segundos más tarde, ya en el ocaso del cumpleaños doble, señalando con la vista los obsequios que había dejado sobre la mesa pequeña, y con el mismo sentimiento que tuvieran ella y Eduardo al recibir los suyos.

Estaban envueltos tan pulcramente con ese bello papel que sería una pena rasgarlo y ver el contenido. “Las damas primero”, dijo Isabel, tomando uno de los obsequios, en cuyo envoltorio destacaban el color rosa y el símbolo del intelecto, siendo ese el don o atributo de Iris. La acreedora desenvolvió el paquete con todo el cuidado que pudo, y al hacerlo descubrió una pieza de vestir femenina tradicional (“Medieval”, comparó Eduardo en silencio, al ver la prenda), de seda y colores discretos, aunque alegres, de esas que tanto amaba la beneficiaria. Esta lo sostuvo desde los hombros, en lo alto, para observarlo con detenimiento, dejándolo visible para todos los presentes en la sala. Era una túnica de mangas largas que combinaba los sobrios tonos de verde y rojo, y con solo verla, Iris se dio cuenta que era de su talla, y del mismo estilo de la prenda que ahora estaba usando. “Es perfecta”, opinó, tentada de probársela allí mismo solo para ver como le quedaba. “¡Levanten la mano los que quieran que se cambie aquí y ahora!”, llamó Zümsar, y al mostrar su aprobación los hombres se produjo la ya clásica tanda de pellizcos y codazos por parte de Cristal, Isabel e Iulí, en tanto Iris experimentaba el rubor en las mejillas y guardaba la túnica, pulcramente doblada, en la caja. “No cambian, eh”, fue su respuesta, entre gruñidos y risas, en relación a la propuesta del hada del rayo y la aceptación de los demás hombres. “Ahora tu turno”, anunció Eduardo, dirigiéndose al arqueólogo urbano. Zümsar tomó el paquete, lo desenvolvió con el mismo cuidado y descubrió una túnica para hombres, también de colores discretos, que combinaban la tonalidad oliva de su aura, y confeccionada con materiales igual de finos. “¡Excelente!”, opinó con solo verla, advirtiendo que tampoco tendría problemas con el talle. Como su compañera antes que el, Zümsar agradeció a los anfitriones el gesto, habiéndole importado eso tanto como el obsequio, y su caso quizás haya sido, de los dos, el más efusivo en cuento a las demostraciones y las sorpresas, porque era un amante de todo lo antiguo, incluida la indumentaria, y lo tradicional, y esta túnica, aunque no tenía más de una quincena desde que fuera confeccionada en el Mercado Central Textil, era una réplica totalmente fiel a la que estuviera de moda entre los hombres en el continente centrálico hasta mediados del séptimo milenio posterior al Primer Encuentro. “La moda pasa, pero siempre hay lugar para lo viejo en nuestra sociedad”, fueron las palabras de Zümsar, sabiendo el y los otros que hoy día incluso había seres feéricos que usaban ropa y calzado que eran previos al máximo evento histórico. “Gracias de nuevo, es bueno que lo tradicional no se pierda”, dijo, al tiempo que Iris hubo se situarse a su lado.
 _¿Van a estar en el Castillo Real?., les preguntó la cumpleañera, en referencia a los días de la Transición.
_Si – aseguró Iris, ya preparándose para abandonar la casa. Habían incorporado un último obsequio para llevarse con ellos, una bebida alcohólica muy fina para compartir esa noche solemne con la reina Lili, Oliverio, el príncipe Elías y la princesa Elvia, junto a una tarjeta de felicitación de los cumpleañeros, escrita en el idioma antiguo –, no podríamos elegir ni por equivocación otro lugar para estar mañana a la noche. Para mi va a ser raro, desde luego. Es mi primera ceremonia de fin de año allí en más de cinco milenios. No, no es un caso idéntico al tuyo. Cuando mucho parecido y nada más – añadió, dirigiéndose a Eduardo, anticipándose a las palabras de este –. Yo estuve ausente en parte, imposibilitada para estar fuera del Banco Real de Insulandia por períodos prolongados de tiempo, pero siempre estuve al corriente de todo lo que pasaba en la sociedad feérica, y de los cambios culturales que fueron ocurriendo. Quiero decir que se lo que tengo por delante – su aura turquesa manifestaba un brillo errático, similar al que experimentara ese halo de dos colores de Eduardo al estar frente a cada nuevo y desconocido desafío –, y eso me va a ser de ayuda. Ahora nos vamos a su casa – señaló con la vista a su alma gemela, que disfrutaba con los otros hombres, en la calle, de lanzar hacia el cielo las piezas pirotécnicas que formaban esas magníficas luces multicolores. No eran los únicos, porque desde allí podían ver y escuchar como varias hadas más continuaban con ese mismo divertimento –. Vamos a pasar la noche allí, t mañana a la mañana, después del desayuno, nos vamos directo al castillo.
Los ojos le brillaron y una amplia sonrisa se dibujó en su cara, de esas que solían aparecer en los seres feéricos cuando también lo hacía el enamoramiento. Iris estaba loca de contenta desde que empezara el noviazgo (compañerismo sentimental, lo llamaban las hadas) con Zümsar, a principios de este mes. Por haberse encontrado con el hada del rayo en aquel momento, los primeros en enterarse de que algo estaba iniciando fueron Nadia y Eduardo, cuando este último estuvo recibiendo el alta médica luego de la batalla, su primera experiencia en combate en este mundo, y en el instante en que ambos dejaran la habitación, el experto en arqueología urbana, exhibiendo dolencias y heridas más complejas, les había pedido que buscaran a la “princesa de antaño”, una de las formas con que las hadas y los elementales se referían a la antigua lideresa del MEU, uno de los bandos enfrentados en la Guerra de los Veintiocho, y solicitaran su presencia. Esa misma tarde, mientras el otro paciente de ese dormitorio, Eduardo, e Isabel hacían constar el desconcierto sobre el cambio en el don o atributo y en el color del aura de la dama, Zümsar e Iris, el primero bastante animado por la presencia de la segunda, descubrieron que no solamente tenían en común el sentimiento confeso anti-ilio. Hubo química entre ellos desde el primer momento, y en tanto estuvo el hombre internado en el prestigioso centro de salud no fueron pocas las veces en que las visitas que tuvo Zümsar y el personal médico, también los agentes de la DM, los encontraron abrazándose, tomados de la mano e incluso besándose, sin preocuparse uno y otro porque los vieran en esas situaciones ni que, por consiguiente, se enteraran de la relación recién nacida. Hoy, los dos formaban una pareja consolidada que nadaba en la felicidad absoluta que estaba dando sus primeros pasos, poniendo énfasis en los gustos y preferencias comunes para seguir avanzando.

_Hacen un lindo dúo., opinó Cristal, viendo a las almas gemelas en la mitad de la calle, aun divirtiéndose con la pirotecnia.
 En el despejado cielo, las luces multicolores de los fuegos artificiales se confundían con las estrellas y auras de las hadas, que volaban en una altura que las tuviera a resguardo de ese peligro potencial. Desde allí era complicado distinguir unas luces de las otras, apenas unas pocas que cambiaban de dirección eran indicativo de la presencia de seres feéricos en el cielo.
_Y tienen muchos puntos en común., agregó Iulí, sin poder culpar a ninguno de los hombres allí, especialmente a su marido.
Aunque su caso fue una parte insignificante del tiempo que transcurriera siendo un alma solitaria, en comparación con Iris, Wilson había pasado siendo tal cosa alrededor de dieciocho años, y durante ese período se vio obligado, tanto como su compañera y la economista, a llevar una vida bastante limitada, en todos los aspectos. Como todas las almas solitarias en el mundo, tampoco el se pudo ausentar por períodos prolongados del lugar en el que hubieran quedado sus últimos vestigios físicos (aquel “momento personal” con Iulí), al destruirse su cuerpo cuando quiso llevar de la teoría a la práctica la “magia imposible”, como muchos la llamaban. Durante esos años, Wilson tuvo que contentarse con presenciar todos los bellos momentos y las festividades desde la seguridad que le proporcionaban las instalaciones del Banco Real, y desde que recuperara su antiguo ser (cuerpo, aura, energía vital y habilidades), gracias a la actuación de su futuro yerno, había procurado recuperar todos y cada uno de los aspectos de su antigua vida. En este caso, la social en relación a las festividades del fin de año. Tampoco podía decir una palabra Iulí respecto de los otros hombres: los tres habían tenido un año cargado de trabajo, y cada uno tuvo además sus propios problemas; Eduardo el viaje entre planetas que le trajo como consecuencia cincuenta días sin conocimiento, y después el descubrimiento que lo colmara de dicha; Kevin una fiebre tropical que hubo de dejarlo, durante varios días de Agosto, en una cama del Hospital Real, en el sector de terapia intermedia, y Zümsar esa experiencia, el control ejercido sobre su persona a la que ningún hada quería enfrentarse, si podía evitarlo. “Que se diviertan todo cuanto quieran”, pensó, alegre y complacida.
_¿Pasa algo?., llamó Cristal, viendo a Iris, esta estando en silencio, con el aura casi inmóvil y la cierta expresión de nostalgia triste en la cara.
_Un recuerdo bonito, solo eso – contestó iris – va y viene desde el momento en que Eduardo logró restaurarme. El conde Báqe. Su cara llega a mi mente, permanece y desaparece. Es lo único que me hace dudar sobre mis sentimientos actuales con Zümsar. Todavía queda bastante de aquello.
Báqe había sido un miembro de la familia real de Nimhu, uno de los “países vecinos” de Insulandia, y las excelentes relaciones entre ambos hicieron que el conde nimhuit y la princesa insular se conocieran e interactuaran prácticamente desde su nacimiento, y que dieran inicio al compañerismo sentimental al mismo tiempo que para uno y otro la adolescencia le iba cediendo su espacio a la adultez. Esa unión se mantuvo en el tiempo aun cuando empezara la Guerra de los Veintiocho, y continuó hasta la caída en acción del conde, un mes antes del final de la contienda. Hoy, el sarcófago con los restos mortales de Báqe, hermano de la reina de Nimhu en aquellos tiempos, descansaba en un mausoleo en una isla en aguas internacionales, a seis kilómetros al norte de las aguas territoriales de su patria, en el mismo lugar donde hubo de perder la vida. Desde su vuelta, Iris estuvo en aquel lugar el décimo sexto día de cada mes en el neo calendario – Iiade número treinta, Sefht número tres, Clel número diez, Norg número doce, Chern número quince y Nios número quince –, para rendir tributo y homenajes al que fuera su gran y único amor, hasta iniciado este mes, y reafirmado ante el sarcófago que Báqe había muerto como un auténtico héroe, batiéndose en un combate mortal contra esa decena de setwes que intentara ocupar esa isla, en preparación para un ataque a gran escala sobre Nimhu.
_Por más que trato no puedo dejar de pensar en el, y eso hace entre otras cosas que quiera ir al mausoleo una vez cada mes, a rendirle honores. No es que no quiera, pero hacerlo con esa intensidad evita que, por ejemplo, que le pueda poner orden a mi vida personal, específicamente a mi vínculo con Zümsar – describió Iris. Los sentimientos que tuvo para con el conde, que sobrevivieron al paso de los milenios, estaban siendo por primera vez un impedimento para ella –. Le creo cuando dice que no le importa, porque el vivió algo parecido y por lo tanto sabe cómo es. La que no está cómoda soy yo, Fui además la última en verlo con vida – recordó con tristeza. Báqe había, literalmente, fallecido en sus brazos –, y eso me marcó para siempre. Ya se lo que tengo que hacer. Mirar para adelante y no vivir atada a los recuerdos, no seguir alimentándolos para que no crezcan ni permanezcan en mi mente con mayor o menos frecuencia. Pero no me es eso fácil – y pidió a Cristal, Isabel e Iulí, sin dirigirse a ninguna en particular –. ¿Ustedes qué opinan?, ¿qué sugieren o recomiendan que haga con eso?.
Las hermanas y su madre se miraron entre si, sin saber que contestarle y optando por el intercambio de miradas y un silencio de desconcierto. Ninguna había vivido esa situación  y el de Iris era un caso único no solo en el mundo, sino también en la historia. Nadie podría decir que se sentiría ser el protagonista de una experiencia así, porque no se tenían precedentes. Con eso, Iris estaba sola y a la búsqueda de cualquier cosa que le pudiera resultar de alguna ayuda. Al final, estando a menos de cinco minutos de la llegada del último día del año, Isabel le dijo, sabiendo que no era una respuesta.
_¿Recordás los últimos instantes con el conde Báqe? – como todas, quedó deslumbrada con el lanzamiento de la más reciente pieza pirotécnica, que produjo a grandes alturas una lluvia de chispas rojas y azules, acompañada por una sonora explosión –. ¿Qué fue lo último que hizo o dijo?. A lo mejor eso puede ayudarte. Una sola palabra o un solo gesto serían de utilidad.
_Me acuerdo de todo – aseguró iris –. Fue el año cinco mil ciento siete, el Nint número quince a la mañana, entre las once y diez y las once y veintidós. Fueron sus últimos doce minutos en este mundo… y los pasó conmigo, en mis brazos en el suelo de piedra de esa estructura abandonada. Ese recuerdo, no importa lo que pase ni cuanto me esfuerce, va a permanecer conmigo en tanto viva.

Aquella mañana soleada en esa parte del continente – había empezado a relatar Iris, olvidándose por un momento del enormísimo clima festivo –, el conde Báqe, a quien nunca le quitaron el título nobiliario pese a formar parte de la plana mayor del MEU, siendo de este grupo el segundo al mando, estuvo solo en aquella isla distante seis kilómetros de su patria, buscando un lugar que sirviera como refugio temporal para los pocos combatientes que continuaban con vida, unos veinte mil a nivel planetario, poco más del uno por ciento de los iniciales. Desafortunadamente para el, nunca le había llegado la advertencia de un ataque inminente de los setwes en la zona, esa pequeña porción de tierra incluida, porque le mensajero había caído en batalla el día anterior junto a once de sus compañeros, al ser emboscados por el bando rival, un pelotón del ejército nimhuit. Ocultos en la estructura abandonada, la única construcción en esa isla, unos diez setwes empezaron los preparativos para un ataque a gran escala sobre las costas de Nimhu e Insulandia, pero esos planes cambiaron abruptamente al ver aparecer al conde Báqe, quien, desprevenido e ignorante del peligro, posó sus pies en la arena y emprendió la corta caminata. Los setwes sabían que con una sola baja no suplirían las del pueblo ilio, porque la diferencia era astronómica, pero comprendieron que si eliminaban al conde nimhuit sería un durísimo golpe anímico y moral para el MEU, uno que podría, además, dejarlos al borde de la rendición. Ocultos y sin hacer ruido, los setwes esperaron a que Báqe estuviera dentro de la deteriorada antesala, otrora un templo religioso de las hadas destruido por los ilios una década atrás…
El segundo al mando del MEU estuvo solo aquel momento, pero no era un oponente cualquiera. Siendo un hada del rayo, era muy poderoso y sus habilidades estaban ubicadas por encima de las de la mayoría de sus congéneres y, desde luego, de los ilios. Esos diez setwes le cayeron encima violenta y velozmente, pero al conde Báqe le bastó una pequeña descarga  de su energía para catapultar a todos los atacantes a varios metros de distancia, muriendo uno de ellos al romperse el cuello en ese fuerte impacto contra el suelo. El nimhuit no perdió un instante y se lanzó de lleno a la batalla, enviando al otro lado de la puerta a dos setwes, carbonizándolos con una única y fulminante descarga eléctrica. “El que sigue”, dijo a los sobrevivientes, con una sonrisa provocadora, y los setwes, lejos de acobardarse, hicieron su movimiento. Pero solo atacaron seis de los siete individuos, habiéndose quedado el séptimo apartado de sus congéneres y del hada, concentrado en unos pocos elementos y un pocillo que tenía frente a si. Con odio y movimientos descoordinados, producto del temor y el hecho de saber que tenían como oponente al segundo al mando del Movimiento Elemental Unido y miembro de una familia real, los setwes, ahora transformados y con plumas en las rodillas tobillos y la mitad de los brazos, continuaron atacando, golpeando con enorme presión y escupiendo su veneno mortal, pero sin causarle daño alguno a Báqe. Este sencillamente era muy hábil, y al cabo de varios intentos apenas le hicieron un corte muy leve en una mano. “mi turno”, dijo el conde, esta vez sin sonreír ni burlarse, acabando en menos de diez segundos, con otro rayo, con la media docena de atacantes, y enfocando entonces su atención en el último, aquel que permanecía apartado… y concentrado en la creación de un monstruo, un uc-nuq. “Así que los ilios usan la magia” – dijo, satisfecho por haberlo descubierto –, “Iris y yo siempre tuvimos razón”.
Y se lanzó al ataque, ignorando los riesgos, sabiendo que el setwe podría usar al monstruo como distracción, dándole el tiempo necesario para inyectarle el veneno mortal al conde nimhuit, o como oponente mucho mejor capacitado y preparado. Siendo este un monstruo de piedra, Báqe se vería obligado a usar grandes cantidades de energía en un único punto para destruirlo. “Por fin un enemigo que vale la pena”, se alegró el segundo al mando del MEU, transformándose en un varano, de tres metros de longitud, y arremetiendo velozmente contra el monstruo, dándole un coletazo tan fuerte que lo tumbó al suelo, la reacción por el esperada para lanzarle una descarga en el centro del pecho. El ataque no le hizo mella al monstruo, que se incorporó y obligó al conde a replantear su estrategia y ejecutar su segunda y última transformación. Uno y otro oponente quedaron entonces igualados en altura, y la batalla, aunque breve, llegó a un nuevo nivel de ferocidad. Con movimientos increíbles, Báqe se dio cuenta de que no haría falta la energía eléctrica para el triunfo. Le bastaba solo con su fuerza física y musculatura, y, en tanto zarandeaba al monstruo de piedra, agrietándolo en los hombros y parte de los brazos, el setwe, entre el temor por ver que el monstruo no era suficiente y el deseo de venganza, viendo como sus nueve camaradas fueron eliminados en un instante, advirtió que no tendría una oportunidad como esta otra vez.  Se lanzó a la carga, armándose del suficiente valor, viendo a Báqe absolutamente concentrado en el uc-nuq, al que destruyó, volviéndolo escombros, al mismo tiempo que sentía esa punzada filosa en el costado derecho de la cintura. “¡Cretino!2, exclamó, dando al atacante un golpe tan fuerte que lo catapultó, ya muerto y con numerosos huesos destrozados, contra un muro, en este incrustándolo. El conde sabía que estaba viendo sus últimos momentos en este mundo, no teniendo consigo el antídoto contra ese veneno, que actuaba rápidamente en el organismo, y antes que se hubiera cumplido un minuto de la inyección sus piernas se aflojaron y se desplomó, quedando tendido boca arriba, resignado a su final.

_Esa fue la descripción que el hizo de lo ocurrido, y murió casi al instante – finalizó Iris su historia, con una expresión melancólica y lágrimas solitarias –. Yo estaba en ese momento en la costa este de Uzeqü – otro de los reinos centrálicos, junto a los remanentes locales de mi grupo, resistiendo como podíamos una ofensiva del otro bando. Supe lo que había pasado porque Báqe y yo aprendimos a comunicarnos mentalmente. Otro recurso para la guerra, si uno estuviera en algún peligro el otro lo podía ayudar. El me dijo que su momento de cruzar al otro lado de la puerta había llegado. No lo dudé ni por un instante. Ordené la retirada del grupo que estaba conmigo, esos seres feéricos se dispersaron y yo fui directo al templo en ruinas donde Báqe estuvo luchando. Vivió lo suficiente para describir la batalla, y que por fin habíamos podido descubrir que los ilios, los setwes al menos, sabían hacer magia y la usaban, aunque no lo pudimos probar – Iris calló. Pareció también cerrar todos sus sentidos, buscando concentrarse en ese instante de su remotísimo pasado. De sobra sabía que lo peor que podía pasarle a una mujer era ver morir a su hombre, y viceversa; las consecuencias de eso eran muy tristes y desalentadoras –. Me sorprendió ese semblante tan sereno que tuvo, lo contrario a lo que podría esperarse en alguien que sabe que va a morir. Pero lo estuvo, ¿saben?. No dejó de mostrarse alegre y de buen ánimo hasta el final, y cuando dejó de moverse su sonrisa continuó estando allí. Una hora después lo terminé de cubrir, algo improvisado, claro, con las piedras del uc-nuq destruido. Un mes luego, cuando se cumplieron ciento veinte minutos del fin de la Guerra de los Veintiocho, se construyó el sepulcro y a Báqe le hicieron un funeral con todos los honores. Cada uno de los que estuvieron allí, de un bando y del otro… bueno, no hubo grupos. Todo el mundo lo despidió como un héroe. Incluso yo estuve ahí, aun en mi estado tan calamitoso pude reunir las fuerzas suficientes como para hacer ese viaje y… ¡ay, ya lo se!.

Iris pareció haberse acordado de algo más.

_¿Qué cosa?., quiso saber Iulí, conmovida por la historia, tanto como sus hijas.

Era la primera vez que la escuchaban.
_De las últimas palabras de Báqe, siempre conservando ese semblante tranquilo – contestó el hada de los sentidos, cuya aura turquesa era el mejor indicativo de que su estado de ánimos empezaba a cambiar. Este recuerdo era, al parecer, el origen de ese incipiente cambio –. Le pedí que no hablara, que no se esforzara, aunque nada hubiera podido cambiar esa fatalidad, impedir que ocurriera – Iris sonrió, pensando en que el conde nimhuit había dado palabras de ánimos y esperanzas para el futuro –. Me dijo que fuera feliz y que bajo ninguna circunstancia me dejara atrapar por loe sentimientos y emociones negativas, que ya iba, algún día, a encontrar yo a otra persona, a un hombre con el que pasar el resto de mis días. Y es obvio que ese hombre ya llegó. Zümsar me lo recuerda mucho, y no solo por el don del rayo o la transformación en un reptil cuadrúpedo. También el carácter, la personalidad… incluso en el aspecto físico son muy parecidos.
 “Son familia, después de todo”, pensó.
Esas lagunas en la memoria de Iris eran consecuencia tanto de las malas impresiones y experiencias vividas durante la Guerra de los Veintiocho y del hechizo fallido con el que intentara recuperarse de las heridas recibidas durante la última batalla, cuando fuera ella el último miembro del Movimiento Elemental Unido que continuaba peleando. Loe recuerdos perdidos iban volviendo de a poco desde que el prometido de Isabel la “restaurara”.
_Entonces no esperes un momento más. Andá a su lado ahora – la alentó Cristal, acompañando con gestos las palabras, viendo al cuarteto masculino junto a la casa al otro lado de la calle, divirtiéndose con la pirotecnia. No habían hecho otra cosa desde que salieran a la calle, y, como las damas advirtieran, era un ensayo de lo que vendría mañana –. De hecho, ¿por qué no vamos las cuatro?. Si los dejamos solos un momento más seguro que van… que se yo, se van a El Tráfico, que ahora debe estar abierto.
 “Vayamos”, coincidieron Isabel, iris e Iulí, cruzando las cuatro la calle, Iris cargando los obsequios para Zümsar y ella y la bebida alcohólica fina, para la noche de mañana, en el brindis de la familia real insular.
_¿Se divierten?., llamó la cumpleañera, echando los brazos alrededor de Eduardo, sonriente a causa de esta inolvidable y grandiosa jornada.
Pasarían los últimos tres minutos del treinta de diciembre /Nios número veintinueve en la vereda de “La Fragua, 5-11-8”.
_La verdad es que si – contestó su compañero de amores, dándole un beso –. Este día no podía estar terminando de mejor manera, ni tampoco empezando de mejor manera las cuarenta y ocho horas de la Transición. Tendríamos que brindar de nuevo, me parece. Motivos no nos van a faltar. Yo, por lo pronto, los tengo de sobra, por lo que ya es de conocimiento de todos ustedes. Y ahora que puedo mirar hacia atrás no me equivoco al decir que este fue el mejor cumpleaños que tuve hasta ahora. Es cierto que todos fueron iguales o muy parecidos, pero el de hoy fue un caso atípico.
 “Por supuesto que fue atípico”, pensó inmediatamente. Todo cuanto pasara en  esta jornada era la concreción de sus deseos, algo que se formulara a menudo, en voz alta o en silencio, de esas cosas que había perdido, por una u otra razón, o que creyó haber perdido. A mediados del primer mes del año llegó a pensar que incluso su existencia, el último testimonio físico de aquel prolífico grupo familiar, estuvo a punto de finalizar, al saltar desde una gran altura y caer de lleno en el océano. En un breve lapso de tiempo pudo rehacer su vida, de esta cada uno de sus aspectos, y, por lo tanto, ver como esos anhelos y deseos se iban cumpliendo. Era por eso que cada noche, sin excepciones, se acostaba con una enorme sensación de felicidad en la cara.
_Todos tenemos motivos para sonreír, Eduardo, y diría que ahora más que cualquier otro fin de año – agregó Isabel, accediendo a los gestos de los hombres de unirse al uso de la pirotecnia. Tomó una pieza y al instante se transformó en las alturas en una deslumbrante y abundante cantidad de chispas rojas –. Y el nuestro es un caso por demás llamativo, más quizás que el de cualquier otra hada en el mundo. Y vos y yo, todos, sabemos la razón.
Para ella también fue este un año grandioso. Su paso en el museo había sido excelente, su vida social estaba consolidada y mejorando, y, quizás lo más importante y emotivo,  su familia estaba allí. Sus padres, Wilson e Iulí, su hermana, Cristal, el compañero sentimental y prometido de esta, Kevin, y el suyo, Eduardo. Y en este momento estaban a su lado dos de sus mejores amistades, Iris y Zümsar. Isabel también era una persona famosa, a causa del hombre que había llegado a su vida a mediados de Enero y las acciones de aquel, el regreso de sus padres, hecho que además sirvió para revalidar el nombre de Mücqeu, y los cambios en su atributo y en su aura, habiéndose debido esto a la vuelta de su padre. Por esas mismas razones también se había vuelto una persona famosa su hermana.
_No hay, creo, un solo motivo por el que uno o más de nosotros ocho termine de manera no agradable este año. En este tuvimos éxito en todos los aspectos de nuestro día a día, ¿estoy equivocado?... no lo creo – planteó el artesano-escultor, mirando hacia arriba. Las luces pirotécnicas continuaban siendo una constante –. Por eso mismo es que vamos a empezar el siguiente como se supone que lo empecemos.
_Incluso las demás especies tienen motivos para finalizar bien este año, todas y sin excepciones – agregó Cristal, quedando demostrado que no estuvo incluyendo a los ilios al decir “todas” –. Aún con la Gran Catástrofe, nadie pudo dejar de sentirse feliz y animado en los días posteriores, ni van a dejar de estarlo mañana ni el primer día del año que viene. Las hadas, sobre todo.
Eduardo pensó que esas palabras estaban cargadas de veracidad, sabiendo y habiendo visto, desde aquella tarde de Marzo, que las hadas no modificaban su personalidad, su carácter ni su semblante ante esas eventualidades y hechos que, para los seres humanos, comparaba el, serían causantes de una merma en su estado anímico, esperanzas, sueños para el futuro y deseos. Textuales las palabras de su futura cuñada, ni siquiera el evento natural más destructivo de los últimos cien años había alterado su forma de ser. Las hadas hicieron su parte en las arduas tareas de reconstrucción de la infraestructura dañada o destruida, y, lo que era más importante, consecuencia de aquello, la de su sociedad. No hubo sector que no estuviese involucrado en dichas tareas – medicina, ingeniería, comercio… – y como resultado prácticamente inmediato se vio a los reinos afectados por el desastre, el cual trascendió a las fronteras del continente centrálico, empezar la deseada restauración. Más que nunca hubieron de ponerse de manifiesto la hermandad, la solidaridad, la fraternidad y todo aquello que caracterizaba a las hadas desde hacía varios milenios, casi desde el “Período de Organización”, cuando surgieran las primeras poblaciones en grupo y, a causa de eso, las sociedades primitivas. Sin importar su alcance, cada una de las  festividades, ceremonias y celebraciones que tuvieron lugar desde el veintiséis de Marzo /Nint número veinticinco fueron tan monumentales como de costumbre, habiendo sido las más esplendorosas las hechas por el cambio de una estación climática por otra y, en el particular caso de la Ciudad Del Sol, su transformación en la novena región del reino, que, modificaciones mediante, fue establecida el veintinueve de Agosto /Sefht numero dieciséis. A medida que se interiorizaba sobre su cultura, Eduardo descubría como las hadas siempre encontraban uno o más motivos para sonreír: una obra de teatro que se estrenaba, el aniversario de algo, una fábrica o un comercio que por primera vez abrían sus puertas, un evento deportivo, un descubrimiento científico, la invención de algún objeto o lo que fuere, las sonrisas alegres estaban allí. Ni siquiera la presencia de los ilios en el oeste-noroeste de Centralia, en esa región de más de quinientos cuarenta mil kilómetros cuadrados conocida como Iluria, para la que cada especie tenía su propia etimología, podía arrojar oscuridad y malos pensamientos sobre las hadas como grupos ni como individuos.

En ningún país del mundo, en realidad, se carecía de motivos para celebrar a lo grande el fin de año y el inicio del siguiente. A lo largo de las últimas dos a tres décadas, la tecnología y la ciencia avanzaron tanto como en los dos siglos anteriores e incluso más, y eso trajo beneficios de todo tipo para los seres feéricos. Eduardo ya había visto como, en esos dos aspectos, la sociedad local avanzaba a un ritmo más lento que el de los humanos, debido a que la tecnología y los implementos, comparaba el, eran rudimentarios. Lo serían para cualquiera que no se hallara en conocimiento de la sociedad e individuos locales, pero para estos se trataba de lo más puntero. Y, llegado un punto en el pasado, dos a tres décadas atrás, esos avances se hicieron tan novedosos, evidentes y punteros que ofrecieron la posibilidad del desarrollo y la innovación en un tiempo decididamente menor. Esos logros y avances hicieron progresos fenomenales en todos los aspectos de la sociedad, particularmente en una decena que les eran sumamente importantes: transportes terrestres y navales, comunicación postal, ingeniería, medicina, la industria editorial, las comodidades hogareñas, el entretenimiento, el cuidado ambiental (una de las banderas irrenunciables de las hadas), incluido el tratamiento de los residuos no orgánicos y su clasificación o destrucción, y la conservación de productos perecederos. En esos y los otros rubros, los tres sectores – público, privado y mixto – en cada uno de los países habían desarrollado esos avances y logros luego de años de investigaciones y planeamientos, habiendo diez que se ajustaban a esos rubros que destacaban por si solos. Los de la medicina fueron sin dudas los principales, existiendo hoy día nuevos tratamientos de fertilidad, un problema que azotaba principalmente al sexo femenino – los seres feéricos empezaron a tener la esperanza de que fuera esto el principio del fin de un problema que se remontaba a la Guerra de los Veintiocho –; la cura total de la ceguera, ya que hasta el día de su invención únicamente existía una parcial, con lo que el casi medio millón de personas no videntes o con visión reducida pudieron volver a disfrutar de ese sentido a toda su capacidad; los tratamientos y medicamentos más avanzados para tratar, e incluso curar, los problemas característicos de los ancianos, como el reuma y la artrosis; la reconstrucción dérmica (“cirugía reparadora”, había Eduardo comparado) total allí donde la piel hubiese sido afectada por quemaduras, corte u otros accidentes; y, en líneas más amplias, medicamentos y pociones más efectivas y potentes contra todas las dolencias y enfermedades que aún persistían entre la comunidad feérica. El sistema sanitario implicaba además miles de instalaciones médicas desperdigadas en todos los rincones del planeta y presupuestos e inversiones astronómicas por parte del sector público y del privado.

La ingeniería era otro de los aspectos que había dado pasos gigantescos con el correr de las últimas tres décadas, con la invención por un lado de nuevos elementos para el diseño de los planos, por otro las nuevas técnicas y estilos y por otro más el desarrollo de nuevos y mejores materiales, también más resistentes a esos dos factores que siempre eran tenidos en cuenta a la hora de levantar alguna estructura (el paso del tiempo y los daños eventuales), herramientas e implementos usados en las obras. En el particular caso de Insulandia, esas obras habían sido visualizadas y puestas en marcha por vez primera por el rey Sizaq y la reina Uqelu, los abuelos de la actual monarca, quienes  con ello dieron el puntapié inicial para un período que se extendía hasta la actualidad, conocido como “Período de la Construcciones Grandiosas”, caracterizado este por obras monumentales en cuanto a sus dimensiones (frente, fondo, altura e incluso profundidad), plazo de ejecución, cantidad de materiales e insumos empleados y la nómina de todos cuantos estuvieron implicados en las construcciones. A lo largo de ese período fueron surgiendo obras que, si bien despertaron escepticismo y rechazo en sus inicios, no tardaron en replicarse más allá de las fronteras insulares y pasar a contar con el visto bueno e impresiones excelentes por el común de las hadas y las demás especies elementales. Hoy, eran parte del paisaje los empalmes de tres o más rutas, una o más saltando sobre las otras con puentes; los caminos que corrían por debajo de la superficie y dentro de cerros y montañas, estructuras que superaban los cien metros de altura, embarcaciones de mayores dimensiones y más rápidas, la producción en serie en decenas de fábricas, puentes móviles, represas, materiales más resistentes diseñados específicamente para resistir grandes presiones sin sufrir daño alguno, monumentos y estatuas imponentes de más de treinta metros de alto y diez toneladas de peso, estadios para todo tipo de eventos (deportivos, culturales, artísticos…) y un sinfín de obras que en un principio dejaron boquiabiertos a todos los individuos. Conforme ese tipo de obras fueron apareciendo también se hizo más evidente un ambicioso proyecto urbanizador de escala masiva, siempre teniendo en mente que debían causar el menor impacto ecológico y ambiental que fuera posible, que jamás hubiera podido llevarse a cabo antes del inicio del “Período de las Construcciones Grandiosas”.

El momento de las despedidas se produjo en los últimos noventa segundos del anteúltimo día del año, aunque había empezado en realidad en el mismo instante en que las mujeres se sumaran a los hombres, allí donde estos se divertían con la pirotecnia. Apretones de manos entre los hombres, besos en las mejillas entre las mujeres y abrazos entre uno y otro sexo, conservando las sonrisas y gestos alegres, Iris y Zümsar batieron velozmente sus alas, remontando el vuelo en dirección al centro de la ciudad. Su punto de destino era la casa del arqueólogo urbano (avenida 29, 17-22-5), y luego, tras el desayuno con la salida del astro rey, el Castillo Real (avenida de Circunvalación, 17-2-1), donde participarían de la ceremonia de fin de año y año nuevo con la realeza insular: la reina Lili, la princesa Elvia, Oliverio y el príncipe Elías, que a menos de una quincena de su llegada a Insulandia se había adaptado a las costumbres y modos locales. Muy pronto, la pareja en viaje no fue más que esferas brillantes, una de color turquesa y la otra verde oliva, perdiéndose en las alturas y quedando ocultas por la gran variedad de luces pirotécnicas. Fue recién cuando restó un minuto exacto para el final del día que ambos cumpleañeros, Cristal, Kevin, Iulí y Wilson volvieron al interior de La Fragua, 5-16-7.
_Que todo esto quede para mañana., quiso Isabel, observando el desorden imperante en la sala central.
Platos y utensilios con restos de comida, botellas vacías, el cenicero repleto de colillas y envoltorios de los obsequios eran solo algunos de los vestigios, evidentes por si solos, de la jornada tan emocionante y divertida que se había vivido en esa casa desde antes que llegaran los primeros invitados.
_Coincido., estuvo Eduardo de acuerdo, entrecerrando los ojos por primera vez desde la noche anterior.
Era cierto que la fisiología y la biología de las hadas era superior a la de los seres humanos, y que esa condición implicaba, entre otros factores favorables, que tardaran más tiempo en sentir el cansancio y el sueño, hubieran estado en movimiento o no por lapsos más prolongados o menos, pero esta era una excepción para el individuo cuya aura de dos colores estuvo durante todo este treinta de Diciembre /Nios número veintinueve teniendo esos repentinos “estallidos” que evidenciaron su enorme felicidad. Desde que el e Isabel empezaran con los preparativos a mediados de la tarde del veinticinco de Diciembre /Nios número veinticuatro, había Eduardo estado ante la tensión y el suspenso por la idea de tener que lidiar con este par de experiencias solo conocidas en lo teórico, su primer cumpleaños y su primera ceremonia de fin de año-año nuevo en el mundo de los seres feéricos. Eso había implicado que permaneciera alerta ante cualquier cosa, revisándolo todo varias veces, verificando que nada fuera a salir mal, que no hubiera nada librado al azar, y durmió menos de dieciséis horas en los últimos cinco días, no pensando en otra cosa, prácticamente, que en los dos últimos días del año y el primero del siguiente. En menor medida, también sentían el cansancio su compañera de amores y los invitados que aún permanecían en La Fragua, 5-16-7. Ninguno había vivido lo que Eduardo, y ya conocían a la perfección lo que eran ambas festividades, la del cumpleaños y la de la Transición, y el comportamiento en ellas (lo que los participantes acostumbraban hacer), por lo que ahora, a pocos segundos de la llegada del último día de diez mil doscientos cuatro, podían evadirse, o por lo menos disimular,  de esos síntomas de agotamiento. Coincidieron en que se ocuparían de lo mínimo e indispensable, puesto que quedaba la ceremonia de la Transición, que empezaría de un momento a otro y terminaría recién, calcularon, cuando se estuviera ocultando el Sol del primer día de diez mil doscientos cinco. “Un descanso de verdad, no nos vendría mal”, dijeron seis en la sala.

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Una sonora campanada en la distancia.

Había arribado el Martes treinta y uno de Diciembre /Nios número treinta, el último día del año.

Al cumplirse los primeros y exactos veinte minutos, fue aquella conformada por la médica y el artesano-escultor la segunda pareja en salir de la casa, y, a la una menos cinco, lo hicieron Wilson e Iulí. En ambos casos, las despedidas fueron cálidas y efusivas, no habiéndose prolongado menos de un cuarto de hora. “Vamos a estar los cuatro al mediodía”, prometió el padre de las hermanas, a lo que la madre, dirigiendo la vista a la casa al otro lado de la calle, coincidió haciendo el gesto de afirmación con la cabeza. Kevin y Cristal, tan contentos como los demás por la jornada tan bella, también hicieron la misma promesa, antes de emprender con los otros dos esa corta caminata. “Los esperamos”, respondieron los anfitriones, despidiendo al par de parejas moviendo los brazos en lo alto, pese a que solo iban a la vereda opuesta.
_Menos mal que fuimos previsores, ¿no te parece?., comentó Eduardo, observando sin ganas como casi todas las velas allí prácticamente se habían consumido.
Isabel estaba recostaba sobre su hombro izquierdo, con los brazos cruzados, las piernas estiradas y un pie superpuesto al sobre otro. Evidentemente, estaba agotada a causa de la jornada del cumpleaños doble, y quiso esperar a estar sola para exteriorizarlo. Con unos pocos parpadeos fue apagando una a una las velas, una de las habilidades de las hadas con su atributo o don (manipular el fuego… ¿e incluso crearlo?), hasta dejar encendida aquella sobre el reloj cucú, que no continuaría ardiendo por mucho tiempo.
_¿Es por todo esto? – preguntó Isabel, sabiendo la respuesta. Con los ojos señaló las provisiones que habían “sobrevivido” a la fiesta. Una cantidad de botellas y sobres con polvo para preparar jugo aún estaban sin abrir. Ya calcularía en unas horas si alcanzarían para la ceremonia de la Transición –. Si, con eso tuvimos suerte. Es otro componente de los cumpleaños de las hadas, si se quiere; se come y se bebe opíparamente – dio un sutil sobresalto, a causa del estallido repentino de otra pieza de pirotecnia en el exterior –, y eso es a su vez el otro motivo por el que vos y yo terminamos agotados.
_Bebimos y comimos a reventar durante la mayor parte del día de ayer – advirtió Eduardo, consciente de que, en ese aspecto, sería idéntica la ceremonia restante –. No solo con eso nos excedimos, sino también con la pirotecnia.  Los estallidos que hubo ayer… bueno, fueron aislados e intermitentes hasta los últimos instantes de la tarde, pero continuos desde que se hizo de noche. Desde esta casa debo haber escuchado no menos de diez explosiones por minuto. ¡Lo que va a ser hoy, entonces!.
_Los de la FPISE deben estar contentos – agregó Isabel, haciendo una serie de movimientos corporales, tal vez sin advertirlos ella misma, con los que dio a entender que se dormiría allí mismo, en cualquier momento. La última vela no duraría encendida más de uno o dos minutos –, porque nunca facturan más que para este período.
 FPISE era la “Fábrica Pirotécnica Insular, Sociedad del Estado”. Una empresa estatal ubicada a mil cuatrocientos cincuenta y nueve punto tres kilómetros al oeste de Del Sol con más de mil quinientos empleados que operaba durante casi todo el año, y que por el peligro que revestía su rubro, la pirotecnia, estaba en un lugar apartado de cualquier población feérica y elemental. Era una de las empresas del sector público más formidables, ya que los fuegos artificiales nunca dejaban de formar parte de cada una de las festividades y eventos del país. En este caso, la ceremonia por excelencia: el fin de año y el año nuevo. Se decía que únicamente con esta, sus ingresos eran iguales a los de todo el semestre.
_¿Siempre fue sí, en la Transición?., quiso saber Eduardo, ya habiendo cerrado los ojos, y procurando ignorar los estallidos en el exterior.
Tampoco el tuvo problemas con quedarse a dormir en el sofá, aunque para ambos resultara, quizás, incómodo. Con el brazo derecho rodeó a Isabel, delicadamente, y la instó a conciliar ese sueño que los dos necesitaban. El hada de fuego no objetó, cerrando también los ojos, al mismo tiempo que se apagaba la última vela. Otros pocos movimientos les resultaron suficientes para acomodarse del todo.
_Cada año. Ese espectáculo de luces y sonido también es parte de la cultura feérica – aseguró Isabel, dando un bostezo poco pronunciado – Pero dejemos ese y cualquier otro tema para mañana, ¿puede ser?. Estoy agotada y no doy más.
_Me parece perfecto., coincidió su novio, y ambos quedaron en silencio.

Las explosiones y luces pirotécnicas, las voces y los cánticos en la calle los acompañaron durante ese breve instante que demoraron en conciliar ese necesario sueño. Acurrucados entre si, el hombre abrazando con la diestra a la mujer, no demoraron mucho en dormirse, concentrados aun en la jornada tan esplendorosa que terminara al ocupar ese sofá en la sala, y que los encontrara allí al empezarla en la medianoche anterior, tal era la costumbre de las hadas, en silencio y tomados de la mano. Para los dos fue, sin dudas, y por todo lo que plantearan, el mejor cumpleaños de su vida, por lo vivido y sentido. Atrás quedaron sus dudas sobre la organización y la fiesta en su, incluidas las principales, en el caso de Eduardo, que nada fuera a salir mal este día tan especial y simbólico para el, su primer cumpleaños en este planeta, y en el de la atractiva hada, una condición que conservó con el cambio de su don, volver a pasar esa jornada tan imp0ortante para ella (lo era para todas las hadas) con su familia en pleno. Allí estuvieron nuevamente sus padres, “!recuperados”, igual que Iris, a mediados del año, en un evento que a nadie le cupieron dudas de que en el corto plazo habría de transformarse en uno de los más importantes de la sociedad de las hadas desde el Primer Encuentro, coincidiendo millones en que podría ser la “recuperación” de las almas solitarias, un evento que por lo pronto ya figuraba en Ecumenia, uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la raza feérica. Ya durante la semana previa habían planeado algo grande también para la Transición, no solo para el cumpleaños doble. “Que una ceremonia sea tan grandiosa como la otra”, se dijeron al empezar con las compras, a medida que se iba acercando la primera de ellas. A esta habían “Sobrevivido” alrededor de la mitad de tales compras, dispersas en la sala, el taller-almacén y la cocina-comedor diario. De ese conjunto de bolsitas con el polvo para preparar jugo aún les quedaban cincuenta y dos, para diez sabores diferentes; en una alacena en la cocina, aguardaban las diecisiete botellas de seis tipos distintos de bebidas alcohólicas; y además conservaban cinco kilogramos y quinto de las diversas amenidades, otros dos de café, uno de té en hebras, otro tanto de ingredientes para los platos típicos de esta época, una variedad de frutas tropicales y la suficiente comida en cada rincón de la cocina. “Alimento no nos va a faltar, y tampoco bebidas”, se alegraron, en la que fuera una de las últimas frases antes de estar nuevamente en el sofá. Tampoco iba a escasear el entretenimiento, teniendo una decena de juegos de mesa, seis cajas repletas de fuegos artificiales, apiladas y a resguardo en el taller-almacén y los cilindros para el musiquero. Tampoco los temas de conversación, tan interesantes unos como otros y variados, ni los planes para el siguiente año a todos los plazos.

Pasaron los minutos hasta las seis de la mañana, y fue allí que ambos, que se despertaron alrededor de media hora antes, al dar en su cara un rayo solar que se colara por las rendijas de la persiana, dejaron el sofá y dieron inicio a la jornada. “¿Qué hacemos primero?”, se plantearon entonces, terminando de desperezarse, con sus auras estáticas, la ropa arrugada y, en el caso de Isabel, el cabello revuelto. Al final, optaron por lo básico. En tanto el hada de fuego estuvo preparando el desayuno en el ambiente de junto, Eduardo, esperando lograr un buen trabajo, se dedicó a reunir todos los desperdicios presentes en la sala principal. Usando la telequinesia, condujo a tres enormes cajas todos los envases vacíos, papeles, las colillas y las cenizas, tapas, servilletas y todo aquello que carecía de utilidad. Llevó las cajas al taller-almacén (mañana se las llevarían los empleados de la CONLISE, o tal vez el segundo día del año nuevo) y, habiendo vuelto a la sala, transformó los restos de comida, toda cuanto había en la mesa, en el polvillo fertilizante, al que esparció en el exterior haciéndolo levitar a través de la ventana. Vio con esa acción que poco era distinto de la noche anterior. Allí afuera, las hadas continuaban con las celebraciones. Iban y venían caminando, planeando o volando, y entre las que pasaban cerca, a los lados de la calle, pudo escuchar los cánticos y voces alegres, individuos de edades varias y ambos sexos que no pensaban en otra cosa que en divertirse a lo grande en este día y el siguiente. “Eduardo, esto ya está”, anunció Isabel, volviendo a la sala con una bandeja en sus manos, donde estaban el par de tazas, dos cucharas, un recipiente con el té en hebras y la tetera. “Que bien”, se entusiasmó el hombre, corriendo a ayudarla, haciendo espacio sobre la mesa. Isabel puso allí la bandeja y ambos ocuparon uno de los laterales, todavía regocijándose por la festividad del cumpleaños doble, combinando esos recuerdos flamantísimos con los planes diseñados para hoy. La hermana de Cristal, por supuesto, revolviendo en la taza el agua con las hebras, dio sus opiniones acerca del estado en que quedara la sala tras la limpieza hecha por su alma gemela.

_Mis felicitaciones – dijo, acompañando las palabras con una sonrisa. Rara vez, menos de una veintena desde Marzo, su compañeros de amores había participado de esa clase de tareas hogareñas –. La sala quedó presentable en un momento. ¿Viste que no es tan complicado? – Eduardo silbó y miró en otra dirección –. Quedan detalles, pero son menores, como poner velas nuevas en los candeleros. Supongo que si trabajamos los dos juntos, nos va a alcanzar con otros treinta minutos para que el estado ascienda de presentable a impecable.
 _Hagámoslo después del desayuno., propuso Eduardo.
 _Tal vez más tarde – prefirió Isabel, examinando el estado de su vestido, que no era lo que se dice óptimo. Tenía la pieza incluso rastros de tierra y polvo, de cuando estuvo el hada en la calle en la noche anterior –. Me gustaría primero darme un baño y cambiarme. Esta ropa y los zapatos quedaron hechos un desastre, y vos deberías hacer lo mismo.
Su novio y colega aceptó, sabiendo que otros de los aspectos más respetados entre los seres feéricos eran la higiene personal y el andar bien vestido en todo momento, especialmente en las ocasiones importantes. En la de esta noche no era necesario lo tradicional, como le explicara el hada de fuego, pero si algo que combinara formalidad con sobriedad y sencillez.
_Esto ya está listo – advirtió, ingiriendo el primer sorbo, tras lo cual indicó –.También tendríamos que inventariar todas las cosas que nos quedaron de ayer, para conocer lo que falta e ir a comprarlo. En lo personal, quisiera traer dos o tres de esos panes con frutas, que son exquisitos. Siempre me gustaron.
Artículo comestible de los más típicos en esta época, aunque eso no impedía que se comercializara durante todo el año. A diferencia de lo que se conocía en la Tierra como “pan dulce”, supo Eduardo al conocer la existencia de este comestible, aquí llamado “pan con frutas”, los de este mundo eran dos veces más grandes y tenían al menos el triple de frutas, en variedad y en cantidad. Habiendo conocido su existencia y su consumo masivo en esta época, Eduardo concluyó que solo faltaba el componente religioso para que fuera prácticamente un calco de las celebraciones de Diciembre que el conocía.
_Y a mi – coincidió Isabel. Uno de esos panes frutales había sido incorporado al desayuno, habiéndose terminado las galletitas – Podría pedirle a mi mamá que venga un rato antes del mediodía, para que nos de una mano con los preparativos para el almuerzo. Si, dije “nos” y no “me”. Esta vez vas a colaborar, y esta vez no hay tono de broma en ello.
_Lo se – contestó Eduardo, aceptando las palabras de su novia –. El treinta y uno de Diciembre es uno de esos pocos días del año en el que los hombres aceptan voluntaria y desinteresadamente trabajar lado a lado con las mujeres en los quehaceres domésticos, incluida la preparación del almuerzo y de la cena.
Así pasaron los cinco minutos que demandó el desayuno. Ambos estuvieron concentrados en el almuerzo y la cena, quizás los dos momentos más importantes de esta jornada después del brindis a la medianoche. Decidieron que el arroz con salsa roja fuera la comida del mediodía, en tanto que para la noche optaron por ese ya conocido y clásico plato tan parecido a los canelones (a Eduardo le brillaron los ojos), en ambos casos la cantidad suficiente como para que ello dos, Cristal, Kevin, Iulí y Wilson pudieran repetir al menos tres o cuatro veces.
_Una cosa es segura, vamos a comer a reventar., vaticinó Eduardo, llevando los enseres a la cocina, al terminar el desayuno.
_Entonces, va a ser este un día idéntico al de ayer – comparó Isabel, poniendo esos utensilios en la pileta. Los lavaría después de bañarse y cambiarse la ropa –. Yo todavía estoy pasando la comida de anoche. En fin, mejor que sobre y no que falte. ¿Por qué no empezás con el inventario, mientras yo me preparo?, así podríamos ganar un poco de tiempo. No voy a demorar más de media hora.
_Está bien., accedió Eduardo, volviendo ambos a la sala, desde donde se dedicaron a esas tareas.

“Con esto ya terminé”., se alegró un rato más tarde, habiendo hecho media docena de caminatas por diferentes partes de la casa.

Cuaderno y lápiz en mano, hizo el inventario y determinado que cosas les harían falta para la festividad, las cuales figuraban en otra lista, junto a la cantidad requerida. Supuso que a el y a su novia les alcanzaría con un único viaje a los comercios del barrio para las compras. Aprovechando el tiempo de que disponía, separó un lujoso juego de media docena de platos de porcelana, seis juegos de cubiertos finísimos y la misma cantidad de copas tan elegantes que, pensó, sería una pena tener que usarlas. Ese era el mismo lote de artículos, obsequiados a Isabel por su hermana con motivo de la llegada a la mayoría de edad legal, que la dueña de casa y anfitriona usaba solamente en las ocasiones solemnes, y esta era una. Eduardo puso las piezas sobre la mesa, al lado de otro tanto de utensilios para el almuerzo, y volvió a la sala, a seguir con los preparativos. Básicamente, acomodar algunas cosas, cambiar otras de lugar y llevarse otras más, procurando ganar todo el espacio posible. “Espero que alcance”, deseó, al tiempo que el cucú en la sala y la campanada en el exterior anunciaron las siete horas en punto (diecisiete horas para el diez mil doscientos cinco). Habiendo finalizado esas tareas, no tuvo más que cuatro o cinco minutos para sentarse a descansar en el sofá, fumar el primer cigarrillo del día y echar esos rápidos vistazos a la sección deportiva de El Heraldo Insular, pues Isabel había vuelto a aparecer en la sala. “Más linda que dormir ocho horas”, opinó, a lo que la dama combinó el enrojecimiento habitual en las mejillas con una burlona sonrisa motivada por el cero romanticismo en esa comparación.
Allí estaba el hada de fuego, estrenando el calzado y la ropa que comprara durante la semana. Tenía botas cortas con un tono opaco de negro, con hebillas, un pantalón ajustado y una camisa, ambas prendas fabricadas con tela de jean y de color azul oscuro. Bajo la camisa, de mangas largas, a través de ese escote poco pronunciado, se advertía una musculosa blanca, lo único que quebraba el monopolio de azul en la vestimenta. No faltaba, por supuesto, el anillo de compromiso en una de sus manos, ni tampoco el prendedor en el lado izquierdo de la camisa, con la forma del símbolo del fuego un obsequio por parte del personal del Templo del Fuego, el “Vinhuiga”, por las demostraciones a comienzos de este mes (también le habían regalado uno a Cristal), cuando quiso descubrir el motivo por el que cambiaran su atributo y su aura. “Y a propósito de eso, ¿y tu aura?”, llamó Eduardo, cambiando la admiración al observar a su compañera, más atractiva que de costumbre, por la extrañeza, al ver que no estaba ese halo violeta bordeándole su curvilíneo cuerpo.-
Si vio, en cambio, algo que le sumó otro poco de extrañeza, que ese color se había trasladado a los ojos de Isabel. El hada de fuego dio una vuelta sobre su eje para dar a entender que quería una opinión sobre su vestimenta y las botas cortas, aparentemente disfrutando ese desconcierto aparecido en las facciones de Eduardo, cuya aura de dos colores también manifestaba ese desconcierto. Isabel, en cambio, estaba relajada y sonriente, algo con lo que hizo notar la falta de conocimiento de su novio a este respecto.
_No pasa nada, no es algo para intranquilizarse – explicó a Eduardo, que respiró aliviado con esas palabras –. Es una de las habilidades que poseen las hadas que tienen el don o atributo del fuego, el agua, la tierra, la luz y el agua, los cinco elementos principales de la naturaleza. Si, también el agua. Vos podés ejecutar esa técnica, eso no es complicado, ni tampoco su aprendizaje. “Te enseño después que hayas terminado de asearte y cambiarte?. Podríamos ocupar con eso el lapso que nos demande hacer las compras y volver., agregó, leyendo fugazmente aquella lista que escribiera su novio.
_Está bien – contestó de buena manera Eduardo –, si es algo que las personas como yo podemos hacer. ¿Segura que no es algo malo?.
_Absolutamente. Es más, es un indicio del alcance del poder de las hadas el que lo hagan correctamente con la menor cantidad de intentos. Quiero decir que mientras más rápido lo consigamos es una señal de lo poderosos que podríamos volvernos en el futuro.
|_De acuerdo – repitió el hombre, todavía con el asombro ante esa desconocida (para el) habilidad –. En un momento estoy de vuelta.

Se marchó dejando a su novia ocupándose de otro poco de los preparativos y la última visión que tuvo de ella fue colocando un blanquísimo e impecable mantel sobre la mesa y un florero con el par de jazmines en el centro. Ese objeto no podría faltar allí, para dar alegría a los intervinientes.

Un cuarto de hora más tarde, Eduardo estuvo otra vez en la sala, hallando a Isabel sentada en el sofá, leyendo una copia de la Cuadrícula de los Elementos. “Terminé”, anunció, a lo que el hada de fuego cerró el libro, lo envió vía telequinesia a una repisa y se puso de pie. “Excelente… y con la combinación perfecta” – dijo, observando –, “un punto medio entre lo formal e informal y liviano”. Tenía los zapatos, tan lustrados e impecables, y un pantalón elegante con esos característicos tonos opacos de negro, y una camisa azul con cuello cerrado, de mangas largas. No faltaba su acostumbrado reloj de bolsillo, prendido al cinturón en cuya hebilla estaba grabado el símbolo del agua y guardado en el lado izquierdo del pantalón (la camisa no tenía bolsillos). No llevaba más ornamentos que el anillo de compromiso, también en el dedo anular izquierdo, y había quitado de su cara todo rastro de patillas y barba, dejando únicamente el bigote, tan característico de el. Su aura celeste y azul jacinto era una línea estática e inmóvil, apenas alterado ese estado cuando, como respuesta a esas palabras, levantara los brazos para celebrar el momento, una de las pocas veces en que acertaba con la combinación de colores sin que Isabel tuviese que intervenir. “Sabía que algún día lo iba a conseguir por mi cuenta”, se alegró, yendo junto a Isabel, que ya había tomado la cartera y uno de los cilindros mágicos. “Gran logro, publiquémoslo en El Heraldo Insular”, se burló la dama con una sonrisa, y dejaron “La Fragua, 5-16-7”.

El paisaje en ese sector de la periferia de la capital había variado muy poco o nada respecto de la mañana anterior, o de cualquier momento del día de ayer. Aun siendo las primeras horas de la mañana, todavía no eran las nueve, las masas feéricas y elementales habían ganado las calles y ahora ocupaban numerosos espacios públicos y varios locales comerciales que vendían toda clase de mercancías más o menos relacionadas con la ceremonia de Transición. Grupos particularmente numerosos, tanto de amigos como familiares, hacían los pic-nics, ese evento tan distintivo de la sociedad feérica, con numerosas comidas y bebidas puestas sobre una manta, conversando todos los individuos de uno y otro sexo de forma bastante animada. Había de todo en esos grupos en cuanto a edades, etnias, nacionalidades y aspectos físicos, y eso importaba poco o nada, porque el común denominador allí era el entretenimiento, al cual complementaban con elementos como los naipes, los juegos de mesa, dominando entre estos el ajedrez y las damas, algún que otro libro, los instrumentos musi8cales y, en aquellos grupos en los que había menores de edad de no más de diez u once años, los juguetes, acordes a las edades de cada uno. Tampoco eran pocos los grupos que no estaban conformados solo por las hadas. En uno de ellos, por ejemplo, seis adolescentes que no tendrían más de catorce años descubrieron que únicamente formando una columna, parándose uno sobre los hombros del otro, podían igualar en altura a un naga macho en la plenitud de su vida que se irguiera para mostrar así sus más de diez metros, mientras su compañera comparaba las cifras haciendo movimientos y cálculos con las manos. “Aun las hembras tienen una voz atemorizante y eso no ayuda”, comunicó Eduardo al pasar cerca de ella y ver al enorme ser sacar una lengua bífida de treinta centímetros.  Había al menos otra decena de nagas por allí, hablando entre ellos y decidiendo a cual grupo se unirían. “Solo son diez, con esa altura es imposible que estén aquí y no verlos”, avisó Isabel, doblando ella y su novio al llegar a una esquina y tomar por la calle “Granaderos” – el nombre era un homenaje a una de la divisiones del Ejército insular –. En una construcción a medio terminar, una obra detenida a causa de la festividad, vieron a sus propietarios, un matrimonio joven, conversando animadamente con un enjambre de liuqis, a quienes les estaban contando como esa obra se transformaría en uno y medio o dos meses en su nueva casa, habiendo llegado ambos a Barraca Sola a inicios de este mes desde el sur insular, atraídos por la demanda de mano de obra producto de las restauraciones iniciadas en Abril, y ambos eran ingenieros muy calificados. Unos metros más allá de esa obra, en una plaza delimitada por arbustos rebosantes de flores blancas, otro grupo mixto estaba reunido alrededor de un recipiente metálico, bebiendo del líquido cristalino (Agua) en su interior; eran ocho hadas y la misma cantidad de vampiros entre los que sobresalían, por estar más cerca del recipiente que los otros, un hombre con aura morada y el don del aire – tenía el símbolo de ese elemento bordado en las mangas de la camisa –de etnia blanca y cabello corto, y una vampiresa, de igual etnia y aparente edad, con un larguísimo cabello tan negro como su ropa y calzado. “No tengo que explicar que están haciendo, ¿o si?”, dijo Isabel a Eduardo, deteniéndose a observar  por unos breves segundos y oyendo en ese lapso como los individuos de una raza actuaban de intérpretes para los otros, aquellos que no dominaban bien uno u otro idioma. Se estaban los individuos comprometiendo, y a juzgar por los comentarios, los otros eran sus familiares más cercanos. Allí estaban realizando el rito vampírico del compromiso, solo que con otro líquido, uno que contentara a ambas especies. “¿Puede pasar?”, se asombró Eduardo, notando que el y su prometida no eran los únicos que hacían fugaces parates para mirar la bella escena. “Claro que pueda, basta con que exista el amor”, contestó Isabel, que explicó que las hadas  y vampiros eran física, biológica y anatómicamente idénticos, y que las únicas diferencias radicaban en las habilidades de cada especie y su alimentación (los vampiros no solo comían materia vegetal). “Esos casos pasan, son matrimonios mixtos”, agregó, aclarando que las parejas cuyos miembros pertenecían a esas especies, uno de cada una, eran tratados como los demás, porque lo que importaba era la supervivencia de las máximas instituciones. “El matrimonio y la familia”, tradujo Eduardo, reanudando la caminata. Cruzando un puente curvo sobre un arroyo no muy extenso, vieron que los Habitantes del Agua no eran la excepción con respecto a la alegría, porque ese grupo, compuesto por una veintena de individuos  de ambos sexos disfrutaba de estar nadando a baja velocidad y hablar entre risas. “Eso ya lo viste”, remarcó Isabel, en referencia a una pareja que aguardaba el paso del cardumen cerca del puente, a lo que Eduardo contestó “Varias veces”. Resultó que esos individuos eran un tritón y una sirena, quienes, al paso del cardumen, dieron un salto al agua y transformaron sus piernas, en que los tobillos y pies estaban cubiertos por escamas, en largas colas plateadas que emitían brillo gracias a los rayos solares. Era una técnica que poseían los seres sirénidos más poderosos, la cual les permitía moverse fuera del agua por diversos períodos de tiempo, algo que dependía de cuan poderosos fuera el individuo que aplicara la técnica. “En teoría, todos los sirénidos pueden ejecutarla”, completó la hermana de Cristal, cuando el cardumen se perdiera de vista. “¿Y ellos?”, quiso saber Eduardo un rato después, habiendo transformado ya la salida para hacer compras en un paseo matutino, al ver una sombra volando a baja altura y detenerse en la orilla de un río. “Ornímodos”, informó Isabel, en referencia a ese trío de aves que, el momento de posar sus patas en el suelo de césped, cuyos cuatro dedos (tres adelante y uno atrás), lanzaron una aguda vocalización al aire y cambiaron su forma, pasando de ser esas enormes aves rapaces que doblaban en altura a las hadas a individuos que tenían los brazos cubiertos de pluma, la piel muy clara, atemorizantes garras en los dedos de las manos y los pies, y ojos el doble de grandes que los de los seres feéricos. Estos seres, que llamaban la atención tanto por su altura como por su aspecto físico y por el arnés que llevaban en el torso y la cintura – tenían una varilla allí, y Eduardo supuso que esas eran sus armas – se sentaron a la vera de otro arroyo, y de inmediato se les unió un grupo variopinto compuesto por doce individuos, entre hadas, gnomos y liuqis.  Era la primera vez que el novio de Isabel veía personalmente a estos seres, y su primera reacción, obviamente había sido la de sobresaltarse al ver la sombra que formaron los miembros de esta especie, un hijo (la cría) y sus padres.
Sabía que los ornímodos vivían en el extremo sur de Centralia, unos cinco mil individuos, el dieciséis por ciento en el territorio insular, unos ochocientos habitantes, en los picos más altos de una cordillera, y que cada año venían a Del Sol para formar parte de la enorme masa de elementales en las celebraciones por el cambio de estaciones y, por supuesto, la Transición. Esos tres ornímodos disfrutaron desde el primer momento del encuentro con los otros seres elementales, y no hubo duda alguna de que estaban perfectamente integrados a la sociedad feérica e individuos elementales, porque las risas y tonos alegres aparecieron al momento de sentarse los seres a la vera del arroyo y unírseles. “Te dije que imágenes como esa forman parte del acervo cultural de las especies”, le recordó Isabel a Eduardo, dejando atrás a ese grupo y doblando en otra esquina, viendo ahora si su punto de destino.
Un despacho de bebidas alcohólicas y no alcohólicas fue su primera parada, y, aun antes de llegar, vieron que dicho punto estaba lleno de compradores que pululaban en los pasillos, examinando los artículos, cientos de ellos, dispuestos en las góndolas. “La parte que no me gustó ayer ni me gusta hoy”, declaró Eduardo al entrar en el negocio y ver la marea de personas. No era amigo ni por equivocación de hacer la fila en un comercio u oficina cuando tenía que pagar algo, y bastaba con que delante suyo hubieran diez personas o más para que empezara a consultar el reloj a cada rato. Este sería uno de esos casos, por supuesto. Viendo desde la distancia, a medida que seleccionaba las bebidas, vio como las doce cajas tenían un movimiento constante. Las cajas registradoras se abrían y cerraban todo el tiempo, las manos de las personas en los mostradores, hombres y mujeres de no más de diecinueve años (ese tenía que ser su primer empleo) se movían fenomenalmente rápido a medida que iban calculando lo que gastaba cada cliente y a estos cuanto vuelto debían darles; los consumidores dejando atrás, ordenados, los artículos, en ningún caso menos de siete u ocho, y un grupo de empleados auxiliares colocando en cajas las compras, ordenadamente. El tiempo que la pareja no estuvo entre las góndolas, tomando botellas de tal o cual bebida, lo pasaron en una de las cajas, la séptima, donde luego de aguardar un tercio de hora, un lapso que pareció eterno, dejaron los artículos en las manos de una cajera, quien, con una fugaz observación, a los clientes les bastaba con eso, hubiera este importante día preferido estar en su casa con su familia que cumpliendo sus obligaciones laborales. “Nos pasa a todos”, dijo la cajera a la pareja, antes de abordar el lado positivo, al señalar un letrero que indicaba que el horario de atención finalizaba a las once horas con treinta minutos. No bien guardaron todas las botellas en el recipiente cilíndrico, Isabel y Eduardo abandonaron el comercio, viendo tanta gente afuera como adentro. El siguiente punto en su itinerario fue otro expendio, uno de productos alimenticios, en el que se encontraron con un panorama exactamente igual: decenas de hadas yendo y viniendo entre los pasillos, con los canastos cada vez más llenos de artículos, las interminables filas en las cajas y los empleados atareadísimos, moviéndose tan rápido como podían. “Acá también van a cerrar antes del mediodía”, advirtió Isabel, leyendo el letrero sobre el marco antes de salir del abarrotado comercio de alimentos.  Incluso los vendedores móviles – hombres y mujeres que vendían sus mercancías yendo de un lugar a otro, con sus enormes carretas atiborradas con un producto particular – estaban trabajando como de costumbre, y en ellos, en tres que hubieorn por allí, estuvo el último punto en el itinerario de Eduardo e Isabel, quienes se aprovisionaron de golosinas, infaltables estas en las ceremonias de fin de año y año nuevo, tabaco e infusiones. Para cuando concluyeron las compras, poco después de las diez y cuarto (trece horas cuarenta y cinco para el nuevo año), y emprendiendo la vuelta a La Fragua, 5-16-7, descubrieron que habían gastado el ochenta por ciento del dinero con que salieron de su casa, quedándoles nada más que trescientos soles. “La ceremonia bien vale y justifica el gasto que hicimos”, pensó en voz alta Eduardo, asegurando el cilindro a la cintura, a lo que su novia mostró su acuerdo moviendo la cabeza de arriba hacia abajo. Ambos emprendieron la vuelta después del mediodía, y ninguno, como cada fin de año, pasadas las quince treinta o las dieciséis. “La ceremonia más grandiosa”, dijo nuevamente el hada de fuego, viendo otros dos ornímodos sumarse a la muchedumbre, planeando a baja altura y posándose en la superficie.

En el viaje de regreso, caminando a paso normal por una angosta calle donde no pasaba un solo transporte, encontraron mucha más gente que cuando emprendieron la salida. Muchos de los grupos familiares que estaban en las plazas y parques, se advertía, pensaban quedarse allí hasta que los rayos solares hubieran empezado a ocultarse, antes de volver a sus casas para la última cena del año. A medida que fuera avanzando la segunda mitad de la tarde, los gnomos, sirénidos, ornímodos, liuqis, vampiros y todos cuantos estaban allí desaparecerían para dedicarle el tiempo a los festejos, incluida la cena. Al menos, los espacios públicos quedarían casi vacíos, porque muchas familias habían decidido pasar la Transición al aire libre, o en locales gastronómicos. Como fuere, lo cierto era que, pasado el momento del brindis en los primeros instantes del uno de Enero m/Baui número uno, las calles se llenarían de nuevo con esas masas dispuestas a continuar con la celebración hasta quedar exhaustas. Eso mismo harían Isabel y Eduardo, también su grupo, cuando la madrugada hubiera llegado y se hubieran aburrido, si llegaran a hacerlo, de estar en la sala o en el patio con los juegos de mesa, la música y el entretenimiento de la jornada anterior. “Yo no, no los envidio”, dijo Eduardo unos minutos después, teniendo el nacimiento de la calle La Fragua, a poca distancia, al ver a Lursi y Nadia hablando con un grupo de colegas, dando a esos médicos las instrucciones para esta jornada. Todas las instalaciones de salud (hospitales, postas sanitarias, dispensarios, salas de primeros auxilios…), por un decreto que firmara Nadia el último día de trabajo, a mediados del mes, tendrían una guardia total hasta las diecisiete horas en unto del treinta y uno de diciembre y parcial desde ese momento hasta la medianoche del siguiente. De la misma forma trabajaría la Guardia Real, cuyo líder, se sabía, había pasado todo el día anterior ocupándose de la organización y los preparativos para el día de hoy. Olaf había transmitido la orden a los jefes del Ejército y la Armada, y estos a sus subordinados, continuando así con la cadena de mando, de extremas las precauciones desde las diecisiete horas en adelante, el horario en que la población en general solía arrancar con el grueso de las celebraciones en sus casas, clubes sociales, espacios al aire libre o donde fuere, porque siempre existía la posibilidad de que hubiese heridos con, por ejemplo, los fuegos artificiales. “Otro aspecto común”, había sostenido Eduardo. “Tenemos la suerte del clima, siempre a nuestro favor”, había dicho Isabel, al momento de pasar por el acceso a la sala médica (La Fragua, 5-33-1), donde las hadas, sin olvidarse de sus obligaciones, le dedicaban este tiempo libre a celebrar. El hada de fuego hizo referencia con sus palabras al clima benigno que acompañaba a los festejos a lo largo y a lo ancho de Centralia. El clima tropical húmedo, monopólico y dominante todo el año, no se mostraba adverso, no lo había hecho en más de un cuarto de milenio, y las temperaturas se mantenían agradables en la noche y la madrugada. “Otro aspecto para sentirme comodísimo y a total gusto en este lugar”, comentó Eduardo, corriendo el picaporte, abriendo la puerta y permitiendo el paso a Isabel. Desde su despertar, el hombre no le había encontrado un solo defecto a la capital, ni a sus habitantes, y seguía sin verlos aun olvidándose de su creencia previa en la existencia de las hadas. Había descubierto que esos seres, su sociedad y su entorno eran tal cual se los describía en los cuentos y leyendas del folclore antiguo y no podía estar más agradecido por eso. Su adaptación e inserción en los aspectos sociales de las hadas nunca le demandó mayores esfuerzos y hoy veía su “nueva vida” como una recompensa.

A las diez y veinte (trece horas con cuarenta minutos para el año nuevo) estuvieron de vuelta en la sala, después de haber distribuido las compras en algunos de los ambientes. “Me gusta como quedó esto”, volvió a opinar el hada de fuego, observando el estado en que ella y su prometido dejaran la sala, impecable y sin rastros de la memorabilísima jornada anterior. Para cualquiera que llegara ahora a esta casa, de hecho, allí no había pasado algo, una reunión con motivo de dos cumpleaños, el anteúltimo día del año. De momento, ni Eduardo ni Isabel tenían algo que hacer, y como faltaban todavía más de sesenta minutos para que llegaran Cristal, Kevin, Iulí y Wilson, quienes prometieron su presencia para los últimos instantes antes del mediodía, la dama  creyó que una buena forma de emplear ese lapso en algo provechoso era enseñarle a su compañero sentimental esa técnica que le era desconocida. “Ocultar el aura y trasladar su color a los ojos es algo fácil”, dijo, para empezar, en tanto empezaban a dirigirse al patio.
Isabel empezó la clase instructiva explicando que el aura era una manifestación de la “woga”, la energía y fuerza vital que poseían todas las hadas, y que sus oscilaciones no obedecían solo a las emociones y los sentimientos de aquellas, sino también a cuan poderosas fueran, lo que motivaba que el aura tuviera incrementos si ese poder se viera también ampliado. Cuando eso ocurría, ese halo de uno o dos colores no modificaba su grosor, sino que mostraba manifestaciones más intensas cada vez que un hada exteriorizaba lo que sentía, pensaba y las emociones, tanto lo negativo como lo positivo. “Lo entendí hasta allí”, aseguró Eduardo, demostrándolo; su aura celeste y azul jacinto tuvo un repentino estallido cuando se concentró en ese recuerdo tan grato para el, la noche del primer beso con Isabel, en el parque La Bonita. “Muy bien, empecemos entonces a practicar”, anunció el hada de fuego, mostrándole en primer lugar cuan sencillo era desaparecer y reaparecer al aura, trasladando su tono, en su caso violeta, al iris en los ojos. Le dijo a su novio que no necesitaba de otra cosa que no fuera su concentración y una decisión firme de que lo lograría. No tendría problemas con la decisión, pero concentrarse, así se lo hizo saber a su “instructora”, le sería complicado, con el bullicio que reinaba. Reconoció que las voces, los cánticos, pasos casi constantes y los estallidos de la pirotecnia serían un factor adverso, pero lo intentaría. Procuró vaciar su mente de todo recuerdo y pensamiento, tal cual lo hiciera cuando aprendiera a ejercer el dominio sobre la transformación, y concentrarse en ese halo de dos colores que bordeaba su cuerpo. Basado en lo que hiciera Isabel, un proceso tan fugaz como un parpadeo, trató de replicarlo, aunque sin éxito en este primer intento. En los cinco que siguieron tuvo uno parcial, logrando que su aura de dos colores se volviera más clara y desapareciera solo en parte, sin que fuera alterado el color claro de sus ojos. Fue recién en el séptimo intento, siempre oyendo las palabras de aliento y los consejos de Isabel, que consiguió hacer desaparecer por completo su aura, sin trasladar el cambio a los ojos, algo que ocurrió en el octavo intento. “¡Lo conseguí!”, exclamó, acompañando la celebración con un gesto con ambas manos. Isabel se acercó a el y, en efecto, vio que los dos colores se mezclaban ahora en el iris de ambos ojos – el “premio” fue el de costumbre; un beso – Van a permanecer allí el tiempo que quieras”, le dijo, explicando que el proceso para reaparecer el aura era el mismo: concentración y decisión. Eduardo lo hizo tal cual, y conociendo ya a lo que se enfrentaba, tuvo éxito en solo dos intentos, tras los que repitió la habilidad unas cinco veces solo para demostrar que en el futuro no habría inconvenientes con ella. Al final, en tanto volvían a la sala, decidió que mantendría ese par de colores en los iris, tal como lo estaba haciendo su compañera sentimental.
Un rato después de su vuelta al interior de su hogar, apenas pasadas las once de la mañana (trece horas para el año nuevo), los padres de Isabel, tan radiantes como el día anterior, o quizás más, llamaron suavemente a la puerta, agitando la campana. Los anfitriones los recibieron con los brazos abiertos, de la misma forma y calidez que en la jornada anterior. Este matrimonio también había triunfado en eso de combinar la sobriedad con la informalidad, luciendo Wilson un pantalón recto de tonos opacos de gris, y una camisa blanca de mangas cortas que tenía estampado en el bolsillo el escudo del club Seis de Mayo, llevando zapatos que combinaban con la vestimenta. Iulí, por su parte, tenía un vestido sin mangas y con un cuello cerrado que le llegaba hasta las rodillas, de color lila, el mismo que se extendía a su calzado sin tacos, de al menos un número menos que el de su talla (su marido estaba en las nubes), exponiendo su encanto femenino, aquel que la convirtiera en una celebridad en el ámbito del modelaje y las pasarelas. Su hija los invitó a ocupar dos de las sillas que rodeaban la mesa y Eduardo, a quien aceptaran desde el primer día, viéndolo como el hombre ideal para Isabel, les ofreció el primer aperitivo de la jornada , a la vez que entre los cuatro hacían un repaso de sus planes para lo que quedaba de este día y el de mañana, en lo referente a la ceremonia de la Transición. Menos de un cuarto de hora después llegaron Kevin y Cristal, a quienes observaron cruzar la calle, y fue Eduardo quien abrió y les cedió el paso, descubriendo que uno y otro estaban calzados y vestidos como aquel par de jornadas en que los conociera, Cristal llegando a la casa el día del despertar y Kevin en su primera visita al Banco Real de Insulandia. Este último tenía lo que Eduardo no conocía en aquel momento, la camisa que usaba el club Kilómetro Treinta y Ocho en los partidos de balonmano, y Cristal el emblema de la belleza, también desconocido aquella tarde, en los bolsillos del pantalón corto. Y, por supuesto, ninguno de los dos estaba allí para otra cosa que no fuera entretenerse y divertirse todo cuanto pudieran en tanto durara la ceremonia.

_Lleven esto a la mesa, así vamos ganando tiempo.
_Y esto. Pero cuidado, el envase es de vidrio.
_¿Dónde dejo estas cosas?.
_No va a ser suficiente, traigan otro poco.
_¿Cuánto tiempo al fuego lento?.
_¿Habremos calculado bien la cantidad?.
Frases y preguntas como esas salieron de la boca de la media docena de intervinientes en el almuerzo no bien empezaron a prepararlo, a eso de las once y media (diez horas y media para el año nuevo), mezcladas todas las palabras con los sonidos y voces del exterior, sus propios pasos y movimientos al caminar y la música desde la sala. Era quizás la única vez en el año en que podía verse a los hombres colaborando voluntariamente con las mujeres (la costumbre así lo indicaba) en la preparación del almuerzo, por lo que la cocina era un hervidero de pasos y voces, cada uno de los presentes allí ocupándose de una tarea en particular del proceso, siempre con entusiasmo y habiendo estimado que cada uno repetiría dos o tres veces el plato principal. Había tanta comida allí que los ingredientes – ajíes rojos y verdes, tomates, cebollas y zanahorias vueltas trocitos –, para la salsa roja, que sencillamente estaban cubriendo una tercera parte de la mesa, la enorme cantidad de granitos de arroz otro tanto y la torta arcoíris que planearon para el postre (“U enchastre que vale la pena”, coincidieron las damas entre ellas) la mitad de la mesada. En un momento dos de las hornallas se encendieron, varios troncos en la caldera alcanzados por una llama proyectada por la anfitriona, y a ellas fueron a parar las dos cacerolas, una con los ingredientes para la salsa roja y otra con el arroz. De inmediato, o casi, brotaron las primeras burbujas, producto del agua que hervía.  “Esto va a quedar listo en quince minutos”, anunció Cristal a los otros cinco, echando por las dudas otra pizca de condimentos a la salsa, y varias hojas de laurel, a la vez que aquellos se ocupaban de las tareas restantes. Prepararon una generosa cantidad de jugo de varios sabores y llevaron las seis botellas a la sala, junto con las otras, repletas de bebidas alcohólicas; pusieron el suficiente queso rallado, más de dos kilogramos, en un recipiente de vidrio, y varias piezas de pan en una fuente, que también fueron llevadas a la mesa en la sala. Pronto estuvo lito también el postre, la torta arcoíris que quedó de momento cubierta por una tapa, y sobre una fuente, y numerosas amenidades, bebidas e infusiones para ir consumiendo a lo largo de este y del siguiente día. Quedaron definidos los lugares en la mesa, casi igual a como lo estuvieron ayer. Los anfitriones tenían el honor de ocupar las cabeceras de la mesa, Wilson y Kevin el lateral que daba al centro de la sala, y Cristal e Iulí el opuesto a ese. En los lugares esperaban seis copas con vino tinto, ya que era costumbre de las hadas el ingerir un sorbo de esa bebida el último día del año, antes de iniciar el almuerzo y la cena. “Viene de la época del establecimiento del calendario antiguo”, lustró Iulí a Eduardo, completando la información diciéndole que los creadores brindaron con vino tinto  tras concluir su invención, y esa bebida era (lo fue al menos en esa época) un obsequio de las hadas superiores, hijas de Vica y Aldem, en quienes se inspiraran para dar un nombre a los treces meses del calendario. “Ustedes vayan ocupando sus lugares” – pidió Isabel a los hombres, a las doce horas con diez minutos (diez horas cincuenta para el año nuevo) –, “en un instante estamos allí”. “Y apaguen los cigarrillos ustedes dos”, agregó Cristal, hablando a su padre y a su novio. La dueña de casa cerró el flujo de la caldera a las hornallas y cuando estas se apagaron puso el contenido de ambas cacerolas en un tercer recipiente y revolvió el resultante durante dos o tres minutos. El humeante arroz con salsa roja, sabrosísimo con solo mirarlo, por fin estuvo listo, en esa preciosa fuente de porcelana, la misma que usaron en la jornada de ayer, que Cristal e Iulí asieron con cuidado por los extremos, antes de secundar a Isabel en el corto trayecto hasta la sala. Galantería y costumbre, los hombres desocuparon sus lugares y permanecieron de pie junto a ellos, re ocupándolos a la vez que el trío de mujeres iba a los suyos, dejando la fuente en una mesa más pequeña.
_¿Cuál es el paso ahora?., inquirió Eduardo, en tanto los comensales llenaban sus platos con raciones generosas, en referencia a las copas llenas con vino.
_Algo parecido a lo que nosotros, Zümsar e Iris hicimos ayer – le dijo su novia desde la otra cabecera, tomando cada comensal su copa –. Las levantamos hasta que queden a la altura de los ojos. No importa nuestra postura, y decimos con voz clara la frase “Disfrutemos amenamente del almuerzo”, o “de la cena”, al final de este día, en cualquiera de los dos idiomas. Todos los participantes tienen que decirla al mismo tiempo, algo que se vuelve más complejo con la cantidad de aquellos. No va a serlo, dado que en esta sala somos seis.
_Pronunciémosla en el idioma actual., prefirió Eduardo, por tratarse este de su debut al respecto.
“Hecho”, accedieron los otros comensales. El sexteto ubicó correctamente las copas y, con una señal coordinada, exclamaron:
“¡Disfrutemos amenamente del almuerzo final de este año!”.
Bebieron la totalidad del contenido, las volvieron a llenar con otras bebidas y entonces, si, empezaron a almorzar, mezclándose desde ese momento el tintineo de los cubiertos y copas, permanente, con las canciones folclóricas, de las típicas en las festividades de la Transición, los cánticos, voces y pasos que llegaban desde fuera de la casa, y las primeras frases y palabras de los propios comensales, que estuvieron referidas a esa delicia que habían preparado entre los seis. “Felicitémonos unos a otros”, propuso Eduardo, tras el cuarto bocado del exquisito arroz, obteniendo la aprobación inmediata por parte de los demás, con sonrisas, los pulgares levantados y, claro, los aplausos. “¿Vieron que cocinar no es tan malo, ni difícil?”, llamó Cristal burlonamente, dirigiendo esas palabras a los hombres, quienes rara y esporádica vez daban su ayuda en ese tipo de tareas. Ella sabía tanto como su hermana y su madre que si un individuo del sexo masculino cocinaba era porque vivía solo, o porque no había mujeres con el al momento de almorzar o cenar. “Y eso también es raro”, concluyó.



FIN



--- CLAUDIO ---


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